La abuela lanza un chillido que me hiela la sangre, aunque sé que en realidad no es verdad, que los seres humanos tienen la sangre caliente, lo que significa que su sangre mantiene la misma temperatura ocurra lo que ocurra, incluso en un invierno horrendamente frío como éste, la sangre de los soldados alemanes es caliente, al menos hasta que alguien les pega un tiro y empieza a derramárseles del pecho, entonces probablemente forma carámbanos rojos en la nieve, así que cuando la abuela chilla la sangre no se me hiela pero hace algo muy peculiar, la noto en el cuello y las muñecas, y mamá grita:
—¡Kristina! ¡Ven ahora mismo!
Y bajo corriendo tan rápido que no llego a notar los peldaños bajo mis pies.
Estaban haciendo la colada y la tina se ha volcado, salpicando de agua hirviendo y lejía las manos de la abuela. Ya no chilla sino que gimotea como un cachorro, meciéndose adelante y atrás en una silla de respaldo recto mientras intenta acunarse las manos escaldadas con las manos escaldadas. Mamá está junto a ella con aspecto abrumado, ha sacado ungüentos y vendas pero no se atreve a usarlos.
—Vete a buscar al médico, Kristina —dice sin mirarme—. ¡Corre, bonita! ¡Corre todo lo que puedas!
Cuando te haces quemaduras así la piel se te hincha formando ampollas que se llenan de pus, y si las revientas el pus brota y duele terriblemente pero transcurrido un tiempo sale una nueva capa de piel para sustituir el viejo tejido dañado y lo increíble es que, según me dijo el abuelo, las líneas y los lunares vuelven a aparecer en los mismos lugares, de manera que los criminales no pueden librarse nunca de sus huellas dactilares, ni siquiera quemándose la yema de los dedos a posta.
El médico sigue vendando las manos de la abuela cuando empieza a oírse otro chillido, esta vez arriba.
Greta. Ay, no.
He dejado a
Annabella
donde estaba jugando con ella, encima de mi cama, y Greta la ha encontrado allí. Ni siquiera se molesta en mirarme cuando irrumpe en la cocina, va directa a mamá y se chiva de mí. Y mamá, que ahora está rallando patatas para la comida pensando todavía en las manos quemadas de la abuela, dice:
—Pero Greta, puedes compartir la muñeca con Kristina, ¿no?
Y Greta contesta:
—No, no puedo, no quiero que ponga sus deditos mugrientos sobre esa muñeca. ¡Es mi propiedad privada!
Así que mamá dice:
—Si eso es lo que quieres… Kristina, cariño, tú ya tienes tus propios juguetes y no debes tocar las cosas de Greta sin preguntarle antes.
Estoy desesperada. He traicionado a
Annabella
al dejarla en mi cama; debe de haber intentado con todas sus fuerzas trepar por encima de mi cabecera y deslizarse hasta la de Greta, pero sencillamente no lo ha conseguido. Y ahora el secreto ha salido a la luz. Ahora Greta sabe que quiero a su muñeca y eso le da poder sobre mí y estoy desesperada.
Tras las oraciones a la hora de acostarnos, me quedo tumbada boca abajo y rompo a llorar sobre la almohada, muy suavemente para que Greta no me oiga. De pronto Greta se pone de rodillas, se asoma por encima de la cabecera y me sisea algo. Dejo de sollozar y aguzo el oído, lo que no es más que una manera de hablar, ya que sólo los perros y los zorros pueden aguzar los oídos de verdad; vuelve a sisear. Es un siseo de hermana, un siseo sobre hermanas, el sonido que profiere es como el de la plancha cuando mamá la apoya sobre una prenda húmeda. Y las sofocantes palabras que calan lentamente en mi cerebro y dejan una huella candente son:
—De todas maneras, no eres hermana mía.
Contengo la respiración y no digo nada.
—¿Me has oído, Kristina? No eres hermana mía.
