Marte Verde (2 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Verde
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—¡Marte con Nirgal, Marte con Nirgal!

Los demás reían. Siempre le pasaba lo mismo, le dijeron. Se desconectaba. Pero lo querían bien, lo veía en sus caras. Coyote partió una lámina de hielo e hizo saltar los pedazos sobre el lago. Los demás lo imitaron, y en las ondas blancas y verdes que se entrecruzaban el mundo invertido se agitaba y bailaba.

—¡Mirad eso! —gritó Coyote, que entre tiro y tiro cantaba en un inglés cadencioso que era como una perpetua salmodia—. Chicos, estáis disfrutando de las mejores vidas de la historia; la mayoría se limita a fluir en la gran máquina del mundo, ¡y aquí estáis vosotros, en el nacimiento de un mundo nuevo! ¡Increíble! Pero es pura suerte, vosotros no tenéis ningún mérito, no hasta que hagáis algo. Podríais haber nacido en una mansión, una cárcel, un barrio de chabolas en Puerto España, ¡pero aquí estáis, en Zigoto, el corazón secreto de Marte! Es cierto que por el momento estáis escondidos como topos en vuestras madrigueras, y los buitres revolotean en lo alto, listos para devoraros; pero se acerca la hora en que caminaréis por este planeta en completa libertad. ¡Recordad lo que os digo, es una profecía, hijos míos! Y mientras tanto, ¡mirad qué hermoso es este pequeño paraíso de hielo!

Arrojó un trozo de hielo hacia la cúpula, y todos cantaron «¡Paraíso de hielo! ¡Paraíso de hielo!» hasta que no pudieron contener la risa.

Sin embargo, esa noche, cuando creía que nadie lo escuchaba, Coyote le dijo a Hiroko:

—Hiroko, tienes que llevar a los chicos al exterior y mostrarles el mundo, aunque sea bajo el manto de niebla. Aquí son como topos atrapados en sus propias madrigueras.

Entonces partió de nuevo, quién sabía adonde, en uno de sus misteriosos viajes a ese otro mundo que los rodeaba.

Algunas veces Hiroko iba a la aldea para darles clase. Ésos eran los mejores días para Nirgal. Siempre los llevaba a la playa, y bajar a la playa con Hiroko era como ser tocado por un dios. Aquél era su mundo —el mundo verde dentro del mundo blanco— y lo sabía todo sobre él, y cuando ella estaba allí los sutiles colores nacarados de la arena y la cúpula, los colores de los dos mundos, latían a la vez, como si trataran de liberarse de aquello que los aprisionaba.

Solían sentarse en las dunas y contemplaban las bandadas de aves acuáticas sobrevolar la playa rozando la superficie y graznando. Las gaviotas revoloteaban en lo alto e Hiroko les hacía preguntas con un brillo alegre en los ojos. Ella vivía junto al lago con un pequeño grupo de allegados, Iwao, Rya, Gene, Evgenia, todos en una pequeña casa de bambú en las dunas. Y como pasaba mucho tiempo visitando recónditos refugios alrededor del Polo Sur, siempre necesitaba ponerse al corriente de las noticias de la aldea. Era una mujer esbelta, alta para ser una issei, con la grácil simplicidad de las aves zancudas en el vestido y los movimientos. Era vieja, desde luego, increíblemente anciana, como todos los issei, pero había algo en sus maneras que la hacía parecer más joven incluso que Kasei o Peter, en realidad sólo un poco mayor que los chicos, y en su presencia todo parecía nuevo, ansioso por desplegar sus colores.

