—Sadie… Ve a tu cuarto, cierra la puerta y no salgas hasta que te lo diga.
Las palabras son como una bofetada y retrocedo un poco, pero obedezco de inmediato; no sólo cierro sino que incluso echo el pestillo de la puerta para que sepa que obedezco a pies juntillas. Luego cojo la almohada de la cama, la pongo en el suelo delante de la puerta y me arrodillo para sacar la llave y mirar por el ojo de la cerradura.
Es como si estuviera viendo una obra de teatro. Mami y el desconocido se quedan donde están un par de minutos sin hablar, luego mami da un paso lento hacia él y él tiende los brazos y ella avanza hacia ellos como una sonámbula, se cierran en torno a ella y el desconocido rubio aplasta a mi madre contra su pecho y solloza. Mami también se echa a llorar y luego empieza a reír al mismo tiempo, pero lo que resulta más terrible es que todas y cada una de las palabras que pronuncia son en un idioma que no le he oído hablar nunca. Podría ser yidis o alemán, hablan a retazos entre lloros y risas, mirándose faltos de resuello.
La escena continúa un rato y la nieve sigue cayendo en la calle a mis espaldas. La mano de mami sube y acaricia el pómulo del hombre rubio y dice algo que suena a: «Yanek mío, Yanek mío», sólo que dice «mío» delante, y él también murmura su nombre —el de verdad, no Erra—, sólo que suena distinto en esa lengua que hablan, suena a «Kristinka».
Él tira del cabo que pende de su cinturón y el nudo se deshace, y le abre lentamente el albornoz negro dejando al descubierto sus pechos y la besa en el cuello y ella echa atrás la cabeza mientras la de él se inclina para besarle la base del cuello y no puedo dejar de mirar, ella le dice palabras en ese idioma que comparten y me excluye, ahora le está desabrochando la camisa y lo besa en la boca, ahora él le coge la cabeza de Principito entre las manos y entonces el albornoz cae al suelo. Ahora mi madre está desnuda por completo con ese desconocido que aún tiene toda la ropa puesta. Va a desplegar el sofá para convertirlo en una cama (que es la misma que comparte con papi todas las noches) y mientras tanto el hombre se desviste, poco a poco, hasta que él también está desnudo por completo y veo su cosa, que se yergue y se menea de aquí para allá.
Él se arrodilla en la cama y, para mi horror, mi madre se arrodilla delante de él y se mete su cosa en la boca, lo que me da tanto asco que me aparto del ojo de la cerradura con el corazón desbocado e intento tranquilizarme mirando los copos de nieve que descienden flotando a la luz de la farola, y cuando por fin vuelvo a ponerme de rodillas, mi madre está de espaldas al hombre, que le sujeta las manos firmemente a la espalda como si la tuviera esposada y mientras tanto entra y sale de ella por detrás, tal como hiciera
Regocijo
con la chihuahua blanca, sólo que lenta, muy lentamente, y en vez de jadear le gime palabras en voz queda y ella arquea la espalda y profiere un sonido grave con la garganta y la escena entera es tan insoportable que vuelvo a encender la luz y me acuesto, temblorosa. Mi Demonio se alza en mi interior más fuerte que nunca, devastador, casi hasta el punto de destruirme, y dice: «Vas a dejar que ocurra, Sadie, porque eres malvada y embustera y tu madre es malvada y embustera y has heredado su tara, te poseo por completo y durante el resto de tu vida seguirás pecando igual que peca ella. ¡No te dejaré nunca, Sadie! —Y empiezo a temblar y estremecerme en la cama—. Levántate —me dice—. No hagas ningún ruido, no molestes a la puta de tu madre, ella también me obedece y debe traicionar a su marido hasta la saciedad. Hasta la saciedad, ¿me oyes? Ahora tranquilízate, ve al armario ropero y métete dentro, cierra la puerta y golpéate la cabeza contra el fondo un centenar de veces, y no te olvides de contarlas».
