—Esa palabra no es de mi idioma —había respondido Estivar.
—Pero algo debe querer decir. Dulzura la usa todo el tiempo.
—Claro que quiere decir algo, seguro.
—Ya veo, es inglés.
—Sí, señora.
Dulzura era una de las supuestas primas de Estivar. El capataz tenía montones de primos. Si hablaban inglés, decía que eran de la rama familiar que había en San Diego o en Los Ángeles; si no hablaban más que el español, venían de la rama de Sonora o de la de Sinaloa, aunque también podían ser de Jalisco o de Chihuahua, según lo que mejor se acomodara a su fantasía, ya que no a los hechos. En épocas de mucho trabajo los primos de Estivar acudían en enjambres al valle, como un ejército de ocupación. Plantaban, cultivaban y regaban; podaban, raleaban, recogían y fumigaban; seleccionaban, envasaban y expedían. Y de pronto desaparecían como si la tierra de que habían extraído tal abundancia de productos hubiera absorbido a los mismos peones como fertilizante.
Dulzura pasó los huevos de la sartén a un bol.
—La madre me dijo por teléfono que era mejor que me pusiera medias. El único par que tengo es el que estoy guardando para la boda de mi hermano.
—Pero seguramente te las puedes poner más de una vez.
—Si me hacen arrodillar cuando tenga que jurar sobre la Biblia, no.
—Nadie se arrodilla en un tribunal —Devon jamás había estado en un tribunal, pero hablaba con seguridad porque sabía que Dulzura estaba a la pesca de cualquier signo de vacilación, mirándola con sus ojos oscuros y húmedos como aceitunas maduras—. Las mujeres van a ir con medias y los hombres con chaqueta y corbata.
—¿Estivar y el señor Bishop también?
—Sí.
El teléfono volvió a sonar y Devon se dirigió al vestíbulo para hablar por el aparato del estudio.
El estudio había sido el cuarto de Robert y durante mucho tiempo había quedado, como su automóvil en el garaje, exactamente como él lo dejó. A Devon le resultaba demasiado doloroso entrar allí y hasta pasar junto a la puerta cerrada. Ahora la habitación había cambiado. Tan pronto como se había fijado la fecha de la audiencia. Devon empezó a embalar las cosas de Robert en cajas de cartón, con la idea de guardarlas en el desván; las raquetas de tenis y los trofeos que había ganado, la colección de monedas de plata, los mapas de los lugares donde quería ir y los libros que había pensado leer.
Devon había llorado tan amargamente cuando se embarcó en esa tarea que también Dulzura se había puesto a llorar y ambas se habían lamentado juntas como un par de viejas irlandesas en un velatorio. Después, cuando Devon pudo volver a abrir sus ojos hinchados, cogió un rotulador y empezó a escribir «Ejército de Salvación» en cada una de las cajas. Cuando Estivar estaba llevando la última de ellas al vestíbulo de delante llegó la madre de Robert, sin avisar, como a veces hacía.
Devon se imaginaba que la anciana señora Osborne se iba a emocionar al ver las cajas, o por lo menos que se opondría a deshacerse de ellas. En cambio, se ofreció con toda tranquilidad a entregarlas personalmente al Ejército de Salvación y hasta ayudó a Estivar a cargar con ellas el portaequipajes y el asiento trasero de su automóvil. Era media cabeza más alta que Estivar y casi tan fuerte como él y los dos trabajaron con rapidez y eficacia, sin decir una palabra, como si en el pasado hubieran hecho muchas veces, juntos, tareas como ésa. La anciana estaba sentada al volante y dispuesta a partir cuando se dio la vuelta hacia Devon para decirle con voz suave pero firme: «Hace tiempo que Robert quería limpiar el estudio. Se va a alegrar de que le hayamos ahorrado el trabajo.»
Devon cerró la puerta del estudio y descolgó el teléfono.
—¿Sí?
—¿Por qué no me has llamado, Devon?
—No había prisa. Todavía es muy temprano.
—Eso ya lo sé. He pasado la noche mirando el reloj.
—Lamento que no haya podido dormir.
—No quería —expresó la anciana—. Estuve intentando pensar bien las cosas y decidir si está bien dar este paso.
—Tenemos que hacerlo. Es lo que le dijeron el señor Ford y los otros abogados.
—No tengo por qué creer lo que me dice la gente.
—El señor Ford es un experto.
—En asuntos legales sí. Pero cuando se trata de Robert, la experta soy
yo
. Y lo que vas a hacer hoy está mal. Tendrías que haberte negado a firmar esos papeles. Tal vez todavía estemos a tiempo. Podrías llamar a Ford y decirle que consiga un aplazamiento porque necesitas más tiempo para pensarlo.
—He tenido un año entero para pensarlo y nada ha cambiado.
