A la vez que se lleva un dedo a los labios, me dice en su alemán lento y extraño:
—Johann no: Janek. Alemán no: polaco. Adoptado no: raptado. Mis padres están siempre vivos, viven en Szczecin. Soy
raptado.
Y tú, mi pequeña falsa Kristina, también.
A partir de esa noche tengo una nueva vida, una vida de sombras y secretos y conspiraciones con Janek-Johann. El dedo sobre sus labios era para siempre: nadie debe enterarse de lo que compartimos.
Prácticamente todos los días encontramos unos minutos para continuar nuestra exploración de quiénes somos en realidad. Nuestras conversaciones son susurradas. El susurrar hace que todo lo que decimos sea importante. Él dice que mi auténtico nombre se deletrea con
y
en vez de
i,
Krystyna o tal vez Krystka, y cuando lo pronuncia las erres resuenan y me producen un cosquilleo en el estómago. Me advierte que no debo decir nunca más «Heil, Hitler», sólo mover los labios para que la gente crea que lo digo. Dice que los alemanes son nuestros enemigos, esta familia es enemiga nuestra aunque sean amables con nosotros, y que cuando termine la guerra volveré con mi auténtica familia y si he olvidado mi lengua materna no podré hablar con ellos y eso sería terrible, así que me enseña algunas palabras en polaco. Madre se dice matka, padre es ojciec, hermano es brat, hermana es siostra, te quiero se dice kocham was, sueño es sen y cantando es spiew.
—¿No recuerdas nada? —me pregunta luego.
—No.
—¿Ni siquiera matka, como llamabas a tu madre?
—No, pero… empiezo a recordarlo.
—Debieron de raptarte cuando eras un bebé, antes de que aprendieras a hablar. Debieron de arrancarte de los brazos de tu madre. Vi cómo ocurría, Krystka, más de una vez…
Recuerdo todas y cada una de las palabras que me enseña y a cambio le corrijo con delicadeza pero también con firmeza el alemán; va progresando pero sigue negándose a abrir la boca a la hora de comer o en la escuela.
Estamos sentados en el suelo del armario ropero grande al cabo del pasillo, en realidad es una habitación por derecho propio, incluso con luz.
—Todo lo que hay en nuestros documentos es falso —me explica—. Los nombres, las edades, el lugar de nacimiento.
—¿Las edades?
—La mía, por lo menos. Me han rejuvenecido dos años.
—¿Quieres decir que tienes doce?
—Sí.
—¡Así que eres el doble de mayor que yo!
—Y estoy el doble de furioso. Pero tú también deberías estarlo. Piénsalo, tus auténticos padres probablemente llevan años buscándote, llorando y preguntándose dónde estás. Deben de estar desesperados.
—¿Tú crees?
—Claro.
—¿Quién te raptó?
—Las Hermanas Pardas.
—¿Qué es eso?
Y me describe la bandada de cuervas malvadas que se materializaron un día en las calles de Szczecin. Vestidas de traje marrón recto con rígido cuello blanco y puños blancos también
—Annabellas
de pesadilla—, se quedaron a las puertas de su escuela para ver salir en tropel a los niños a mediodía. Los observaron. Se acercaron a los elegidos con golosinas en las manos y sonrisas en los labios.
—¿Cómo te escogieron?
Johann se da la vuelta y le veo apretar las mandíbulas.
—Nos escogieron, Krystka. Nos escogieron porque parecíamos alemanes. Porque éramos rubios, de ojos azules y piel perfectamente blanca.
—Eso no puede ser cierto.
—¿Qué quieres decir?
—Yo no tengo la piel…
Me acerco a él y me subo la manga para dejar al descubierto la marca de nacimiento. El corazón se me dispara.
—Es un lunar que me hace diferente de todos los demás —le explico—, y es lo que me hace cantar. Cuando me lo toco penetro en mi alma y recojo toda la belleza que hay y salgo volando a través de mi propia boca como un pájaro. Puedes tocarlo si quieres.