—Mirad el dibujo de esta concha marina. La espiral moteada se curva hacia el interior hasta el infinito. Ésta es la estructura del universo. Hay una presión constante que empuja hacia adentro, una tendencia de la materia a evolucionar hacia formas cada vez más complejas. Es una especie de fuerza gravitatoria, una energía verde sagrada que llamamos viriditas, la fuerza que mueve el cosmos. La vida, ¿comprendéis? Como las pulgas de arena y las lapas y el krill; aunque este krill en particular está muerto, ayuda a las pulgas. Como todos nosotros —dijo, agitando la mano con la delicadeza de una bailarina—. Podemos decir que el universo está vivo porque estamos vivos. Nosotros somos su conciencia además de la nuestra. Procedemos del cosmos y contemplamos sus engranajes y nos parecen hermosos. Y ese sentimiento es lo más importante del universo, su culminación, como el color de la flor que se abre por primera vez con el rocío de la mañana. Es un sentimiento sagrado, y nuestro deber en el mundo es hacer cuanto podamos para favorecerlo. Y una manera es esparcir la vida por todas partes, ayudarla a existir donde nunca antes existió, como aquí en Marte.

Éste era para ella el acto supremo de amor, y a pesar de que no lo entendían del todo, cuando Hiroko hablaba ellos experimentaban ese amor. Otro empujón, un calor distinto en la envoltura del frío. Hiroko los acariciaba mientras hablaba, y ellos cavaban en busca de caracolas y la escuchaban.

—¡Almejas del fango! Lapas antárticas. Esponja de cristal... Cuidado, podéis cortaros. —Con sólo mirarla Nirgal se sentía feliz.

Y una mañana, cuando se levantaron para ir a excavar a otro lugar de la playa, ella le devolvió la mirada, y Nirgal reconoció la expresión: era la de él cuando la miraba. ¡Así que él también la hacía feliz! Se sintió ebrio de alegría.

Nirgal la tomó de la mano mientras paseaban por la playa.

—Es una ecología sencilla en muchos aspectos —dijo ella al arrodillarse para examinar la concha de otra almeja—. No hay muchas especies, y las cadenas alimenticias son cortas, pero tan ricas, tan hermosas. —Comprobó la temperatura del lago con la mano.— ¿Ves la neblina? El agua debe de estar caliente hoy.

En ese momento estaban solos, los demás niños correteaban por las dunas o por la playa. Nirgal se inclinó para tocar una ola que iba a morir a sus pies dejando un blanco encaje de espuma.

—Está a poco más de doscientos setenta y cinco grados.

—¡Siempre tan seguro!

—Siempre puedo decirlo.

—A ver —le desafió ella—, ¿tengo fiebre?

Él alzó la mano y la posó en el cuello de Hiroko.

—No, estás fría.

—Así es. Siempre estoy medio grado por debajo. Vlad y Ursula no se explican por qué.

—Es porque eres feliz.

Hiroko rió, igual que Jackie, llena de alegría.

—Te quiero, Nirgal.

Él sintió que su interior se calentaba como sí cobijara una estufa. Medio grado al menos.

—Y yo te quiero a ti.

Siguieron paseando por la playa tomados de la mano, caminando en silencio tras los chorlitos.

Coyote regresó e Hiroko le dijo:

—Muy bien, vamos a llevarlos fuera.

Y a la mañana siguiente, Hiroko, Coyote y Peter los guiaron a través de las antecámaras y por el largo túnel blanco que conectaba la cúpula con el mundo exterior. Al final del túnel estaba el hangar y sobre él la galería del acantilado. Los niños habían visitado la galería con Peter otras veces, y habían visto la arena helada y el cielo rosado a través de las pequeñas ventanas polarizadas, tratando de imaginar la gran pared de hielo que los albergaba: el casquete polar meridional, la base del mundo, donde vivían para escapar de gentes que los meterían en la cárcel si los descubrieran.

Por eso no habían salido nunca de la galería. Pero aquel día entraron en las antecámaras del hangar y se enfundaron en unos monos elásticos, luego se pusieron unas pesadas botas y gruesos guantes y por último unos cascos con una ventana con forma de burbuja en la parte frontal. Los chicos estaban cada vez más excitados, pero al fin la excitación se transformó en algo parecido al miedo, y Simud empezó a llorar y a decir que no quería ir. Hiroko la tranquilizó con una larga caricia.

