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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (12 page)

BOOK: Marte Verde
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Se reunieron en la sala central alrededor de una estufa de leña. Hacia calor fuera y la estufa estaba apagada.

—Fort tiene ciento doce años —dijo el orientador de nombre Sam—. Y parece que los tratamientos no le han hecho efecto en el cerebro.

—Nunca lo consiguen —dijo Max, otro orientador.

Hablaron sobre
Fort
. Todos habían oído rumores, ya que William Fort era una leyenda de la medicina, el Pasteur de su siglo, el hombre que había vencido al cáncer, proclamaban falazmente los tabloides. El hombre que había vencido al resfriado común. Había fundado Praxis a los veinticuatro años para comercializar algunas innovaciones en antivirales, y a los veintisiete ya era multimillonario. Luego había convertido a Praxis en una de las transnacionales más poderosas del mundo. Ochenta años de metástasis continua, según Sam. Y entre tanto había ido mutando hasta convertirse en una especie de súper Howard Hughes, decían, haciéndose cada vez más poderoso. Al fin, como un agujero negro, había desaparecido por completo en el horizonte de sus logros y su poder.

—Sólo espero que esto no sea demasiado extravagante —dijo Max. Los demás —Sally, Amy, Elisabeth y George— se mostraban más optimistas. Pero todos se sentían inquietos por el peculiar recibimiento, o mejor dicho por la falta de recibimiento, y cuando nadie fue a visitarlos esa noche, se retiraron a sus habitaciones con expresión preocupada.

Art durmió bien, como de costumbre, y despertó al alba con el grito opaco de una lechuza. El riachuelo borbotaba bajo la ventana. El amanecer fue gris y la bruma envolvía los pinos. De algún lugar del edificio llegaba un martilleo suave.

Se vistió deprisa y salió. Todo rezumaba humedad. Abajo, más allá de las casas, sobre unas terrazas estrechas, había hileras de lechugas y unos manzanos que habían podado hasta reducirlos a meros arbustos.

Cuando Art llegó al pie de la pequeña granja sobre el lago, los colores empezaban a insinuarse. Una alfombra de césped se extendía bajo un viejo roble. Se sintió atraído por el árbol y se acercó a él; tocó la corteza áspera y agrietada. Entonces oyó voces. Subiendo por un sendero que bordeaba el lago se acercaba un hilera de personas: vestían trajes de goma negros y cargaban planchas de surf o alas delta plegadas. Al cruzarse con él, Art reconoció las caras del personal de cocina de la noche anterior y también al chófer. Éste lo saludó con la mano y continuó su camino. Art bajo hasta el lago. El murmullo de las olas poblaba el aire salado y los pájaros nadaban entre los juncos.

Después de un momento, Art desanduvo el sendero y fue al comedor. Las personas con las que se había cruzado estaban en la cocina preparando tortas. Cuando Art y los otros huéspedes hubieron comido, el chófer los llevó a una gran sala de reuniones en el piso de arriba. Se acomodaron en unos sofás dispuestos en cuadrado. Los grandes ventanales dejaban entrar la luz mortecina de la mañana. El chófer se sentó en una silla entre dos sofás.

—Soy William Fort —dijo—. Me alegra que hayan venido.

Si se lo examinaba con detenimiento, Fort era un anciano singular. Cien añosde ansiedad le habían dejado una cara devastada, pero la expresión era serena y despreocupada. Un chimpancé, pensó Art, con un pasado en los laboratorios de experimentación y que ahora estudiaba zen. O sencillamente un viejo surfista o practicante de ala delta curtido, calvo, de cara redonda y nariz chata, que los examinaba uno a uno. Sam y Max, que habían ignorado a Fort cuando era chófer o cocinero, parecían incómodos, pero él no pareció advertirlo.

—Un indicador para medir el impacto de los humanos y sus actividades en el mundo —dijo— es la distribución del producto neto de la fotosíntesis del suelo.

