Authors: Kim Stanley Robinson
Y entonces daba por terminada la reunión, sintiendo que había hecho un buen trabajo. ¿De qué servía una utopía si no había alegría? ¿Qué sentido tenía todo su esfuerzo si no incluía la risa de los jóvenes? Eso era lo que Frank no había comprendido nunca, o al menos en sus últimos años. Y por eso Maya abandonó las medidas de seguridad de Spencer y salía con la gente de la reunión e iban al puerto, o a algún parque, o a un café, para charlar, tomar una copa o comer, y le parecía haber encontrado una de las llaves de la revolución, una llave cuya existencia Frank desconocía, pero que intuía cuando miraba a John.
—Claro —dijo Michel cuando ella volvió a Odessa y trató de explicarle todo esto—. Pero Frank nunca creyó en la revolución. Él era un diplomático, un cínico, un contrarrevolucionario. La alegría no estaba en su naturaleza. Para él todo se reducía al control de daños.
Pero Michel le llevaba la contraria muchas veces en esos tiempos. Él había aprendido a provocarla en vez de tranquilizarla cuando advertía en ella señales de que necesitaba una pelea, y ella lo valoró mucho y descubrió que ya no necesitaba pelear tan a menudo.
—Vamos —dijo ella después de la caracterización que Michel había hecho de Frank, y lo empujó a la cama y lo sedujo, por pura y simple diversión, sólo para arrastrarlo al dominio de la alegría y forzarlo a admitirlo. Ella sabía que Michel se consideraba obligado a devolverla al punto medio de sus oscilaciones emocionales, y Maya comprendía por qué mejor que nadie, y apreciaba el punto de anclaje que él trataba de ofrecerle; pero a veces, revoloteando en lo alto de la curva, no veía razón para no disfrutar uno de esos momentos de vuelo ingrávido, una suerte de
status orgasmus
espiritual... Y por eso lo arrastraba por el pene hasta ese nivel. Y lo hacia durante una hora o dos. Después, era posible que bajasen las escaleras juntos, que saliesen por el portón, cruzasen el parque y fueran al café sintiéndose relajados y en paz, donde se sentaban de espaldas a la pantalla y escuchaban al guitarrista de flamenco o a la vieja orquesta de tangos interpretando a Piazzolla. Hablando desenfadadamente del trabajo alrededor de la cuenca. O sin decir nada.
Una mañana de finales del verano de M-49, bajaron al café con Spencer y se sentaron a la luz del crepúsculo, contemplando las nubes de color cobre oscuro que centelleaban sobre el hielo distante bajo el cielo púrpura. Los vientos del oeste solían llevar masas de aire sobre Hellespontus, de modo que los frentes de nubes espectaculares sobre el hielo formaban parte de su vida diaria. Algunas nubes parecían sólidos objetos lobulados, como estatuas minerales que no podían ser arrastradas por el viento, escupiendo rayos de sus vientres negros sobre el hielo.
Y mientras contemplaban una nube se oyó un fragor apagado; el suelo tembló ligeramente, y los cubiertos tintinearon en la mesa. Agarraron los vasos y se pusieron de pie, como el resto de los parroquianos del café. Y en el silencio sorprendido Maya advirtió que todos miraban hacia el sur, hacia el hielo. La gente corría hacia la cornisa, se pegaba al muro de la tienda y miraba. En el débil índigo del atardecer, bajo las nubes de cobre, se alcanzaba a ver movimiento, un centelleo en el borde de la masa blanca y negra. Avanzaba hacia ellos a través de la planicie.
—Agua —dijo alguien.
Todos se movieron como atraídos por un imán, los vasos en la mano, olvidados de todo mientras se acercaban al muro de la tienda, en el borde del muelle seco, y se apoyaban contra él espiando las sombras en la llanura: negro sobre negro, salpicado de blanco aquí y allá. Durante un segundo Maya recordó la inundación de Marineris y se estremeció. Un liquido ácido se generó en su esófago; ahogándola, y trató de adormecer su recuerdos. Era el Mar de Hellas lo que venía hacia ella, el mar que ella había soñado, y que ahora inundaba la cuenca. Un millón de plantas estaban muriendo en ese momento, como Sax le había hecho recordar. La bolsa de agua de Punto Bajo había estado creciendo, conectándose con otras, derritiendo el hielo carcomido que las separaba, calentada por el largo verano, las bacterias y las ráfagas de vapor de las voladuras en el hielo circundante. Una de las paredes de hielo septentrionales debía de haberse roto, y ahora la inundación oscurecía la llanura al sur de Hellas. El borde más cercano no estaba a más de quince kilómetros. Ahora todo lo que podían ver de la llanura era un revoltijo de sal y pimienta. La pimienta predominante en primer término transformándose rápidamente en sal, la tierra iluminándose mientras el cielo se oscurecía, lo que siempre daba a las cosas un aspecto sobrenatural. El vapor de escarcha flotaba sobre el agua, que reflejaba la luz de Odessa.
