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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (29 page)

BOOK: Marte Verde
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—¿Es posible que la evolución trabaje tan deprisa?

—Bueno, ya sabes... ¿Son los poliploides evolución?

—No.

Phyllis siguió adelante, sin mostrar el menor interés en el pequeño espécimen gris. Hepática de la nieve. Probablemente apenas manipulada, o incluso no diseñada. Especímenes de ensayo, arrojados entre los otros para ver cómo funcionaban. Y por tanto muy interesantes, en opinión de Sax.

Sin embargo, en algún punto del camino Phyllis había perdido el interés. Había sido una bióloga de primer orden una vez, y Sax no podía imaginar cómo se podía perder la curiosidad, que era la esencia de la actitud científica, esa necesidad de comprender las cosas. Pero se hacían viejos. En el curso de sus ahora antinaturales vidas era probable que experimentasen cambios profundos. Sax detestaba la idea, pero allí estaba. Como el resto de los nuevos centenarios, él tenía cada vez más dificultades para recordar momentos específicos de su pasado, sobre todo de los años intermedios, las cosas que habían ocurrido entre los veinticinco y los noventa. Por tanto, los años anteriores al sesenta y uno y la mayor parte de sus años en la Tierra se estaban desvaneciendo. Y sin una memoria que funcionase bien, era inevitable que cambiaran.

Cuando regresaron a la estación, Sax fue al laboratorio, perturbado. Tal vez, pensó, se habían convertido en poliploides, no como individuos, sino culturalmente: un grupo internacional que había llegado allí y había cuadruplicado las cadenas de mentes, proporcionando la adaptabilidad para sobrevivir en esa tierra alienígena a pesar de las mutaciones provocadas por el estrés.

Pero no. Eso era analogía más que homología. Lo que en humanidades llamarían un símil heroico, si entendía bien el término, o una metáfora o alguna otra analogía literaria. Y las analogías eran por lo general absurdas: una cuestión de fenotipo más que de genotipo (por utilizar otra analogía). La poesía y la literatura, las humanidades en general, por no mencionar las ciencias sociales, eran fenotípicas hasta donde Sax sabía. Se reducían a un enorme compendio de analogías absurdas que no ayudaban a explicar las cosas, sino que distorsionaban la percepción de ellas. Una suerte de borrachera conceptual continua, podría decirse. Sax prefería la exactitud y el poder de la explicación, ¿y por qué no? Si en el exterior estaban a 200 grados kelvin, ¿por qué no reconocerlo, en vez de hablar de tetas de brujas y demás, arrastrando el inmenso bagaje de ignorancia del pasado además de enturbiar cada encuentro con la realidad sensorial? Era absurdo.

Bien, de acuerdo, no existía el poliploidismo cultural. Sólo existía una situación histórica determinada, la consecuencia de todo lo que había ocurrido antes: las decisiones tomadas, los resultados propagándose por todo el planeta en completo desorden, evolucionando (quizá debería decirse desarrollándose), sin ningún plan. A ese respecto, había una cierta similitud entre la historia y la evolución: ambas tenían tanto de casualidad y accidente como de pautas de desarrollo. Pero las diferencias, sobre todo en las escalas temporales, eran tan desmesuradas que reducían esa similitud de nuevo a mera analogía.

No, era mejor concentrarse en las homologías, esas similitudes estructurales que indicaban relaciones físicas reales, que de verdad explicaban algo. Esto, por supuesto, lo llevaba a uno de nuevo a la ciencia. Pero después de un encuentro con Phyllis, eso era todo lo que deseaba.

Volvió a sumergirse en el estudio de las plantas. Muchos de los organismos de
fellfield
que encontraba tenían hojas carnosas recubiertas de vello, lo que ayudaba a las plantas a protegerse de la violenta acometida de los rayos ultravioleta del sol marciano. Esas adaptaciones podían muy bien tomarse como ejemplos de homología: especies con los mismos ancestros que han conservado los rasgos de familia. O podían ser ejemplos de convergencia: especies de familias distintas que llegan a la misma forma debido a la necesidad funcional. Y en esos momentos simplemente podían ser el resultado de la bioingeniería, que añadía los mismos rasgos a diferentes plantas para facilitarles las mismas ventajas.

Para averiguar de qué caso se trataba había que identificar la planta, y después consultar los archivos para ver si había sido diseñada por uno de los equipos de terraformación. Había un laboratorio de Biotique en Elysium, dirigido por un tal Harry Whitebook, que estaba diseñando las plantas de superficie más eficaces, especialmente los carrizos y las hierbas, y el catálogo de Whitebook a menudo revelaba la mano de él en la planta, en cuyo caso las similitudes no eran más que convergencia artificial, Whitebook insertando características como hojas vellosas en casi toda planta con hojas que él creaba.

