Antes del gran espectáculo de los delfines, nos metemos en los pabellones didácticos en los que los bichos nadan en tanques al lado de carteles explicativos. «Los animales son nuestros amigos», «Somos responsables de ellos», «La Tierra está en peligro». Todo esto es cierto. Pero también lo es que yo me siento en peligro en ese parque y nadie se ha molestado en hacer carteles.
—¡Oh, mira, madrina! ¡La tortuga se llama Julie, como tú!
—Tiene tus ojos —añade Carole con guasa—. Sin embargo, parece que ella sí que es capaz de conservar a su pareja.
Ignoro de dónde emana la energía capaz de hacerte sonreír cuando lo único que sientes son ganas de echarte a llorar. Sin duda del mismo sitio del que sale esa contención que te impide pegarle un bofetón a tu amiga por su amargo sentido del humor. Hace calor, Cindy tiene sed, Cindy quiere comprar peluches y yo solo me quiero morir.
El resto del fin de semana transcurre como un lento descenso a los infiernos. Te invitan a una verdadera casa familiar rodeada de flores, con el monovolumen aparcado en la entrada, los juguetes campando por el salón, fotos en las paredes y bromas que solo ellos entienden. Y pese a la amabilidad recibida, te sientes ajena a ese mundo lleno de afecto, tan normal para ellos que tienen la suerte de vivir en él.
Cindy toca una pieza con la flauta. No la identifico. ¿Es el
Claro de luna
masacrado? ¿Una traición al
Himno de la alegría
? No, es la sintonía de la nueva serie del californiano con acné cuyos pósters cubren las paredes de su habitación. Tras ello viene la degustación de galletas quemadas. Si algún día tengo cáncer ya sé cuál fue la causa. Finalmente jugamos a maquillarnos. Debería haberle metido hasta el fondo de la nariz la base de maquillaje vista su falta de consideración al rellenarme las orejas con el pintalabios.
Sin embargo, todo aquello no fue lo peor. Carole no mentía cuando dijo que hablaríamos.
—Casi es una suerte que Didier te haya dejado. No era tu tipo. Siempre iba a tener la mentalidad de un niño de diez años y habrías tenido que ocuparte de él toda la vida.
Si en vez de decir Didier hubiera dicho Donovan y si después hubiese añadido: «Solo te quería por tu dinero», bien podría haberse tratado del diálogo de una serie americana. Muchas gracias, Carole, qué haría yo sin ti.
Lloré durante todo el trayecto de vuelta en el tren. Intenté sin éxito dejar de pensar en ello. En la estación, en un momento de flaqueza, me compré una revista que hablaba de los michelines y de los tratamientos de desintoxicación de las famosas. Nunca he entendido que se puedan publicar artículos sobre niños que mueren de hambre y que, en la página de al lado, aparezca una colección de modelos en sus coches de lujo vestidas con trapitos que equivalen al sueldo de seis mil años para aquellos pobres desgraciados que incluso podrían estar muertos cuando se publica esa revista. ¿Cómo podemos aceptarlo sin revolvernos? Pasé las páginas hasta llegar al horóscopo. «Leo: sepa escuchar a su pareja si no quiere que todo acabe en una gran pelea». ¿Qué pareja? Escucharle, eso fue lo que hice, y todo para nada. «Salud: evite abusar del chocolate». «Trabajo: le van a hacer una propuesta que no podrá rechazar». Lo que se llama una revelación absurda. La verdad es que me gustaría saber cómo se puede leer en los astros que no se debe abusar del chocolate. No creo que Plutón o Júpiter sean capaces de decirme lo que tengo que comer, y los que se empeñan en mantener lo contrario son unos charlatanes. Tampoco me importan demasiado los rumores sobre pseudofamosas que hacen declaraciones tan portentosas como: «Soy capaz de cualquier cosa por ser feliz», o bien: «Adoro sentirme amada». Dejé de lado la revista.