Sam y Max asintieron, como si aquélla fuese la manera habitual de iniciar una reunión.

—¿Puedo tomar notas? —preguntó Art.

—Por favor —dijo Fort. Señaló la mesita de café que había en el centro del cuadrado de sofás, cubierta de cuadernos y atriles—. Más tarde propondré algunos juegos, así que pueden usar los atriles y los blocs de notas, lo que necesiten.

La mayoría de los asistentes habían traído sus propios atriles y hubo un pequeño revuelo mientras los sacaban y los activaban. Cuando se hizo el silencio, Fort se levantó y empezó a caminar alrededor de los sofás, completando una revolución cada pocas frases.

—Actualmente utilizamos cerca del ochenta por ciento del producto neto de la fotosíntesis del suelo —dijo—. El cien por cien es prácticamente inalcanzable, y nuestra capacidad de transporte se ha estimado en un treinta por ciento. Por tanto, puede afirmarse que nos encontramos ampliamente desbordados.

»Hemos estado liquidando nuestro capital natural como si fuera sustituible, y esto nos ha llevado al borde del agotamiento de ciertos productos vitales, como el petróleo, la madera, el suelo, los metales, el agua potable, los peces y los animales. Esto hace difícil la expansión económica continua.

¡Difícil!, anotó Art. ¿Continua?

—Tenemos que continuar —dijo Fort, echándole una mirada penetrante a Art, que ocultó con disimulo el atril con el brazo—. La expansión continua es uno de los principios fundamentales de la economía, y por tanto uno de los fundamentos del universo. Porque todo es economía. La física es economía cósmica, la biología es economía celular, las ciencias humanas son economía social, la psicología es economía mental, y así todo.

Su auditorio asintió con poco entusiasmo.

—Todas las cosas tienden a expandirse. Pero eso no puede producirse ignorando la ley de conservación de la materia-energía. Por muy eficiente que sea el procesamiento, no se puede conseguir una producción mayor que la entrada de materia prima.

Art escribió en su anotador:
Producción mayor que entrada de materia prima - todo es economía - capital natural - masivamente desbordados.

—En respuesta a esta situación, una división de Praxis ha estado trabajando en lo que nosotros llamamos economía de mundo lleno.

—¿No sería mejor decir «de mundo saturado»? —preguntó Art.

Fort ignoró el comentario.

—Bien, como afirma Daly, el capital humano y el capital natural no son sustituibles. Quizá sea obvio, pero en vista de que muchos economistas se empeñan en que sí son sustituibles, hay que insistir. Por poner un ejemplo sencillo, uno no puede sustituir bosques con aserraderos. Si se está construyendo una casa, se puede jugar con el número de sierras eléctricas y carpinteros, lo que significa que son sustituibles, pero no puede construirse la casa con la mitad de la madera, no importa cuántas sierras o carpinteros se tengan. Pruébenlo y tendrán una casa de aire, que es donde estamos viviendo ahora.

Art meneó la cabeza y miró la página del atril, llena otra vez.
Recursos y capital no sustituibles - sierras eléctricas y carpinteros - casa de aire.

—Perdone un momento —dijo Sam—. ¿Ha dicho usted capital natural? Fort se sobresaltó y se volvió para mirar a Sam.

—Creía que el capital era por definición lo que el hombre crea. Los medios de producción producidos, o así me enseñaron a definirlo.

—Tiene razón. Pero en un mundo capitalista, la palabra
capital
tiene cada vez más acepciones. Se habla por ejemplo de capital humano, que es lo que la clase obrera acumula a través de la educación y la experiencia laboral. El capital humano difiere del capital clásico en que no puede heredarse, y sólo puede ser contratado, no vendido ni comprado.

—A menos que tengamos en cuenta la esclavitud —apuntó Art. Fort frunció el ceño.

