—Zacarías —le digo desde la cama—, tendrías que hacer esto más seguido.
—¿Vomitar?
—No, ponerte cariñoso conmigo, hombre… No sabes cómo tengo el cuerpo ahora.
—Claro que lo sé… ¿Por qué te crees que estoy vomitando?
El Zacarías siempre ha sido así, un pelín graciosillo.
Lo que más nos preocupa de la nueva faceta baterista del abuelo no es el ruido que pueda hacer en casa. Eso se arregla con cajas de huevos en las paredes o con algodones en las orejas. El problema más grave, lo que más nos atormenta, es que se convierta en el loco del barrio.
Para más inri, don Américo cumple con todos los requisitos del cargo: está viejo, no es exactamente un mendigo, lo saluda mucha gente, viene de una familia más o menos conocida, se viste raro y se comporta de una manera que, sin llegar a ser delincuente, da un poco de miedo a las viejas y a los críos. Lo típico para ser un loco popular en este barrio.
Aquí, como en todas partes, hay un montón de locos. Pero en cada barrio hay siempre uno que, por alguna razón, es el «loco del barrio». Cada vez que se muere el loco del barrio, lo sustituye otro. Es increíble, pero nunca falla. Y como hace seis meses que el loco de nuestro barrio se murió (lo arrolló el expreso de las ocho y veinte, pobrecito, ¿quién le mandaba ir a ladrar a la locomotora?) estamos todos muertos de miedo, temiendo que los vecinos nos declaren al abuelo «loco del barrio». ¡Qué vergüenza, Dios mío, no quiero ni pensarlo!
Si doña Paquita no estuviera todo el día encerrada, seguro que la loca del barrio sería ella; pero para pretender ese puesto hay que patear mucho la calle, y doña Paquita siempre está metida en casa. El Toño también cumple con casi todas las reglas, pero todavía es pequeño. Además, ¿dónde se ha visto que el «loco del barrio» se drogue? Y el Carnecruda, lo que tiene en contra es que es mendigo, y está prohibido ser el «mendigo del barrio» y el «loco del barrio» al mismo tiempo. Si te descubren te meten en la trena.
El «loco del barrio», para empezar, no le hace mal a nadie. Incluso da un toque pintoresco a la zona. Y si se viste con gracia, si es aclamado por los niños y encima no tiene olor, incluso te da tono a las fiestas del barrio. A mí no me molestan los locos que hemos tenido. Pero no quisiera que el titular fuera un pariente mío, porque luego en el supermercado te miran raro.
—¡Don Américo! —le grité ayer por la tarde—. ¡Ni se le ocurra salir a la calle con los calzoncillos encima del pantalón!
—Ío sonno una strella dil rocanrole, e me nefrega el qué dirán —me discute.
—¡Se va a cambiar ahora mismo! —le digo—. Póngase la boina, llévese el bastón y las gafas, por el amor de Dios… ¡Disimule!
Hay un problema más: los locos de cada barrio son candidatos naturales a «loco de la ciudad», y ahí sí que me muero de vergüenza. Si un día don Américo llega a ser el loco de toda esta ciudad, yo no salgo más a la calle. Además, dejaría de venir gente a la pizzería y no conseguiríamos trabajo en ninguna parte. «¿Usted es Lola, de la pizzería? —me dirían—. ¿Usted es pariente del loco de esta ciudad, verdad?» ¡No, por Dios! Se me pone la carne de gallina sólo de pensarlo.
Según cuenta la gente vieja, la rivalidad entre este barrio y el barrio de aquí al lado empezó hace siglos, cuando ambos eran los dos pueblos más importantes de la zona. Incluso aparecíamos en los mapas. En esa época, parece ser, nació un odio racial que dura hasta nuestros días.
El verdadero problema, sin embargo, se conoce que es de faldas. Las mujeres de aquí somos cien veces más vistosas, modestia aparte. Y eso se nota mucho. Desde el tiempo de Matusalén la gente del barrio de la Ribera ha venido a nuestras fiestas a ligar y se han ido siempre magullados, espantados por nuestros recios varones, que son de cuidar mucho su patrimonio cultural.