¿Qué quiere decir? ¿Que me repudia? ¿Que ya no quiere pensar en mí como en una hermana, que no quiere formar parte de la misma familia que yo?
El siseo continúa y cada palabra me provoca una quemadura más profunda que la anterior.
—Mamá y papá no son tus padres. La abuela y el abuelo no son tus abuelos. Ninguno somos pariente tuyo. Tú no saliste de la barriga de mamá tal como salimos Lothar y yo. Tienes otra madre en alguna parte pero no te quería. Eres adoptada. Recuerdo cuando te trajeron a casa. Yo tenía cuatro años y tú uno y medio. Es un secreto, no debía contártelo nunca, pero has sido tan odiosa conmigo que no me queda otra opción. No soy hermana tuya. No tengo nada que ver contigo. Ojalá te volvieras por donde viniste y no te viese nunca más.
Vuelve a tenderse en la cama de golpe, haciendo chirriar los muelles del colchón, y entonces se posa un silencio grande y nuevo sobre el cuarto. Ahora estoy tendida boca arriba, contemplando los altos rectángulos oscuros de las cortinas, mis pensamientos yendo de aquí para allá en todas direcciones para huir de lo que acaba de decirme Greta. Me remango el pijama y acaricio suavemente la marca de nacimiento en la oscuridad, una y otra vez, hasta que me duermo.
Por la mañana Greta me despierta con un beso en la frente.
—El desayuno está preparado, Kristina —me dice alegremente, y cuando bajo a gatas de la cama añade—: Olvida lo que te dije anoche. Me lo inventé todo porque estaba enfadada contigo por jugar con mi muñeca. Si te hice daño, lo lamento. Vamos a ser amigas otra vez, ¿vale? Escucha… —salta a la vista que el esfuerzo por mostrarse simpática casi la está matando— lo que pasa es que no quiero que juegues con… —y pronuncia ese nombre ridículo que le ha puesto a la muñeca— porque eres muy pequeña y puedes ensuciarle el cuello del vestido o romperle los ojos. Pero si me prometes no contarle a mamá lo que dije anoche, te enseñaré todo lo que aprenda en el cole. ¿Vale? ¿Estamos de acuerdo?
Mi cabeza es una pesada piedra, la dejo moverse arriba y abajo una vez y paro: su equilibrio es tan precario que me da miedo que se me desprenda de los hombros y caiga al suelo.
Paso el día sumida en el aturdimiento. Mamá me pide que la ayude a plegar las sábanas, una tarea que suele gustarme. Cada una coge dos esquinas, mis brazos extendidos hasta donde alcanzo, nos alejamos la una de la otra hasta que la sábana queda tensa, la agitamos una vez, luego juntamos las esquinas, cogemos la media sábana por el pliegue… Pero me siento como uno de los autómatas en la torre del reloj, como si estuviera hecha de madera y conectada a un mecanismo de cadenas y muelles chirriantes, mantengo la misma expresión en la cara y me limito a realizar los movimientos por inercia, no puedo hablar.
—Vaya, sí que está callada mi pequeña Kristina —comenta mamá cuando hemos terminado con las sábanas—. ¿Todavía estás triste por lo de la muñeca, cariño?
Asiento y ella se acomoda en una silla, me sube a su regazo y me acerca a su cuerpo, noto la piel tersa de sus brazos y la redondez de sus senos bajo el vestido, y mientras me abraza me meto un pulgar en la boca y me acaricio la marca de nacimiento con el otro, ahora debería sentirme feliz si no fuera porque Greta dice que esta persona no es mi madre y si no es mi madre quién es y qué hago aquí.
Salgo de casa y me subo a un montículo de nieve, rígida como un soldado, y me dejo caer hacia delante como si hubiera recibido un disparo en la espalda, luego me quedo allí tumbada sin moverme hasta que la nieve empieza a quemarme, lo muy frío se convierte en muy caliente, y cuando por error metes el pie en la bañera sólo con agua caliente es al contrario: la impresión resulta gélida en un primer momento. Me doy la vuelta y me siento en el montículo, cojo un puñado de nieve con las manos desnudas y me lo froto en los ojos hasta que me escuecen.