Un caso interesante de cómo la historia imitaba a la evolución. Y puesto que se proponían crear una biosfera en Marte en un corto plazo quizá 107 veces más breve que el necesario en la Tierra, tendrían que intervenir continuamente en el acto mismo de la evolución. Así pues, la biosfera marciana no sería un caso de filogenia recapitulando la ontogenia, un concepto desacreditado en cualquier caso, sino la historia recapitulando la evolución. O mejor, imitándola en lo posible dado el entorno marciano. O incluso, dirigiéndola. La historia dirigiendo la evolución. Era una idea apabullante.

Whitebook había emprendido la tarea con talento: había creado arrecifes de líquenes frealofíticos, por ejemplo, que transformaban las sales que incorporaban en algo similar a la estructura coralina del milepora; de ese modo las plantas resultantes eran masas de bloques semicristalinos de color verde oscuro o verde oliva. Caminar a través de una de esas formaciones era como pasear por un jardín laberinto liliputiense aplastado, abandonado y medio cubierto de arena. Los bloques aparecían resquebrajados y tenían un aspecto tan desastroso que parecían enfermos; una enfermedad que petrificaba las plantas mientras estaban vivas, confinándolas en su lucha por existir en el interior de unas vainas agrietadas de malaquita y jade. De apariencia extraña, pero muy exitoso. Sax encontró bastantes de esos arrecifes de líquenes creciendo en la cresta de la morrena occidental y en el regolito árido que se extendía más allá.

Pasó varias mañanas estudiándolo, y una mañana, mientras cruzaba la cresta, miró atrás, hacia el glaciar, y vio un torbellino arenoso girando sobre el hielo, un pequeño tornado de color rojizo que avanzaba centelleando corriente abajo. Inmediatamente después recibió el embate de un viento fuerte, con ráfagas de al menos cien kilómetros por hora, y luego de ciento cincuenta. Acabó agachándose detrás de un arrecife de líquenes, con una mano levantada para estimar la velocidad del viento. Era difícil precisarla, porque la atmósfera cada vez más densa había incrementado la fuerza de los vientos, haciéndolos parecer más veloces de lo que eran. Todas las estimaciones empíricas de los días en la Colina Subterránea estaban desfasadas. Las ráfagas que lo golpeaban ahora podían no ser superiores a los ochenta kilómetros por hora. Pero venían cargadas de arena, que repiqueteaba contra el visor y reducía la visibilidad a unos cien metros. Después de esperar una hora a que la tormenta de arena remitiese, se rindió y regresó a la estación, cruzando el glaciar poco a poco, de banderola en banderola, cuidando de no perder el sendero: era importante si uno quería mantenerse lejos de las peligrosas zonas de grietas.

Una vez que cruzó el hielo, Sax caminó deprisa hacia la estación, pensando en el pequeño tornado que había anunciado la llegada del viento. El tiempo era extraño. En la estación, consultó un canal meteorológico y leyó toda la información sobre las condiciones del día, y luego estudió las fotografías de satélite de la región. Una bolsa ciclónica se abatía sobre ellos desde Tharsis. Con el aire cada vez más denso, los vientos que venían de Tharsis era en verdad muy fuertes. La protuberancia seguiría siendo un punto de anclaje de la meteorología marciana para siempre, sospechaba Sax. La mayor parte del tiempo, la corriente de chorro del hemisferio norte circularía sobre y alrededor de su extremo norte, como lo hacía la corriente de chorro alrededor de las Rocosas. Pero de cuando en cuando las masas de aire serían empujadas hacia la cresta de Tharsis entre los volcanes, y dejarían caer la humedad en Tharsis oeste mientras subían. Luego esas masas de aire deshidratado se desplomarían rugiendo por la pendiente oriental, el mistral, o el siroco, o el foehn del Gran Hombre, con vientos tan veloces y potentes que se convertirían en un problema a medida que la atmósfera ganase densidad. Algunas ciudades tienda en superficies abiertas estarían amenazadas hasta el punto de que se verían obligados a retirarse al interior de cañones y cráteres, o a robustecer el material de las tiendas.

Pensando en estas cosas, la climatología empezó a parecerle tan excitante a Sax que deseó abandonar sus estudios botánicos y dedicarse al nuevo tema a tiempo completo. En el pasado lo hubiera hecho, y se habría sumergido en la climatología durante un mes o un año, hasta que hubiese satisfecho su curiosidad, y se las hubiese arreglado para pensar en alguna contribución frente a los problemas que surgiesen.

Pero ésa había sido una aproximación muy indisciplinada, como bien sabía ahora, que llevaba a una especie de método disperso, incluso a un cierto diletantismo. Ahora, como Stephen Lindholm, trabajando para Claire y Biotique, tenía que abandonar la climatología con una mirada anhelante a las fotos de satélite y a los nuevos sistemas de sugerentes espirales nubosas, y limitarse a mencionarles a los otros el remolino, y a hablar del tiempo de pasada en el laboratorio o durante la cena, mientras volvía a concentrar el grueso de su atención en el pequeño ecosistema y sus plantas, y en cómo ayudarlas a salir adelante. Y a medida que empezaba a conocer las particularidades de Arena, esas restricciones impuestas por su nueva identidad no le parecieron tan malas. Significaban que se veía forzado a concentrarse en una sola disciplina como no lo había hecho desde su trabajo de graduación. Y las recompensas de la concentración empezaban a serle cada vez más evidentes. Lo convertirían en un científico mejor.