Después intenté desentrañar lo que Cindy había querido plasmar en el dibujo que me regaló antes de que me marchara. ¿Un gato apretujado dentro de un Tupper? ¿Un ácaro visto con un microscopio? Nada conseguía distraerme. Me eché a llorar de nuevo. Pensaba en Didier. Me preguntaba qué estaría haciendo en ese mismo momento. ¿Qué habría hecho ese fin de semana? Solo hacía dos semanas que me había dejado pero estaba segura de que ya habría encontrado a alguien. Un músico buenorro y con moto no suele estar demasiado tiempo soltero. ¡Cómo me tomó el pelo! Qué capullo, ¡y me doy cuenta ahora! Lo conocí en un concierto. No en el Zénith, sino en la sala de fiestas de Saint-Martin, el pueblo de al lado. Era el cantante de un grupo de rock alternativo, los Music Storm. Debería haber desconfiado nada más oír ese nombre. Había ido con dos amigas a su concierto. Nos habían regalado las entradas y por eso fuimos. La música estaba demasiado alta y los ojos se me salían de las órbitas por el ruido. Era horrible, pero ahí estaba Didier, bajo el foco, rodeado de sus alterados compañeros que se creían estrellas del rock. Cantaba en un inglés bastante dudoso, pero era guapo. Lo primero en lo que me fijé fue su culo. Mi amiga Sophie suele decir que los chicos malos tienen los culos más bonitos; y el de Didier era soberbio. Tras el concierto reparé en sus ojos y todo fue muy rápido. Todavía no sé cómo consiguió seducirme. Un cuarto de artista maldito, un cuarto de adolescente rebelde y una mitad que todavía no había conseguido identificar. Un auténtico flechazo. Qué asco. Deberíamos quedarnos simplemente con lo que en un primer momento nos sedujo. Hubiera debido conformarme con su culo. Empezamos a salir, yo lo acompañaba a todos sus conciertos. Llevaba veintiséis años sin pisar un bar y en tres meses conocí todos los de la región. Por él abandoné a mis amigas. Decía que me necesitaba. Pero lo peor sucedía cuando «estaba escribiendo». Se ponía de un humor de perros, pero solo conmigo, no con los demás. Podía pasarse horas delante de la tele sin moverse, para de pronto enfadarse. Salía a conducir su moto mientras yo le compraba ropa. Ya había oído decir que cuando los artistas están creando suelen atravesar fases así. Pero creo que solo es cierto para aquellos que no tienen talento. Pasábamos todo el tiempo juntos. Lo escuchaba mientras hablaba de las mil cosas que tenía pensado hacer, le observaba hojear sus revistas de motos, presenciaba cómo me hacía el amor cuando a él le apetecía, lo contemplaba cuando buscaba inspiración en cualquier cosa, ya fuera Internet o un paquete de cereales Miel Pops. ¿Qué inspiración hay en los ingredientes de los Miel Pops? ¿Cómo pude ser tan tonta? Para ayudarlo, terminé por dejar mis estudios y me puse a trabajar en un banco, el Crédito Comercial del Centro. Durante el día acudía a seminarios en los que nos explicaban cómo exprimir a clientes ya arruinados y por las tardes asistía a conciertos y crisis nerviosas. Por no mencionar aquella ocasión en la que Didier, poseído por un espíritu megalomano, decidió lanzarse sobre «su» público para que lo transportaran como si fuese una estrella del rock. El único problema fue que, en la pequeña sala de conciertos de Monjouilloux, los veinte pelagatos presentes se apartaron y él acabó desparramado en el suelo como un yogur. Debería haber captado la señal de alerta.
