Authors: Kim Stanley Robinson
Nirgal estaba sorprendido por esta descripción.
—Pero ahora —aventuró— estamos empezando de nuevo.
—¡Así es, muchacho! Somos los seres primitivos de una civilización desconocida. Vivimos en nuestro pequeño matriarcado tecno-minoico. ¡Ja! A mí me parece muy bien. Para empezar, el poder que han asumido las mujeres nunca fue tan deseable. El poder es la mitad del yugo, ¿recuerdas esto de las lecturas que os proponía? El amo y el esclavo comparten el yugo. La anarquía es la única libertad verdadera. Así que todo lo que hacen las mujeres parece volverse contra ellas. Si son los burros de carga de los hombres, trabajan hasta caer muertas. ¡Y si son nuestras reinas y diosas, se ven obligadas a trabajar aún más, porque tienen que hacer el trabajo del burro y además llevar el papeleo! Es imposible. Da gracias por ser un hombre, por ser libre como el cielo.
Era un modo curioso de ver las cosas, pensó Nirgal, pero no dejaba de pensar en la belleza de Jackie, del inmenso poder que ejercía sobre sus pensamientos. Bajó de su asiento y contempló las estrellas blancas en el cielo negro. «¡Libre como el cielo! ¡Libre como el cielo!».
Estaban en L
s
4, el 22 de marzo del año marciano 32, y los días en el sur empezaban a acortarse. Coyote conducía muchas horas cada noche, siguiendo senderos invisibles e intrincados, a través de un terreno que se hacía más y más accidentado a medida que se alejaban del casquete polar. Se detenían y descansaban durante el día. Nirgal luchaba por mantenerse despierto, pero el sueño lo vencía invariablemente y dormía la mayor parte de la noche y buena parte del día también, hasta que perdió por completo la noción de tiempo y espacio.
Pero cuando estaba despierto miraba por la ventanilla la superficie cambiante del planeta. No se cansaba de hacerlo. El terreno laminado estaba surcado por infinidad de dibujos: el viento había cincelado los montones estratificados de arena hasta dar a las dunas la forma del ala de un pájaro. Cuando el terreno estratificado finalmente dejó al descubierto el lecho de roca, las dunas laminadas se convirtieron en islas solitarias de arena desparramadas sobre una llanura poblada de afloramientos y rocas sueltas. La piedra roja estaba por todas partes, desde grava hasta bloques inmensos que descansaban en el suelo como edificios. Las islas de arena se asentaban en cualquier declive y depresión de aquel paisaje rocoso, y se amontonaban también al pie de los grandes grupos de bloques y al abrigo de los escarpes bajos y en el interior de los cráteres.
Había cráteres allá donde uno mirara. El primero apareció en forma de dos bultos que se alzaban sobre el horizonte, que muy pronto resultaron ser los puntos exteriores conectados de una cresta baja. Dejaron atrás docenas de esas colinas de cima chata, unas empinadas y escarpadas, otras casi enterradas, y también algunas con los bordes destrozados por impactos posteriores menos importantes, de modo que se podía ver perfectamente la arena que las llenaba.
Una noche, justo antes del alba, Coyote detuvo el coche.
—¿Ocurre algo?
—No. Hemos llegado al Mirador de Rayleigh y quiero que lo veas. Falta una hora para que salga el sol.
Contemplaron el amanecer desde sus asientos.
—¿Cuántos años tienes, chico?
—Siete.
—¿Y eso cuánto es en años terrestres? ¿Catorce?
—Creo que sí.
—Caramba. Y ya eres más alto que yo.
—Aja. —Nirgal reprimió la observación de que no hacía falta ser muy alto para sobrepasar a Coyote—. ¿Cuántos años tienes tú?
—Ciento nueve. ¡Ja, ja, ja! Será mejor que cierres los ojos o se te caerán. No me mires así. Yo era viejo el día que nací y seré joven el día que me muera.
Dormitaron mientras la línea del horizonte oriental adquiría un intenso azul cobalto. Coyote tarareaba una pequeña melodía, como si hubiese tomado una tableta de omegondorfo, como solía hacer en Zigoto al caer la noche. Poco a poco fue haciéndose evidente que el horizonte estaba muy lejos y muy alto; Nirgal nunca había visto una extensión de tierra tan vasta, un inmenso muro negro y curvo que dominaba en la lejanía una llanura de roca negra.
—¡Eh, Coyote! —exclamó—. ¿Qué es eso?
Coyote soltó una carcajada, al parecer muy satisfecho.
El cielo se iluminó y de pronto el sol quebró el borde superior de la pared lejana y deslumbró momentáneamente a Nirgal. A medida que el sol subía, las sombras del enorme acantilado semicircular cedieron ante unas cuñas de luz que iluminaron unas bahías recortadas y angulosas que festoneaban la curva más grande del muro, tan grande que Nirgal, con la nariz pegada al parabrisas, se quedó sin aliento. Casi daba miedo.
—Coyote, ¿qué es eso?