Johann me cubre la marca de nacimiento suavemente con dos dedos y frunce el ceño. Retrocedo. ¿Le parece feo?
—¿Qué pasa?
—No, nada… Estoy sorprendido, nada más. Vi cómo despachaban a niños por mucho menos que eso.
—¿Despachaban…?
—Cuéntame más sobre ti, Krystynka. ¿Qué más te encanta hacer aparte de cantar?
—Comer, sobre todo grasa. Cuando crezca quiero ser la Gorda del circo.
Se le escapa una carcajada.
—Te queda mucho camino por delante, pequeña —me advierte, mirándome las piernas de palillo.
La puerta del armario se abre de repente y vemos a Greta con gesto herido y triunfante al mismo tiempo. Nos ha oído hablar. Johann no le ha dicho nunca, nunca una palabra. Él está más cerca de su edad que de la mía, y ¿cómo puede estar interesado en un bichejo feo como yo cuando hay una joven encantadora como ella sentada a su lado en la mesa? Es incomprensible. Arde en celos. Me agarra por el brazo, me lleva a rastras hasta nuestro cuarto y cierra la puerta.
—¿Qué estabais haciendo los dos ahí? —me pregunta con un siseo—. ¡Voy a chivarme!
—Greta —le digo, fortalecida por mi nueva lengua, mi nuevo hermano, mi nueva nacionalidad—, no hay nada de lo que chivarse.
—¡Estabais susurrando, os he oído!
—No es ningún crimen susurrar.
—¡Pero eso significa que Johann sabe hablar! ¿Por qué no habla con nosotros?
—Pregúntaselo a él.
—No me contestaría.
—Eso es problema tuyo.
—¿Sabes qué, Kristina?
—¿Qué? —le digo, y me vuelvo hacia ella.
Me escupe a la cara.
—¡Eso! —dice.
Nada podría hacerme renunciar a mis conversaciones secretas con Johann, ahora salpicadas de palabras en polaco. De acuerdo se dice dobrze, sí es tak y no es nie, soy tu hija es Jestem wasza córka. Quiero saberlo todo.
—Las Hermanas Pardas nos llevaron a los niños elegidos en tren hasta un lugar llamado Kalisz, donde nos dejaron en manos de hombres de bata blanca, tal vez doctores, tal vez no. Separaron a los niños de las niñas…
—¿Y después?
—Después nos midieron.
—¿Para ver lo altos que erais?
—No. Sí. Todo. Nos hicieron quitar la ropa y midieron hasta la última parte de nuestro cuerpo. La cabeza, las orejas, la nariz. Las piernas, los brazos, los hombros. Los dedos. Los dedos de los pies. La frente. El pene, los testículos. El ángulo entre la nariz y la frente. El ángulo entre la barbilla y las mandíbulas. La distancia entre las cejas. A aquellos cuyas cejas estaban muy juntas los despachaban. Igual que a aquellos que tenían marcas de nacimiento… nariz grande… testículos pequeños… y a los que tenían los pies vueltos hacia dentro o hacia fuera… Luego midieron nuestra salud, la resistencia, la coordinación, la inteligencia. Una prueba tras otra tras otra. Los que obtenían bajas calificaciones eran despachados…
—¿Despachados…?
—Shhh, Krystka, déjame que te lo cuente… Nos pusieron nombres nuevos y nos dijeron que éramos alemanes de mucho tiempo atrás, teníamos sangre alemana en las venas, nuestra identidad polaca era un error pero aún podíamos corregirlo. Nuestros padres eran traidores y los habían fusilado. Nuestras madres eran putas que no merecían criarnos. Se nos educaría como alemanes a partir de ese momento. Si hablábamos unos con otros en polaco se nos castigaría. Hablamos entre nosotros en polaco. Se nos castigó.
