Authors: Kim Stanley Robinson
Fascinado por este paisaje, Sax adquirió el hábito de salir cada día al alba, solo y siguiendo los senderos señalizados con banderolas por el equipo de la estación. En las primeras horas del día el hielo refulgía con trémulos tonos rosáceos, reflejo de los matices del cielo. Cuando la luz directa del sol incidía sobre las superficies destrozadas del glaciar, empezaba a levantarse vapor de grietas y pozas cubiertas de hielo, y las flores de hielo centelleaban como joyas de fantasía. En las mañanas sin viento, una pequeña capa de inversión atrapaba la bruma a unos veinte metros de altura y formaba una delgada nube de color naranja. Era evidente que el del glaciar se estaba sublimando deprisa.
En sus paseos veía muchas especies diferentes de algas y líquenes de la nieve. Las pendientes de las dos crestas laterales que daban sobre el glaciar estaban muy pobladas, salpicadas de pequeñas manchas de verde, oro, oliva, negro, rojo, y otros muchos colores, quizá treinta o cuarenta en total. Sax andaba sobre esas pseudomorrenas con cuidado, tan poco deseoso de pisar esa vida vegetal como lo estaría de pisar un experimento de laboratorio. Aunque a decir verdad, daba la sensación de que aquellos líquenes no lo habrían notado. Eran resistentes: roca desnuda y agua era cuanto necesitaban, además de luz —aunque ni siquiera de estas cosas necesitaban mucho—; crecían bajo el hielo, dentro del hielo, e incluso dentro de pedazos porosos de roca translúcida. En un lugar tan hospitalario como una grieta en la morrena, por fuerza tenían que florecer. Cada grieta que Sax examinaba mostraba en su interior colonias de liquen de Islandia, amarillo y bronce, que bajo la lupa revelaban diminutos tallos bifurcados orlados de espinas. Sobre las rocas planas encontró líquenes crustáceos: botón, espiga, escudo,
candeltaria
, liquen mapa de color verde manzana y el liquen naranja rojizo cuya presencia indicaba una concentración de nitrato de sodio en el regolito. Bajo las flores de hielo había masas de liquen de la nieve de un pálido verde grisáceo, y al mirarlos con lupa se descubría que tenían tallos como los del liquen de Islandia, delicados como el encaje. El liquen vermicular era de color gris oscuro, y la ampliación revelaba astas desgastadas que parecían extremadamente frágiles. Sin embargo, si se rompía algún trozo y se separaba, las células de las algas atrapadas en los filamentos fúngicos seguían creciendo y formando más liquen, y se fijaban allí donde cayesen. Reproducción por fragmentación, muy indicada en un medio como aquél.
Los líquenes prosperaban, y además de las especies que Sax podía identificar con la ayuda de las fotografías de la pequeña pantalla de muñeca, había muchas otras que no se correspondían con ninguna especie catalogada. La curiosidad fue suficiente como para tomar muestras de esos desconocidos para enseñárselos a Claire y Jessica.
Pero el liquen era sólo el principio. En la Tierra, las regiones de roca fracturada dejadas al descubierto por el retroceso de los hielos o por el nacimiento de montañas jóvenes recibían el nombre de campos de cantos rodados o taludes. En Marte, el equivalente era el regolito, esto es, la mayor parte de la superficie del planeta. Un mundo talud. En la Tierra, esas regiones eran colonizadas primero por microbacterias y líquenes que, junto con la erosión química, empezaban a descomponer la roca dando lugar a un delgado suelo inmaduro que iba rellenando con lentitud las grietas entre las rocas. Con el tiempo se acumulaba suficiente material orgánico en esta matriz para mantener otros tipos de flora. A las zonas en ese estadio se las llamaba
fellfields
(
fell
significaba «piedra» en gaélico). Era un nombre adecuado, puesto que eran campos de piedra: la superficie aparecía tachonada de piedras y el suelo no alcanzaba los tres centímetros de grosor, pero mantenía una comunidad de pequeñas plantas.Y ahora había
fellfields
en Marte. Claire y Jessica sugirieron a Sax que cruzase el glaciar y caminase corriente abajo siguiendo la morrena lateral, y una mañana (escapando de Phyllis) así lo hizo. Después de media hora de caminata subió a una roca que le llegaba a la rodilla. Debajo, una pendiente llana y mojada que descendía hacia la artesa rocosa contigua al glaciar centelleaba a la luz de la mañana avanzada. Era evidente que el agua derretida discurría sobre ella casi a diario: en la quietud absoluta de la mañana él ya escuchaba el goteo de pequeñas corrientes bajo el borde del glaciar, que sonaban como un coro de diminutos carillones de madera. Y en esa cuenca en miniatura, entre los hilillos de agua, había puntos de color allá donde uno mirase: flores. Así pues, aquél era un trozo de
fellfield
, con su característico efecto
milléfleur
, el yermo gris salpicado de puntos de rojo, azul, amarillo, rosa, blanco...
