Clase magistral con Claire Denis
Descubrí el cine muy tarde. Al haberme criado en África, veía películas cuando venía de vacaciones a París, pero fue con el videoclub del instituto, años después, cuando realmente tomé conciencia de lo que era el cine. Y creo poder decir que los asuntos más importantes de la vida, como el amor o el sexo, los descubrí primero en el cine. Sin embargo, necesité mucho tiempo para plantearme rodar yo misma. Por recuperar una expresión utilizada por un personaje de
Beau travail
(1999), durante mucho tiempo me sentí «incapacitada para la vida civil». No conseguía emprender ninguna profesión. Me sentía demasiado nómada para eso. Sentía que Francia no era mi lugar. De hecho, sólo me sentía en mi lugar como espectadora. Y cuando me inscribí en el IDHEC fue porque había oído decir que algunos cineastas daban conferencias, y me apetecía escucharles hablar de sus películas. Contra toda expectativa, me admitieron. Fui allí convencida de que no tenía nada que hacer. Me uní a un grupo de estudiantes marginales, con los que hacía pequeños films de ciencia ficción a partir de novelas de Philip K. Dick o Cortázar. Lo hacíamos por rebeldía. Nos negábamos a trabajar en el realismo porque no queríamos dar la impresión de admirar a la Nouvelle Vague, cuando, evidentemente, era así. En aquel momento realmente tenía la impresión de perder mi tiempo en el IDHEC. Pero con la distancia, me doy cuenta de hasta qué punto me hizo bien, porque me obligó a enfrentarme a los demás, a definir lo que quería y lo que no, y a expresar lo que me gustaba y lo que no. Después del IDHEC, me convertí en ayudante de ciertos cineastas (Wenders, Rivette, Jarmusch…). Y ahí encontré personas que finalmente me empujaron a hacer películas. Pero cuando digo «empujaron» lo digo literalmente, es decir, como se empuja a alguien fuera del avión en su primer salto en paracaídas. Tardé mucho tiempo en hacer mi primer film. Entre la escritura y el visto bueno financiero transcurrieron cuatro años, hasta el punto de que el día que me dijeron que habían aprobado el presupuesto y que había que empezar a rodar, tuve un momento de duda. Había esperado tanto tiempo que temía haber desgastado el deseo de hacer aquella película. Al final, lo que me salvó fue que durante cuatro años imaginé a ciertos actores, y en el último momento, son otros los que actuaron en el film. Eso me permitió afrontarlo de manera renovada y soslayando el desgaste.
Pero confieso que durante el rodaje a veces temía abrir el guión, porque lo había leído, releído, estudiado y desmenuzado tanto, que casi me entraban náuseas. Así que trataba de olvidarlo, y realizar el desglose en escenas de memoria. Me pasé todo el rodaje diciéndome: «Es el primero y el último. ¡Después de éste lo dejo!», lo que era esencialmente una manera de liberarme de la angustia, de concentrarme en la puesta en escena, de sumergirme completamente en el trabajo sin pensar en una eventual carrera. Una vez acabado el film, me sorprendió comprobar hasta qué punto me apetecía hacer un segundo, no porque me hubiera gustado realizar el primero; por el contrario, debido a todo lo que no había logrado hacer bien. En ese momento comprendí que cada film se nutre de las frustraciones del anterior, y por eso, finalmente, el segundo film se hace más urgente, más necesario, y por lo tanto más evidente que el primero. Otro tanto ocurre con el tercero, y así sucesivamente.