—Vamos, yo iré contigo.

Los niños se apretaron unos contra otros en silencio y siguieron a los adultos hasta la antecámara. La puerta exterior se abrió con un siseo. Apiñados en torno a Peter, Coyote e Hiroko, salieron con cautela, entrechocándose.

Un resplandor intenso los encegueció. Una niebla blanca lo envolvía todo. El suelo estaba moteado de intrincadas flores de hielo que centelleaban en aquel baño de luz. Hiroko y Coyote, que llevaban a Nirgal de la mano, lo impulsaron hacia adelante y lo soltaron. Él se tambaleó ante la embestida del blanco resplandor.

—Éste es el manto de niebla —dijo Hiroko por el intercomunicador—. Se mantiene durante todo el invierno. Pero ahora estamos en Ls 205, en primavera, cuando la fuerza verde empuja con más vigor en el mundo, alimentada por la luz solar. ¡Miradla!

Nirgal no veía más que una blanca bola de fuego. De repente, la luz traspasó esa bola y la transformó en un manantial de colores: la arena helada se convirtió en magnesio pulido y las flores de hielo en joyas incandescentes. El viento sopló y rasgó la niebla; se abrieron claros y aparecieron porciones de tierra en la distancia, y Nirgal sintió vértigo.

¡Todo era tan grande! Apoyó una rodilla en la arena y puso las manos sobre la otra pierna para mantener el equilibrio. Las rocas, tachonadas de escamas circulares de liquen negro y verde, y las flores de hielo brillaban como bajo un microscopio.

Una colina de cima chata se recortaba en el horizonte: un cráter. Las rodadas de un rover, casi cubiertas por la escarcha, como si llevaran allí un millón de años, surcaban la grava. El orden latía en el caos de luz y roca, el liquen verde se fundía con el mundo blanco...

Todos hablaban a la vez. Los niños correteaban y gritaban alborozados cada vez que la niebla se abría y les permitía atisbar el rosa intenso del cielo. Coyote reía con ganas.

—Son como terneros de invierno que salen del establo en la primavera. Míralos, dando traspiés, pobres pequeños. ¡Ja, ja, ja! Hiroko, no pueden seguir viviendo así. —Y soltaba su extraño cacareo mientras levantaba niños de la arena y los ponía en pie.

Nirgal se incorporó y dio un salto experimental. Sintió que podía volar, y se alegró de que las botas fueran tan pesadas. Un montículo alargado, de su misma altura, partía serpenteando de la pared de hielo. Jackie caminaba por esa cresta y fue a reunirse con ella. Avanzaba con dificultad a causa de la pendiente y la profusión de rocas que había en el suelo. Pero una vez en la cresta echó a correr, y le pareció volar, como si pudiera correr eternamente.

Nirgal alcanzó a Jackie y juntos contemplaron la muralla de hielo, que se elevaba hasta el infinito bajo la niebla, y gritaron felices. Un rayo de luz matinal se derramó sobre ellos como agua fundida, y tuvieron que volverse, los ojos llenos de lágrimas. Nirgal vio su sombra proyectada en la niebla que se arrastraba sobre las rocas. Una banda circular de luz irisada la rodeaba. Nirgal soltó un chillido y Coyote se acercó deprisa, gritando:

—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? Se detuvo al ver la sombra.

—¡Eh! ¡Es un halo! Eso es lo que llaman un halo. Es como el Espectro de los Brocken. ¡Agitad los brazos arriba y abajo! ¡Mirad esos colores!

¡Jesús todopoderoso, sois los seres más afortunados del planeta! Impulsivamente, Nirgal se acercó a Jackie y los halos de ambos se fundieron en un nimbo irisado y resplandeciente que orlaba la doble sombra azul. Jackie rió encantada y se alejó para probarlo con Peter.