Obedezco, temblorosa y con náuseas ante la imagen de lo que estaba haciendo mi madre hace un momento y lo que puede estar haciendo ahora. Cuando acabo de golpearme la cabeza contra la madera y salgo dando traspiés del armario tengo muchísimas ganas de hacer pis, pero mami me ha dicho que me quede en el cuarto, así que estoy desesperada, busco alguna clase de recipiente donde hacer pis y lo único que encuentro es la taza que uso para mis lápices de colores de cera, de modo que la vacío, me bajo los pantalones y las bragas y me acuclillo encima de la taza en el suelo e intento hacer pis, pero resulta difícil acertar, el pis salpica todo el suelo y lo empapo en unos pañuelos de papel, pero luego no sé qué hacer con los pañuelos y es con mucho el peor día de mi vida porque ya no podré volver a confiar en mi madre nunca más.
De alguna manera me duermo y antes de que me dé cuenta mami está aporreando la puerta mientras dice:
—¡Sadie… Sadie… la cena está lista! —Y yo me apresuro a dejar la almohada otra vez en la cama para que no sepa que estaba espiándola—. ¿Cómo es que has cerrado la puerta con pestillo?-me pregunta cuando la abro, y entonces ve el desaguisado de pañuelos de papel empapados en pis en el suelo y cae en la cuenta de lo que ha ocurrido y dice—: ¡Ay, cariño, cuánto lo siento!
No respondo. Sencillamente voy a lavarme las manos en el cuarto de baño y dejo el desaguisado para que lo limpie ella porque es culpa suya y no puedo verla ni en pintura.
Durante la cena (macarrones con queso) sigo enfurruñada y ella no me pregunta qué me pasa porque lo sabe. Al final, deja el tenedor y dice:
—Sadie, a tu edad ya entiendes muchas cosas, pero hay otras que no se puede esperar que entiendan los niños, y no te debo ninguna explicación.
No digo nada, y ella continúa:
—No estés furiosa, cariño, por favor.
Sigo comiendo los macarrones con queso y dejo que sufra durante cinco minutos, pero al cabo le pregunto:
—¿En qué idioma hablabais?
Y ella ríe y dice:
—Intentábamos hablar en alemán… Pero hace tanto tiempo que ninguno de los dos lo utilizaba, que apenas nos acordábamos.
—¡¿Dónde aprendiste alemán?! —digo, y temo su respuesta sin saber por qué.
Al oír la pregunta vacila un buen rato. Luego suspira. Después dice:
—Ay, Sadie… yo antes era alemana… Hace mucho, mucho tiempo.
Y, allí sentada mirándome a los ojos pero con sus propios ojos muy lejos, de pronto recita de un tirón una serie de sílabas extrañas, y yo digo:
—¿Qué era eso?
Y ella responde con una débil risita:
—El abecedario en alemán, ¡al revés!
No sé qué hacer con esa información, no quiero plantear más preguntas, lo único que quiero es que termine el día, ojalá no hubiera comenzado nunca, ojalá no hubiera abierto la puerta cuando llamaron, ojalá no se hubiera ido Peter a California, ojalá todo esto no fuera más que una pesadilla. Y cuando me voy a la cama sigo dándole vueltas durante horas, con el cerebro venga aullar y ulular como las sirenas de los bomberos, las ambulancias y los coches de policía en la calle: pero si mami es alemana eso supone que los Kriswaty no son sus padres, lo que significa que tampoco son mis abuelos, pero aun así ella sigue siendo mi madre y si mi madre es alemana eso supone que yo soy al menos medio alemana. «Ahora ya sabes de dónde viene el mal —dice mi Demonio—. Llevas viviendo en una mentira desde el día que naciste». A menos, claro está, que ella tampoco sea mi madre…
Al día siguiente durante el recreo un chico me persigue gritando «¡Judía! ¡Judía!», pero como le prometí a Peter que no jugaría a eso corro tan rápido como puedo, me caigo y me despellejo la rodilla, así que tengo que ir a la enfermería, y cuando la enfermera me baja la media tengo sangre en la rodilla, y oigo que mi Demonio se ríe a carcajada limpia y dice: «¡Sangre alemana, Sadie! ¡Sangre nazi!»
