Más allá hay monstruos (6 page)

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Authors: Margaret Millar

Tags: #Novela Negra

BOOK: Más allá hay monstruos
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—Cerradas. La noche era calurosa y la casa se mantiene más fresca cuando está cerrada.

—¿Y las cortinas?

—Las había abierto cuando se puso el sol.

—¿Hacia dónde dan las ventanas del salón?

—Al este y al sur.

—¿Qué se ve desde las ventanas que dan al este?

—De día se puede ver el lecho del río, y más allá el rancho de Leo Bishop.

—¿Y de noche?

—Nada.

—¿Y desde las ventanas que miran al sur?

—Se puede ver Tijuana, tanto de día como de noche.

—Y el camino arbolado que conduce al rancho, ¿también se ve desde el salón principal?

—No, porque queda al oeste de la casa. Se ve desde el estudio y la cocina, y desde dos de los dormitorios del piso superior.

—Pero no desde el salón donde usted se había quedado escuchando música.

—No, desde allí, no.

Ford volvió a la mesa de los letrados y se sentó.

—A medida que pasaba el tiempo y su marido no volvía, ¿empezó usted a preocuparse, señora Osborne?

—Primero me dije que no había de qué preocuparse, que Robert había nacido en el rancho y lo conocía palmo a palmo. Pero alrededor de las diez decidí mirar en el garaje para ver si Robert se había llevado el automóvil para buscar a Maxie, en vez de ir a pie como solía. Desde la cocina encendí las luces de fuera. Dulzura estaba en su cuarto, que está junto a la cocina, y oí que tenía la radio puesta.

—¿La puerta del garaje estaba sin llave?

—Sí.

—Y el automóvil del señor Osborne estaba dentro.

—Eso es.

—¿Qué hizo usted entonces, señora?

—Volví a entrar en la casa y llamé por teléfono a Estivar.

—¿El capataz?

—Sí. Tiene su casa al otro lado del estanque.

—¿Contestó inmediatamente?

—No. Se acuesta alrededor de las nueve y en ese momento eran casi las diez, pero dejé que el teléfono sonara hasta despertarlo. Cuando contestó le dije que Robert no había vuelto y él me dijo que me quedara en cama con puertas y ventanas cerradas mientras él y Cruz salían a buscarlo con el
jeep
.

—¿Cruz?

—Es el hijo mayor de Estivar y tiene un
jeep
con luces buscahuellas.

—¿Hizo usted lo que le decía Estivar?

—Sí. Esperé junto a la ventana de la cocina. Desde ahí podía ver las luces del
jeep
mientras recorría los caminos de tierra que atraviesan el rancho.

—¿No observó ninguna otra actividad, vehículos en movimiento, gente, luces?

—No.

—¿Desde alguna de las ventanas de la casa se pueden ver el comedor y el cobertizo de los peones?

—No, porque una hilera de tamariscos separa la casa principal de los locales para el personal.

—¿Cuánto tiempo estuvo esperando en la cocina, señora?

—Unos cuarenta y cinco minutos, hasta las once menos cuarto.

—¿Qué pasó después?

—Volvió Estivar.

—¿Estaba solo?

—Sí.

—¿Qué le dijo?

—Dijo que era mejor avisar a la policía.

—¿Lo hicieron?

—Estivar llamó a la oficina del comisario de Boca del Río.

—¿A qué hora llegaron los hombres del comisario, señora Osborne?

—Poco después de las once. Los dirigía Valenzuela y había otro hombre más joven. No recuerdo su nombre, pero fue el que encontró toda esa sangre en el comedor de los peones.

—¿Le informaron a usted de eso?

—Indirectamente. A eso de las once y media Valenzuela volvió a casa y preguntó si podía usar el teléfono para hablar con la comisaría de San Diego. Le oí decir que habían encontrado sangre, que daba la impresión de que hubiera habido un homicidio.

—¿Qué hizo usted entonces, señora Osborne?

—Dulzura se había levantado y preparó café. Creo que tomé un poco. Pronto se oyó una sirena. Nunca había oído una sirena en el rancho, que es tan silencioso durante la noche. Miré por la ventana de la cocina y vi destellos de luces rojas y varios automóviles que se acercaban por el camino.

Además de la sirena había oído a Dulzura, que rezaba en español, en voz muy alta, como si tuviera algo mal conectado. Después, de pronto, el reloj de cuco que había sobre el fogón empezó a dar la medianoche, como si les recordara burlonamente que hacía tres horas que Robert se había ido y que tal vez fuera demasiado tarde para plegarias y policías.

Devon fue al estudio y se encerró, procurando aislarse del ruido de la casa. Por primera vez tomó conciencia, físicamente, del niño que llevaba en las entrañas, pesado e inerte como un querubín de mármol.

Marcó el número de la casa de Agnes Osborne en San Diego y su suegra atendió a la tercera llamada, con voz ligeramente fastidiada, como si hubiera estado viendo algún programa nocturno de TV y le molestara la interrupción de una llamada, posiblemente equivocada.

«—¿Madre?

»—¿Eres tú, Devon? ¿Por qué no estás acostada a estas horas? El médico te dijo…

»—Creo que le ha pasado algo a Robert.

