Devon se inclinó y las dos mujeres se rozaron levemente las mejillas. Había cierto aire de cosa definitiva en el frío abrazo, como si ambas supieran que sería uno de los últimos.
En el fondo de la sala de audiencias, sentado entre su padre y Dulzura, Jaime era como un paciente que vuelve de la anestesia y descubre que todavía puede mover todas sus partes móviles. Hizo un par de ejercicios isométricos secretos, se despejó la garganta, tarareó algunos compases de un anuncio de televisión —«Cállate», le dijo Estivar—, se metió otro pedazo de chicle en la boca, se subió los calcetines, hizo crujir los nudillos —«¡Termina de una vez!»—, se rascó la oreja, se frotó la mandíbula, se pasó un peine grasiento por el pelo. —«Por Dios, ¿quieres estarte quieto de una vez?»
Jaime cruzó los brazos sobre el pecho y se quedó quieto, salvo cuando movía rítmicamente un pie hasta tocar el banco que estaba delante de él y hacía rechinar casi imperceptiblemente los dientes. La escena no era lo que había esperado. Había pensado que todo estaría lleno de policías pero en la sala de audiencias no se veía más que uno, un tipo de unos treinta y cinco años que estaba bebiendo en el refrigerador de agua.
El asiento del juez y el sitio del jurado estaban vacíos. Entre ellos, puesto sobre un caballete, había un gran dibujo. Ni siquiera reduciendo los ojos a meras rayitas y usando toda su capacidad de concentración, Jaime pudo darse cuenta de qué era el dibujo. Tal vez había quedado ahí del día anterior o de la semana pasada y no tenía nada que ver con el señor Osborne. Pese al aire de tranquilidad que Jaime exhibía ante sus amigos y a la pose soñolienta que asumía dentro del círculo familiar, seguía teniendo la despierta curiosidad de un chico.
—Eh, muévete, que no puedo salir —le susurró a Dulzura.
—¿Dónde vas?
—Fuera.
—Pasa.
—No puedo. Estás muy gorda.
—Eres un mocoso con la lengua muy larga —observó Dulzura y, levantándose penosamente, salió al pasillo.
Con aire casual y las manos en los bolsillos, Jaime fue hacia la parte de delante de la sala de audiencias y se sentó en la primera hilera de bancos. El policía ya no estaba bebiendo y le miraba como si sospechara que Jaime pudiera hacer alguna travesura. El muchacho trató de tener el aspecto de un chico capaz de hacer cualquier travesura si le daba la gana, pero que en ese momento no estaba para esas cosas.
El dibujo que había en el caballete era un mapa. Lo que desde el fondo de la sala le había parecido un camino era el lecho del río que marcaba los límites del rancho al este y al sudeste. Los triangulitos eran árboles que indicaban el huerto de limoneros al oeste, el bosquecillo de aguacates en el noroeste y al norte las hileras de palmeras datileras a cuya sombra crecían los pomelos. El círculo mostraba la situación del estanque, y los rectángulos, cada uno de los cuales tenía una letra, eran los edificios: la vivienda del rancho, el comedor de los peones, el cobertizo dormitorio y los depósitos, el garaje para la maquinaria y al otro lado del garaje la casa donde vivía Jaime con su familia.
—¿Busca algo, amigo? —preguntó el policía.
—No. Quiero decir, no, señor. Estaba mirando el mapa nada más. Representa el lugar en que vivo. Ahí donde está la C, ésa es mi casa.
—Nada de bromas.
—Soy testigo en el caso.
—No me digas.
—Conducía el tractor cuando de repente miré al suelo y ahí estaba tirado el cuchillo ese.
—Bueno, bueno. Será mejor que vuelvas a tu asiento. Ya va a venir el juez y le gusta ver todo en orden.
—¿No quiere saber cómo era el cuchillo?
—Puedo esperar. De cualquier modo tengo que estar presente todo el tiempo, porque soy el ujier.
El empleado del tribunal, un hombre joven que llevaba gafas y vestía un traje de sarga azul, se levantó para hacer el primero de sus cuatro anuncios diarios:
—El Tribunal Superior del Estado de California en y por el Condado de San Diego está reunido. Preside el juez Porter Gallagher. Tomen asiento, por favor.
El empleado ocupó su lugar en la mesa que compartía con el ujier. Las audiencias de validación testamentaria eran, por lo común, los procedimientos judiciales más aburridos, pero ésta prometía ser diferente. Antes de guardarla en el archivo, el empleado releyó parte de la presentación.
En el asunto de las propiedades de Robert Kirkpatrick Osborne, fallecido, Devon Suellen Osborne expone respetuosamente:
Que es la esposa supérstite de Robert Osborne.
