Authors: Kim Stanley Robinson
Jugueteando con los diferentes niveles del mar en un mapa de la IA de la oficina descubrieron la forma que tendría ese océano, el Gran Acantilado formaría en muchos puntos la línea de costa meridional. En algunos lugares eso significaría una pendiente suave; en el terreno fracturado, archipiélagos; en ciertas regiones, acantilados verticales. Los cráteres recortados servirían como magníficos puertos. El macizo de Elysium se convertiría en una isla continente, igual que los restos del casquete polar norte. Lo que subsistiera del casquete sería la única zona del norte por encima del nivel kilómetro-0.
Eligiesen el nivel del mar que eligiesen, un gran brazo meridional del océano cubriría Isidis Planitia, más hundida que Vastitas. Y estaban bombeando también el agua de los acuíferos de las tierras altas que rodeaban Isidis. Así, la vieja llanura iba a convertirse en una gran bahía, y por eso los equipos de construcción estaban erigiendo un gran dique en arco alrededor de Burroughs. La ciudad estaba muy cerca del Gran Acantilado, pero quedaba por debajo del nivel fijado. Se convertiría en una ciudad portuaria tan importante como Odessa, a orillas de un mar que rodearía el mundo.
El dique tenia doscientos metros de altura y trescientos de ancho. A Maya le inquietó la idea de que un dique protegiera la ciudad, aunque a juzgar por las fotografías aéreas se trataba de una obra faraónica, imponente. Tenía forma de herradura y los extremos trepaban por la pendiente del Gran Acantilado, y era tan grande que planeaban construir sobre él una especie de barrio de moda que dispondría de un puerto recreativo.
Pero Maya recordó lo que había sentido una vez de pie sobre un dique en Holanda, con la tierra a un lado más baja que el Mar del Norte en el otro lado; se había sentido desorientada, más desequilibrada que ingrávida. Y desde una perspectiva más racional, las noticias terranas informaban que todos los diques del planeta estaban soportando la presión de una ligera subida del nivel del mar causada por el calentamiento global iniciado dos siglos antes. Una subida de sólo un metro amenazaría muchas de las zonas bajas de la Tierra, y se suponía que el océano septentrional de Marte subiría en la década siguiente nada menos que un kilómetro. ¿Quién podía garantizar que serían capaces de regular el nivel del mar con tal precisión que el dique sería seguro? El trabajo de Maya en Odessa la obligaba a preocuparse por esa clase de control, aunque ellos intentaban lo mismo en Hellas, y creía haberlo conseguido. Mejor que así fuera, puesto que la situación de Odessa les dejaba muy poco margen de error. Pero los hidrólogos ya habían hablado de utilizar el «canal» abierto por la lente espacial antes de su destrucción como desagüe hacia el océano septentrional, si se hacía necesario. Para ellos estaba muy bien pero el océano septentrional no contaría con ese recurso.
—Oh —dijo Diana—, siempre pueden bombear cualquier exceso a la Cuenca Argyre.
En la Tierra, los disturbios, los incendios, los sabotajes, se sucedían diariamente por parte de aquellos que no habían conseguido el tratamiento, los mortales, como los llamaban. Alrededor de todas las grandes ciudades habían surgido pueblos amurallados, barrios fortaleza donde los que habían recibido el tratamiento podían satisfacer todas sus necesidades vitales por medio de teleenlaces, teleoperación, generadores portátiles, incluso comida de invernadero y sistemas de filtrado del aire, igual que las tiendas en Marte.
Una tarde, harta de Michel y Spencer, Maya salió a comer sola. Últimamente sentía con cierta frecuencia la necesidad de estar sola. Fue paseando hasta un café de la acera que daba a la cornisa, y se sentó a una de las mesas de la terraza, bajo los árboles adornados con luces. Pidió antipasto y espagueti, y comió distraídamente, bebiendo una pequeña garrafa de chianti y escuchando a una pequeña orquesta. El líder tocaba una especie de acordeón con botones, un bandoneón, y sus compañeros, violín, guitarra, piano y contrabajo. Un puñado de viejos marchitos, de la edad de ella, que atacaban con un ritmo vivo melancólicas melodías agridulces: canciones gitanas, tangos y piezas extrañas que parecían improvisar. Cuando terminó de comer, se quedo sentada largo rato, escuchándolos, bebiendo sin prisas un ultimo vaso de vino y después un café, mirando a los otros comensales, las hojas de los árboles, el distante paisaje helado más alla de la cornisa, las nubes que venían de Hellespontus. Trataba de pensar lo menos posible. Durante un rato funcionó y ella hizo una escapada dichosa a una Odessa anterior, a una Europa tan dulce y triste como los duelos de violín y bandoneón. Pero entonces los comensales que ocupaban la mesa próxima comenzaron a debatir que porcentaje de población terrana había recibido el tratamiento —uno decía que el diez por ciento, otro que el cuarenta—, una señal de la guerra de información, o simplemente del nivel del caos que había allí. Al volverse para alejarse de ellos, vio el titular de un periódico en la pantalla encima de la barra, y leyó las frases que iban apareciendo: el Tribunal Mundial había suspendido sus actividades para trasladarse de La Haya a Berna, y Consolidados había aprovechado la oportunidad para intentar una absorción hostil de las empresas de Praxis en Cachemira, lo que a todos los efectos significaba un gran golpe y una pequeña guerra contra el gobierno de Cachemira desde la base de Consolidados en Pakistán. Y eso podía arrastrar a la India al conflicto. La India había estado colaborando con Praxis en los últimos tiempos. India contra Pakistán, Praxis contra Consolidados... y la mayor parte de la población mundial sin tratamiento y desesperada...