Al día siguiente, por ejemplo, con los vientos apenas un poco vivos, volvió a salir y localizó la porción de arrecife de liquen que estaba estudiando cuando la tormenta empezó. Todas las fisuras de la estructura estaban llenas de arena, lo que debía ocurrir habitualmente. Limpió una de las fisuras y examinó el interior con los veinte aumentos de la lupa de su visor. Las paredes estaban recubiertas de unos finos cilios. Era evidente que esas superficies ya protegidas no necesitaban más protección. Por tanto quizás estaban allí para liberar el exceso de oxígeno de los tejidos de la masa cristalina exterior. ¿Espontáneo o planeado? Leyó las descripciones en la consola de muñeca, y añadió una nueva sobre este espécimen que, a juzgar por los cilios, parecía no descrito. Sacó una pequeña cámara del bolsillo y tomó una fotografía, puso una muestra de los cilios en una bolsa, guardó la cámara y siguió adelante.

Bajó para echarle una ojeada al glaciar, caminando sobre una de las muchas junturas donde su costado descendía y se unía suavemente a la pendiente ascendente de la nervadura de la morrena.

El resplandor era intenso a mediodía, como si los pedazos de un espejo roto estuviesen reflejando la luz del sol por todas partes. El hielo crujía bajo sus pies. Las pequeñas cuencas fluviales se unían y formaban corrientes de cauces profundos, que desaparecían abruptamente en los agujeros del hielo. Esos agujeros, como las grietas, tenían varios tonos de azul. Las nervaduras de la morrena resplandecían como el oro y parecían reverberar bajo el calor en aumento. Algo en el paisaje le recordó a Sax el plan de la soletta, y silbó entre dientes.

Se enderezó y estiró la parte baja de la espalda, sintiéndose muy vivo y curioso, en su elemento. El científico en acción. Estaba aprendiendo a disfrutar del siempre fresco esfuerzo primario de la «historia natural», la observación detenida de los fenómenos de la naturaleza: descripción, clasificación, taxonomía, el intento prístino de explicar, o mejor el primer paso, simplemente describir. Qué felices le habían parecido siempre en sus escritos los historiadores naturales, Linneo y su latín salvaje, Lyell y sus rocas, Wallace y Darwin y el gran paso de la categoría a la teoría, de la observación al paradigma. Sax podía sentir esa felicidad allí, en el Glaciar Arena en el año 2101, con todas esas especies, ese proceso floreciente de especiación a medias humano, a medias marciano, un proceso que con el tiempo necesitaría sus propias teorías, algún tipo de evohistoria, o de evolución histórica, o ecopoesis, o simplemente areología. O la viriditas de Hiroko, quizá. Teorías sobre el proyecto de terraformación, no sólo sobre sus intenciones, sino sobre la manera como trabajaba. Una historia natural, justamente. Muy poco de lo que estaba sucediendo podía estudiarse en un laboratorio experimental, de modo que la historia natural volvería a ocupar el lugar que le era propio entre las ciencias. Allí en Marte todas las jerarquías estaban destinadas a caer, y ésa no era una analogía absurda, sino una observación precisa sobre el aspecto que tendría todo.

El aspecto que tendría. ¿Lo entendía él antes de aquella temporada en el exterior? ¿Lo entendía Ann? Mientras examinaba la superficie salvaje y agrietada del glaciar, se descubrió pensando en ella. Cada pequeño iceberg o grieta destacaba como si aún llevase los veinte aumentos sobre el visor, pero con una profundidad de campo infinita: cada matiz de marfil y rosa en las superficies carcomidas, cada centelleo de espejo del agua del deshielo, las colinas perfilándose en el horizonte... todo se veía con una nitidez y precisión quirúrgicas. Y se le ocurrió que esa visión no era accidental (el efecto de lupa de las lágrimas sobre su cornea, por ejemplo), sino el resultado de una nueva y creciente comprensión conceptual del paisaje. Era una suerte de visión cognitiva, y no pudo evitar recordar a Ann diciéndole con furia:
Marte es el lugar que nunca has visto.

Sax lo había tomado como una figura retórica. Pero recordó ahora a Kuhn: afirmaba que los científicos que utilizaban paradigmas distintos existían literalmente en mundos distintos, hasta tal punto era la epistemología un componente integral de la realidad. Así, los aristotélicos no veían el péndulo galileano, que para ellos no era más que un cuerpo cayendo con ciertas dificultades. Y en general, los científicos que debatían los méritos relativos de paradigmas contrapuestos en realidad estaban hablando unos a través de los otros, empleando las mismas palabras para definir realidades distintas.

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