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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (72 page)

BOOK: Marte Verde
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—¿Y la política? —le preguntó ella esa noche, mientras bajaban de la aldea al río—. ¿Qué les dices?

—Utilizo el documento de Dorsa Brevia. Mi idea es que deberíamos ponerlo en vigor inmediatamente, en nuestra vida diaria. Mucha gente en este valle han abandonado la red oficial, ¿sabes?, y viven según la economía alternativa.

—Ya lo he notado. Ésa es una de las cosas que me trajo aquí.

—Sí, bien, ya ves lo que está ocurriendo. A los sansei y yonsei les gusta. Piensan en ello como en un sistema de cosecha propia.

—La cuestión es qué piensa la UNTA de esto.

—¿Qué pueden hacer? No creo que les importe demasiado, por lo que he visto. —Él viajaba constantemente, llevaba años haciéndolo, y había visto mucho de Marte, mucho más que ella.— Es difícil vernos, y además no los estamos desafiando. De modo que no se molestan en pensar en nosotros. Ni siquiera son conscientes de lo extendidos que estamos.

Maya meneó la cabeza con aire de duda. Estaban en la ribera del río, que en ese punto gorgoteaba ruidosamente sobre los bajíos; la nocturna superficie púrpura apenas reflejaba la luz de las estrellas.

—Es tan cenagoso —dijo Nirgal.

—¿Qué nombre os dais? —preguntó ella.

—¿Qué quieres decir?

—Es una especie de partido político, Nirgal, o un movimiento social. Tienen que darle algún nombre.

—Oh. Bien, algunos dicen que somos booneanos, o una rama de Marteprimero. Pero creo que no es muy adecuado. Yo personalmente no lo llamo de ninguna manera. Tal vez Ka. O Marte Libre. Decimos eso como una especie de saludo. Verbo, nombre, no importa. Marte Libre o Liberad a Marte.

Maya asintió. Sentía la brisa fría y húmeda en la mejilla, y el brazo de Nirgal rodeándole la cintura. Una economía alternativa, que funcionaba sin el gobierno de la ley; fascinante pero peligroso. Porque podía convertirse en una economía negra dirigida por mafiosos, y contra eso poco podría hacer una aldea idealista como aquella. Por tanto, Maya pensó que en realidad era una solución ilusoria frente a la Autoridad Transitoria.

Sin embargo, cuando compartió esta reflexión con Nirgal, él coincidió con ella.

—Yo no lo veo como el paso definitivo. Pero pienso que ayuda. Es lo que podemos hacer ahora. Y cuando llegue la hora...

Maya asintió en la oscuridad. Caminaron de regreso a la aldea, donde la fiesta continuaba aún. Allí, al menos cinco muchachas empezaban a maniobrar para ser la última junto a Nirgal cuando la fiesta terminase. Después de una carcajada con una leve nota de amargura (si ella fuese joven, las otras no tendrían
oportunidad
) Maya los dejó y se fue a la cama.

Después de conducir durante dos días corriente abajo desde la aldea mercado, todavía a cuarenta kilómetros de La Puerta del Infierno, doblaron un recodo y pudieron ver el cañón en toda su extensión, hasta las torres del puente colgante de las pistas férreas. Como algo salido de otro mundo, pensó Maya, con una tecnología desconocida. Las torres tenían seiscientos metros de altura y entre ellas había diez kilómetros de separación: un puente en verdad inmenso, que convertía a La Puerta del Infierno en una ciudad enana, que apareció en el horizonte una hora después, los edificios derramándose por las escarpadas paredes del cañón como una dramática villa costera en España o Portugal, pero todo a la sombra del inmenso puente. Inmenso, sí, y sin embargo había puentes dos veces más grandes que aquél en Chryse, y con los continuos avances en la ciencia de los materiales las posibilidades eran infinitas. El nuevo filamento de nanotubo de carbono del cable del ascensor tenía una fuerza tensora que sobrepasaba incluso las necesidades del ascensor, y con él uno podía construir cualquier puente que se le antojase: había quien hablaba de tender uno sobre Marineris, y algunos proponían en broma instalar un teleférico entre los regios volcanes de Tharsis para ahorrarse la caída vertical de quince mil metros entre los tres picos.

Cuando estuvieron de nuevo en La Puerta del Infierno, Maya y Diana devolvieron el rover al garaje y devoraron una opípara cena en un restaurante en mitad de la pared del cañón. Diana tenía que visitar a unos amigos, así que después de la cena Maya se excusó y fue a las oficinas de Aguas Profundas y a su habitación. Pero al otro lado de las puertas acristaladas, dominando el pequeño balcón, el gran arco del puente se tendía entre las estrellas, y al recordar el Cañón Dao y a sus pobladores, y la negra Hadriaca ribeteada de blanco con sus canales llenos de nieve, le costó mucho conciliar el sueño. Salió al balcón y pasó gran parte de la noche sentada en una silla, arrebujada en una manta, contemplando la parte inferior del gigantesco puente y pensando en Nirgal y los jóvenes nativos, y en lo que significaban.

