—¿Por eso de pequeño Robert pasaba tanto tiempo con usted?
—Sí. Solía venirse a mi casa cuando las cosas se ponían demasiado mal. No iba a declarar nada de eso como testigo, pero la semana pasada se lo conté al señor Ford. Me estuvo preguntando cantidad de cosas sobre los Osborne y tuve que decirle la verdad. Sé que ella jamás lo haría, jamás se lo contó a nadie. Era como si jugara un juego. Si el señor Osborne estaba demasiado bebido para ir a trabajar, ella decía que tenía gripe, o dolor de cabeza, o que le dolía la espalda, o las muelas. Una vez que hubo que llevarlo desde el campo, helado y apestando a
whisky
, ella pretendía que tenía una insolación, aunque era un día de invierno con un sol paliducho y frío. Ella pagaba a mi hijo, Rufo, para que se llevara las botellas vacías todas las semanas, pero así y todo era incapaz de admitir la verdad —Estivar levantó la cabeza y miró con aire ceñudo las redondas hojas plateadas, como si fueran los dólares que le habían pagado a Rufo para que se deshiciera de las botellas—. Todo ese asunto del encubrimiento era una estupidez, pero uno no podía dejar de admirarla por la seriedad con que se lo tomaba y las agallas que tenía, especialmente cuando él se ponía pendenciero.
—¿Y cómo le manejaba ella entonces?
—Intentó muchísimas cosas, lo mismo que cualquier mujer casada con un borracho, pero finalmente llegó a una rutina. De un modo o de otro se lo llevaba al salón, cerraba las puertas y ventanas y corría las cortinas. Entonces empezaba la discusión, y si las voces subían demasiado se sentaba al piano y empezaba a tocar, para cubrirlas, una pieza con acordes muy sonoros, como la «Marcha del torero». Así como no podía admitir que él bebía, tampoco podía admitir que se peleaban. Claro que todo el mundo se daba cuenta. Hasta los hombres que trabajaban en las inmediaciones, cuando oían el piano, se miraban y se reían.
—¿Y Robert?
—Muchas discusiones eran sobre él y cómo había que educarlo, con qué disciplina y todo eso. Pero aunque el chico jamás hubiera nacido habrían discutido igual. No era más que una percha que les servía para colgarle cosas. Cuando fue mayor, a los diez u once años, traté de explicárselo. Le dije que no era la causa del problema y no podía resolverlo, de modo que lo mejor que podía hacer era aprender a vivir con él.
—¿Y cómo podía entender semejante cosa un chico de diez años?
—Creo que lo entendió. De todos modos, solía aparecer por mi casa cuando sentía que se acercaba una tormenta. A veces no se daba cuenta a tiempo y se encontraba atrapado entre los dos. Un día oí que la música del piano empezaba muy, muy fuerte y esperé que Robbie viniera, hasta que al fin me fui hasta la casa para ver qué era lo que pasaba. Ella se había olvidado de correr las cortinas de una de las ventanas laterales y pude verlos a los tres en el cuarto. Ella estaba sentada al piano, con Robbie a su lado en la banqueta, con aspecto de sentirse mal y muy asustado. El señor Osborne estaba erguido ante la chimenea y las venas del cuello se le notaban como si fueran cuerdas. Él movía la boca y ella también, pero todo lo que se oía era el «bang, bang, bang» de ese piano, tan fuerte como para despertar a un muerto. «Adelante, soldados cristianos».
—¿Cómo dice?
—Es lo que ella tocaba y tocaba sin parar, «Adelante, soldados cristianos». Ahora parece cómico que usara ese himno, pero le aseguro que entonces no era nada cómico. La pelea era igual que todas las demás, larga, mezquina, a muerte, de ese tipo en que nadie puede ganar y todo el mundo pierde, especialmente los inocentes. Quería sacar a Robbie de ese cuarto y de esa casa, hasta que las cosas se tranquilizaran, así que entré y empecé a golpear con todas mis fuerzas sobre la puerta del salón. Más o menos un minuto después el piano se calló y la señora Osborne abrió la puerta. «Ah, Estivar», dijo, «teníamos un pequeño concierto.» Le pregunté si Robbie podía venir a ayudar a mi hijo Cruz a hacer los deberes, y ella respondió que sí, que de todos modos no creía que a Robbie le interesara mucho la música… A veces, cuando me despierto por la noche juraría que oigo el sonido de ese piano, aunque ya no está allí y yo mismo ayudé a los de la mudanza a sacarlo de la casa.
—¿Por qué me cuenta todo esto?
—Nadie más se lo va a contar y es hora de que lo sepa.
—Pero yo no quería saberlo.
—Señora, usted quería saber mucho más de lo que quería contarle, y especialmente hoy. Pero ¿quién sabe? Tal vez no tenga otra oportunidad de hablarle de esta manera.
—Lo dice como si fuera a suceder algo.
—Siempre sucede algo.