Las flores estaban montadas en pequeños tapices de musgo o en inflorescencias, o asomaban entre hojas vellosas. Todas las plantas se pegaban al suelo oscuro, que debía de ser mucho más cálido que el aire de capas superiores; nada excepto las briznas de hierba se levantaba más que unos pocos centímetros del suelo. Sax caminó de puntillas de roca en roca, poniendo cuidado para no pisar ni una sola planta, y se arrodilló en la grava para inspeccionar las pequeñas cosechas con la lupa del visor a la máxima potencia. Los organismos clásicos de los
fellfields
resplandecían a la luz de la mañana: la jabonera, con sus rodetes de minúsculas florecillas rosadas sobre cojines verde oscuro; un tapiz de phlox; ramitos de cinco centímetros de poa, como cristal a la luz, y que utilizaban la raíz del phlox para anclar sus delicadas raíces; una prímula alpina magenta, con su botón amarillo y sus hojas verde oscuro, que formaban estrechas artesas para canalizar el agua hacia la roseta. La mayor parte de estas plantas tenían hojas vellosas. Descubrió unos nomeolvides de un azul muy intenso cuyos pétalos estaban tan saturados de antocianinas para conservar el calor que casi eran púrpura: el color que adquiriría el cielo marciano a 230 milibares, según los cálculos que había hecho Sax durante el viaje a Arena. Le sorprendía que no hubiese nombre para ese color tan característico. Tal vez aquél fuera el azul ciánico.
La mañana voló mientras él iba lentamente de una planta a otra, utilizando la guía de campo de su consola de muñeca para identificar
Arenaria
, trigo sarraceno, uñas de gato, altramuces, tréboles enanos y su homónimo, la saxífraga. Una planta que quebraba la roca. El nunca las había visto en estado salvaje, y pasó mucho tiempo mirando la primera que encontró: saxífraga ártica,
saxifraga hirculus
, ramas minúsculas cubiertas de largas hojas que acababan en unas flores diminutas de color azul pálido.
Como le ocurriera con los líquenes, había muchas plantas que no pudo identificar: algunas exhibían características de varias especies, incluso de diferentes géneros; otras no habían sido catalogadas, y mostraban una extraña combinación de rasgos de biosferas exóticas; algunas parecían plantas marinas o nuevos tipos de cactos. Especies creadas por la ingeniería genética, presumiblemente, aunque le sorprendía que no estuviesen incluidas en la guía. Mutantes, quizá. Ah, pero allí, donde una grieta ancha había reunido una capa de humus más gruesa y un diminuto arroyo, había un grupo de kobresia. La kobresia y otros carrizos crecían donde había humedad, y su turba extremadamente absorbente alteraba muy deprisa la química del suelo en el que crecían, desempeñando un papel importante en la lenta transición del
fellfield
a la pradera alpina. Ahora que los había descubierto podía ver los minúsculos cursos de agua, delimitados por la población de carrizos, escurriéndose entre las rocas. Arrodillado sobre la rodillera aislante, Sax desconectó los cristales de aumento y miró alrededor, y a pesar de estar agachado, de repente distinguió toda una serie de pequeños
fellfields
, diseminados sobre la pendiente de la morrena como jirones de una alfombra persa despedazada por el paso del hielo.
De vuelta en la estación, Sax pasó mucho tiempo confinado en los laboratorios, mirando los especímenes vegetales con el microscopio,
realizando tests y comentando los resultados con Berkina, Claire y Jessica.
—Casi todos son poliploides, ¿verdad? —preguntó Sax.
—Sí —confirmó Berkina.
Los poliploides eran bastante frecuentes en las grandes alturas de la Tierra, así que no era una sorpresa. Se trataba de un fenómeno extraño: el número de cromosomas originales de la planta se doblaba, triplicaba o incluso se cuadruplicaba. Las plantas diploides, con diez cromosomas, eran sucedidas por poliploides con veinte, treinta o cuarenta cromosomas. Los creadores de híbridos habían empleado ese método durante años para conseguir caprichosas plantas de jardín, porque los poliploides eran por lo general más grandes —hojas, flores, frutos, células, todo más grande— y ofrecían una mayor variedad que sus parientes. Esa adaptabilidad era idónea para la colonización de nuevas áreas, como los glaciares. Había islas en el Ártico terrano en las que el ochenta por ciento de las plantas eran poliploides. Sax suponía que se trataba de una estrategia para evitar los efectos destructivos de la mutación excesiva, lo que explicaría que el fenómeno se diera en las zonas con niveles altos de radiación ultravioleta. Las radiaciones ultravioletas intensas rompían un crecido número de genes, pero si se los replicaba en otras series de cromosomas, era muy probable que el genotipo no sufriese daños y no hubiese impedimentos para la reproducción.
—Hemos descubierto que incluso cuando no empezamos con poliploides, como hacemos normalmente, las especies cambian en el espacio de pocas generaciones.