CUANDO ESCRIBO YA ESTOY FILMANDO
Puede parecer extraño, pero lo primero que necesito determinar cuando abordo la escritura de un guión es la economía en la que se sitúa el film. Necesito referencias, delimitar un perímetro en el que trabajar. Sé que la mayoría de la gente trabaja de manera opuesta y prefieren escribir libremente, como si la realidad económica no existiera, aunque luego haya que hacer sacrificios. En mi caso, si no tengo una idea precisa de la economía del film, no logro escribir ni la primera línea. Por ejemplo, en
Vendredi soir
(2002), si por un solo instante hubiera concebido la posibilidad de disponer de los medios para recrear
El gran atasco
(Ingorgo, 1979), de Commencini, con trescientos coches, es evidente que no habría escrito la misma película, en absoluto. Respecto a ese período de escritura, prefiero compartirlo con un co-guionista. Soy una persona naturalmente pesimista y angustiada, y el hecho de trabajar con alguien me permite ser un poco más viva. Esto me desinhibe mucho y me hace distanciarme de un trabajo que, si no es así, pronto puede transformarse en una batalla con uno mismo. Escribir con un co-autor me hace más feliz. Creo que incluso me vuelve más inteligente. En cambio, nunca he contemplado la posibilidad de adaptar un guión completamente escrito por otro. Cuando escribo, o cuando escribo en colaboración, y aunque no lo parezca, ya estoy filmando. Va mucho más allá de «ver» las imágenes; creo que estoy a punto de elegir la distancia focal, delimitar el tamaño de los planos. Así pues, estoy delimitando lo que constituirá la puesta en escena. Y esto, lógicamente, es imposible con un guión ya escrito. En el hecho de escribir también me interesa plantearme desafíos, escribiendo cosas que se encuentran en el límite de lo que puede expresarse con imágenes. Por ejemplo, en el libro que sirve de base a
Vendredi soir
, Emmanuelle Bernheim insiste mucho en la presencia del hombre en el coche. Habla de su olor, de lo que irradia, etcétera. Todas estas cosas son a priori intraducibles en imágenes, pero a pesar de todo hay que expresarlas. Y en mis guiones escribo cosas que hacen que durante el rodaje a veces me encuentre en el límite de lo que sé hacer. Evidentemente, eso es lo excitante. No hay que dominar el guión hasta el punto de sojuzgarlo. Hay que dejar una parte de riesgo, una parte sin resolver. Esta parte sin resolver nos obliga a superamos; gracias a ella seguimos creyendo en el film aun en los peores momentos. Sin embargo, creo que estos retos deben aparecer en el guión, no en el rodaje. En el rodaje prefiero disponer de tiempo para disfrutar de la compañía de los actores. Así pues, prefiero asumir los riesgos antes, para estar más serena después.
CADA PLANO IMPONE SU VALOR
No creo en una gramática del cine. Creo que hay una herencia que, curiosamente, es más pesada que en literatura. Quizá porque es más reciente, no lo sé. Pero tengo la impresión de que así como un escritor del presente puede liberarse fácilmente del peso de la tradición literaria, es imposible hacer un
travelling
sin remitirse a otros
travellings
de la historia del cine. En todo caso, no concibo en absoluto la puesta en escena como un lenguaje con reglas y una sintaxis. Por ejemplo, si la escena que voy a rodar involucra a dos personas sentadas en un bar, no existe un modo perfecto de construir la escena, por ejemplo, un plano general para situar el lugar, y a continuación planos medios de los actores. Si fuera así no tendría ningún sentido. Sería completamente empobrecedor. Creo que cada plano tiene un valor propio, que se impone y no puede ser de otro modo. Así pues, hay que confiar en el instinto y obligarse a rodar de cierta manera, sin pretender cubrir la escena desde otros ejes. Si no, es como negarse a sí mismo. Por supuesto, mentiría si dijera que, en el montaje, a veces no me tiro de los pelos y maldigo no haber cubierto la escena. Sin embargo, al final, creo que no puedo actuar de otra manera. Una escena no se construye matemáticamente, es más bien una búsqueda armónica y temporal. Y en mi opinión buena parte de la puesta en escena está implícita en el guión, aunque sólo sea por las palabras escogidas para describir la acción. Por el contrario, puedo descubrir un decorado tan poderoso que vuelva inútil el guión y me dicte el desglose de planos de la escena. O un actor puede abrigar una intuición formidable que en el último momento lo cuestione todo. Evidentemente, para tranquilizar a los productores y calmar mis propias angustias, estoy obligada a adelantar un mínimo de consideraciones prácticas, y mostrar que he reflexionado un poco en la manera en que voy a confeccionar las escenas. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones se trata de falsas consideraciones, porque en realidad todo se juega en el plato.