Se suponía que a la mañana siguiente debían tomar el tren circumHellas, pero Maya le pidió a Diana que la llevase al suelo de la cuenca para ver con sus propios ojos qué le ocurría al agua del Rio Dao. Diana accedió encantada.

En el extremo inferior de la ciudad la corriente se concentraba en un angosto embalse, represado por un grueso dique de hormigón con una bomba hidráulica, instalado justo en el muro de la tienda. Fuera de la tienda, el agua era canalizada a través de la cuenca mediante una amplia tubería recubierta de aislante, levantada sobre unos pilares de tres metros. La tubería bajaba la suave pendiente oriental de la cuenca y ellas la siguieron en el rover de la compañía hasta que los fracturados acantilados de La Puerta del Infierno desaparecieron bajo las dunas bajas a sus espaldas. Una hora después, las torres del puente aún eran visibles, asomando sobre la línea del horizonte.

Unos pocos kilómetros más allá, la tubería cruzaba una planicie rojiza de hielo resquebrajado, una especie de glaciar que se abría en abanico a derecha e izquierda sobre la planicie hasta donde alcanzaba la vista. Era la orilla del nuevo mar, o al menos uno de los lóbulos, congelado. La tubería sobrevolaba el hielo, luego descendía hasta él y desaparecía a unos dos kilómetros de la orilla.

El anillo de un cráter, pequeño y casi sumergido, asomaba en medio del hielo como una doble península curva. Diana siguió las rodadas que llevaban a una de las penínsulas. El mundo que se extendía ante ellas estaba completamente cubierto de hielo; detrás tenían la pendiente de arena.

—Este lóbulo es muy extenso —dijo Diana—. Mire allí. —Señaló un centelleo plateado en el horizonte occidental.

Maya tomó unos binoculares del salpicadero. Alcanzó a ver lo que parecía ser el borde occidental del lóbulo, que daba paso a las dunas de arena. Mientras miraba, una masa de hielo del borde se desplomó, como un glaciar de Groenlandia precipitándose al mar, y cuando chocó contra la arena se rompió en mil pedazos blancos. El agua corrió sobre las dunas, un agua tan oscura como la arena del río Rubí. Una gran nube de polvo se elevó de la corriente, y el viento la arrastró hacia el sur. Los bordes de la nueva inundación empezaron a blanquear, pero Maya notó que poco tenía que ver con la escalofriante velocidad de congelación de la inundación en Marineris en el 61. ¡Se mantenía en estado líquido, apenas sin escarchada, durante minutos, al aire libre! El mundo era mas templado, desde luego, y la atmósfera mas densa, a veces por encima de 260 milibares y la temperatura exterior era en ese momento de 271°K. ¡Un día muy agradable! Escrutó la superficie del lóbulo con los binoculares y advirtió el resplandor blanco de los estanques que se habían vuelto a congelar, limpios y llanos.

—Las cosas están cambiando —dijo Maya, como hablando consigo misma, y Diana no respondió.

Poco después toda la superficie de la marea de aguas oscuras emblanqueció y dejó de moverse.

—Ahora aflorará por otro sitio —dijo Diana—. Funciona como la sedimentación en el delta de un río. El canal principal de este lóbulo en realidad se encuentra bastante más al sur.

—Me alegro de haberlo visto. Regresemos.

Regresaron a La Puerta del Infierno y esa noche cenaron juntas otra vez, en el mismo restaurante terraza bajo el gran puente. Maya le hizo a Diana muchas preguntas sobre Paul y Esther, Kasei, Nirgal, Rachel, Emily, Reull y el resto de la prole de Hiroko, y sobre los hijos de éstos, y sobre los nietos. ¿Qué hacían ahora? ¿Qué pensaban hacer? ¿Tenía Nirgal muchos seguidores?

—Oh, sí, por supuesto. Usted misma lo vio. Viaja continuamente, y hay toda una red de nativos en las ciudades del norte a quienes les importa Nirgal. Amigos, y amigos de amigos, y así sucesivamente.

—¿Y crees que esa gente apoyará...?

—¿Otra revolución?

—Iba a decir movimiento de independencia.

—Lo llame como lo llame, lo apoyarán. Apoyarán a Nirgal. La Tierra les parece una pesadilla, una pesadilla que trata de arrastrarnos. Y ellos no quieren eso.

—¿Ellos? —preguntó Maya sonriendo.

—Oh, yo tampoco. —Diana sonrió también—. Nosotros.

Mientras rodeaban Hellas en el sentido de las agujas del reloj, Maya tuvo motivos para recordar esa conversación. Un consorcio de Elysium, sin ninguna conexión metanacional o con la UN que Maya pudiese descubrir, acababa de terminar de techar los valles Harmakhis-Reull empleando el mismo método utilizado en Dao. Ahora había centenares de personas en esos dos cañones conectados instalando los aireadores y preparando los suelos, y sembrando y plantando la naciente biosfera del mesocosmos de los cañones. Los invernaderos y plantas de procesamiento producían casi todo lo que necesitaban para continuar los trabajos, y obtenían los metales y gases de las tierras desoladas de Hesperia al este, y los trasladaban a Sujumi, una ciudad situada en la montaña de Harmakhis Vallis. Esas gentes tenían los programas iniciales y las semillas, y no parecían hacer mucho caso de la Autoridad Transitoria: no habían pedido permiso para llevar a cabo su proyecto, y mostraban una abierta antipatía hacia los burócratas del Grupo del Mar Negro, que normalmente representaban a las metanac terranas.