»—… que durmieras mucho. ¿Qué has dicho?

»—La policía está aquí, buscándolo. Salió a buscar a Maxie y no ha vuelto y en el comedor de peones hay sangre, una enormidad de sangre.»

Después de un largo silencio volvió a oírse la voz de la anciana señora, obstinadamente optimista.

«—No es la primera vez que encuentran sangre en el comedor de peones. Vaya, recuerdo que ha habido una docena de camorras y algunas bastante graves. Es frecuente que los hombres se peleen entre ellos, y todos llevan cuchillo. ¿Me oyes, Devon?

»—Sí.

»—Lo que pasó probablemente es esto: mientras Robert andaba buscando al perro oyó que en el comedor había alguna pelea y entró a ver qué pasaba. Y si alguno de los hombres estaba mal herido debe haberlo llevado en el automóvil al médico de Boca del Río.

»—No.

»—¿Qué quieres decir con
no
?

»—Que no salió con el automóvil. El automóvil está aquí.»

Hubo otra larga pausa.

«—Voy para allá —resolvió Agnes Osborne—. Piensa en el niño y no te alteres demasiado. Estoy segura de que debe haber una explicación lógica y de que Robert se va a divertir mucho cuando sepa que la policía le ha estado buscando. ¿Tienes algún tranquilizante para tomar?

»—No.

»—Te llevaré alguno.

»—No quiero.»

Qué necesidad había de tranquilizar a la petrificada madre de un querubín de mármol…

—… más preguntas por ahora —decía Ford—. Está libre por el momento, señora Osborne.

La observó con interés mientras Devon descendía del sitio de los testigos y volvía a su lugar entre los espectadores. Su larga experiencia en asuntos testamentarios había hecho que Ford sospechara de esas mujercitas insignificantes. Por lo general, si no se quedaban con la tierra, tendían a heredar suculentas tajadas de bienes terrenales.

—El testigo señor Segundo Estivar —llamó.

4

—Por favor, deme su nombre completo para que conste —pidió Ford.

—Segundo Alvino Juan Estivar.

—¿Dirección?

—Rancho Yerba Buena.

—¿Es el lugar señalado en el mapa que hay a su izquierda?

—Sí, señor.

—¿Está usted empleado allí?

—Sí.

—¿En qué condición?

—Capataz.

—¿Es el responsable del funcionamiento del rancho?

—El Tribunal decidió que la señora joven estuviera a cargo de todo durante la ausencia del señor Osborne, y yo recibo órdenes de ella. Si no hay órdenes, me arreglo sin ellas lo mejor que puedo —un tinte escarlata se extendió por las mejillas de Estivar y le invadió incluso el blanco de los ojos—. Cuando el rancho da beneficios no reclamo nada, y cuando hay un robo y un asesinato, la culpa no es mía.

—Nadie le está echando la culpa.

—Nadie lo dice. Pero lo huelo a un kilómetro y medio de distancia, así que me parece mejor aclararlo desde ahora. Contrato a la gente de buena fe, y si resulta que los nombres y direcciones son falsos y los papeles están falseados, no es cosa mía. No soy policía. ¿Cómo puedo decir si los papeles son falsos o no?

—Tenga la bondad de calmarse, señor Estivar.

—No es fácil calmarse cuando las patatas queman.

—Pues inténtelo —insistió Ford—. Hace un par de semanas, cuando hablamos de que usted comparecería aquí como testigo, le expliqué que esto es un procedimiento para establecer el hecho de que ha habido una muerte y no para hacer a nadie responsable de ella.

—Sí, me lo explicó. Pero…

—Entonces téngalo presente, ¿quiere?

—Sí.

—¿Cuándo llegó por primera vez al rancho de los Osborne, señor Estivar?

—En 1943.

—¿De dónde venía?

—De una pequeña aldea cerca de Empalme.

—¿Y dónde queda Empalme?

—En Sonora, Méjico.

—¿Tenía papeles que le permitieran cruzar la frontera?

—No.

—Al no tener papeles ¿tuvo alguna dificultad para encontrar empleo?

—No. Era la época de la guerra y los agricultores necesitaban ayuda, así que no podían permitirse el lujo de preocuparse por pequeñeces como las leyes de inmigración. Centenares de mejicanos como yo atravesaban la frontera todas las semanas y encontraban trabajo.

—Y muchos siguen haciéndolo, ¿no es así?

—Sí.

—En realidad, en Méjico hay un jugoso negocio clandestino que consiste en proporcionar transporte y documentos falsos a esa gente.

—Eso dicen.

—Este asunto lo veremos más a fondo un poco más adelante —anunció Ford—. En 1943, ¿quién le contrató para trabajar en el rancho de los Osborne?

—John Osborne, el padre de Robert.

—¿Y desde entonces trabajó allí sin interrupción?

—Sí, señor.

—De modo que su relación con Robert Osborne se remontaba a mucho tiempo atrás.

—Al día en que nació.

—¿Era una relación muy estrecha?

—Desde que aprendió a caminar me seguía como si fuera un cachorrito. Le veía más de lo que veía a mis propios hijos, y me llamaba «tío».