MIS IDEAS DE CINE SON MUSICALES
Hace un momento he dicho que cada plano imponía su propio valor, y debo añadir que también impone su propia duración. Y no sólo en el montaje. También es importante durante el rodaje, e incluso en la escritura del guión. Sin duda esto es más importante en mi caso, porque la música desempeña un gran papel en mi puesta en escena. Quiero decir que, en mi opinión, las ideas cinematográficas siempre vienen acompañadas de música, que llega a ser tan importante que a veces necesito hacérsela escuchar a mis actores o a mi directora de fotografía, Agnès Godard, para que comprendan lo que intento hacer, lo que quiero expresar. Esto puede ayudar a determinar el ritmo de un
travelling
, como en
Beau travail
(1999), donde Agnès y yo escuchábamos una canción de Neil Young,
Sleep With Angels
, mientras rodábamos la escena de la marcha de los legionarios en el desierto. Y en
Vendredi soir
encontré un fragmento de Jeff Mills que en mi opinión se correspondía con la atmósfera del film, y que originó la idea de todos esos planos de los techos de París en los créditos de apertura. Para mí hay algo musical en la concepción de un plano, lo que hace que el ritmo y la duración sean factores primordiales. Me siento mal cuando, en el cine, veo a un actor hacer algo maravilloso en un plano, y de repente —¡hala!— se pasa a un ángulo distinto, que aniquila la intensidad de la emoción. Ésta es otra de las razones por las que me prohíbo «cubrirme» en exceso: para no sentir, en el montaje, la tentación de introducir planos que parasiten el espíritu de la escena. Al mismo tiempo, también soy consciente de que la emoción creada por un actor en una escena puede ser tan poderosa que necesitemos cortar con algo como una puerta abierta, una ventana o un fragmento de cielo, para ampliar el espacio de lo que acabamos de sentir. A veces ruedo breves insertos de esa naturaleza. Pero en este caso no se trata de cobertura, es más bien lo que llamaría un eco.
LA COLABORACIÓN EN LUGAR DEL CONFLICTO
Cuando escribo un film, casi siempre pienso en los actores que lo interpretarán. El caso más extremo es, sin duda,
Trouble Every Day
(2001), porque considero que, de un modo totalmente implícito, Béatrice Dalle y Vincent Gallo me habían pedido esta película; era una especie de petición silenciosa. Por el contrario, a veces los personajes nacen huérfanos, es decir, sin haber sido concebidos para un actor determinado, pero esto es raro en mí. Porque para trabajar con actores, necesito haber pensado mucho en ellos. Necesito estar enamorada de ellos, y no en el sentido figurado del término. Necesito fantasear con ellos. Además, el modo en que miro a un actor en un plato es el mismo con el que en mi adolescencia miraba a los actores cuando iba al cine. Hay una forma de admiración. Entonces, lógicamente, la etapa más importante del trabajo de dirección de actores consiste en superar la intimidación y el apuro, porque es un poco indecente mostrar a los actores hasta qué punto hemos fantaseado con ellos, hasta qué punto los hemos imaginado haciendo una u otra cosa, pronunciando tal réplica. Con Valérie Lemercier y Vincent Lindon, en
Vendredi soir
, a veces me molestaba tener que explicarles todo lo que había imaginado para ellos. Temía haberme embarcado en un delirio personal, haberles preparado un territorio que no Ies convenía. Temía que se resistieran. También es difícil crear intimidad con los actores en un plato, rodeados de gente. En una época intenté hacer salir al equipo cuando trabajaba con los actores. Pero me di cuenta de que, cuando los técnicos volvían, la sensación de incomodidad era aún mayor. Al margen de esto, espero de los actores que me sorprendan yendo aún más lejos de lo que he imaginado. Por eso no me gustan los ensayos antes del rodaje. Siempre temo perder lo que