Con todo, andaban muy escasos de mano de obra, y agradecían los técnicos y los trabajadores no especializados que les proporcionaba Aguas Profundas, y cualquier maquinaria que pudieran gorronear de sus cuarteles generales. Prácticamente todos los grupos que Maya conoció en Harmakhis-Reull le pidieron ayuda. Muchos eran jóvenes nativos que parecían pensar que tenían tanto derecho al material como los demás, aunque no perteneciesen a Aguas Profundas o ninguna otra compañía.

Y al sur de Harmakhis-Reull, en las colinas accidentadas detrás del borde de la cuenca, menudeaban los equipos de prospección en busca de acuíferos. Al igual que en los cañones techados, la mayoría de los integrantes de esos equipos había nacido en Marte, muchos de ellos después de 2061. Y eran diferentes, profundamente diferentes, compartían intereses y entusiasmos que no podían compartir con ninguna otra generación, como si una tendencia de selección hubiese producido una distribución bimodal, de tal suerte que los representantes del antiguo
Homo sapiens
cohabitaban ahora en el planeta con el
Homo ares
, criaturas altas, esbeltas y gráciles que se sentían en casa, y que charlaban profundamente absortos mientras proseguían con las labores que convertirían la Cuenca de Hellas en un mar.

Y ese gigantesco proyecto era absolutamente natural para ellos. En una parada en la pista, Maya y Diana se apearon y en compañía de unos amigos de Diana viajaron en rover hasta una de las crestas de las Zea Dorsa, que se internaba en el cuadrante sudoriental del suelo de la cuenca. Ahora muchas de esas dorsa eran penínsulas que desaparecían bajo otro lóbulo de hielo, y Maya contempló los glaciares de orillas profundamente agrietadas, y trató de imaginar un tiempo en el que la superficie del mar estuviera centenares de metros por encima de sus cabezas, y esas aristas de las crestas basálticas no serían más que unos
blips
en el sonar de algún barco, hogar de estrellas de mar, camarones, krill y una extensa gama de bacterias creadas por la ingeniería genética. Ese tiempo no estaba muy lejano, aunque uno se sorprendiese al advertirlo. Pero Diana y sus amigos, éstos en concreto de ascendencia griega, o quizá turca, estos jóvenes zahoríes marcianos no parecían sobrecogidos por ese futuro inminente, ni por la vastedad del proyecto. Aquél era su trabajo, su vida... para ellos tenia una escala humana, no había nada antinatural. En Marte el trabajo humano consistía en proyectos faraónicos como aquél. Crear océanos. Construir puentes que dejaban el Golden Gate a la altura de un juguete. Aquellos jóvenes ni siquiera miraban esa cresta que pronto dejaría de ser visible: estaban hablando de otras cosas, de amigos comunes en Sujumi y cosas por el estilo.

—¡Ésta es una obra prodigiosa! —les dijo Maya con aire de reproche—. ¡Esto es infinitamente mayor que todo lo hecho hasta ahora! ¡Este mar será tan grande como el Caribe! ¡Jamás ha habido un proyecto como éste en la Tierra, ninguno! ¡Ni de lejos!

Una mujer de rostro ovalado y bondadoso y piel hermosa rió con ganas.

—Me importa un comino la Tierra —dijo.

La nueva pista se curvaba siguiendo el borde meridional, y cruzaba transversalmente algunas crestas y barrancos que recibían el nombre de Axius Valles. Estas ondulaciones iban de las colinas escarpadas del borde hasta el suelo de la cuenca, obligando al viaducto de la pista a alternar entre grandes puentes arqueados y profundas gargantas y túneles. El tren al que habían subido después de Zea Dorsa era un corto convoy propiedad de la oficina de Odessa, así que Maya pudo detenerse en casi todas las pequeñas estaciones del trayecto, y conversó con los equipos de construcción y prospección. En una de ellas todos eran emigrantes nacidos en la Tierra, para Maya mucho más comprensibles que los alegres nativos. Eran gentes de estatura normal, que andaban tambaleándose, sorprendidos y entusiasmados, o consternados y quejosos, y en cualquier caso conscientes de lo insólito de la empresa. Llevaron a Maya a un túnel en una cresta, y resultó que era un túnel de lava que venía de Amphitrites Patera: la cavidad cilíndrica era del mismo tamaño que la de Dorsa Brevia, pero muy inclinada. Los ingenieros estaban bombeando el agua del acuífero de Amphitrites al interior del túnel, que usaban como tubería hasta el suelo de la cuenca. Así pues, los sonrientes hidrólogos nativos de la Tierra la llevaron a una galería de observación excavada en la pared; el agua negra rugía en el fondo del enorme túnel, cubriendo apenas el suelo incluso a 200 metros cúbicos por segundo, el rugido amplificado por el eco del basalto.

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