Un año más tarde, Nirgal y los otros niños de Zigoto habían empezado a desarrollar un sistema para hacer frente a los días en que Sax era el profesor. Sax se colocaba ante la pizarra y empezaba a hablar con el tono inexpresivo de una IA, y a su espalda los niños ponían los ojos en blanco y hacían muecas mientras el hombre hablaba de presiones parciales y radiación infrarroja. Cuando uno de ellos veía una oportunidad, empezaba el juego. Sax siempre caía en la trampa.

—En la termogénesis sin temblor el cuerpo produce calor empleando ciclos inútiles —decía él.

Entonces alguien levantaba la mano.

—¿Pero por qué, Sax?

Todos mantenían la vista clavada en los atriles, y Sax fruncía el ceño como si aquello no hubiese ocurrido nunca antes y decía:

—Bueno, porque no emplea tanta energía como cuando se tirita. Las proteínas del músculo se contraen, pero en vez de pegarse se desplazan unas sobre otras, y eso origina el calor.

Y Jackie, con tanta sinceridad que la clase entera se estremecía, exclamaba:

—¿Pero cómo?

Sax parpadeaba tan deprisa que los niños casi explotaban al mirarlo.

—Bien, los aminoácidos de las proteínas rompen enlaces covalentes, y esas rupturas liberan la llamada energía de disociación de los enlaces.

—¿Pero por qué?

Sax parpadeaba aún más deprisa.

—Bien, es una simple cuestión de física —decía, y empezaba a dibujar esquemas vigorosamente—. Los enlaces covalentes se forman cuando las órbitas de dos átomos se funden en una sola, ocupada por los electrones de ambos átomos. Al romperse ese enlace, se liberan de treinta a cien kilocalorías de energía almacenada.

Entonces varios preguntaban a coro:

—¿Pero
por qué
?

Esto llevaba a Sax a la física subatómica, donde la cadena de las preguntas y respuestas podía prolongarse más de media hora sin que el pobre hombre dijera nada que ellos entendieran. Al cabo, los chicos sentían que el juego se acercaba a su fin.

—¿Pero por qué?

—Bueno —decía Sax, haciendo un esfuerzo por recapitular—, porque los átomos quieren recuperar un número estable de electrones, y sólo comparten electrones cuando se ven obligados a hacerlo.


¿Pero por qué?

A esas alturas Sax estaba atrapado.

—Porque ésta es una de las formas de unión de los átomos. Entre otras.

—¿Pero por qué?

Sax se encogía de hombros.

—Porque así funciona la energía atómica. Porque así se originaron las cosas...

Y todos gritaban:


...en el Big Bang.

Los niños aullaban alborozados y Sax fruncía el ceño al darse cuenta de que había vuelto a caer. Suspiraba y retomaba el tema que estaba tratando cuando el juego empezara. Pero por más veces que ellos lo hubieran hecho, él nunca parecía acordarse, siempre que él por qué inicial fuese plausible. E incluso cuando se daba cuenta parecía incapaz de evitarlo. Su única defensa era decir, ligeramente contrariado: «¿Por qué qué?». Eso dificultó el juego durante algún tiempo; pero Nirgal y Jackie pronto se convirtieron en maestros en el arte de adivinar lo que en cualquier planteamiento merecía un por qué, y entonces Sax se sentía obligado a continuar respondiendo hasta que la cadena llegaba al Big Bang o, de cuando en cuando, incluso a un apenas audible «No lo sabemos».

—¡No lo sabemos! —exclamaba entonces la clase en pleno con fingida consternación—.
¿Por qué no?

—No ha podido dársele una explicación —decía él, nervioso—. Aún no.

Y así transcurrían las buenas mañanas con Sax; y tanto los niños como él parecían estar de acuerdo en que eran mejores que aquellas en las cuales Sax escribía en la pizarra, salmodiaba sin interrupción, se volvía, los encontraba dormidos sobre los pupitres y entonces protestaba:

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