El Toño mismo se ha deshollado los nudillos de tanto castigar ribereños de corta edad que vienen a pasar la tarde al parque; le tiene tanto rechazo a ese barrio, que cuando viaja a la ciudad da un rodeo para no pisar tierra enemiga.
Por eso siempre le escondimos el gran secreto de su padre, el desliz bochornoso, involuntario, en la biografía del Zacarías.
Pero se coge antes a un mentiroso que a un cojo, y el Toño se encontró ayer por casualidad con el DNI de mi marido. El niño, curioso que es, quiso ver la cara del padre cuando era joven, y se encontró con algo peor, si cabe; se encontró con un guantazo de la vida.
—¡Mamaaaaá! —gritó la criatura, espantada—. Cierra con llave la puerta de la habitación y llama a los bomberos, ¡el que está ahí durmiendo la siesta no es papá, es un enemigo!
—¿Qué te pasa, Antonio? —le digo, limpiándome las manos con el delantal—. Ya te dije que no te drogues en casa, que está feo.
—¡Mira, mira! —me dice jadeando, mostrándome el documento del Zacarías—. ¡Es de la Ribera! ¡El hijo de puta es ribereño y nos ha mentido siempre!
Viendo cómo estaban las cosas, decidí contarle la verdad de una vez por todas. La verdad que nunca debimos haberle ocultado.
—Siéntate, Antonio —le digo—. Ya casi vas para los dieciséis años y es hora de que lo sepas… —El crío me miraba, serio de pronto—. Hace muchos años, tu abuela Antonia y tu abuelo Américo venían de comprar un helecho en la capital; ella estaba casi de nueve meses, y rompió aguas en la carretera. ¡Un drama! En esa época no era como ahora: era tooodo monte. Y el único hospital cercano era el Santa Lucía…
—¿El del barrio de la Ribera?
—Sí, cariño, tú lo has dicho —susurro, cerrando los ojos y asintiendo pesarosa—. Fue una decisión difícil la de don Américo, ya te lo puedes imaginar, pero su hijo, tu padre, tuvo la desgracia de nacer allí…
—¿En la Ribera tuvo que ir a nacer? ¿En la maldita Ribera de mierda? ¿En esa mierda de barrio lleno de infelices y lleno de cagadas de palomas? ¡Mierda! —se quejó el Toño, que siempre fue duro para los sinónimos.
—Tienes que entender que tu padre corría peligro —intento matizar—, se podía haber muerto. Es muy feo que se muera un bebé en la carretera, con los robos que hay.
—¡Mejor habría sido! —grita—. ¡Prefiero mil veces que me críe un padre que nazca muerto, y no un padre de la Ribera!
En ese momento, temiendo que pudiera hacer alguna locura, no tuve más opción que decirle lo que él todavía no se animaba a descubrir solo.
—Antonio… —le digo, con todo el tacto del mundo—. ¿Tú sabes lo que son los genes, no?
—Unos bichos que te dejan la picadura —me dice, limpiándose los mocos.
—Ésos son los jejenes, imbécil. Los genes son unas cosas que compartes con tu padre.
—¿Las bambas?
—¿Cómo puedes ser tan estúpido? Los genes son la sangre. La sangre de esta familia… —le explico—. Así que no hables mal de la Ribera, cariño, porque la mitad de tu sangre pertenece a ese barrio.
Se me quedó mirando (congeladas las facciones; la boca entreabierta) tratando de asimilar esa nueva información. Pensé que iba a llorar otra vez, pero no. El desahogo vino en forma de borbotón, desde el estómago.
—¡No me vomites en el mantel, asqueroso! —le digo, saltando hacia atrás para que no me salpique—. Que no es para tanto, Antonio.