—Oh, pobre…
—No, nunca digas «pobre». Si dices «pobre» dejaré de hablar.
—Lo siento —me apresuro a decir, y en polaco—: Jest mi przykro.
—Nos pegaban en la cabeza en plena noche. —Cierra los ojos y golpea el aire violentamente con la mano—:
Bum..
.
bum… bum… bum…
Contábamos los golpes y cambiábamos impresiones por la mañana. A menudo más de un centenar de golpes,
bum… bum… bum… bum…
Al principio duele pero después de un rato deja de doler, utilizas el ritmo para convertirlo en alguna otra cosa, piensas que es un hacha cortando un árbol en el bosque, o un martillo que clava un clavo,
bum… bum… bum… bum…
Acusas el golpe pero no el dolor, hasta el mareo se vuelve monótono. Pero ni siquiera así estaba dispuesto a dejar de hablar polaco. Así que una Hermana Parda me llevó a la capilla y me hizo arrodillar en las losas. Era invierno, Krystka, y me hizo estar arrodillado durante horas con los brazos extendidos así, me tenía vigilado y cada vez que bajaba los brazos me daba con una vara. Me daba varazos en la espalda, en el cuello, en la cabeza, jadeando como loca, con un gruñido de satisfacción cada vez que me alcanzaba. Al final ya no pude aguantar más, me volví y le arrebaté la vara, y en un segundo la expresión de su rostro pasó del placer malvado al miedo animal: ahora yo estaba al mando, tenía la vara. Empecé a golpearla, gritándole en polaco, insultándola, zahiriéndola mientras se acurrucaba en el suelo hecha un guiñapo tembloroso de miedo; la hubiera matado, Krystka, te lo juro.
Se interrumpe. No digo nada. Tengo los ojos abiertos de par en par.
—Me castigaron encerrándome en el escobero durante dos días, a oscuras, sin agua ni comida. Me negué a pedir ayuda, quería demostrarles que mi voluntad era tan fuerte como la suya, así que me sumí en mí mismo y esperé. Luego el doctor en jefe me llamó a su despacho y me dijo: «Joven, es usted excelente material alemán, pero no tendrá más oportunidades, la próxima vez que infrinja una norma, se lo despachará».
Hace una pausa.
—Así que a partir de entonces dejé de hablar polaco. Me arrancaron mi lenguaje de raíz.
—Y a mí también.
—Y a ti también.
En mi sueño, una campesina corpulenta con un pañuelo anudado a la cabeza se inclina sobre un jardín. Se parece a la abuela y tira de algo con fuerza, gruñe y el esfuerzo le enciende la cara, lo arranca por fin y lo echa a un cesto. ¿Qué está arrancando? «Trabajo duro», dice, al tiempo que se yergue jadeante y se enjuga la frente con el dorso de la mano. Al acercarme, veo que tiene la cesta llena de lenguas humanas, todavía moviéndose, con las raíces agitándose indefensas cual diminutas langostas. «¡Ay —digo—, si las arranca de raíz ya no podrán hablar más!» «¡De eso se trata!», responde la mujer y, agachándose otra vez, reanuda la tarea.
—Nos atraparon la Navidad de mil novecientos cuarenta y tres, y durante un año entero nos machacaron con el alemán de la mañana a la noche.
Bum, bum, bum, bum..
. como lo golpes en la cabeza. Palabras alemanas, historia alemana, poemas y cuentos alemanes… y luego, cuando volvió a llegar el invierno, villancicos alemanes. «Noche de paz, noche de amor»… «Venid, pastorcillos»… «Belén, campanas de Belén»…
Bum, bum, bum, bum.
¡Ay, cómo detesto esos estúpidos villancicos, falsa Kristina, cómo los detesto! ¿No te pasa lo mismo?
—S… s… s… í, supongo.