Como era de prever, Didier se mudó a mi casa. Yo me hacía cargo de todo. Me trataba como a una
groupie
. Yo era consciente de ello, pero encontraba excusas para justificarlo. La historia duró dos años. Sospechaba que no podríamos pasar juntos el resto de la vida aunque, a menudo, como ya he confesado, me cuesta enfrentarme a la realidad. Así que ocurrió, el cantante se marchó y yo quedé presa de este trabajo, que solo da para comer, en «el único banco verdaderamente fiable». A partir de entonces todo se derrumbó. Primero vino la soledad y luego las veladas con compañeras tan solteras como yo. Jugábamos a tonterías y nos engañábamos pensando que éramos libres y que se está mejor sin los tíos. Sí, el típico discurso que se desmorona en cuanto una de nosotras al fin se enamora. Cada cual se conforta como puede. Digo «una de nosotras» cuando en realidad debería decir «una de ellas», porque para mí aquello fue como una travesía por el desierto. Nada,
rien de rien
. Cada vez éramos menos las que acudíamos a aquellas veladas. A veces regresaba alguna de las antiguas participantes. Un club de despechadas. La verdad es que, cuando lo pienso fríamente, lo más emocionante era lo que nos callábamos. Aquellas miradas que se salían del rol que desempeñábamos para aguantar el mal trago. Había entre nosotras una especie de afecto compasivo, torpe, sordo, pero real. No acudíamos al grupo por los juegos tontos, sino por esa solidaridad pudorosa. Pero al regresar a casa, las preguntas aguardan: ¿he estado alguna vez enamorada? ¿Me tocará a mí alguna vez? ¿Existe realmente el amor?
Salgo de la estación tras dos horas y diecisiete minutos de lloros en el tren. Cruzo la mitad de la ciudad a pie. Es una hermosa tarde de verano. Tengo ganas de encontrarme en mi calle, en mi pequeño mundo, pero el destino aún me depara un pequeño imprevisto. Creemos conocer el medio en el que nos desenvolvemos, pero a veces un simple detalle cambia y con él toda nuestra vida. Y eso nunca lo vemos venir.
Me encanta mi calle. Posee vida propia, un ambiente particular. Los edificios son antiguos y tienen escala humana. En los balcones hay mil cosas: plantas, bicicletas, perros. Hay también todo tipo de tiendas; estamos bien surtidos, tenemos de todo, desde la pequeña librería hasta una lavandería. Como no es una gran arteria, todos los que la transitan siempre lo hacen con un fin determinado. Tiene una ligera pendiente hacia el oeste. Cuando el sol se pone, se podría pensar que un poco más lejos se encuentran el mar, el puerto, el horizonte, aunque la costa más cercana está a cientos de kilómetros. Crecí en una casa que no estaba muy lejos de aquí. Cuando mis padres se marcharon para instalarse en el suroeste tras su jubilación, decidí quedarme. Conozco a todo el mundo y me siento como en casa. La única ocasión en la que tuve ganas de irme fue después de que Didier me dejara. Demasiados recuerdos (sobre todo malos). Pero pronto los buenos ocuparon su lugar natural. Admiro a los que salen a investigar el mundo, a los que hacen la maleta y se van un año a vivir a Chile, a las que se casan con un australiano, a los que van al aeropuerto sin saber cuál es su destino. Yo no soy capaz. Necesito referencias, un universo propio y poblado de gente conocida. Es cierto que cojo cariño con facilidad. Para mí la vida está formada por aquellos que la hacen mejor. Adoro a mi familia, pero solo la veo dos veces al año. A mis amigos en cambio los veo casi todos los días. Cuando se comparten pequeñas cosas cotidianas se crea un vínculo que es a menudo más fuerte que los lazos sanguíneos. Incluso mi panadera, la señora Bergerot, forma parte de esta peculiar familia. Sabe de qué humor estoy según la cara que traiga, habla conmigo, me conoce desde que era pequeña e incluso a pesar de que sepa cuál es mi edad, hay veces que duda si darme caramelos con el cambio. Su tienda está al lado de la de Mohamed, una tienda de ultramarinos que se llama
CHEZ MOHAMED
. Siempre está abierta. Es el tercer Mohamed que conozco. Creo que solo el primero que abrió la tienda se llamaba así y los que retomaron el negocio prefirieron cambiarse el nombre antes que corregir el letrero.
