Otra experiencia temprana que puede llevarnos a aprender a ser celosos y desconfiados es la infidelidad entre nuestros padres (real o sospechada por el niño) y el hecho de que ello haya sido foco de sufrimiento o inseguridad en el hogar. Esa vivencia suele ser la base de una creencia: las mujeres engañan porque mi madre engañaba a mi padre; los hombres engañan porque mi padre engañaba a mi madre. Ya de adultos, el descubrimiento de una infidelidad por parte de la pareja no hace más que reforzar la creencia, y la solución es defenderse de esa posibilidad.
Los celos guardan siempre más relación con el miedo que con el amor. Un miedo básico, aprendido en la infancia: el miedo a ser abandonados o rechazados y, en relación con ello, el de no tener suficiente
valor
para los demás. Los celos activan nuestro lado competitivo, ponen en juego nuestra identidad. De ahí la constante comparación con los demás (rivales no sólo sexuales, sino profesionales, etc.), en la que siempre se ven sumergidas las personas que padecen de celos de forma crónica. Comprender el origen y cómo hemos aprendido a desconfiar (y a mantenernos en la sospecha) es la base para poder cambiar.
2.
Querernos
. No es necesario vivir pendientes del efecto que causamos en los demás si empezamos a mirarnos con otros ojos. Dejar un pequeño cuaderno en la mesilla y apuntar antes de dormir una lista de lo que realmente apreciamos de nosotros mismos es una manera de empezar. Cada noche intentamos añadir alguna cualidad nueva, hasta que resulte fácil valorarnos lo suficiente para descubrir que somos tan buenos como cualquiera. Eso relajará las comparaciones constantes. Otra ayuda es hacer algo que produzca placer de verdad, algo que nos entretenga, que nos haga sentir eficaces, útiles y competentes (no las obligaciones a las que a menudo podemos someternos sólo por parecer ser mejores). Y, por último, debemos rodearnos de personas que nos aprecien y acepten tal como somos.
3.
Cambiar de objetivo
. La vida del celoso se organiza en torno a un objetivo principal: evitar ser traicionado. Ahora es el momento de decidirse a cambiar de vida y decirse a uno mismo: «Quiero confiar». Las personas celosas que estén leyendo esto habrán sentido un latigazo en su corazón. Sólo con pensarlo parece que perdemos la base en la que nos hemos estado apoyando en la vida: la sospecha. Pero estamos en este punto porque tal base es un foco de sufrimiento. El enemigo no es la persona a la que se quiere sino la propia sospecha. Es preciso acostumbrarse a que un acto de confianza es un riesgo inevitable que asumimos en la vida y que será incontrolable por mucho que intentemos evitarlo. Pero cada acto de confianza nos hará progresivamente más seguros y mejores. Cada acto de confianza es un acto de amor. Aunque parezca imposible, es la única vía de liberación y seguridad en las relaciones, justo lo que parece que se va a perder. Ese «latigazo» es una señal de peligro real, sí, pero del pasado. Una señal emocional condicionada a las sucesivas pérdidas que no se pudieron controlar. Es el momento de dejar de vivir en el pasado y atreverse a construir una vida nueva. Es el momento de aguantar el latigazo, dejando de hacer aquello que lo alivia: pensar de forma sospechosa, vigilar al otro o diseñar pruebas absurdas. Hay que entretenerse hasta que se pase la sensación, recordando una y otra vez el objetivo: «Quiero aprender a confiar». Se trata de salvar no sólo la relación actual sino a uno mismo de un encadenamiento, de una adicción a la sospecha y a tener información puntual sobre la posibilidad de las traiciones. Se acabó.
4.
No ceder a los «y sí
»
. Cuando nos asaltan las dudas: «¿
Y si
tengo razón? ¿
Y si
me engaña?»...
«¿Y qué, si ocurre?» Respuesta del celoso: «¡No se puede confiar en nadie!».
Es verdad que cuando alguien a quien queremos mantiene relaciones con otra persona se rompe el trato implícito de amor y compromiso. Es duro vivirlo. Y es lógico que nos cuestionemos el mantenimiento de la relación. De
esa
relación. Pero tal experiencia no nos dice nada acerca de otras relaciones y otras personas. En el futuro, puede ser uno mismo el que protagonice el deseo por un tercero, un enamoramiento inesperado e «inconveniente», o un desvanecimiento de los sentimientos que nos mantenían unidos. Nada de eso es anormal en la vida. En la infidelidad no siempre hay traición, engaño y manipulación. Cada momento, cada relación y las personas que la protagonizan cambian. Generalizar no nos protege, nos engaña.
«¿Y qué, si ocurre?» Otra respuesta del celoso: «¡Quedo como un/a imbécil!».