Sé que antes los adoraba, pero eso era cuando creía pertenecer a esta familia y a este idioma y a esta casa. De momento no tengo gran cosa para sustituirlos, apenas unas palabras en polaco y mi amor por Johann, pero todo llegará. Relego los villancicos a lo más profundo de la cabeza. En el colegio, cuando aprendemos a deletrear nuevas palabras pienso en cómo se las metieron por la fuerza a Johann en la cabeza, se las hicieron memorizar a fuerza de bofetadas y varazos, se las alojaron en el cuerpo en contra de su voluntad, y ahora las palabras me suenan malvadas y aprenderlas me duele aunque me digo que pronto podré sustituirlas por palabras de mi lengua materna y podré desterrarlas del cerebro como cuando tiras de la cadena del váter y tus desechos se van bien lejos hasta el océano. El abuelo dice que la gente que va al infierno son los desechos de la humanidad, pero ya no quiero citar al abuelo; por mucho que sea bueno conmigo no es mi abuelo y no sé hasta qué punto son valiosos sus conocimientos.
Cuando se ofrece a enseñarme una canción nueva le digo que estoy ocupada con los deberes y no tengo tiempo para cantar. Parece triste, así que le doy un beso en la frente y le digo: «Igual más tarde, abuelo».
El auténtico problema que se deriva de ello es que si no canto en alemán, ¿qué puedo cantar? Todas las canciones de misa y los villancicos, todas las hermosas canciones que me enseñó el abuelo quedan ahora fuera de mi alcance. Le pregunto a Johann al respecto y me dice: «Podría enseñarte alguna canción en polaco, pero eso nos delataría. Así que, por el momento, me temo que tendrás que cantar sin palabras».
Aprendo a cantar sin palabras. Emito sonidos desde el fondo de la garganta, empujando la voz cada vez más alto hasta que horada el cielo. Me precipito hasta lo más hondo de mí misma, donde la lava hierve y borbotea.
—¿De qué habláis tú y Johann? —me pregunta Greta. Le está peinando el cabello a
Annabella
, aunque no le crece ni se lo tiene que lavar dos veces a la semana como nosotras porque no hay células vivas que lo estén expulsando de su cabeza.
—Bueno… de la vida.
—¿Qué quieres decir?
—Míralo en el diccionario —respondo, sorprendida de mi propio descaro.
—Ya puedes despedirte de las clases que te doy, Kristina.
—Ah, ¿sí? Pues entonces le voy a contar a mamá lo que me dijiste aquella noche.
—Adelante, díselo. A ver si te atreves.
A finales de enero cierra el colegio por causa del frío. Ahora las alarmas de bombardeo se producen día y noche, una tras otra, da la impresión de que pasamos más de la mitad del tiempo en el sótano de las patatas, que es más aburrido que la iglesia, hay que estar sentado hora tras hora sin nada que hacer salvo escuchar los ronquidos, suspiros y gemidos de la gente, y el olor es horrible. Está ocurriendo algo, se nota, ahora todos guardamos silencio sentados a la mesa, y no es por causa del silencio de Johann, es algo nuevo y opaco y pesado, como una tapa de hierro que se cerrara sobre nosotros, aplastándonos, como si el mundo entero fuera a pararse en seco. Intentamos continuar con nuestras actividades habituales, nos vestimos por la mañana, hacemos la cama, ponemos la mesa, cortamos leña, lustramos la cubertería, doblamos las sábanas, pero es como si todo el orden, la limpieza y la pulcritud fuera simulado, como si los adultos fingieran por el bien de los niños, y cuando les miro a los ojos veo miedo y caos, y si los miro más tiempo de la cuenta podría precipitarme en su interior y seguir cayendo, a través de los ojos, dentro de la cabeza y luego hasta las tripas y las entrañas y la oscuridad infernal. Es porque ahora estamos perdiendo la guerra de veras, o más bien, ya que soy polaca, porque Alemania está perdiendo la guerra, ojalá la perdiera y acabara de una vez por todas con el asunto. ¿Cuánto hace falta perder?