—¿Han identificado el mecanismo desencadenante?
—No.
Otro misterio. Sax miró por el microscopio, vejado por ese sorprendente desgarrón en el tejido extraño de la biología. Pero no se podía hacer nada; él mismo se había ocupado de la cuestión en sus laboratorios del Mirador de Echus en la década de 2050, y al parecer una radiación ultravioleta superior a la que el organismo estaba habituado estimulaba la respuesta poliploide. Pero ¿cómo captaban las células esa diferencia, para responder doblando, triplicando o cuadruplicando el número de cromosomas?
—Tengo que confesar que me sorprende ver lo bien que está prosperando todo.
Claire sonrió, feliz.
—Temía que después de la Tierra pensaras que esto era un yermo desolado.
—Bien, no. —Sax carraspeó.— Supongo que no esperaba nada. O sólo algas y líquenes. Pero esos
fellfields
parecen llenos de vida. Pensé que llevaría más tiempo.
—En la Tierra, sí. Pero recuerda que no nos limitamos a tirar las semillas y a esperar. Todas las especies han sido manipuladas para incrementar su resistencia y su velocidad de crecimiento.
—Y cada primavera sembramos de nuevo —añadió Berkina—, y fertilizamos con bacterias fijadoras del nitrógeno.
—Pensé que eran las bacterias desnitrificadoras las que estaban en boga.
—Esas las distribuimos específicamente en los depósitos abundantes en nitrato de sodio para transpirar el nitrógeno hacia la atmósfera. Pero en los lugares en los que cultivamos necesitamos más nitrógeno en el suelo, así que utilizamos fijadores de nitrógeno.
—Sigue pareciéndome que van demasiado deprisa. Y todo esto tiene que haber ocurrido después de la soletta.
—La cuestión es que no hay competencia —dijo Jessica desde su mesa al otro lado de la habitación—. Las condiciones son hostiles, pero éstas son plantas muy resistentes, y cuando las dejamos ahí fuera no tienen competidores que entorpezcan su crecimiento.
—Es un nicho vacío —dijo Claire.
—Y las condiciones aquí son mejores que en otros lugares de Marte — añadió Berkina—. En el sur tienen el invierno del afelio y la altura. Las estaciones de allí informan que el efecto del invierno es devastador. Pero aquí, el invierno del perihelio es mucho más benigno, y estamos sólo a mil metros de altitud. Las condiciones son mucho mejores que las de la Antártida en muchos sentidos. Sobre todo el nivel de CO
2
. Me pregunto si ésa no será la causa de la velocidad que tanto te sorprende. Es como si las plantas estuviesen sobrealimentadas.
—Aja —dijo Sax, asintiendo.
Así pues, los
fellfields
eran jardines. Crecimiento asistido más que crecimiento natural. En realidad lo había sospechado —era algo común en Marte—, pero los
fellfields
, rocosos y extensos, tenían un aspecto tan espontáneo y salvaje que por un momento lo habían confundido. Y aun sin olvidar que eran jardines, todavía lo sorprendía que fuesen tan vigorosos.
—¡Y ahora tenemos la soletta derramando luz solar sobre la superficie! —exclamó Jessica. Sacudió la cabeza, como si lo desaprobara—
. La insolación natural es una media del cuarenta y cinco por ciento de la terrana, y con la soletta sube al cincuenta y cuatro por ciento.
—Contadme algo más de la soletta —dijo Sax cautelosamente.
Le explicaron el asunto por turnos. Un grupo de transnacionales, encabezadas por Subarashii, había construido una formación circular de láminas de espejo solar, situada entre el sol y Marte, y alineadas para captar y enfocar hacia el interior las ondas de luz solar que pasaban cerca del planeta. Un espejo anular que rotaba en órbita polar reflejaba la luz de vuelta a la soletta para contrarrestar la presión de la luz solar, y esa luz rebotaba de nuevo hacia Marte. Los dos sistemas de espejos eran enormes comparados con las primeras velas solares de los cargueros que Sax había alineado de manera que reflejasen la luz sobre la superficie, y la luz reflejada que estaban añadiendo al sistema era muy significativa.
—Debe de haber costado una fortuna construirlos —murmuró Sax.
—Oh, desde luego. Las grandes transnac están invirtiendo lo que no te imaginas.
—Y eso no es todo —dijo Berkina—. Planean deslizar una lente aérea a sólo unos cientos de kilómetros por encima de la superficie, y esta lente concentrará parte de la luz que incida en la soletta para elevar la temperatura de la superficie a niveles fantásticos, algo así como cinco mil grados...
—¡Cinco mil grados!
—Sí, creo que eso fue lo que oí. Planean derretir la arena y el regolito subterráneo, y así liberar los elementos volátiles en la atmósfera.
—Pero ¿y la superficie?
—Tienen intención de hacerlo en zonas remotas.
—En líneas —dijo Claire—. ¿Acaso pretenden cavar zanjas?