Es el valor como personas lo que creemos que se pone en juego. Amar de forma confiada no es de tontos, es de personas buenas e inteligentes. Los que confían son los héroes de la historia. Pero las personas más celosas suelen huir de este tipo de razonamientos y decirse a sí mismos cosas del tipo: «Eso es fácil de decir, pero hay que verse en la situación», o peor aún: «Yo soy así», «Esto no se puede cambiar»... No es verdad, nadie es «así». Somos lo que hacemos. Nuestra felicidad es nuestra responsabilidad.
Pero... y si conseguimos confiar, nos relajamos, y nos acaban traicionando, ¿qué haremos entonces? Entonces debemos elegir: dejar la relación o continuarla. Si se continúa es preciso volver a confiar en esa persona. Si se abandona es fundamental no extender la desconfianza a las siguientes relaciones. Confiar, ése es el camino, nunca hay que desviarse de él.
Amar es confiar. Y confiar es descansar ¡por fin!
Señales
El zumbido del cortacésped cesó de pronto, y la mañana se volvió agradablemente plácida. Hacía calor —Víctor se dijo que quizá era un error haber elegido un sábado de finales de junio para aquella reunión— y el aire se estaba volviendo algo pegajoso, como si amenazase tormenta.
Habían pasado diez años desde la última vez que habían coincidido todos en la fiesta de graduación. Desde entonces habían mantenido el contacto gracias al
e-mail
, a algunos encuentros casuales, a caminos que se cruzaban (felizmente o no) en el ámbito profesional.
No todos habían aceptado su propuesta de reunirse otra vez diez años después de licenciarse en la Facultad de Derecho. Algunos se echaron atrás a última hora aduciendo problemas de trabajo o complicaciones familiares. Víctor había dado por buenas las excusas, pero sospechaba que casi todas eran falsas: era lógico que a muchos no les apeteciese reservar un sábado de verano para pasarlo con personas que llevaban siglos sin verse. A lo mejor había sido una equivocación convocar aquella comida. Pero habían pasado diez años y muchas cosas después de aquella fiesta de graduación, y aunque algunos se seguían la pista en las redes sociales —de hecho, había localizado a casi toda la promoción gracias a ellas—, sería agradable verse las caras otra vez. Y además, qué demonios, era sólo un almuerzo. No estaba proponiendo a sus antiguos compañeros que se mudasen todos a una comuna para pasar juntos el resto de sus días. Mucha gente hacía esas reuniones y, aunque es verdad que algunas acababan como el rosario de la aurora al salir a la luz antiguas rencillas y viejos pleitos, en general la gente aseguraba que lo pasaba bien.
Víctor no le dijo a nadie —y tampoco estaba dispuesto a reconocerlo ante sí mismo— que la razón principal para haber convocado aquel reencuentro era la de volver a ver a Sandra. A diferencia de otros compañeros, ella se había marchado de Madrid al obtener la licenciatura, y ahora vivía en Valencia. La idea de reunir a la clase de 2002 surgió tras encontrar a Sandra Balboa en un grupo de Facebook.
Había suspirado en silencio por aquella chica durante los cinco años de carrera. Sin ninguna esperanza, desde luego: ella era una de las más guapas de la clase, y él un chaval del montón, exageradamente torpe, más bien tímido, sin más interés para sus compañeras que aquella letra primorosa que le llevaba a tomar los mejores apuntes de toda la facultad. Casi todo el mundo había estudiado alguna asignatura gracias a los modélicos apuntes de Víctor Fuertes.
La noticia de su habilidad para resumir las asignaturas debió de llegar a oídos de Sandra en el último año de carrera, y cuando acecharon los primeros parciales, ella se le acercó con aquella sonrisa suya —una sonrisa hermosa, desde luego— y sus ojos azules de pestañas larguísimas que aleteaban como una mariposa, y le pidió prestados los apuntes. Primero fue Fiscal, luego Procesal, luego la mitad de los de Mercantil... Víctor asentía fingiendo una indiferencia que estaba muy lejos de sentir y le pasaba aquellos folios pulcramente redactados que ella le devolvía en seguida, con ese gesto suyo de atusarse la larga melena rubia que habría vuelto loco a cualquiera.
Muchas veces tenía la sensación de que aquellas hojas subrayadas en dos colores olían vagamente a ella y le entraban tentaciones de olerlas para comprobar si era cierto, pero no, eso habría sido algo romántico, y Víctor no era romántico. Era un estudiante silencioso y ausente a quien le costaba mucho hacer amigos, y lo más emocionante que le había pasado en casi cinco años de carrera era que le pidiese un favor la chica más guapa de la clase. Posiblemente, la chica más guapa de la universidad, que acabó por acostumbrarse a estudiar con los apuntes de él y se los pedía cada vez con más desparpajo y hasta le comentaba cosas cuando se los devolvía, ladeando la cabeza como un pájaro y colocando en su rostro una expresión ingenua: «¿Por qué has subrayado dos veces este epígrafe? ¿Crees que va a caer el tema uno? ¿Tienes bibliografía sobre esto? Menos mal que me has pasado el caso práctico, no entendí nada cuando lo explicaron en clase». Estaba claro que, a pesar de que sacaba buenas notas, Sandra se dispersaba bastante y era más que despistada: no sólo necesitaba ayuda para organizar todo el material o para enterarse de una bibliografía, sino que en una ocasión hasta le pidió dos veces los mismos apuntes.