Conforme avanzo por mi calle, mejor me siento. Si algún día me vuelvo loca o pierdo la noción del tiempo tengo un truco infalible para saber en qué día de la semana estamos. Es el escaparate del restaurante chino del señor Ping. A veces me pregunto si el suyo es también un nombre falso. En cinco años su francés no ha mejorado nada, pero estoy casi segura de que lo hace a propósito. Para saber el día de la semana solo hay que fijarse en su menú: el viernes es el día de las gambas al natural. El sábado, el de las gambas a la plancha con sal y pimienta. Los domingos, las gambas van con cinco especias, los lunes con salsa agridulce (sobre todo agri), los martes con cayena y, los miércoles, en salsa picante. Si alguna vez venís por aquí, no entréis nunca a partir del domingo. En una ocasión, cuando acababa de mudarme, me pasé un miércoles por la tarde. Casi me muero. Durante tres días estuve encerrada en el cuarto de baño. Llegué incluso a dedicarme a leer el anuario.
Aquel lunes, mientras regresaba, todavía no se había puesto el sol y la temperatura era agradable. Saboreé el momento. Pasé por delante de la casa de Nathalie y las luces estaban encendidas. Cuando me acercaba a mi casa sentí lo mismo que aquel que regresa a casa con los pies cansados y los desliza dentro de sus zapatillas favoritas. Tras tres días con Carole, por fin volvía a sentirme en mi sitio, mi territorio. Creo que incluso el imbécil de Didier sabía que no le interesaba dejarse ver por aquí. Mohamed estaba apilando los albaricoques con dotes de artista.
—Buenas noches, Julie.
—Buenas noches, Mohamed.
Cuando llego a mi portal, todo está en su lugar. Empujo la puerta y me dirijo directamente a los buzones. Dos facturas y publicidad. En una de las cartas unas letras enormes me dicen que puedo ganar un año de comida para gatos. No tengo gatos ni me gusta su comida. Y luego nos dicen que debemos reciclar para salvar el planeta. Si dejaran de inundarnos con esas tonterías.
Mientras cerraba mi buzón me di cuenta del nombre que había en el de al lado. Sabía que la pareja del tercero se había mudado después de que naciera su segundo hijo, pero no que el nuevo ya se hubiera instalado. «Ricardo Patatras». ¡Vaya apellido! Cualquiera pensaría que hay un circo a la vuelta de la esquina y el payaso vive aquí. Ahora en serio, no está bien reírse de eso, pero es que también… Me quedé un rato releyendo el nombre de mi vecino con una sonrisa estúpida en la cara. La primera del fin de semana.
Subí a casa y llamé a Carole para decirle que había llegado ya y que, qué le vamos a hacer, el morenazo que iba sentado enfrente en el tren no intentó ligar conmigo. Puse una lavadora. Me metí en la ducha y, ¿sabéis qué? No podía dejar de pensar en ese nombre. ¿Cuántos años tendrá el tal Ricardo Patatras? ¿Qué aspecto? Con semejante nombre, era imposible que mi imaginación no echara a volar. Si un «François Dubois» viniese a vivir al piso de abajo, me haría fácilmente un retrato robot, aunque fuera equivocado. Ahora que lo pienso bien, conocí a un François Dubois en el colegio y la última vez que supe de él fue por la florista, que justo llegaba de consolar a la madre porque a él le habían condenado a dos años de cárcel y a una cuantiosa multa por traficar con aceite adulterado. Bueno, no importa. El caso es que el nombre de Ricardo Patatras es algo diferente: parece distinguido, robusto, podría ser el nombre de un aventurero argentino defensor del orangután, el del inventor del cámping gas o el de un mago español que tuvo que exiliarse por dejar a su ayudante ensartada en las espadas como un pincho moruno, algo por lo que nunca se perdonará porque estaba secretamente enamorado de ella. Es un nombre que implica muchas cosas, y no solo un simple vecino de edificio. Y allí, bajo el agua de la ducha, descubrí que tenía un nuevo fin vital: averiguar cómo era mi nuevo vecino. Cerré el grifo y me envolví en la toalla. Escuché ruidos en la escalera. Me precipité hacia la mirilla para ver si era él. Pero lo hice tan abruptamente que resbalé. Si me gustaran los juegos de palabras diría que hice «patatrás», pero fue más bien un «catapún». Así que allí me vi, despatarrada en el suelo, desnuda y dolorida. ¡Seré bruta! No había visto a ese tío todavía y ya estaba haciendo estupideces. Aquella fue la primera vez. Pero no sería ni la última, ni la peor.