Un desparrame de éxtasis.
Asómbrame, le digo al mundo.
Hazme girar, emocióname, pásmame, no pares nunca.
El joyero de la abuela: la llave está debajo, hay que tener cuidado de mantener la tapa cerrada al volver la caja del revés y darle cuerda y luego, cuando vuelves a posarla y abres la tapa, empieza a sonar una música como de campanillas y una exquisita bailarina dorada y blanca gira una y otra vez delante de un diminuto espejo, con un brazo arqueado sobre la cabeza y el otro curvado delante de sí. La bailarina no está viva pero se mueve.
—Las bailarinas de verdad pueden hacer hasta cincuenta giros de puntillas —dice la abuela—, mantienen el equilibrio mirando al frente cada vez que dan la vuelta para quedar de cara al público, inténtalo, Kristina.
Así que lo intento, aunque no de puntillas, venga girar y girar con los brazos tendidos hasta que noto un delicioso mareo y me caigo al suelo, encantada, y la abuela ríe y dice:
—Me parece que te hacen falta unas cuantas clases, cariño.
La bailarina vela por el joyero de la abuela, está todo dispuesto a la perfección en cajoncitos forrados de terciopelo rojo, pulseras y collares relucientes en el de abajo, destellantes anillos y pendientes en el de arriba. La abuela me enseña a diferenciar entre diamantes y piedras de imitación, los diamantes tienen más colores cuando los levantas a la luz. A veces me deja ponerme su diadema de diamantes y mirarme en el espejo; difumino la visión bajando las pestañas y por un momento parezco tan preciosa como una princesa.
El abuelo trae a casa dos molinetes, uno para Greta y otro para mí, las aspas todas de distintos colores; cuando corres con ellos giran, y cuanto más corres más rápido giran y si corres contra el viento giran tan rápido que los colores se difuminan; a veces también tengo la sensación de que mi cerebro se difumina.
El carrusel en el patio del colegio está cubierto de nieve en invierno pero en verano puedo sentarme en él y Greta me da impulso, corriendo en torno hasta que no puede seguir el ritmo, para luego quedarse quieta y empujar las barras conforme pasan para darme más ímpetu. Yo me agarro al poste central como si me fuera la vida en ello y para evitar marearme miro a Greta cada vez que paso, igual que las bailarinas miran al público. Greta también me empuja en los columpios, cada vez más alto hasta que doy patadas a las nubes y el viento me silba en los oídos, echo la cabeza tan atrás como puedo y veo el mundo pasar veloz del revés hasta casi rozar el suelo con la nariz. Luego aprendo a cobrar ímpetu por mí misma, sentada, de pie, pero es mejor cuando me empuja Greta porque no tengo que hacer esfuerzo, puedo limitarme a permanecer sentada y dejar que ocurra.
El patio del colegio es el mismo que el de casa porque la escuela es lo mismo que la casa porque papá es maestro cuando no es soldado, cosa que ha sido durante tanto tiempo que apenas lo recuerdo, pero aún podemos vivir en la escuela, lo que es una suerte, según dice mamá, porque podemos despertarnos más tarde que los demás alumnos y no tenemos que caminar hasta la escuela bajo la lluvia torrencial, el viento azotador o el sol abrasador, sólo cruzar rápidamente el jardín en el último momento y entrar en clase para decir: «Heil, Hitler».
Aún no he empezado a ir al colegio.
Las vías del tranvía dejan dibujos en mi mente conforme pasan a toda velocidad; no se mueven, me digo, eres tú la que se mueve, pero me entran en los ojos y se mueven y destellan como una interminable escalera plateada.