Greta cumple su promesa. En cuanto terminan los doce días de Navidad y empieza la escuela otra vez, comparte los deberes conmigo, me guía la mano para ayudarme a hacer las letras cursivas, me instruye en las heroicas gestas de nuestro pasado teutón, me enseña fracciones y porcentajes. Engullo sus conocimientos, los digiero, le devuelvo las respuestas cual disparos. Los conocimientos ocupan lugar en mi cerebro pero ni siquiera así consigo olvidar lo que dijo aquella noche. Y lo prometí. Aunque sólo asentí levísimamente, hice una promesa tan solemne como un tratado —no el tratado con Rusia, sino el tratado con Italia y Japón—, un asentimiento significa sí y sí es una palabra y mi palabra es mi promesa y no me está permitido decirle nada a mamá.
¿El abuelo? ¿La abuela? Los miro, vacilo, rechazo la idea. Los dos están todavía apesadumbrados por la pérdida de su nieto y no quiero provocarles más dolor.
Sin embargo, al mirarlos empiezo poco a poco a mirarlos de verdad. Y a mamá. Y a Greta. Escudriño sus rasgos uno por uno. Después de cenar me encierro en el cuarto de baño y me enfrento al espejo. Kristina… ¿cómo puedo saberlo? Tengo el pelo rubio, el de mamá es castaño claro y también el de Greta, pero eso no demuestra nada. Lothar lo tenía rubio. El de papá es rubio oscuro, sus ojos son verdes y los míos azules, como los de la abuela. Olvídate de los ojos y el pelo. ¿Por qué soy la única de la familia que tiene la nariz respingona? ¿Por qué tiene Greta la frente más alta que la mía?
Continúo así durante horas.
Empiezo a tener pesadillas por la noche. En uno de mis sueños estoy sentada en el orinal y una mujer con zapatos y falda blancos pasa por mi lado y me golpea tan fuerte que me caigo, el orinal se derrama, me caigo encima del pis, un niño me señala y ríe a carcajadas al verme sentada en medio del charco amarillo, otros niños deambulan por ahí sin ropa, venga a gemir y berrear, con mocos colgando, y arrastran sus sábanas por encima del pis en el suelo.
En otro sueño me subo a una silla y miro fuera y veo a un niño lloriqueante y trémulo con la piel morada, al que han dejado desnudo en la nieve para que se muera.
¿A quién preguntarle? A mamá no. Ni a la abuela o el abuelo. Al cabo, lo sé: Helga la criada. Helga la corpulenta, con el delantal blanco almidonado y el cabello color caoba, que lleva media vida con la familia (como le gusta decir). Mamá no ha podido pagarle el sueldo estos dos últimos años pero igualmente se ha quedado con nosotros, haciendo las tareas de los hombres ahora que los hombres no están: corta leña, saca la nieve a paladas y lleva cargas pesadas, mientras mamá y la abuela hacen lo que ella solía hacer: cocinar y limpiar. Es una solterona. Una vez ella y mamá estaban tomando el té en la cocina y le oí decir que pronto cumpliría los treinta y nadie se casaría nunca con ella porque todos los jóvenes habían muerto. La mitad de treinta es quince, así que tenía quince años cuando vino a vivir con la familia, de manera que debe de recordar el nacimiento de Greta y también el mío.
Una pregunta sencilla e inocente: «¿Recuerdas el día en que nací?»