—Hasta ahora. Pero en cualquier momento puede sonar el teléfono o pueden llamar a la puerta y ahí estará él, perfectamente, como nuevo. Tal vez lo secuestraron y lo tienen cautivo en alguna parte, al otro lado de la frontera. O puede que le hayan dado un golpe en la cabeza y tenga amnesia. O que…
Devon apartó el receptor de la oreja. No quería volver a oír ninguno de los
quizá
que la señora Osborne había soñado durante largas noches y elaborado durante larguísimos días.
—¿Devon?
Devon
—era lo más parecido a un grito que la anciana se permitía, salvo cuando estaba sola—. ¿Me estás escuchando?
—La audiencia está fijada para hoy y no la puedo detener y si pudiera lo haría.
—Pero y si…
—Nadie llamará a la puerta ni telefoneará. No pasará nada.
—Qué cruel es, Devon, qué cruel es destruir así las esperanzas de alguien.
—Más cruel sería que la animara a esperar algo que no puede suceder.
—¿Que no puede? Es una palabra muy fuerte. Ni siquiera Ford la usa. Todos los días hay milagros. Mira los trasplantes de órganos que están haciendo en todo el país. Imagínate que a Robert le hubieran encontrado muriéndose y le hubieran puesto su corazón a alguien. Sería mejor que nada, ¿no es cierto?, saber que su corazón está vivo. ¿No te parece?
Y la madre de Robert siguió repitiendo las mismas cosas que había estado diciendo durante todo el año, sin molestarse siquiera en procurar que pareciesen nuevas cambiando una palabra aquí, una frase allá.
Los dos relojes de la casa empezaron a dar la hora: el reloj de pie que estaba en la sala de estar, y en la cocina el
cucú
que Dulzura tenía en la pared, encima del fogón. Dulzura sostenía que era un regalo de su marido, pero nadie creía que jamás hubiera tenido marido, ni menos uno capaz de hacerle regalos. El reloj de pie era de la anciana señora Osborne. En la base tenía grabadas unas palabras que acompañaban su repique:
Cuando la anciana señora se fue del rancho para permitir que Devon y Robert tuvieran la casa para ellos solos, se llevó su antiguo escritorio de madera de cerezo y el piano de caoba, el servicio de té de plata y el juego de porcelana inglesa, pero les había dejado el reloj. Ya no creía que Dios estuviera con ella, ni le gustaba que le recordaran que las horas se van para siempre.
Las siete.
Los peones mejicanos salían del cobertizo y del antiguo edificio de madera que antes había sido establo y que ahora estaba arreglado como comedor de los obreros. Rápida y silenciosa, se apelotonaron en la caja del gran camión que iría dejándolos en los campos que esperaban los cosechadores. No tenían mucho en la vida, salvo el trabajo duro y la comida necesaria para trabajar.
A mediodía se sentaron en los bancos de madera que los hijos de Estivar habían construido junto al estanque y allí almorzaron a la sombra de los tamariscos. A las cinco volvían a comer tortillas y alubias en el comedor de los peones y para las nueve y media todas las luces del cobertizo tenían que estar apagadas. Las horas que para siempre se van eran una buena evasión.
Agnes Osborne seguía hablando. Desde que Devon había dejado de escucharla hasta que volvió a prestarle atención, la anciana se había reconciliado de algún modo con el hecho de que la audiencia se llevaría a cabo a la hora convenida y empezaría a las diez de la mañana.
—Probablemente sea mejor que nos citemos directamente en la sala de audiencias para no perdernos —dijo—. ¿Te acuerdas del número?
—Cinco.
—¿Vas a ir en tu automóvil?
—Leo Bishop me pidió que fuera con él.
—¿Y aceptaste?
—Sí.
—Será mejor que le llames y le digas que has cambiado de idea. No querrás que desde hoy la gente empiece a murmurar sobre ti y Leo.
—No tiene por qué murmurar.
—Si estás demasiado nerviosa para conducir, ve con Estivar en el
jeep
. Ah, y fíjate que Dulzura se ponga medias, ¿quieres?
—¿Por qué? No es un proceso, ni para Dulzura ni para nosotros.
—No seas ingenua —dijo ásperamente la señora Osborne—. Claro que es un proceso para todos. Es natural que Ford haya tratado de hacer todo con la mayor discreción posible, pero hubo que citar testigos y a mucha gente se le notificó legalmente la hora y el lugar de la audiencia, de modo que no es un secreto. Ni tampoco va a ser una excursión. Firmar unos papeles es una cosa, pero ir a una sala de audiencias y tener que volver a vivir en público aquellos días espantosos es otra. Claro que tú tienes que decidir, ya que eres la mujer de Robert.
—No soy la mujer de Robert —concluyó Devon—. Soy su viuda.
Los dos automóviles avanzaban lentamente por el camino de tierra, levantando polvo detrás de ellos como si hicieran señales de humo.
Abría la marcha el
jeep
que conducía Estivar. El capataz tenía casi cincuenta años, pero todavía tenía el pelo oscuro y abundante y desde cierta distancia su cuerpo ágil y delgado parecía el de un muchacho. Para esa ocasión se había puesto el traje de gabardina azul, el único que tenía y que reservaba para los banquetes anuales de la Asociación de Agricultores y para cuando tenía que presentarse ante las autoridades de inmigración porque la policía de la frontera había detenido a alguno de sus hombres por haber entrado ilegalmente al país.