Coyote soltó otra de sus inquietantes carcajadas.
—Ya ves que después de todo no es un mundo tan pequeño, ¿eh, muchacho? Estamos en el suelo de la Cuenca Promethei. Es una cuenca de impacto, una de las mayores de Marte, casi tan grande como Argyre, pero el impacto se produjo cerca del Polo Sur, y la mitad del borde quedó sepultada bajo el casquete polar y el terreno estratificado. La otra mitad es el escarpe curvo que tenemos delante. —Hizo un ademán amplio—. Es una especie de supercaldera, pero como está reducida a la mitad, puedes entrar en ella con el rover. Esta pequeña elevación es el mejor lugar que conozco para contemplarla. —Puso un mapa de la región en pantalla y señaló.— Nos encontramos en las faldas de este pequeño cráter, el Vt, mirando al noroeste. El acantilado es Promethei Rupes, allí. Tiene casi un kilómetro de altura. Naturalmente, el acantilado de Echus tiene tres kilómetros de altura y el del Monte Olimpo seis, ¿has oído eso, señor Planeta Pequeño? Pero esta mañana tendrás que conformarte con este bebé.
El sol siguió subiendo e iluminó la curva del acantilado desde arriba. La pared estaba cortada por profundas barrancas y cráteres más pequeños.
—El Refugio de Prometheus está en el flanco de ese gran desfiladero, allí —dijo Coyote, y señaló el lado izquierdo del semicírculo—. El Cráter Wj.
Durante la larga espera diurna, Nirgal no dejó de contemplar el gigantesco acantilado. Parecía cambiar continuamente: las sombras se acortaban y desplazaban, revelando nuevos accidentes y ocultando otros. Se habrían necesitado años para mirarlo en detalle, y Nirgal no pudo evitar la sensación de que el muro era antinatural, increíblemente enorme. Coyote tenía razón: los horizontes cercanos lo habían engañado, nunca había pensado que el mundo pudiese ser tan grande.
Esa noche condujeron hasta el interior del Cráter Wj, una de las ensenadas más grandes de la gigantesca pared, y luego alcanzaron el acantilado curvo de Promethei Rupes, que se elevaba sobre ellos como la pared vertical del universo; el casquete polar no era nada comparado con esa masa de roca. Lo cual significaba que el Monte Olimpo mencionado por Coyote tenía que ser... Nirgal no sabía en qué términos imaginarlo.
Al pie del acantilado, en un punto donde la piedra sin estrías caía casi verticalmente hasta la arena lisa, había una puerta escondida en un hueco. Tras ella estaba el refugio llamado Prometheus, una serie de habitaciones apiladas, como las de una casa de bambú, con ventanas curvas de cristales polarizados que miraban al Cráter Wj y a la cuenca que había detrás. Los habitantes del refugio hablaban francés, y en esa lengua les habló Coyote. Eran viejos, aunque no tanto como Coyote o los otros issei, de estatura terrana, lo que los obligaba a mirar hacia arriba cuando hablaban con Nirgal, hospitalarios, en un inglés fluido aunque con acento.
—¡Así que tú eres Nirgal!
¡Enchanté!
¡Nos han hablado mucho de ti, nos alegra conocerte!
Un grupito se lo llevó a dar una vuelta mientras Coyote se ocupaba de otras cosas. El refugio no podía ser más diferente de Zigoto. A decir verdad, no era más que un montón de salas. Las más grandes estaban contra el muro. Tres de las habitaciones pegadas a las ventanas eran invernaderos, y la temperatura se mantenía muy alta en todo el refugio. Había plantas por todas partes y tapices en las paredes, y estatuas y fuentes. Era un hogar muy reducido y tórrido, pero fascinante para Nirgal. Pero sólo se quedaron un día. Coyote metió el rover en un gran ascensor en el que permanecieron una hora entera. Cuando salieron por la puerta opuesta, se encontraron en lo alto del altiplano accidentado que se extendía detrás de Promethei Rupes. Y Nirgal volvió a quedarse mudo de asombro. Desde el Mirador de Ray, el gran acantilado limitaba el panorama que tenían a la vista. Pero al mirar abajo desde lo alto del acantilado, las distancias eran tan vastas que Nirgal no podía asimilar lo que veía. El mundo se había convertido en una masa confusa de colores en movimiento: blanco, púrpura, marrón, tostado, rojizo. Nirgal sintió vértigo.
—Se acerca una tormenta —dijo Coyote, y de pronto Nirgal vio que los colores allá en lo alto eran una flota de nubes sólidas que surcaban un cielo violeta y habían dejado el sol muy atrás, en el oeste. La parte superior de esas nubes era blanca y profusamente lobulada, pero la inferior, lisa, de color gris oscuro, estaba mucho más cerca de sus cabezas que el suelo de la depresión, y parecía deslizarse sobre un suelo transparente. El mundo que se extendía debajo era una masa informe de manchas de color ocre y chocolate, las sombras de las nubes, que se movían velozmente. ¡Y esa medialuna blanca en medio era el casquete polar! ¡Podía ver el camino a casa en toda su longitud! Al reconocer el hielo Nirgal consiguió la perspectiva necesaria para que todo cobrara sentido, y las manchas de color se estabilizaron y formaron un paisaje circular desigual y accidentado, salpicado por las sombras huidizas de las nubes.