Esa noche, cuando llegó a casa, Michel le dijo que esa agresión implicaba un nuevo nivel de respeto hacia el Tribunal Mundial, puesto que Consolidados había hecho coincidir su movimiento con la suspensión de actividades del tribunal. Pero, dada la devastación de Cachemira y las repercusiones para Praxis, Maya no tuvo humor para escucharlo. Michel era tan obstinadamente optimista que a veces parecía estúpido, y era doloroso estar cerca de él. Había que admitirlo: vivían en una situación que se ensombrecía por momentos. El ciclo de locura estaba iniciándose de nuevo en la Tierra, atrapada en su inexorable sinusoide, una curva mucho más espantosa que la de Maya, y pronto se encontrarían inmersos en uno de esos paroxismos descontrolados, luchando por evitar la aniquilación. Ella lo presentía. Iban a repetirlo.
Maya empezó a ir al café de la esquina con regularidad, para escuchar la orquesta y estar sola. Se sentaba de espaldas a la pantalla, pero era imposible no pensar en las cosas que estaban sucediendo. La Tierra: la maldición que pesaba sobre ellos, su pecado original. Intentó comprender, intentó verlo como lo habría hecho Frank. Intentó escuchar la voz de él analizando. El Grupo de los Once (el viejo G-7 más Corea, Azania, México y Rusia) seguía teniendo la mayor parte del poder terrestre a causa de su fuerza militar y financiera. Los únicos competidores reales de estos viejos dinosaurios eran las grandes metanacionales, que habían surgido fusionadas de las trasnac, como Atenea. Esas metanac —en la economía de los dos mundos sólo había espacio para una docena de ellas por definición— estaban naturalmente interesadas en apropiarse de las naciones del Grupo de los Once, puesto que poseían muchas naciones más pequeñas. Las metanac que tuviesen éxito en esta empresa seguramente ganarían el juego de dominación entre ellas. Y por esa razón algunas estaban intentando dividir y conquistar el G-11, esforzándose por enfrentar a sus miembros o sobornándolos para desertar. Y todo el tiempo compitiendo entre ellas, de manera que mientras algunas se habían aliado con naciones del G-11 en un intento de dominarlas, otras se habían dedicado a aumentar su influencia en naciones pobres o en los bebés tigre. Se había establecido, por tanto, un complejo equilibrio de poder, las viejas naciones poderosas contra las nuevas grandes metanacionales. Y la Liga Islámica, India, China y las metanacionales pequeñas eran núcleos de poder independientes, fuerzas impredecibles. En consecuencia el equilibrio de poder era necesariamente frágil, porque la mitad de la población de la Tierra vivía en India y China, un hecho que Maya nunca llegaría comprender del todo —la historia era tan extraña—, y no se sabía por qué lado de la balanza se decantaría esa mitad de la humanidad.
Y había que preguntarse a qué obedecían en realidad todos esos conflictos. ¿Por qué, Frank?, pensó mientras escuchaba la amarga melancolía de los tangos. ¿Qué movía a los dirigentes de esas metanacionales? Podía ver la sonrisa cínica de Frank, la de aquellos años. Los imperios tienen una vida media larga, le había dicho él cierta vez. Y la idea de un imperio tiene una vida media aún más larga. Por eso aún existía gente que intentaba ser Gengis Khan, gobernar el mundo sin que importara el costo: ejecutivos de metanac, dirigentes del Grupo de los Once, generales de los ejércitos...
Además, sugirió Frank en su mente, tranquila, brutalmente, la Tierra tenía una capacidad máxima de carga. La población se había sobrepasado.
Por tanto, mucha gente moriría. Todo el mundo lo sabía. La lucha por los recursos era consecuentemente violenta. Y los que combatían, perfectamente racionales. Pero desesperados.
Los músicos siguieron tocando, su áspera nostalgia cada vez mas intensa conforme pasaban los meses; y llegó el largo invierno, y tocaron durante las oscuras nevadas, mientras el mundo entero se sumía en las tinieblas, entre
chien et loup
. Había algo tan pequeño en el resuello del bandoneón, en esas humildes melodías; una vida normal, que intentaba sobrevivir con tanta obstinación en una franja de luz bajo los árboles desnudos...