Pasó tal vez media hora, y todo el mundo seguía en la cornisa, mirando en silencio, hasta que la inundación se congeló y el crepúsculo terminó. Entonces se produjo el regreso súbito de las voces y de la música electrónica de un café dos puertas más allá. Una salva de carcajadas. Maya fue a la barra y pidió champaña, chisporroteando. Por una vez su estado de ánimo estaba en consonancia con las circunstancias, y quería celebrar la extraña visión de sus propios poderes desatados, desplegados sobre el paisaje. Propuso un brindis a todo el café:
—¡Por el Mar de Hellas, y por todos los marineros que navegarán por él, sorteando icebergs y tormentas para alcanzar la orilla lejana!
Todos vitorearon, y la gente a lo largo de la cornisa se unió al brindis y a los vítores; un momento de frenesí. La orquesta gitana tocó una canción marinera con aires de tango, y Maya sintió la pequeña sonrisa tirando de la piel de sus mejillas el resto de la noche. Ni siquiera una discusión sobre la posibilidad de que una nueva oleada desbordara el rompeolas de Odessa pudo borrarle esa sonrisa. En la oficina habían calculado las posibilidades con bastante precisión, y cualquier derrame, como ellos lo llamaban, era improbable, por no decir imposible. Nada le ocurriría. Odessa estaría bien.
Pero las noticias que llegaban amenazaban con inundarlos de otra manera. En la Tierra, las guerras entre Nigeria y Azama habían originado un encarnizado conflicto económico de alcance mundial entre Armscor y Subarashii. Los fundamentalistas cristianos, musulmanes e hindúes habían hecho de tripas corazón y habían declarado que el tratamiento de longevidad era obra de Satán; un gran numero de los no tratados se estaba uniendo a esos movimientos y derrocaban gobiernos y asaltaban las explotaciones metanacionales a su alcance. Entre tanto, las grandes metanacionales intentaban resucitar a la UN y proponerla como alternativa al Tribunal Mundial. Y muchos de los grandes clientes de las metanacs, y ahora el Grupo de los Once, apoyaban el proyecto. Michel consideraba esto una victoria, ya que de nuevo demostraba que temían al Tribunal Mundial. Y el fortalecimiento de cualquier organismo internacional, aunque fuese la UN, dijo, era mejor que nada. Pero ahora había dos sistemas de arbitraje distintos, uno de ellos controlado por las metanacs, lo que les permitía evitar el sistema que no les convenía.
Y en Marte las cosas no marchaban mucho mejor. La policía de la UNTA recorría el sur sin encontrar resistencia, salvo algunas explosiones inexplicadas entre sus vehículos robot. Prometheus era el último refugio que habían descubierto y clausurado. De todos los grandes refugios sólo Vishniac continuaba oculto, y se mantenían inactivos para seguir así. La región polar sur ya no formaba parte de la resistencia.
En este contexto no fue ninguna sorpresa ver en las reuniones a gente asustada. Se necesitaba valor para unirse a una resistencia que estaba encogiendo a ojos vista, como la isla Menos Uno. La gente se veía arrastrada a ello por la rabia, pensaba Maya, la indignación y la esperanza. Pero de todas maneras tenían miedo. Nada aseguraba que aquel movimiento triunfaría.
Y sería tan fácil infiltrar un espía entre esos nuevos asistentes. A Maya le costaba mucho confiar en ellos a veces. ¿Serían todos ellos lo que afirmaban ser? Era imposible estar seguro. Una noche, en una reunión con mucha gente nueva, sentado delante había un joven cuyo aspecto inquietó a Maya. Después de la sesión, muy poco inspirada, ella salió con los amigos de Spencer, volvió directamente al apartamento y se lo mencionó a Michel.
—No te preocupes —dijo él.
—¿Qué quieres decir con eso? El se encogió de hombros.
—Los miembros se siguen la pista. Y el equipo de Spencer se está armado.
—Nunca me lo dijiste.
—Pensé que lo sabías.
—Vamos, Michel, no me trates como si fuera tonta.
—No lo hago, Maya. En fin, es todo lo que podemos hacer, a menos que nos escondamos.
—¡No estoy proponiendo que lo hagamos! ¿Es que crees que soy una cobarde?
Una expresión agria cruzó el rostro de Michel, y dijo algo en francés. Entonces respiró hondo y le lanzó en francés uno de sus insultos. Pero Maya recordó que él había decidido que las peleas eran buenas para ella y catárticas para él, de modo que podían utilizarse, cuando eran inevitables, como método terapéutico. Y eso era intolerable. Era manipularla. Sin pensar en nada más Maya entró en la cocina, tomó un cazo de cobre y se lo arrojó á Michel, a quien la sorpresa apenas le permitió esquivarlo.
—
Putaine!
—rugió—.
Pourquoi ce fa? Pourquoi?
—No me gusta que me traten como a una niña —contestó ella, satisfecha porque él estaba enfadado de verdad, pero aún furiosa—.
Maldito matasanos, si no fueses tan malo en tu trabajo los Primeros Cien al completo no se habrían vuelto locos y este mundo no estaría tan fastidiado. Es todo culpa tuya. —Y salió dando un portazo. Fue hasta el café para cavilar sobre la desgracia que era tener un psiquiatra como compañero, y también sobre su intolerable comportamiento; tan reacio al control. Esa vez él no fue a reunirse con ella, aunque Maya se quedó hasta la hora de cerrar.
