Authors: David Brin
La luz aumentaba sobre su cabeza. Keepiru sumergió el trineo tras una cresta aterronada, reguló el motor al mínimo y esperó.
Moki lanzó un juramento cuando el pequeño torpedo se negó a explotar.
Los dientes, los dientes son, son
Mejor, mejor que todas
Las cosas.
Balanceó la mandíbula a derecha e izquierda. Había desconectado los sensores del trineo, y estaba controlando la máquina por pura inercia.
¿Dónde estaría ese astuto cabrón? ¡Que salga de su agujero y acabemos de una vez!
Moki estaba cansado, malhumorado, y terriblemente aburrido. Nunca había imaginado que convertirse en Gran Toro pudiera ser tan tedioso. Moki buscaba la caliente y casi orgásmica rabia de antes. Intentó volver a despertar en él la sed de sangre, pero sólo podía pensar en matar peces, no delfines.
¡Si pudiera emular el salvajismo que había percibido en el grito de caza de K'tha-Jon!
Moki ya no aborrecía al terrible gigante. Había empezado a pensar en K'tha-Jon como en una criatura sobrenatural de naturaleza demoníaca. Mataría a ese tursiops cabrón y le llevaría su cabeza, en prueba de sus méritos como discípulo. Luego, también él se convertiría en un espíritu elemental, un terror al que nadie osaría enfrentarse.
Imprimió al trineo una trayectoria circular, manteniéndose sobre el fondo marino para sacar ventaja de las sombras sónicas. El tursiops había girado a la izquierdo a gran velocidad. Su giro debía ser más amplio que el efectuado por él mismo; aquello le indicaba que la caza seguía en la trayectoria correcta.
Moki estaba montando guardia cuando la cacería empezó, por eso su trineo estaba equipado con torpedos. Tenía la seguridad de que el sabelotodo no poseía ninguno. Silbó en ansiosa anticipación de un final para aquella aburrida caza.
¡Un sonido! Se giró tan bruscamente que se golpeó el hocico contra la cúpula-burbuja de plástico. Moki hizo saltar el trineo hacia adelante, al tiempo que preparaba otro torpedo. Éste acabaría con su enemigo.
Un brutal desnivel conducía a un amplio valle oceánico. Cargó lastre y descendió siguiendo el cañón. Desconectó los motores y se detuvo.
Pasaron varios minutos mientras el amortiguado sonido de los motores crecía en intensidad a su izquierda. El trineo que se acercaba también lo hacía pegado a la pared del acantilado, pero a mayor profundidad.
De pronto, lo vio justo debajo de él. Moki prefirió no abrir fuego de inmediato. ¡Era demasiado fácil! Quería que el pequeño cabrón oyera la muerte cayendo sobre él por la espalda, demasiado cercana para escapar. ¡Quería que se retorciera de pánico antes de que el torpedo despedazara su cuerpo!
El trineo de Moki emitió un gruñido y luego se lanzó a la persecución. ¡Su víctima nunca podría girar a tiempo! Moki empezó a cantar.
La manada de toros tiene, tiene
Un Gran Toro...
Moki interrumpió su cántico. ¿Por qué no huía aquel astuto cabroncete?
Hasta entonces, se había basado por completo en el sonido. Sólo ahora volvió la vista hacia su presunta víctima.
¡El trineo estaba vacío! Navegaba lentamente a lo largo del acantilado, sin el piloto.
Pero entonces, ¿dónde...?
Oídos de cazador
Pueden hacer un toro...
Pero ojos
Y cerebro
Hacen un astrodelfín...
¡La voz estaba sobre él! Moki profirió un aullido e intentó girar el trineo y lanzar un torpedo al mismo tiempo. Con desesperación, los motores gimieron para luego quedar en silencio. El enlace neural le llevó la muerte en el momento en que descubría, dos metros por encima de él, un delfín tursiops liso y gris cuyos blancos dientes brillaban a la luz de la superficie.
Y la estupidez
Sólo hace
Cadáveres.
Moki gritó mientras la linterna eléctrica del arnés del piloto explotaba en un brillante láser azul.
¿De dónde salían todos aquellos galácticos?
Oculto tras un bajo montículo vegetal, Tom Orley observaba en el horizonte a los diversos grupos alien. Contó al menos tres, convergiendo desde direcciones diferentes hacia la flotante nave oval.
Tras él, a casi un kilómetro y medio, el volcán seguía gruñendo. Al amanecer, había abandonado la destrozada patrullera thenania, dejando un pote de su preciada agua dulce junto a los labios del moribundo piloto, a su alcance, por si despertaba de nuevo.
En cuanto vio el grupo de los tandu, se puso en marcha, probando los «zapatos de hierba» recién tejidos sobre la desigual superficie pantanosa. La anchura del calzado, muy parecido a las raquetas para la nieve, le ayudaba a caminar cautelosamente sobre la resbaladiza alfombra de cepas.