Así que cuando viajaban alrededor de Hellas y se encontraban con grupos de Marteprimero, Maya se alegraba por la gente que se esforzaba en creer que sus acciones podían cambiar las cosas, a pesar de que veían el gran vórtice abrirse a sus pies. Maya se enteró por ellos de que, adondequiera que iba, Nirgal insistía ante los nativos en que la situación en la Tierra era crucial para su propio destino, a pesar de que pareciera muy lejana. Y esto estaba teniendo un efecto: la gente que asistía a las reuniones llegaba cargada de noticias sobre Consolidados, Amexx y Subarashii, y sobre las últimas incursiones de la policía de la UNTA en las tierras altas meridionales, incursiones que habían obligado a abandonar Salientes y otros refugios ocultos. El sur estaba vaciándose, y todos los ocultos se guarecían en Hiranyagarbha, Sabishii, Odessa o los cañones al este de Hellas.
Algunos de los jóvenes nativos que Maya conoció parecían pensar que el hecho de que la UNTA se apropiase del sur era bueno, porque de ese modo habían iniciado la cuenta atrás hacia la acción. Ella censuró esa idea.
—No son ellos los que tienen que determinar el calendario —les decía—, sino nosotros, tenemos que aguardar el momento conveniente, y entonces actuar de común acuerdo. Si no comprenden eso... ¡Es que son unos imbéciles!
Frank siempre había fustigado a sus oyentes. Esas gentes necesitaban algo más. O, para ser exactos, merecían algo más. Algo positivo, algo que los atrajese al tiempo que los motivaba. Frank también había dicho eso, pero raras veces lo había puesto en practica. Necesitaban que los sedujesen, como los bailarines nocturnos de la cornisa. Probablemente esa gente salía a divertirse las otras noches de la semana. Y la política necesitaba apropiarse de esa energía erótica; de otro modo todo se reduciría a resentimiento y control de daños.
Tanto que ella los seducía. Lo hacía incluso cuando estaba preocupada o asustada o de mal humor. Pasaba entre ellos pensando en cómo sería el sexo con aquellos jóvenes altos y ágiles, y entonces se sentaba en medio y les hacía preguntas. Los miraba a los ojos, todos tan altos que, sentada sobre una mesa, quedaba a la altura de los ojos de ellos, sentados en las sillas, y los arrastraba a una conversación que intentaba que fuese íntima y agradable. ¿Qué querían de la vida, de Marte? Muchas veces se le escapaba una carcajada al oír sus respuestas, sorprendida por su ingenuidad o su ingenio. Todos soñaban con un Marte propio más radical que cualquiera de los que Maya podía imaginar, verdaderamente independiente, igualitario, justo y gozoso. Y en algunos aspectos ellos ya habían dado vida a esos sueños: muchos tenían sus pequeñas madrigueras en los apartamentos comunales, y trabajaban en una economía alternativa que cada vez tenía menos relación con la Autoridad Transitoria o las metanacs, una economía regida por la teoría eco-económica de Marina y la areofanía de Hiroko, por los sufíes y Nirgal, y por los jóvenes errantes que lo seguían. Creían que vivirían eternamente, que vivirían en un mundo de sensual belleza; veían normal el confinamiento en las tiendas, pero sólo como un estadio, como el confinamiento en el mesocosmos de un útero cálido, al que seguiría inevitablemente la salida a una superficie libre, ¡como si naciesen, sí! Eran embriones de areurgos, como los llamaba Michel, jóvenes dioses que manipulaban su mundo, gentes que se sabían destinadas a ser ubres y confiaban en alcanzar esa libertad pronto. Entonces llegaban malas noticias de la Tierra y la asistencia aumentaba; y en esas reuniones el ambiente no era de miedo, sino de determinación, como la expresión en el rostro del Frank de la foto. Una disputa entre ex aliados de Armscor y Subarashii sobre Nigeria termino con el empleo de armas biológicas (ambas partes negaban su responsabilidad), y la población, los animales y las plantas de Lagos y la zona circundante había sido diezmada por enfermedades espantosas. En las reuniones de ese mes, los jóvenes marcianos hablaban airadamente, los ojos relampagueantes, de la ausencia de una autoridad de la ley en la Tierra en la que se pudiese confiar. ¡El orden metanacional global era demasiado peligroso para que se le permitiera gobernar Marte!
Maya los dejó hablar durante una hora sin otro comentario que «Lo sé». ¡Y lo sabía! Casi se le saltaban las lágrimas cuando los miraba, cuando veía cuánto los indignaba la crueldad y la injusticia. Entonces planteaba los puntos de la Declaración de Dorsa Brevia uno por uno, explicando las críticas surgidas, lo que significaban y lo que supondría para sus vidas su aplicación en el mundo real. Ellos conocían ese tema mejor que ella misma, y esa discusión los encendía más que cualquier asunto relacionado con la Tierra, los angustiaba menos y los entusiasmaba más. Y cuando intentaba hacerlos imaginar un futuro basado en la declaración, los hacía reír: ridículos escenarios de armonía colectiva todo el mundo en paz y feliz. Ellos conocían la realidad de las estrecheces y las peleas de sus pequeños apartamentos compartidos, y por eso reían. La luz que brillaba en los ojos de los jóvenes marcianos cuando reían... Incluso ella, que no reía nunca, dejaba asomar una sonrisa que reordenaba el mapa invisible de arrugas de su cara.