—El concepto de
capital natural
se parece más a la definición tradicional que el de capital humano, porque puede ser poseído y legado, y se lo puede dividir en renovable y no renovable, comercializable y no comercializable.

—Pero, si todo es capital de una clase u otra —observó Amy—, no es extraño que haya quien crea que son intercambiables. Si se racionaliza el capital producido por el hombre de manera que se utilice menos capital natural, ¿no es eso en efecto una sustitución?

Fort meneó la cabeza.

—Eso es eficiencia. El capital es la cantidad de materia prima y la eficiencia es la relación entre la materia prima y la producción. Por eficiente que sea el capital, no puede crear a partir de la nada.

—Nuevas fuentes energéticas... —sugirió Max.

—Pero no podemos fabricar tierra a partir de la electricidad. La energía nuclear y la maquinaría autorreplicante nos han proporcionado un potencial enorme, pero tenemos que poseer unos bienes básicos a los que aplicar esa energía. Y es ahí donde topamos con un límite.

Fort los observó con esa calma de primate que Art había advertido al principio. Art leyó la pantalla de su atril.
Capital natural - capital humano - capital tradicional - energía versus materia - suelo eléctrico - no hay sustitutos satisfactorios.
Hizo una mueca y cambió de página.

—Desgraciadamente —continuó Fort—, muchos economistas aun trabajan con el modelo económico de mundo vacío.

—La validez del modelo de mundo lleno es evidente —dijo Sally—, de sentido común. ¿Por qué habría de ignorarlo un economista?

Fort se encogió de hombros y completó otra circunnavegación silenciosa de la habitación. Art tenía el cuello dolorido.

—Nosotros entendemos el mundo mediante paradigmas. El cambio de la economía de mundo vacío a la de mundo lleno es un paradigma muy importante. Max Planck dijo una vez que un nuevo paradigma se impone, no cuando convence a sus oponentes, sino cuando los oponentes mueren.

—Y ahora ya no mueren —observó Art. Fort asintió.

—El tratamiento mantiene a la gente en circulación, a la gente y a sus ideas.

Sally parecía enfadada.

—Pues tendrán que aprender a pensar de otra manera. Fort la miró.

—Es lo que haremos ahora, al menos en teoría. Quiero que inventen estrategias económicas de mundo lleno. Es un juego que suelo practicar. Si conectan sus atriles a la mesa, les daré los datos de partida.

Todos se inclinaron hacia adelante y se conectaron a la mesa.

El primer juego que les propuso Fort consistía en estimar la población máxima que la Tierra podía sustentar.

—¿No depende eso del estilo de vida? —preguntó Sam.

—Abarcaremos una amplia gama de supuestos —dijo Fort.

Y no bromeaba. Fueron de escenarios donde cada hectárea arable de tierra era explotada con la máxima eficiencia a escenarios en los que se había vuelto al régimen de caza y recolección; del consumo excesivo universal a las dietas de subsistencia universales. Sus atriles les marcaron las condiciones iniciales y ellos empezaron a teclear, algunos con expresión de aburrimiento o nerviosismo, otros impacientes o absortos, utilizando las fórmulas de la tabla o añadiendo las propias.

La tarea los tuvo ocupados hasta la hora de comer, y luego toda la tarde. A Art le gustaban los juegos, y él y Amy terminaron mucho antes que los demás. Los resultados de población iban desde los cien millones (el modelo «tigre inmortal», como lo llamaba Fort) a los treinta mil millones (el modelo «hormiguero»).

—Ésa es una escala muy amplia —señaló Sam.

Fort asintió con un movimiento de cabeza y los miró con paciencia.

—Pero si consideras sólo los modelos con las condiciones más realistas —dijo Art—, por lo general te quedas entre los tres mil y los ocho mil millones.