Y entonces, poco después de que volviera a casa y se tendiera en el sofá y se quedara dormida, se oyó un golpe en la puerta, con una urgencia que los asustó. Michel corrió y observó por la mirilla. Abrió. Era Marina.
Se sentó pesadamente en el sofá junto a Maya, y tomándole las manos con sus manos temblorosas dijo:
—Tomaron Sabishii. Las fuerzas de seguridad. Hiroko y su círculo de allegados estaba de visita. También estaban todos los del sur que se habían refugiado allí después de los asaltos. Y Coyote. Todos allí, Nanao, Etsu, y los issei...
—¿Se resistieron? —preguntó Maya.
—Lo intentaron. Mataron a muchos en la estación. Eso los detuvo un tiempo, y creo que algunos pudieron llegar al laberinto. Pero habían rodeado toda la zona y entraron por las paredes tienda. Fue igual que en Cairo en el sesenta y uno, lo juro.
De pronto se echó a llorar, y Michel también se sentó a su lado. Marina se cubrió la cara con las manos y sollozo. Propió de su carácter, por lo general austero, que en la realidad de las noticias que traía se reveló en toda su crudeza.
Marina se seco los ojos y la nariz. Michel le dio un pañuelo. Continuo con más calma:
—Me temo que hayan asesinado a muchos. Yo estaba fuera con Vlad y Ursula, en una de las cavernas, y nos quedamos allí tres días. Luego fuimos a uno de los garajes ocultos y salimos en rovers roca. Vlad fue a Burroughs y Ursula a Elysium. Intentamos comunicarnos con los miembros de los Primeros Cien, especialmente con Sax y Nadia.
Maya se levantó y fue a vestirse. Después salió al corredor y llamó a la puerta de Spencer. Regresó a la cocina y puso a calentar agua para el te evitando mirar la fotografía de Frank, que la miraba como diciéndole:
Te lo dije. Así funcionan las cosas.
Llevó unas tazas al comedor y descubrió que las manos le temblaban tanto que el líquido caliente se derramaba. Michel estaba pálido y sudoroso, y no escuchaba lo que Marina decía. Era natural. Si el grupo de Hiroko estaba allí, eso significaba que toda la familia de Michel había desaparecido, capturados o asesinados. Maya les alcanzó las tazas, y luego llegó Spencer y se lo contaron todo. Maya sacó una manta y se la puso sobre los hombros a Michel, reprochándose lo poco oportuno de su ataque unas horas antes. Se sentó junto a él, apretándole el muslo, tratando de expresar con aquel contacto que estaba allí, que ella también era su familia y que ya se habían acabado sus juegos: nunca más lo trataría como a una mascota o un saco de arena... Tratando de decirle que lo amaba. Pero el muslo de Michel era como cerámica tibia, y él no notaba la mano de ella, apenas era consciente de su presencia. Y a Maya se le ocurrió que era precisamente en los momentos de mayor necesidad cuando uno podía hacer menos por el otro.
Se levantó y le sirvió un poco de té a Spencer, evitando mirar la fotografía o la pálida imagen de su cara reflejada en la oscura ventana de la cocina, la cansada y desolada mirada de buitre que ella no podía sostener. No se puede mirar atrás.
Por el momento no podían hacer más que sentarse y esperar a que la noche acabara. Y tratar de digerir las noticias, de sobrellevarlas. Así que se sentaron, hablaron, escucharon a Marina contar lo sucedido con más detalle. Hicieron varias llamadas por las líneas de Praxis tratando de averiguar algo más. Allí siguieron, silenciosos, encerrados en sus propias reflexiones, en sus universos solitarios. Los minutos transcurrieron como horas, las horas como años: el tiempo infernal de una vigilia, el más antiguo de los rituales humanos, durante el cual el hombre trataba de encontrar, sin éxito, el sentido de una catástrofe.
Al fin amaneció, un alba encapotada, la tienda perlada de gotas de lluvia. Después de unas lentas y dolorosas horas de espera, Spencer estableció contacto con todos los grupos de Odessa. Durante ese día y el siguiente difundieron la noticia, que Mangalavid y las demás redes informativas habían omitido. Pero era evidente que había sucedido algo precisamente por la ausencia de Sabishii en los noticiarios. Circulaban muchos rumores, que ganaban gravedad debido a la falta de noticias, rumores que proclamaban desde la independencia de Sabishii a su destrucción. En las tensas reuniones de la semana siguiente, Maya y Spencer compartieron con todo el mundo lo que les había contado Marina, y luego discutieron sobre lo que harían. Maya intentó por todos los medios disuadir a la gente de lanzarse al ataque antes de que estuviesen preparados, pero era difícil: estaban furiosos, y asustados, y esa semana se produjeron numerosos incidentes en Hellas, en todo Marte, en realidad: manifestaciones, pequeños sabotajes, ataques a las instalaciones y el personal de seguridad, paradas en las IAs, huelgas de brazos caídos.