Al principio, se movía con mucha más rapidez que ellos. Pero pronto los tandu desarrollaron una nueva técnica. Dejaron de patalear en el barro, y andaban ahora a mayor velocidad. Tom se mantuvo a cubierto, preocupado por lo que podía ocurrir si le descubrían.
Y en aquellos momentos había también otros grupos, uno acercándose desde el sudoeste y otro desde el oeste. No podía aún distinguirlos con claridad; eran sólo puntos que se desplazaban poco a poco y con dificultad sobre el recortado horizonte. ¿Pero de dónde demonios venían?
Los tandu eran los más cercanos. Había al menos ocho o nueve de ellos aproximándose en columna. Cada criatura extendía su seis piernas giratorias para repartir el peso del cuerpo. En los brazos llevaban unos largos instrumentos brillantes que sólo podían ser armas. Ahora avanzaban a toda velocidad.
Tom se preguntó cuál sería su nueva técnica. Se dio cuenta de que el tandu que iba en cabeza no llevaba ningún arma. En cambio, sujetaba una peluda y deforme criatura, inclinándose de vez en cuando sobre su carga, como si tratara de infundirle ánimos.
Tom se arriesgó a sacar la cabeza por encima del montículo.
—¡Estoy perdido!
Aquella criatura cubierta de pelo estaba creando tierra —o al menos algo sólido—, un estrecho camino que se materializaba ante el grupo. Justo enfrente y a ambos lados del sendero se reflejaba un débil resplandor, donde la realidad parecía luchar contra aquella nociva intrusión.
¡Un Episíarca! Por un momento, Tom olvidó su difícil situación, alegrándose por poder ver tan extraña imagen.
Mientras estaba mirando, el sendero se interrumpió en un punto. Las líneas luminosas que lo rodeaban se rompieron con un ruido sordo. El guerrero tandu que estaba allí cayó dando tumbos entre las hierbas. Al debatirse sólo consiguió agrandar el agujero en la alfombra vegetal, hasta hundirse por fin en el mar como una piedra.
Ninguno de los otros tandu se dio por enterado. Los dos que le seguían saltaron, por encima de la grieta, a la «superficie» provisionalmente sólida que había más allá. El grupo, con un miembro menos, prosiguió su avance.
Tom sacudió la cabeza. ¡Tenía que llegar a la nave antes que ellos! No podía permitir que los tandu le aventajaran.
Y sin embargo, si hacía algo, aunque sólo fuera reemprender la marcha, con toda seguridad le localizarían. No dudaba de la eficacia de sus armas. Ningún guerrero humano que subestimara a los tandu podría vivir mucho tiempo.
Con desgana, se arrodilló y desató las cintas de sus zapatos de hierba. Los abandonó y se arrastró con sigilo hacia el borde de una charca abierta entre las cepas.
Empezó a contar despacio, esperando hasta que pudo oír a la columna de galácticos aproximarse. Ensayó mentalmente sus movimientos inmediatos.
Tras varias inspiraciones profundas, se puso la mascarilla de inmersión, asegurándose de que le quedara ajustada y de que las aletas colectoras no estuvieran obturadas. Luego desenfundó la pistola de agujas y la sujetó con ambas manos.
Afianzó los pies sobre dos sólidas raíces y comprobó su equilibrio. La charca estaba exactamente delante de él.
Cerró los ojos.
Escucha...
El batir de la cola
De un tiburón atigrado...
Su sentido de empatía captó las poderosas emisiones psi del demente ET que dirigía y que ahora se encontraba sólo a ochenta metros de distancia.
—Gillian... —suspiró.
Y entonces, con un súbito y ágil movimiento, se puso en pie y extendió los brazos con el arma entre las manos. Abrió los ojos y disparó.
A pesar de las objeciones de Toshio, habían utilizado la última energía de la lancha para subirla a la cima de la isla. Él les había propuesto ensanchar con explosivos la entrada de la cámara situada bajo la colina metálica, pero Takkata-Jim no había tenido en cuenta aquella sugerencia.
Eso significó dos horas de agotador trabajo, amontonando el follaje tronchado sobre la pequeña nave para camuflarla. Toshio no creía que sirviera de algo si los galácticos acababan su batalla y dirigían por completo su atención hacia la superficie del planeta.
Se suponía que Metz y Dart iban a ayudarles. Toshio les encargó el trabajo de cortar ramas, pero pronto se dio cuenta de que debía estar explicándoles todas y cada una de las cosas que tenían que hacer. Dart se mostraba enojado y resentido por recibir órdenes de un guardiamarina que pocos días antes estaba bajo su autoridad. Estaba claro que deseaba recuperar los suministros que, debido al nerviosismo, había dejado junto a la charca del árbol taladrador antes de verse enrolado en el grupo de trabajo. Metz parecía tener mejor voluntad, pero estaba tan ansioso por acabar y poder hablar con Dennie que su distracción y torpeza lo hacían ineficaz.
Toshio acabó diciéndoles que se fueran y terminó él solo el trabajo.
Por fin, el bote quedó cubierto y se dejó caer al suelo, apoyándose contra el tronco de un árbol oleoso.