—¡Es que me da asco! —dice, ahora sí llorando a lágrima viva.
Lo abracé para que pudiera desahogar su dolor. Él se dejó mimar, desconsolado, hasta que una sombra de duda le sobrevoló el entrecejo. Me mira, desconfiado, y me pregunta con miedo:
—¿Y tú no serás…? —me dice, pálido—. ¿Tú dónde has nacido, mamita?
Sonrío, acariciándole el flequillo:
—¿Yo? ¡Yo aquí, cariño! Tú tranquilo, que mamá ha nacido en este barrio…
—¿O sea que el hijo de puta, además de ser de la Ribera, se folla a nuestras mujeres? —grita entonces, herido en su orgullo, y coge un cuchillo—. ¡Hay que matarlo, hay que matarlo!
Lo detuve a tiempo, porque el descerebrado era capaz de meterse en el dormitorio y matar a su padre mientras dormía la siesta. Le tuve que decir que no se manchara con sangre de ribereño y entonces soltó el arma y se fue a vomitar al baño. Es lo que yo digo: si el niño no fuera tan impresionable, estaría preso desde hace años.
Desde que el Toño descubrió el nombre completo del Pajabrava, los varones de esta familia empezaron a mirar con otros ojos al novio de la Sofi, porque resulta que en este barrio los apellidos son como la cuenta bancaria de la gente, que nunca falla.
Los apellidos básicos son nuestra clase baja. En el Barrio Oscuro abundan los Pérez, los Gómez, los Fernández y los García, que no tienen dónde caerse muertos. Después venimos nosotros, los apellidos normales, los que somos la clase media trabajadora.
En el barrio del parque está la gente de clase media alta, y todos tienen apellidos complicados: Betancourt, Caseneuve, Saavedra, Regueiro, Ferrer y cosas por el estilo. Pero los mejores apellidos, los apellidos que tienen seguridad privada, los que viven en la zona de adosados, son los compuestos: los López-Cuello, los Pérez-Fandiño, los Hernández-Fontes…
Resulta que ayer por la tarde el Toño le pregunta al Pajabrava cómo se llama, y el chico, tímido, le dice su nombre:
—Agustín Méndez de Iraola.
¡Ay, para qué! Desde ese momento, la información corrió como un reguero de pólvora por toda la casa. El Toño se lo dijo al abuelo, y el abuelo le pasó la información al Zacarías. Un rato después, los tres estaban invitando al Pajabrava a jugar a las cartas en la mesa del comedor, para desplumarlo. Y el chico, que es tímido, no supo decir que no.
La Sofi llegó llorando al fregadero tan pronto se vio amputada de novio. Yo estaba lavando la ropa, ajena a todo.
—¡Mamá! —me dice—. ¡Me han robado a mi Pajabrava!
—Si te ama volverá —le digo, pedagógica—. Y si no vuelve, es porque nunca fue tuyo, Sofía.
—¡Claro que va a volver! —me dice—. ¡Pero va a volver sin un duro! ¿Y para qué quiero yo a ese pánfilo sin pasta?
En diez palabras me explicó que toda la familia lo estaba descuartizando en un juego de naipes marcados, porque habían descubierto que era un Iraola.
—¿Tu novio es un Iraola? —le digo, abriendo los ojos como el dos de oros—. ¿Es algo del dueño de la fábrica de cemento?
—El hijo.
—¡Ay, mi vida, haber empezado por ahí! —le digo a gritos, sin poder contener mi emoción desinteresada—. Cuida mucho a ese muchacho, corazón, cuídalo mucho que es un encanto de chico… Se nota que es un santo, no me lo hagas sufrir…
—¡Yo lo cuido! —me dice—. Pero ve a poner orden al comedor, mamita, porque quiero gastarme los cuartos yo, ¡no quiero compartir mi fortuna con mi hermano, mi padre y mi abuelo!