—¿Y esa relación se mantuvo durante toda su vida?

—No. Él tenía quince años cuando su padre se mató en un accidente, fue durante el verano y desde entonces las cosas cambiaron. Supongo que para todos, pero especialmente para el muchacho. En otoño le mandaron a una escuela de Arizona, porque la madre creía que necesitaba influencia masculina… claro que se refería a hombres blancos —Estivar echó una rápida mirada hacia donde estaba Agnes Osborne, como si esperara que ella le desmintiera públicamente, pero la anciana había girado la cabeza y miraba por la ventana un trozo de cielo—. Estuvo dos años en la escuela y cuando volvió ya no era un muchacho que anduviera pisándome los talones y haciéndome preguntas o que se diera una vuelta por mi casa a la hora de las comidas. Era el patrón y yo era el asalariado, y así siguieron las cosas hasta el día en que murió.

—¿Había mala voluntad entre usted y el señor Osborne?

—De vez en cuando discrepábamos en cuestiones de trabajo, nada personal. Entre nosotros no quedaba nada personal, sólo estaba el rancho. Los dos queríamos llevarlo de la manera más provechosa posible, y eso significaba que a veces tenía que recibir órdenes que no me gustaban, y el señor Osborne tenía que aceptar consejos contra su voluntad.

—¿Diría usted que entre ambos había respeto mutuo?

—No, señor. Interés, sí. El señor Osborne no sentía respeto alguno por mí, ni por ninguno de los de mi raza. Fue esa escuela donde ella…, donde lo mandaron. Eso le cambió. Le llenaron de prejuicios. Estoy acostumbrado a los prejuicios, y aprendí a vivir con ellos, pero ¿cómo podía explicarles a mis hijos que su amigo Robbie ya no existía? Y no sabía la razón. Muchas veces pensé preguntárselo a su madre, pero nunca lo hice. Y cuando murió me perturbaba la idea de no haberme esforzado más por descubrir por qué había cambiado; tal vez hubiera podido hablarlo con él como en los viejos tiempos. Era como si muy en lo profundo esperara que él terminaría por decírmelo por su cuenta y yo no tuviera que acelerar las cosas porque, total, había tanto tiempo… Pero no lo había.

Estivar se detuvo a secarse el sudor que le perlaba la frente. Un extraño silencio pesaba sobre la sala de audiencias, como si cada uno de los presentes se esforzara por oír el rumor del tiempo que pasa, el lento arrastrarse de los minutos, el rápido latido de los años.

—La mañana del 13 de octubre de 1967 —prosiguió Ford—, ¿vio usted a Robert Osborne?

—Sí, señor.

—¿En qué circunstancias?

—Muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, había oído que andaba silbándole a su perro, Maxie. Una media hora más tarde mi mujer y yo estábamos tomando el desayuno cuando el señor Osborne se acercó a la puerta del fondo y me ordenó que saliera. Por la voz se notaba que estaba alterado y furioso, así que salí lo más rápido que pude. El perro estaba echado en el suelo con la boca llena de espuma y los ojos un poco nublados, como si le hubieran dado un golpe en la cabeza o algo así.

—Usted ha dicho que el señor Osborne estaba «alterado y furioso».

—Sí, señor. Y dijo que alguno de esos roñosos del diablo le había envenenado el perro. Sólo que no dijo «del diablo», sino que usó un término muy insultante y despectivo para un mejicano. No es que me asusten las palabrotas, pero mi familia lo oyó, porque mi mujer y los chicos menores todavía estaban desayunando. Le ordené al señor Osborne que se fuera y no volviera hasta que no hubiera dominado su mal genio.

—¿Y le hizo caso?

—Sí, señor. Levantó al perro en brazos y se fue.

—¿Volvió usted a verle más tarde?

Estivar se frotó la boca con el dorso de la mano.

—No —respondió.

—¿Quiere hablar más fuerte, por favor?

—Esa fue la última vez que le vi, cuando se dirigía hacia la casa con el perro en brazos. Las últimas palabras que nos dijimos fueron bruscas, y me pesa que la despedida haya sido así.

—Me lo imagino. Pero no era culpa suya.

—Un poco sí. Sabía cuánto significaba el perro para él. Era un regalo que le había hecho años antes alguien que…, un amigo.

En parte por hábito, en parte por impaciencia, Ford empezó a pasearse frente al vacío recinto de los miembros del jurado.

—Muy bien, señor Estivar —continuó—. No tengo intención de que en el curso de esta audiencia estudiemos el complicado asunto de la mano de obra eventual en la agricultura californiana. Sin embargo, debemos establecer ciertos hechos que afectan al caso, teniendo en cuenta que usted, en su condición de capataz, está en el centro mismo del problema. Por una parte usted representa a los agricultores, cuyo negocio consiste en obtener beneficio de la venta de las cosechas. Por otro lado usted sabe bien que el sistema (o la falta de sistema) actual estimula a los mejicanos a violar las leyes y, al mismo tiempo, hace que los mismos mejicanos sean explotados por los agricultores. ¿Enuncio correctamente su situación, señor Estivar?

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