—Pero si te los dejé la semana pasada.
Ella se había puesto colorada. Luego pestañeó alegremente y se colocó el pelo detrás de la oreja.
—Ya, es que... Bueno, me da mucha vergüenza, pero es que los he perdido. Me los debí de dejar en la biblioteca... ¿te importa prestármelos otra vez?
Y él, claro, se los pasó encantado de la vida. Le gustaba ver a Sandra Balboa metiendo aquellos apuntes en su carpeta de cartón, y la forma en que llevaba luego el portafolios, pegado al pecho, con los brazos en cruz, seria y solemne. Tan guapa siempre.
Una vez, cuando acabaron el examen de Procesal, le dejó una nota en la mesa: «Un millón de gracias, si no es por ti, suspendo». A él le pareció exagerado, y atribuyó aquellas líneas de gratitud a la necesidad de asegurarse material de estudio el resto del curso. Y era algo absurdo, porque Sandra no pertenecía al grupito de alumnos que se pasaban las horas de clase jugando al mus en la cafetería: al contrario, asistía a todas las sesiones, y Víctor juraría que hasta la había visto tomar apuntes afanosamente. Pero claro, los suyos debían de ser más correctos, más legibles, más cómodos para estudiar, y por eso Sandra se acercaba a él a golpe de melena, sonriendo y lanzando destellos azules, y él le prestaba encantado aquellos folios limpios y escrupulosos que parecían obra de un pendolista. Eso sí, Sandra se mostraba siempre muy agradecida por su buena disposición, y a veces trataba de corresponder a su compañerismo. Se acercaba a él en el bar y se empeñaba en invitarle al refresco que estaba tomando, le hacía sitio en la mesa donde comía con sus amigas —qué raro, qué incómodo se sentía él entre aquel ramillete de chicas guapas, qué pinta tan ridícula debía de tener con sus gafas de empollón y su aire de papanatas—, se sentaba a su lado en una clase y a veces compartía con él por lo bajini alguna broma acerca de este o aquel profesor mientras vigilaba (o eso le parecía a él) su letra modélica, los perfectos apuntes que iban a servirle a ella para aprobar la asignatura.
Aquellas Navidades, Sandra le hizo un regalo: una bufanda de suave lana gris que le entregó envuelta en un papel dorado con copos de nieve. Las manos de ambos se rozaron un segundo y Víctor sintió algo parecido a un chispazo.
—¿Y esto? —había dicho él.
—Pues... hombre, siempre me estás dejando tus notas... Es para corresponder.
—No tenías que haberte molestado.
—No es molestia. ¿No te la pruebas?
Y él, torpón, noqueado por la sorpresa, se había colocado la bufanda alrededor del cuello.
—Es... Es muy bonita.
—Pero no se pone así, hijo... Déjame a mí, que eres un desastre.
Y sin que pudiese hacer nada, Sandra se acercó a él y le colocó la bufanda de otra forma, con cierto atisbo de algo parecido a la elegancia. Y lo hizo sin perder la sonrisa ni dejar de aletear las pestañas.
En la vida se había sentido tan ridículo. Le agradeció el detalle y se alejó con aquella bufanda alrededor del cuello y el recuerdo de sus manos habilidosas rehaciendo el torpe nudo que él había improvisado. No volvió a ponerse la bufanda en todo el año, pero era porque le daba pavor que se le estropease, o que Sandra se diese cuenta de que era incapaz de colocársela con un mínimo de gracia y reparase aún más en que su proveedor de apuntes era un chaval desmañado que únicamente tenía a su favor su bonita letra y un sexto sentido a la hora de organizar los temas de estudio.
Sólo una vez vio a Sandra fuera del ámbito de la facultad. Sucedió en vísperas de los exámenes finales de quinto curso. Sandra necesitaba todos los apuntes de Procesal y se empeñó en ir a recogerlos a su casa. Sus compañeros se habían quedado de una pieza al verla entrar en aquel piso desordenado y más bien feo: era una chica tan guapa que desentonaba entre los muebles baratos y la moqueta desteñida. Se había sentado junto a él en el sillón desfondado para que le explicase unos conceptos que no le quedaban claros, y hasta le había pedido ayuda para decidir qué era lo más importante dentro del temario de cada parcial. Tuvo la sensación de estar dándole clases particulares, y se sintió un poco utilizado. Por eso, cuando al terminar ella propuso ir a cenar juntos, él dijo que no.