Salí corriendo para dentro de la casa, y efectivamente: desde la ventana del patio los vi perpetrando el delito. El abuelo parecía Marcel Marceau por la cantidad de gestos que le hacía a sus compinches. El Zacarías estaba serio, pero se le notaba la emoción del pecado. Y el Toño actuaba de anzuelo, perdiendo a propósito para que el Pajabrava pensara que ambos adolescentes tenían una mala racha.
—¡Zacarías, ven ahora mismo para aquí! —le grito desde la cocina.
—Espera, mujer, que estoy muy concentrado —me dice.
—¡Serás sinvergüenza, Zacarías! —le digo, y me meto en el comedor con una escoba—. ¡En esta casa se han acabado las cartas! —les digo—. Devolved todo el dinero a ese muchacho u os descoso a escobazos a los tres. ¿No os da vergüenza, robarle a una criatura?
Los cuatro se me quedan mirando, sin entender. El Zacarías, con la frente salpicada de gotas de sudor, me susurra:
—Lola, te juro que la intención inicial era ésa, pero el tío nos está limpiando.
—Stamo perdiendo molta pasta, Lolitte… —me confirma don Américo—. El Pacabrava nos está cuchinando a fuoco lento…
El Toño no dice nada, pero se le nota la humillación en los ojos.
Miro los billetes, y es cierto: todo el dinero está en manos del Iraola, y a los hombres de la familia, en cambio, sólo les quedan monedas. Parecía un croquis de la vida real.
—Señora —me dice el novio de la Sofi, sin darle importancia—. No se preocupe, que en cinco minutos les quito las últimas monedas y libero a su gente, para que puedan pasar el domingo en familia…
¡Ay, qué rabia me ha dado ese chico! Si no hubiera sido porque la Sofi está enamorada le daba dos sopapos por insolente, al Pajabrava de las narices… Pero me mordí la lengua y no dije nada porque soy una señora.
—Ayúdame a planchar, niña —le digo a la Sofi, y nos fuimos del comedor con la cabeza gacha.
—Perdona, mamá… Yo pensé que estaba perdiendo el Pajabrava… —me dice ella por el camino.
—¡De ahora en adelante tú no piensas! —la interrumpo—. Quiere mucho a ese muchacho, pero no pienses. ¿Dónde se ha visto que uno de los nuestros pueda sacarle un duro a esa gente? ¡Si las trampas las inventaron los ricos, corazón!
—¡Y yo qué sé! —me dice.
—Serás ingenua… —digo como para mí, mientras voy poniendo camisetas sucias en el canasto—. Serás ingenua, Sofía…
Nadie en esta familia creyó nunca en el Toño, y mucho menos en su don artesanal. Ésa es la verdad. Le hemos permitido practicar váter-mano pues pensábamos que ya crecería, pero nunca sospechamos que podría llegar a nada serio. Por eso ayer intentamos detenerlo:
—¿Adónde vas con esas cajas de zapatos?
—Voy a la feria artesanal, a poner un puesto en el sector de los hippies —nos dijo, esperanzado.
—¿Y por qué te siguen las moscas? —quiso saber el Zacarías.
—Es que voy a vender mis artesanías —aclaró el Toño, señalando las cajas de zapatos.
Nos agarramos la cabeza y pensamos: «Otra vez la criatura va y la lía». El Zacarías quería ir más lejos: estuvo a punto de frenarlo con un ladrillazo, pero el Nonno le detuvo la mano.
—La violenchia engendra violenchia —le explicó—. Si tú quiere que el bambino capische, parla con lui. No le tire cosa a la capocha.
—Yo no tengo facilidad de palabra, papá —se quejaba mi marido—, lo único que tengo es puntería… He educado a mis tres hijos a golpes, no me pida que cambie mi sistema pedagógico…
El Toño se escabulló en medio de la discusión y se fue a la feria artesanal. Volvió después del mediodía, acompañado por un grupo de hippies. Los melenudos tendrían mi edad, eran hippies viejos y mugrientos, y palmeaban al Toño como si fuera un héroe.