Me lleva tres días armarme de valor. El abuelo dice que cuando tienes miedo el corazón te late más rápido porque quiere ayudarte, piensa que igual tu cuerpo necesita un estallido bien grande de energía si tiene que presentar batalla o huir, así que te prepara para la emergencia bombeando cantidad de sangre por las venas, pero el resultado de todo ello es que ¡el latir del corazón te hacer sentir miedo! Cada vez que me encuentro con Helga a solas y empiezo a armarme de valor y me digo: «¡Ahora! ¡Pregúntaselo!», el corazón se me dispara por voluntad propia y las manos y los pies se me enfrían y me quedo paralizada de miedo, así que tarareo una cancioncilla y me comporto como si cruzara la habitación por casualidad.
Entonces llega el día en que ya no puedo seguir posponiéndolo, tengo que hacerlo. Helga está haciendo punto en la mecedora junto a la estufa de leña, Greta está arriba, mamá y la abuela están en la cocina y el abuelo escucha la radio en su cuarto. En el pasillo, me persigno como si estuviera a punto de entrar en la iglesia, y luego, al tiempo que me cruzo de brazos e hinco el pulgar contra la marca de nacimiento, me siento en el escabel a los pies de Helga.
«¡Hazlo! —me ordeno—. ¡Y ten buen cuidado de observar su reacción!»
—¿Helga? —le digo, como quien no quiere la cosa.
—¿Mm?
—¿Recuerdas el día que nací? —Mis ojos se llegan hasta ella de un salto.
No empieza a sonrojarse ni tartamudea, mantiene la mirada en la labor de punto, pero por un segundo las agujas dejan de moverse y ahí está mi respuesta.
La inmovilidad es la verdad.
Luego retoma la labor, una por arriba, otra por abajo, una por arriba, otra por abajo. Helga está tejiendo un par de calcetines de lana y yo soy una forastera en esta casa.
—Claro que sí —dice, y salta a la vista que está angustiada, así que aprovecho la ventaja.
—¿Seguro que no soy adoptada?
—¿Adoptada? —repite para ganar tiempo—. ¿Como una inclusera, quieres decir? ¡Ja, ja, ja! ¡Me parece que tu abuelo te ha contado más historias de lo que te conviene, pequeña! —Empieza a mecerse en la mecedora y añade—: Y ahora ve a ayudar a tu madre con la cena, vamos.
Me voy, pero no a la cocina sino al cuarto de baño, ya tengo mi respuesta, ya tengo mi respuesta, devuelvo todo el contenido del estómago y cuando no queda nada que devolver tiro de la cadena y me siento en el retrete y dejo que el resto salga por el otro extremo y mientras permanezco allí sentada, sudando y dejando que los desechos líquidos manen de mi cuerpo, veo criaturas tumbadas boca arriba, venga a llorar mientras los pañales les rebosan de mierda, bebés un poco más grandes que gatean por el suelo con las manos y las caras manchadas de mierda, niños que apenas saben andar sacando por la puerta orinales llenos que se les derraman por el camino, mujeres de falda blanca que van de aquí para allá dando fuertes pisotones y gritan, reparten sopapos a diestro y siniestro, veo zapatos blancos que caminan a zancadas, veo elegantes pies descalzos con las uñas pintadas, saltos de cama de color rosa y largas trenzas rubias y cabelleras que caen en cascada, veo senos tan grandes y hermosos como los de las ninfas en las hornacinas del Zwinger —sólo que se mueven, oscilan, lactan— y docenas de bebés chiquitines como las cabezas de ángel encima de las columnas que pegan los labios a los pezones de esos senos y maman con ferocidad, veo uniformes blancos ensanchados casi hasta reventar por los vientres que crecen debajo, oigo voces de mujer que gritan, bebés que lloriquean y gimen, de vez en cuando el bramido de un hombre. Luego me bajo del retrete, tiro de la cadena y vuelvo a arrodillarme en el suelo presa de las arcadas sobre el oscuro hedor. La frente se me perla de sudor.
Cuando por fin salgo, mamá viene por el pasillo con una pila de platos camino del comedor. Aunque hay poca luz ve lo pálida que estoy y al instante se arrodilla para dejar los platos en el suelo.