¡Maldito Takkata-Jim! Se suponía que la misión de Toshio y Dennie consistía en garantizar la seguridad del campamento, informar a Metz de sus descubrimientos sobre los kiqui y luego subir al trineo y marcharse de allí. El proyecto de Gillian era que partieran a las pocas horas, y sin embargo aún no estaba casi nada terminado.
Además, el Streaker les avisó sólo una hora antes de que era muy probable que llegara también un polizón. Gillian decidió no arrestar a Charlie por desobedecer las órdenes, aunque al parecer había robado material de al menos una docena de los laboratorios de la nave. A Toshio le alegraba poder ahorrarse aquella tarea adicional. En cualquier caso, no había por allí muchas cosas que se pudieran utilizar como prisión.
A la izquierda de Toshio, el follaje crujió. Una serie de gemidos mecánicos acompañaron al sonido de la vegetación aplastada. Entonces, cuatro «arañas» empujaron los matorrales para abrirse paso hacia el pequeño claro. Un delfín stenos situado en la almohadilla de flotación de cada uno de los aparatos mecánicos gobernaba los controles de las cuatro patas mediante el enlace neural. Toshio se levantó cuando se aproximaron.
Takkata-Jim pasó junto a él en silencio, mirándole fríamente. Las otras tres arañas le siguieron a través del claro y volvieron a perderse en la foresta. Los stenos hablaban entre sí en un argot ternario.
Toshio les siguió con la vista. Se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
—De Takkata-Jim no sabría qué decir, pero esos fines que le acompañan están más locos que los estibadores de Atlast —se dijo a sí mismo, sacudiendo la cabeza.
Había conocido algunos stenos en Calaña. Le parecieron extraños, con aspectos positivos y negativos, como Sah'ot. Pero ninguno de ellos tenía la mirada extraviada de los seguidores del antiguo lugarteniente.
El sonido del cortejo mecánico se perdió a lo lejos.
Toshio se preguntaba por qué Gillian había dejado partir a Takkata-Jim. ¿Por qué no los había abandonado en una cala, a él y a sus cohortes, y acabado de una vez con todo aquello?
Desde luego, era una buena idea dejar un equipo con la lancha para que intentara escabullirse hacia la Tierra si el Streaker resultaba abatido mientras procuraba escapar.
Sin duda, Gillian prefería no separarse de los miembros de la tripulación que eran de su confianza. Pero...
Se dirigió al poblado de los kiqui, sin dejar de pensar mientras caminaba.
Por supuesto, la lancha estaba desconectada. En teoría, Takkata-Jim no podría contactar con los galácticos aunque se lo propusiera. Y Toshio no podía imaginar una razón que le impulsara a hacerlo.
Pero, ¿y si tenía una razón? ¿Y si encontraba la forma?
Toshio iba tan absorto con sus pensamientos que casi tropezó con un árbol. Levantó la mirada y corrigió su dirección.
Debo saber a qué atenerme, decidió. Debo averiguar esta misma noche si puede causarnos problemas.
Esta noche.
En el centro de la aldea se abría un espacio despejado, y los adultos de la tribu se encontraban allí, acuclillados en círculo. Ignacio Metz y Dennie Sudman estaban sentados a un lado. La Madre del Nido se hallaba frente o ellos, al otro lado del círculo, con sus vesículas aéreas de brillantes rayas verdes y rojas hinchadas al máximo. Los ancianos la rodeaban formando una masa ondulante y jadeante que, bajo los rayos de sol que se filtraban a través de la foresta, parecía un conjunto de globos multicolores.
Toshio se detuvo en el borde del claro, en el que había la suficiente luz solar para mostrarle que se estaba celebrando un cónclave de razas.
La Madre del Nido de los kiqui parloteaba agitando sus garras arriba y abajo de una forma extravagante, lo cual quería significar, según les dijera Dennie, un alegre énfasis. Si la vieja hembra estuviera irritada habría efectuado esos mismos gestos en diagonal. Era una sencilla estructura expresiva de gran claridad. El resto de la tribu repetía sus sonidos, anticipándose a veces en las subidas y bajadas de aquel cántico de consenso.
Ignacio Metz asentía con entusiasmo, ahuecando una mano sobre el auricular mientras escuchaba la traducción del ordenador. Cuando terminó el canto, Metz pronunció unas palabras en un micrófono. Una larga serie de repetitivos chillidos agudos salió del altavoz de la máquina.
La expresión de Dennie era de alivio. Estuvo temiendo aquel primer encuentro entre el especialista en elevación y los kiqui. Pero, por lo visto, Metz no había estropeado las pacientes negociaciones que Dennie había mantenido con los presensitivos. La reunión parecía haber llegado a una conclusión satisfactoria.
La muchacha se dio cuenta de la presencia de Toshio y le dirigió una alegre sonrisa.
Sin ceremonias, se levantó y abandonó el círculo. Se precipitó hacia las lindes del bosque, donde él la esperaba.