—El rancho seguirá siendo el mismo —aseguró Devon—. Y usted seguirá siendo el capataz. No pienso cambiar nada.
—La vida es algo que le pasa a uno mientras piensa hacer otras cosas. Lo leí en alguna parte, y es como la música del piano, no se me va de la cabeza.
Toda la vida de Robbie estaba programada: el instituto, la universidad, una profesión. Y después el padre se cae de un tractor y las cosas cambian antes de haber podido siquiera empezar.
El silencio se instaló entre los dos, subrayado por todos los ruidos que les rodeaban: el rugido de los aviones que aterrizaban y despegaban en el aeropuerto Lindbergh y en el aeropuerto militar, al otro lado de la bahía. En la cima de una palmera próxima, un sinsonte había empezado a cantar. Octubre no era época para cantar, pero de todos modos el pájaro cantaba con estridente placer, y el rostro de Estivar se suavizó al oírlo.
—Escuche el sinsonte —dijo.
—¿Por qué canta ahora? —preguntó Devon.
—Porque quiere. Para un pájaro es razón suficiente.
—Tal vez piense que es primavera.
—Tal vez.
—Qué suerte tiene.
Una campana empezó a dar el primer cuarto de hora, y Estivar se levantó apresuradamente.
—Es hora de que vaya a buscar a mi familia.
—Pero no se ha comido el bocadillo.
—Me lo comeré en el
jeep
.
Devon también se levantó. Tenía calor y sentía los ojos secos y cansados, como si hubieran visto demasiadas cosas muy rápidamente y necesitaran descansar en algún lugar tranquilo y sombreado.
—Lamento haber tenido que decirle cosas que no quería saber —se disculpó Estivar.
—Usted tiene razón. Necesito toda la información posible para pensar algo sensato.
La vida, señora Osborne, es lo que le pasa a uno mientras está pensando en hacer otras cosas.
Devon echó a andar lentamente hacia la sala de audiencias, como si al retrasar su regreso pudiera retrasar el proceso y el veredicto. No dudaba de cuál sería el veredicto. Robert, que había muerto una docena de veces ahogado por la melodía de «Adelante, soldados cristianos» y la «Marcha del torero», moriría esta vez ahogado por el murmullo neutro y anónimo de la sala y los esfuerzos del juez por silenciarlo.
El tribunal volvió a reunirse con diez minutos de retraso porque el juez Gallagher se encontró bloqueado por un embotellamiento de tráfico cuando regresaba de su club, pero incluso con esa inesperada tolerancia de tiempo, Agnes Osborne, que debía ser el primer testigo de la tarde, todavía no se había presentado a la una y cuarenta y cinco. El tribunal deliberó y decidió no retrasar los procedimientos esperando a la anciana señora y llamar al testigo siguiente.
—Dulzura González.
Dulzura oyó su nombre, pero no respondió hasta que Jaime le dio un codazo en el costado, diciéndole:
—Oye, eres tú.
—Ya sé que soy yo.
—Bueno, date prisa.
Sofocada por el miedo, a Dulzura le costó ponerse de pie y salir al pasillo, pero una vez en movimiento caminó tan rápidamente que su enorme vestido se arremolinó a su alrededor como una carpa sacudida por una tormenta.
—¿Jura usted que el testimonio que va a dar en el asunto pendiente ante este tribunal será la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
Dulzura juró y su mano izquierda dejó húmedas huellas sobre la baranda de madera que rodeaba el asiento de los testigos.
—Su nombre completo, por favor —pidió Ford.
—Dulzura Inés María Amata González.
—¿Apellido de casado o de soltera?
—De soltera —la risita nerviosa que acompañó a la respuesta se expandió por la sala, despertando pequeños accesos de risa y una ráfaga de duda.
—¿Dónde vive usted, señorita González?
—En el mismo lugar que los demás…, ya sabe, en el rancho de los Osborne.
—¿Qué es lo que hace allí?
—Bueno, montones de cosas.
—Me refiero a qué es lo que le pagan por hacer, señorita González.
—En principio la cocina y el lavado. Y de vez en cuando un poco de limpieza.
—¿Cuánto hace que trabaja para los Osborne?
—Siete años.
—¿Quién la contrató?
—La señora mayor. En ese momento no había nadie más que ella. El señor Osborne había muerto y el muchacho estaba en la escuela. Estivar, que es primo mío, me dio una buena recomendación en un papel.
—Señorita González, quiero que intente recordar los sucesos del 13 de octubre del año pasado.
—No hace falta que lo intente. Me acuerdo.
—¿Hubo circunstancias especiales que grabaron ese día en su memoria?
—Sí, señor. Era mi cumpleaños. Por lo general lo tengo libre para celebrarlo y puede ser que me vaya a Boca con uno o dos de los muchachos después del trabajo. Pero ese día no se podía porque era viernes 13 y no me permiten salir de casa en viernes 13.
—¿No le permiten?
—Uno que lee las manos me dijo que no lo hiciera porque tengo unas líneas raras en las manos, así que me quedé en casa como si no fuera ningún día especial; preparé la cena y la serví.