Ese vertiginoso acto de percepción sólo había durado unos segundos. Al volverse descubrió a Coyote observándolo con una sonrisa en los labios.
—¿Hasta dónde alcanzamos a ver, Coyote? ¿Cuántos kilómetros dirías tú?
Coyote rió.
—Pregúntale al Gran Hombre, chico. O calcúlalo tú mismo. Algo así como unos tres mil kilómetros. Un saltito para los grandes. Mil imperios para los pequeños.
—Quiero recorrerlo todo.
—Estoy convencido de que lo harás. ¡Eh, mira eso! Allí, sobre el casquete de hielo. ¿Lo ves? Esas llamitas que salen de las nubes son rayos.
Era la primera vez que Nirgal veía rayos: brillantes hebras de luz que aparecían y desaparecían en silencio cada pocos segundos y que conectaban los nubarrones oscuros con el suelo blanco. El mundo blanco enviaba chispas al mundo verde y lo sacudía.
—No hay nada como una gran tormenta —decía Coyote—. ¡No hay nada como estar ahí fuera con el viento! Nosotros hemos hecho esa tormenta, muchacho. Aunque creo que yo podría fabricar una aún mayor.
Pero una tormenta mayor quedaba más allá de la imaginación de Nirgal. Ante ellos se extendía un panorama vasto, cósmico, electrizado, de colores cambiantes y amplios espacios barridos por el viento. Nirgal se sintió aliviado cuando Coyote hizo girar el coche y se alejó del borde, y el paisaje brumoso desapareció y el borde del acantilado se convirtió en un nuevo horizonte a sus espaldas.
—¿Puedes explicarme qué es un rayo?
—Bien, el rayo... caramba. Tengo que confesar que es uno de esos fenómenos que no acabo de entender del todo. Me lo han explicado cientos de veces, pero siempre se me escapa. Electricidad, desde luego, algo sobre electrones o iones, positivos y negativos, cargas que se concentran en los cúmulos y que se descargan hacia el suelo, o en los dos sentidos a la vez, creo recordar. ¿Quién sabe? ¡Ka bum! Eso es el rayo, ¿no?
El mundo blanco y el mundo verde, frotándose uno contra otro y chisporroteando a causa de la fricción. Así de sencillo.
Había muchos refugios en el altiplano al norte de Promethei Rupes, algunos ocultos en escarpes y bordes de cráteres, como el proyecto de túneles exteriores de Zigoto diseñado por Nadia, y otros simplemente en el interior de los cráteres, bajo tiendas-cúpula transparentes, expuestos a los ojos de la policía espacial, si la había. La primera vez que Coyote se detuvo en el borde de uno de esos cráteres y miraron a través de la tienda transparente el pueblo bajo las estrellas, Nirgal se quedó estupefacto. También allí había edificios como el de la escuela, los baños y la cocina, y también árboles e invernaderos; todo le resultaba familiar y por eso mismo se preguntaba cómo era posible que consiguieran vivir así, al descubierto. Era desconcertante.
Y había mucha gente. Nirgal sabía que en los refugios del sur vivían muchas personas, unas cinco mil, decían, todos rebeldes derrotados en la guerra de 2061. Pero una cosa era saberlo y otra muy distinta encontrarse con tantos de golpe y comprobar que era cierto. Y estar en un refugio al descubierto lo ponía muy nervioso.
—¿Cómo es posible? —le preguntó a Coyote—. ¿Por qué no los arrestan y se los llevan?
—Me has pescado, chico. Puede suceder. Pero de momento no ha sucedido, y por eso piensan que no vale la pena ocultarse. Ya sabes que requiere un gran esfuerzo: hay que instalar todo el dispositivo de eliminación termal y reforzar los sistemas electrónicos, y mantenerse fuera de la vista todo el tiempo. Es un engorro. Y algunos sencillamente no están dispuestos a hacerlo. Se llaman a sí mismos el
demimonde
. Tienen planes de emergencia por si los investigan o los asaltan: túneles de escape, como los nuestros, e incluso armas escondidas. Pero se figuran que al estar en la superficie en realidad no hay razón para que los investiguen. Los habitantes de Christianopolis le comunicaron a la UN que tenían la intención de instalarse aquí en el sur para salirse de la red. Sin embargo, coincido con Hiroko en que algunos tenemos que andarnos con un poco más de cuidado. La UN anda detrás de los Cien Primeros, ¿sabes? Y de su familia también, por desgracia a vosotros, chicos. En fin, ahora la resistencia incluye el movimiento clandestino y el demimonde, y las ciudades al descubierto son de gran ayuda para los refugios ocultos, así que me alegro de que existan. En estos momentos, dependemos de ellas.