de espontáneo y original pueda sobrevenir. Para evitarlo sólo ensayo cosas que no están en el guión. Después, en el rodaje, diría que un cineasta tiene dos maneras de existir a través de su puesta en escena: por el conflicto o la colaboración. El conflicto me horroriza. No me hace más fuerte, me debilita. Trabajo mejor en la modalidad de colaboración. Me veo como un barco cuyo objetivo es llevar a los actores al muelle. Propongo un encuadre, un espacio en el que el actor puede sentirse libre para probar lo que quiera. Y si de pronto quiere salir del encuadre, no hay problema. Por esa razón le pedí a Agnès Godard que llevara la cámara al hombro, porque así como es importante definir el encuadre de la puesta en escena, también lo es saber acompañar íntimamente a los actores. En
Vendredi soir
, ésta era, además, la cuestión principal: ¿cómo lograr intimidad sin convertirse en
voyeur
? ¿Cómo permanecer con ellos conservando una cierta distancia? Creo que, en mi opinión, lo importante, cuando filmo a un actor, es preservarle siempre un cierto pudor. Y aun si lo filmo de cerca, nunca escojo un eje en el que dé la impresión de estar clavado al muro, sino, por el contrario, hemos de tener la sensación de que puede hacer retroceder la cámara si él lo desea. Ruedo muy pocas tomas. De hecho, en la mayoría de ocasiones me contentaría con una por plano, ¡si Agnès Godard no se volviera loca de inquietud! Y no utilizo monitor de vídeo, en primer lugar porque me saca fuera de la escena y porque instala una distancia excesiva con lo que filmo. Y también porque al observar directamente a los actores mientras interpretan la escena, a veces advierto detalles que me brindan ideas de puesta en escena. Por ejemplo, la actriz posa su mano en una mesa y me digo: «Queda muy bien, vamos a rodar un primer plano de esa mano, y luego…». Ahora bien, si hubiera mirado al monitor no me habría dado cuenta de eso, porque sólo vería lo que abarca el encuadre.
HACER PELÍCULAS NO NOS HACE ADULTOS
Hay un fenómeno divertido que se repite con cada película que ruedo. Me doy cuenta de que al principio, antes incluso de la escritura del guión, hay un magnífico período de ensoñación solitaria durante la que tengo la impresión de saber claramente lo que el film significa. Y más tarde, trabajando con el o la guionista, y luego con los actores en el rodaje, me aportan sus propias reflexiones sobre el tema, y entonces paso a ser un dibujante que hubiera comprendido qué es la perspectiva: descubro toda una parte del film que permanecía oculta. Tomo conciencia de muchas cosas que estaban allí, en gestación, pero no había visto. Y entonces mi comprensión de la película se hace más compleja, más difusa. Más tarde viene el montaje, una etapa muy difícil para mí. Siempre odio el primer montaje del film. Me siento prisionera, tengo la impresión de que todo se ha dicho, que todo está hecho, que todo ha sido fijado, mientras que antes todo era posible. Y sólo al final de esa dolorosa etapa advierto, de pronto, que estoy recuperando la sensación que tenía al principio de la película, que después del camino vuelvo a mi primera idea. Sólo cuando veo el film acabado me doy cuenta de hasta qué punto me corresponde. No digo que se me parezca, no es eso. Pero tengo la impresión de que revela algo de mí. En él ha quedado mi huella, indiscutiblemente. De hecho, cada uno de mis films me hace darme cuenta de hasta qué punto no soy la persona cerebral y analítica que creo ser; me muestra que en realidad soy muy reactiva y emocional, y, finalmente, no tan adulta como creo. Por otra parte, es lo que más me sorprende cada vez que vuelvo a ver el film al final del montaje: la sensación de ser aún una niña, y que al hacer películas sigo siendo, de algún modo, una niña del cine, una niña de todas las películas que se han rodado antes.