El traje azul con el que trataba de parecer respetable y hasta quizá irreprochable, no hacía otra cosa que subrayar su incomodidad y la desconfianza que le inspiraba este último giro de los acontecimientos. Si es que había que reconocer oficialmente la muerte de Robert Osborne, no habría que hacerlo en el tribunal sino en la iglesia, con plegarias y letanías llenas de palabras largas y tristes, entonadas por sacerdotes de rostro sombrío.
Estivar había traído a su mujer, Ysobel, para que le sirviera de apoyo moral; además, porque se había negado a quedarse sola en casa. Era una mestiza, aindiada, de rojos pómulos bronceados y salientes e inexpresivos ojos negros que parecían ciegos y a los cuales no se les escapaba nada. Llevaba el cuello rígido y el cuerpo erguido, resistiéndose a dejarse ganar por el movimiento del
jeep
.
En el asiento trasero, detrás de Ysobel, Dulzura se había sentado de lado y con las piernas extendidas hacia delante para que las medias no se le estropearan en las rodillas. Llevaba un vestido sensacional, con caballitos que galopaban por el dobladillo y los bolsillos. Se lo había comprado para pasar un fin de semana en las carreras, en Agua Caliente, pero el hombre que le propuso el paseo no había aparecido. Dulzura únicamente se amargaba por su desaparición cuando se acordada del dinero que podría haber ganado.
—Quinientos pesos, tal vez —se lamentó en voz alta sin dirigirse a nadie en particular—. Son como cuarenta dólares.
Junto a Dulzura estaba sentado Lum Wing, el viejo chino que cocinaba para los peones. Nunca se mezclaba entre ellos; se limitaba a llegar cuando ellos llegaban, llevando una bolsa con su ropa y un estuche de madera cerrado con candado, en el cual guardaba su colección de cuchillos, la piedra de afilar y un juego de ajedrez; y cuando los hombres se iban él partía, pero no con ellos, ni siquiera en la misma dirección si podía evitarlo.
Lum Wing chupaba una pipa sin encender, sin saber exactamente qué era lo que se esperaba de él. Un hombre uniformado le había entregado un trozo de papel y le había dicho que era mejor que se presentara, por las buenas o por las malas. El chino tenía la premonición, basada en algunos hechos que en su opinión nadie conocía, de que terminaría en la cárcel. Y cuando un buen cocinero iba a dar en la cárcel, según le había enseñado la experiencia, nadie se daba mucha prisa en ponerlo en libertad. El nerviosismo le había hecho tragar aire durante toda la mañana y de vez en cuando el exceso se le escapaba en un largo eructo.
—Dile que deje de hacer esos ruidos repugnantes —le dijo Ysobel a su marido en español.
—No lo puede evitar.
—¿No te parece que está enfermo?
—No.
—Me parece que está más amarillo que la última vez que le vi. A lo mejor es contagioso. Me parece que yo tampoco me siento muy bien.
—Ni yo tampoco —intervino Dulzura—. Creo que tendríamos que parar en alguna parte de Boca del Río para tomar algo que nos calme los nervios.
—Ya sabes lo que quiere decir con algo. Café no, seguro. Y qué bien quedaríamos entrando en la sala de audiencias con ella a rastras, borracha.
Estivar frenó bruscamente el
jeep
y les ordenó que se callaran. El viaje continuó durante algún tiempo en silencio. Pasaron por los bosquecillos de limoneros con su dulce aroma de azahar, por los campos de rastrojo donde ya habían cortado la alfalfa y por el campo de calabazas ya maduras que había cultivado Jaime, el hijo de Estivar, para llevarlas a Boca del Río y hacer linternas en la víspera de Todos los Santos o preparar pasteles para el día de Acción de Gracias.
Jaime tenía catorce años e iba tirado boca abajo en la parte de atrás del
jeep
, mordiéndose la uña del pulgar derecho y pensando si los chicos en la escuela sabrían dónde estaba y qué tenía que hacer. A lo mejor ya estaban exagerando las cosas y pensando algún disparate, como que era amigo de la policía. Esas eran las cosas que podían hundir a un tipo durante el resto de su vida.
Y todo había sido por las calabazas. Durante la última mañana de octubre había entregado algunas en la escuela, para la feria, y las demás las había llevado a un almacén de Boca del Río. El sábado siguiente Jaime había recibido orden de su padre de que tomara uno de los tractores pequeños para arar y enterrar el rastrojo de las calabazas. La máquina desenterró el cuchillo
mariposa
en el ángulo sudeste del campo, un elegante cuchillo con doble mango que se abría como un par de alas y se doblaba hacia atrás la hoja en medio. Uno de los amigos de Jaime tenía un cuchillo
mariposa
. Si uno practicaba mucho en su tiempo libre, podía llegar a poner la hoja en posición de ataque casi tan rápidamente como con una navaja de resorte, que era ilegal.