Que la supradicha está informada y cree y por tal información y creencia alega que Robert Osborne está muerto. No se conoce el momento preciso de su muerte, pero la supradicha cree y por lo tanto alega que Robert Osborne murió el decimotercer día de octubre de 1967. Los hechos sobre cuya base se presume la muerte de Robert Osborne son los siguientes:
La supradicha y su esposo, Robert Osborne, convivieron como marido y mujer durante seis meses aproximadamente. La noche del 13 de octubre, después de cenar con su mujer, Robert Osborne salió de la casa del rancho en busca de su perro que se había escapado en el curso de la tarde. Cuando vio que Robert no había vuelto a las nueve y media, su esposa despertó al capataz del rancho y se organizó la búsqueda. Fue la primera de muchas que se realizaron durante un período de muchos meses y abarcando una superficie de cientos de hectáreas. Se han reunido pruebas que demuestran más allá de toda duda razonable que entre las ocho y media y las nueve y media de la noche del 13 de octubre de 1967 Robert Osborne encontró la muerte a manos de dos o más personas…
El juez Gallagher se tiró con impaciencia del cuello de la negra toga. Aunque hacía quince años que ocupaba su sitial, todavía le asustaba el momento en que tenía que entrar a la sala de audiencias y la gente elevaba la vista hacia él como si esperaran que la toga le invistiera de cualidades mágicas, como la capa de Batman. En ocasiones, cuando se encontraba con una mirada especialmente ansiosa, tenía ganas de detenerse a explicar que la toga no era más que un trozo de tela que cubría un traje común de calle, una camisa de las que no se planchan y un hombre como todos, que no se podía hacer milagros por más falta que hicieran.
Gallagher echó una mirada por la sala y observó con sorpresa que los únicos asientos vacíos eran los del recinto del jurado. Hasta donde sabía, la audiencia no había recibido más publicidad que los anuncios legales de los periódicos. Tal vez el público de los anuncios legales era mayor de lo que se imaginaba. Pero era más probable que parte de la gente fueran visitantes casuales que no tenían verdadero interés en el caso: la señora que había salido de compras y quería descansar los pies entre dos visitas, el infante de marina que parecía estar saliendo de una borrachera; un grupito de alumnas de bachillerato con cuadernos y carpetas; una muchacha adolescente delgada como un junco, que tenía en brazos un bebé dormido y llevaba peluca rubia y unas gafas de sol tan grandes como platos de té.
Algunos espectadores eran asistentes habituales a la sala de audiencias; iban allí porque les resultaba emocionante y porque no tenían otro lugar donde ir. Una alemana de mediana edad hacía punto con rapidez y ecuanimidad a lo largo de procesos por desfalco, divorcios, robos a mano armada y violaciones. Un par de ancianos jubilados, uno de ellos con muletas y el otro apoyado en un bastón blanco, aparecían aunque cayera piedra para presenciar los casos más aburridos. Llevaban bocadillos en los bolsillos y a mediodía se los comían en las escalinatas y les daban las migas a las palomas. A Gallagher, que los veía desde las ventanas de su despacho, le parecía una excelente manera de pasar el mediodía.
Aunque no hubiera tenido tantos años de práctica, a Gallagher le habría resultado fácil distinguir a la gente que tenía estrecha vinculación en el caso: la mujer y la madre de Osborne, que trataban de tener aspecto fresco y tranquilo en la calurosa mañana; algunos rancheros con la piel que parecía de cuero y que se sentían incómodos y fuera de lugar con ropas de ciudad; el ex policía Valenzuela, casi irreconocible con un llamativo traje a rayas y corbata anaranjada; y sentado en la mesa de los letrados, el abogado de la señora Osborne, Ford, un hombre de palabra lenta y maneras suaves pero con un genio feroz que le había costado cientos de dólares en multas por desacato.
—¿Está listo, señor Ford?
—Sí, Señoría.
—Proceda, entonces.
—Este es un procedimiento para establecer la muerte de Robert Kirkpatrick Osborne. En apoyo de los alegatos contenidos en la presentación de Devon Suellen Osborne me propongo exponer una considerable cantidad de pruebas. Solicito la indulgencia del tribunal respecto de la manera de presentar las pruebas.
»Señoría, el cuerpo de Robert Osborne no ha sido encontrado. Para la ley californiana, la muerte es una presunción irrefutable después de una ausencia de siete años. La presunción de muerte antes de que haya transcurrido ese período de siete años requiere primero la presentación de pruebas circunstanciadas, es decir, que debe haber pruebas suficientes a partir de las cuales pueda llegarse razonablemente a la conclusión de que la muerte se ha producido; y en segundo lugar exige que la ausencia por cualquier otra causa que la muerte sea incongruente con la naturaleza del ausente.
»Lo que sigue es una cita del caso del Pueblo contra L. Ewin Scott: Cualquier prueba, hechos o circunstancias concernientes al pretendido difunto, referentes al carácter, larga ausencia sin comunicación con amigos o parientes, hábitos, condición, afectos, vinculaciones, prosperidad y objetos de la vida que habitualmente controlan la conducta de una persona y son motivo de las acciones de dicha persona, y la falta de cualquier prueba que muestre el motivo o causa del abandono del hogar, la familia o los amigos, o la riqueza por parte del pretendido difunto, son prueba competente de la cual puede inferirse la muerte del ausente de quien no se tienen noticias, sea cual fuere la duración o brevedad de tal ausencia. Fin de la cita.