—¿A qué hora?
—A eso de las siete y media, un poco más tarde que de costumbre porque el señor Osborne había estado en la ciudad.
—¿Vio al señor Osborne después de cenar?
—Sí, señor. Vino a la cocina mientras estaba lavando. Me dijo que se había olvidado de comprar mi regalo de cumpleaños, como le había dicho la señora, y me preguntó si aceptaría el dinero, y le dije que claro que sí.
—¿El señor Osborne llevaba las gafas puestas cuando entró en la cocina?
—No, señor. Pero veía bien, así que me imagino que tenía esos pedacitos de cristal sobre los globos de los ojos.
—Las lentes de contacto.
—Sí.
—¿Qué le dio como regalo de cumpleaños, señorita González?
—Un billete de veinte dólares.
—¿Lo sacó de la cartera en su presencia?
—Sí, señor.
—¿Le llamó la atención algo en la cartera?
—Estaba llena de dinero. Nunca había visto la cartera del señor Osborne y me sorprendió y hasta me preocupó. A los muchachos no les pagan mucho.
—¿Los muchachos?
—Los peones que van y vienen.
—¿Los eventuales?
—Sí. Para ellos sería una tentación descubrir cuánto dinero llevaba encima el señor Osborne.
—Gracias, señorita González. Puede…
—No digo que ninguno de ellos lo haya hecho, que lo hayan matado por el dinero. Lo único que digo es que un montón de dinero es una tentación muy grande para un pobre.
—Lo entendemos, señorita González. Gracias… Que pase el señor Lum Wing, por favor.
Lum Wing, a quien la hora de sol que había pasado en el parque le había levantado el ánimo, dio su nombre en voz alta y clara, con rastros de acento sureño.
—¿Dónde vive usted, señor Wing?
—A veces en un lado, a veces en otro. Donde hay trabajo.
—Pero tiene una dirección fija, ¿no?
—Cuando no tengo nada mejor que hacer me quedo en casa de mi hija, en Boca del Río. Tiene seis críos y comparto la habitación con dos de mis nietos, así que lo evito todo lo posible.
—¿Cuál es su profesión, señor Wing?
—Solía ser cocinero de un circo, pero me jubilé, como les dice mi hija a los vecinos. En realidad, el circo se deshizo.
—Y en su condición de jubilado, ¿hace chapuzas de vez en cuando?
—Sí, señor, para salir de casa.
—¿Ha estado en diversas ocasiones en el rancho de los Osborne por razones de trabajo?
—Sí.
—En este momento trabaja allí, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Y hace un año, el 13 de octubre, ¿estaba allí también?
—Sí.
—¿Qué alojamiento tiene cuando trabaja en el rancho?
Lum Wing describió su vivienda en el encortinado rincón del antiguo granero que servía como comedor de los peones. Al atardecer del 13 de octubre había preparado la comida como de costumbre. Cuando los hombres se fueron a celebrar el día de pago en Boca del Río, Lum Wing había corrido la cortina, preparado el tablero de ajedrez y abierto una botella de vino. Cuando el vino le dio sueño, se había echado en su catre y debía haber dormitado, porque su recuerdo siguiente era haber oído voces que hablaban en español, alto y rápido, al otro lado de la cortina. A veces las mesas del comedor servían para satisfacer otras necesidades básicas, aparte de la comida, y Lum Wing se había habituado a ignorar lo que sucedía. Se movió silenciosamente en la oscuridad para comprobar qué pasaba con su estuche de cuchillos, su reloj de bolsillo y su juego de ajedrez; también se fijó en el resto de la botella de vino y en el cinturón en que guardaba su dinero y que no se quitaba ni para dormir. Como todo estaba en orden, se volvió a su catre. Las voces seguían oyéndose.
—¿Reconoció usted alguna de ellas? —preguntó Ford.
Después de un momento de vacilación, Lum Wing sacudió la cabeza.
—¿Logró oír lo que decían?
—Hablaban demasiado rápido, y además yo no escuchaba.
—¿Entiende usted español, señor Wing?
—Cuatro o cinco palabras.
—Y me imagino que en esa ocasión no llegó a oír ninguna de esas cuatro o cinco palabras.
—Soy un anciano. Me ocupo de mis cosas. No escucho, no oigo, no me meto en líos.
—Pero esa noche hubo mucho lío, señor Wing. Escuchara o no escuchara, usted tiene que haber oído algo. Aparentemente tiene la audición normal para una persona de su edad.
—A veces no tan normal —Lum Wing enseñó al Tribunal cómo se hacía tapones para los oídos con trocitos de papel—. Y además de los tapones estaba el vino que me había dado sueño. Estaba cansado. Trabajo mucho, de pie desde antes de las cinco, todas las mañanas, haciendo esto y aquello.
—Está bien, señor Wing, le creo… Usted ha trabajado varias veces en el rancho de los Osborne, ¿no es así?