—Y la población actual es de cerca de doce mil millones —dijo Fort—. Así pues, estamos desbordados. Y bien, ¿qué podemos hacer respecto a esto? Al fin y al cabo, tenemos empresas que mantener. Los negocios no van a detenerse sólo porque haya demasiada gente. La economía de mundo lleno no es el fin de la economía. Sólo significa el fin de los negocios como se habían venido haciendo hasta ahora. Es mi deseo que Praxis vaya a la cabeza en la nueva etapa. Bien. La marea está baja y voy a salir otra vez. Los invito a acompañarme si les parece. Mañana jugaremos al «Mundo saturado».

Y con esto abandonó la sala y los dejó solos. Regresaron a las habitaciones, y luego, como se acercaba la hora de la cena, fueron al comedor. Fort no estaba allí, pero sí varios de sus asociados, a los que se había sumado un grupo de hombres y mujeres jóvenes, todos ellos delgados, de rostros brillantes y aspecto saludable. Más de la mitad eran mujeres. Recordaban a un equipo de atletismo o de natación. Las cejas de Sam y Max subían y bajaban en una especie de Morse fácilmente traducible: «¡Vaya, vaya! ¡Vaya, vaya!». Los jóvenes los ignoraron, les sirvieron la cena y volvieron a la cocina. Art comió deprisa, preguntándose si Sam y Max estarían acertados en sus suposiciones. Cuando terminó de cenar, llevó el plato a la cocina y ayudó con el lavaplatos. Mientras lo hacía, habló con una de las mujeres.

—¿Qué te ha traído aquí?

—Una especie de programa de becas —contestó ella. Se llamaba Joyce—. Todos somos aprendices y entramos en Praxis el año pasado; nos han seleccionado para seguir un curso aquí.

—¿Habéis estado trabajando hoy en la economía de mundo lleno?

—No. Hemos jugado al voleibol.

Art salió de la cocina deseando que lo hubiesen escogido para ese programa. Se preguntaba si habría allí alguna sauna desde la que se dominase el océano. No parecía tan descabellado: el océano allí era frío, y si era cierto que todo era economía, podría considerarse como una inversión. Para mantener la infraestructura humana, por así decirlo.

De vuelta en la residencia encontró a sus compañeros comentando la jornada.

—Odio estas situaciones —decía Sam.

—Pues estamos atrapados —dijo Max con aire melancólico—. O te unes al culto o pierdes el empleo.

Los otros no eran tan pesimistas.

—Quizá se siente solo —sugirió Amy.

Sam y Max pusieron los ojos en blanco y miraron en dirección de la cocina.

—Tal vez siempre quiso ser maestro —propuso Sally.

—Tal vez quiere que Praxis siga creciendo un diez por ciento por año —dijo George—, con el mundo lleno o vacío.

Sam y Max asintieron y Elisabeth pareció molestarse y exclamó:

—¡Tal vez quiere salvar el mundo!

—Seguramente —dijo Sam, y Max y George soltaron una risita burlona.

—Tal vez ha puesto micrófonos en la habitación —dijo Art, lo que cortó la conversación en seco, como una guillotina.

Las jornadas siguientes no difirieron mucho de la primera. Se sentaban en la sala de conferencias y Fort daba vueltas alrededor de ellos y se pasaba la mañana hablando, algunas veces coherentemente, otras, no. Cierta mañana habló del feudalismo durante tres horas. Dijo que era la expresión política más clara de la dinámica de dominación del primate, y que en realidad nunca había desaparecido; el capitalismo transnacional era feudalismo a gran escala, y la aristocracia del mundo tenía que encontrar el medio de integrar el crecimiento capitalista en la estabilidad inamovible del modelo feudal. Otra mañana enunció la eco-economía, una teoría económica que tenía como unidad básica la caloría. Al parecer había sido elaborada por los primeros colonos en Marte; Sam y Max pusieron los ojos en blanco ante la noticia, y Fort siguió explicando con un murmullo las ecuaciones de Taneev y Tokareva y cubrió la pizarra de la esquina de garabatos ilegibles.

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