»Nos proponemos demostrar. Señoría, que Robert Osborne era un joven de veinticuatro años, bien dotado mental y físicamente, que su matrimonio era feliz y que era propietario de un próspero rancho; que su relación con familia, amigos y vecinos era buena y que disfrutaba de la vida y tenía la vista puesta en el futuro.
»Si pudiéramos seguir a un hombre durante un día cualquiera de su vida llegaríamos a saber mucho sobre él, su carácter, su estado de salud, sus finanzas, intereses, aficiones, proyectos y ambiciones. No se me ocurre mejor manera de presentarles un fiel retrato de Robert Osborne que reconstruir, en la forma más completa que me sea posible, su último día. Ruego a Su Señoría que tenga paciencia conmigo si solicito a los testigos detalles que puedan parecer impertinentes y opiniones, suposiciones y conclusiones que serían inadmisibles como prueba en un caso de litigio.
»El último día fue el 13 de octubre de 1967. Comenzó en el rancho Yerba Buena, donde Robert Osborne nació y vivió la mayor parte de su vida. El tiempo era caluroso, como había sucedido desde comienzos de la primavera, y el río estaba seco. Estaban recogiendo una cosecha tardía de tomates y embalándolos para despacharlos y estaba ya programada la recolección de dátiles. El rancho era un lugar activo y Robert Osborne un hombre activo.
»El 13 de octubre se despertó, como de costumbre, antes de que amaneciera y empezó a prepararse para el día. Mientras se duchaba, su esposa, Devon, también se despertó, pero se quedó en la cama, ya que estaba en los primeros meses de un embarazo difícil y tenía orden del médico de hacer tanto reposo como le fuera posible… Quisiera presentarles a mi primer testigo, Devon Suellen Osborne.
La sala de audiencias se estremeció, comentó, susurró, cambió de postura y de pronto todo volvió a sosegarse, cuando Devon se adelantó hacia el estrado. «¿Jura usted…?» Devon juró con voz inexpresiva, levantando sin vacilar la mano derecha. A Ford le costaba recordar a la muchacha llorosa y desesperada de un año atrás.
—¿Quiere darme su nombre para que conste, por favor?
—Devon Suellen Osborne.
—¿Dónde vive?
—Rancho Yerba Buena, Carretera Rural número 2.
—En el caballete hay un mapa. ¿Lo ha visto antes?
—Sí, en su oficina.
—¿Tuvo oportunidad de examinarlo?
—Sí.
—¿Es la auténtica reproducción de parte de la propiedad conocida como Rancho Yerba Buena?
—En mi opinión, sí.
—¿Es usted propietaria de parte del Rancho Yerba Buena, señora Osborne?
—No. Se escrituró a nombre de mi marido cuando cumplió los veintiún años.
—¿Cómo se llevaron los asuntos del rancho durante la primera parte de la ausencia de señor Osborne?
—No se hizo nada. Se amontonaban las cuentas, los cheques no se podían cobrar, las compras estaban paralizadas. Fue entonces cuando busqué su ayuda.
—Señoría —relató Ford volviéndose hacia el juez Gallagher—, le aconsejé a la señora Osborne que esperara a que hubieran transcurrido noventa días desde la fecha en que habían visto por última vez a su marido y entonces solicitara al Tribunal que la designaran albacea de la propiedad del ausente. La designación fue concedida, y a partir de entonces la señora Osborne informó periódicamente al Tribunal, por intermedio de mi oficina, de los cobros, desembolsos y todo movimiento financiero.
—Su situación actual, señora Osborne, ¿es la de albacea de la propiedad? —interrogó el juez Gallagher.
—Sí, Señoría.
—Prosiga, señor Ford.
Ford se dirigió al mapa y señaló el pequeño rectángulo que llevaba la letra O.
—¿Esta es la vivienda del rancho, señora?
—Sí.
—¿Fue allí donde vio usted por última vez a su marido antes del amanecer del 13 de octubre del año pasado?
—Sí.
—¿Tuvieron ustedes alguna conversación en ese momento?
—Nada que tuviera importancia.
—En la reconstrucción del último día de un hombre, es difícil decidir qué es lo más importante. Díganos las cosas que recuerde, señora Osborne.
—Todavía estaba oscuro. Me desperté cuando Robert volvió de ducharse y encendió la lámpara del escritorio. Me preguntó cómo me encontraba, y le dije que muy bien. Mientras se vestía hablamos de distintas cosas.
—¿Hubo algo fuera de lo común en la forma en que se vistió esa mañana?
—Se puso pantalones y chaqueta de
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en vez de ropa de trabajo, porque iba a ir a la ciudad.