Hay una torre del reloj junto al ayuntamiento y a veces, si salimos a comprar verdura y van a ser las doce en punto, mamá me lleva allí especialmente, porque cuando el reloj da la hora a mediodía se abre un juego de puertas en la torre y una docena de figuras de madera se deslizan al exterior, hacen reverencias y asienten, levantan y bajan los brazos y las piernas, sus movimientos son movimientos humanos sólo que más bruscos y la expresión de su cara permanece inmutable. No están vivas.
Greta y yo suplicamos a mamá que nos deje montarnos en el tiovivo del parque, rogamos, la engatusamos e insistimos hasta que cede, aunque no nos lo podemos permitir, según dice. Me monto en un caballito negro, Greta va en uno blanco delante de mí, aprieto con los muslos el enorme cuerpo duro del caballo y mis manos aferran el pomo, el caballo no está vivo y yo sí pero él me hace moverme, arriba y abajo lentamente, una vuelta tras otra mientras la plataforma gira, fuera está oscuro, el tiovivo está iluminado, la música estridente me colma, nos movemos sin el menor esfuerzo y noto que empiezo a fundirme con las notas agudas y las luces parpadeantes y quisiera no parar nunca.
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La música es movimiento invisible.
El abuelo me está enseñando a cantar haciendo armonía para que los villancicos sean más hermosos este año, dice que tengo la mejor voz de la familia y creo que me aprecia más que a Greta por eso. Me ha enseñado tanto y tiene la cabeza llena de conocimientos porque fue a la universidad cuando era joven, igual que papá. Cuando era pequeña me enseñó la diferencia entre izquierda y derecha. Se agachó frente a mí y dijo: «Mira, Kristina, ésta es tu mano izquierda y ésta tu derecha, y ésta es mi mano izquierda y ésta mi derecha», y yo le dije: «¿Así que es distinto para los chicos y las chicas?», y él se echó a reír a carcajadas. Luego empezó a explicármelo de nuevo, acuclillado junto a mí en vez de frente a mí.
Cuando me miro en el espejo y me toco el ojo izquierdo la Kristina del espejo se toca el ojo derecho pero sigue siendo yo.
El abuelo y yo dormimos la siesta juntos todas las tardes pero yo no duermo, me quedo tumbada en la habitación en penumbra contemplando los haces de sol que entran por los agujeritos de las ventanas e intentando establecer pautas. Cuando el abuelo empieza a roncar le empujo suavemente el hombro y digo «Kurt», y se calla, es extraño llamar a mi abuelo por su nombre de pila pero la abuela dice que es lo único que funciona y tiene razón, si digo «abuelo» sigue roncando con la boca abierta y los pelos en la nariz.
Me quedo ahí tumbada y me acaricio la marca de nacimiento, un lunar perfectamente redondo del tamaño de una monedita en el pliegue del codo izquierdo, de color pardo dorado y con un poco de relieve; allí tengo la piel vellosa como piel de melocotón y me encanta acariciarlo. Cuando nadie mira, doblo y desdoblo el brazo muy lentamente, para verlo desaparecer y reaparecer.
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—¿Te he contado alguna vez la historia del enebro? —pregunta el abuelo después de cenar, y todos nos reunimos en torno a la estufa de leña y yo me aovillo en el regazo de mamá en el sillón.
La historia trata de una malvada madrastra que le dice a su hijastro que se coma una manzana y mientras él está inclinado sobre la caja de manzanas ella cierra la tapa con tanta fuerza que la cabeza se le desprende y cae entre las manzanas, y luego lo hace pedazos y cocina con él un estofado, que a su padre le parece delicioso sin saber lo que está comiendo, chupa los huesos y los tira debajo de la mesa a medida que va acabando, pero su hermana los recoge y todo termina bien al final. Mi lugar preferido del mundo entero para estar es el regazo de mamá con el pulgar izquierdo en la boca, el derecho acariciándome la marca de nacimiento mientras el abuelo cuenta un cuento a toda la familia.