Woodall había reclutado como núcleo de su equipo a tres de los mejores escaladores del país: Andy de Klerk, Andy Hackland y Edmund February. El maquillaje birracial del equipo era de especial significación para February, un afable paleoecólogo negro de cuarenta años y alpinista de renombre internacional.
«Mis padres me pusieron el nombre por Edmund Hillary —explica—. Subir al Everest ha sido uno de mis sueños desde que era un crío. Pero por encima de eso, la expedición constituía el símbolo de una nación joven que buscaba la unificación y el camino hacia la democracia, que trataba de curar las heridas de su pasado. Yo crecí con el yugo del
apartheid
en el cuello, y eso es algo que no se puede olvidar. Pero ahora somos otra nación. Tengo mucha fe en la dirección que ha tornado mi país. Demostrar que los surafricanos, negros y blancos, podíamos lograr ascender juntos al Everest era un proyecto estupendo».
Todo el país se abocó a la expedición. «Woodall propuso este proyecto en un momento realmente oportuno —dice De Klerk—. Con el fin del
apartheid
, los surafricanos podían viajar adonde quisieran, por lo que nuestros equipos deportivos estaban en condiciones de competir en todo el mundo. Suráfrica acababa de ganar la World Cup de rugby. Había una auténtica euforia nacional, un renacer del orgullo patrio. Y cuando Woodall salió con la propuesta de una expedición surafricana al Everest, todo el mundo se puso a favor y eso le permitió reunir un montón de dinero sin tener que responder demasiadas preguntas».
Además de él mismo, los tres alpinistas del país y otro escalador y fotógrafo británico llamado Bruce Herrod, Woodall quería incluir a una mujer en la expedición. A tal efecto propuso a seis candidatas una ascensión técnicamente sencilla pero físicamente agotadora al Kilimanjaro, de 5.895 metros. Al término de las dos semanas que duró la prueba, Woodall anunció que la cosa estaba entre dos finalistas: Cathy O'Dowd, de veintiséis años, blanca, profesora de periodismo con poca experiencia en la montaña e hija del director de Anglo American, la empresa más importante de Suráfrica, y Deshun Deysel, de veinticinco años, negra, profesora de educación física sin experiencia previa en la escalada y que se había criado en un pueblo segregado. Las dos candidatas, dijo Woodall, irían con la expedición hasta el campamento base, y una vez allí él decidiría sobre el terreno cuál de las dos estaba mejor preparada para subir hasta el Everest.
El 1 de abril, mi segundo día de trayecto hacia el campamento base, me sorprendió tropezarme con February, Hackland y De Klerk en la senda de Namche Bazar, bajando de la montaña, en dirección a Katmandú. De Klerk, que era amigo mío, me explicó que los tres alpinistas surafricanos y Charlotte Noble, la médico de su equipo, se habían desmarcado de la expedición antes de llegar al pie de la montaña. «Woodall ha resultado ser un gilipollas integral —me explicó De Klerk—, un controlador de cuidado. Y encima no te puedes fiar de él; nunca sabes si te está tomando el pelo o te dice la verdad. No queremos poner nuestras vidas en manos de un tipo como ése. Así que nos vamos».
Woodall les había dicho que conocía bien el Himalaya, que incluso había subido varios ochomiles. En realidad, la experiencia en el Himalaya de Woodall consistía en su participación como cliente de pago en dos fallidas expediciones comerciales dirigidas por Mal Duff; en 1989 Woodall había fracasado en su intento por alcanzar la cumbre del modesto Island Peak, y en 1990 sólo había llegado hasta los 6.500 metros en su ascensión al Annapurna, mil quinientos metros por debajo de la cima.
Además, antes de partir hacia el Everest, Woodall había presumido en la página web de la expedición de tener una distinguida carrera militar y de haberse destacado en el escalafón del ejército británico como «jefe de la Unidad de Reconocimiento de Montaña, que realizó gran parte de su entrenamiento en el Himalaya». Asimismo, dijo al Sunday Times que había sido instructor en la Royal Military Academy de Sandhurst, Inglaterra. Pues bien, resulta que no existe en el ejército británico nada que se llame Unidad de Reconocimiento de Montaña ni Woodall fue nunca instructor en Sandhurst. Tampoco luchó en Angola tras las líneas enemigas. Según un portavoz del ejército británico, Woodall sirvió como pagador.
Pero Woodall también mintió sobre la composición de la lista para obtener el permiso de escalada que debía expedir el Ministerio de Turismo de Nepal
[18]
.
Desde el principio había dicho que tanto Cathy O'Dowd como Deshun Deysel estaban en la lista y que la decisión última sobre cuál de las dos se uniría a la cordada final se tomaría en el campamento base. Tras abandonar la expedición, De Klerk descubrió que O'Dowd sí estaba en la lista, al igual que el padre de Woodall —que contaba sesenta y nueve años— y un francés llamado Tierry Renard —que había pagado a Woodall 35.000 dólares por entrar en el equipo—, pero no así Deshun Deysel —el único miembro de raza negra tras la renuncia de February—. Eso hizo pensar a De Klerk que Woodall jamás había tenido la intención de dejar escalar a Deysel.
Por si eso fuera poco, antes de salir de Suráfrica Woodall había advertido a De Klerk —que está casado con una estadounidense y tiene doble nacionalidad— que no le dejaría participar en la expedición a menos que hiciera valer su pasaporte surafricano.
«Se puso muy pesado —recuerda De Klerk— con lo de que éramos la primera expedición de nuestro país y todo eso; pero resulta que el propio Woodall no tiene pasaporte surafricano. Ni siquiera es ciudadano de Suráfrica; el tío es inglés, y entró en Nepal con un pasaporte británico».
Los engaños de Woodall provocaron un escándalo internacional y fueron motivo de portada en todos los periódicos de la Commonwealth. Al ver que le llovían las críticas, el megalómano Woodall decidió hacer oídos sordos y aislar en lo posible a su equipo de las otras expediciones, también apartó de la expedición al periodista del
Sunday Times
, Ken Vernon, y al fotógrafo Richard Shorey, pese a que Woodall había firmado un contrato según el cual a cambio de apoyo económico por parte del rotativo, los dos periodistas «podrían acompañar a la expedición en todo momento»; la violación de lo estipulado en esta cláusula «sería causa de incumplimiento de contrato». Ken Owen, el director del
Sunday Times
, iba a la sazón camino del campamento base con su mujer. El motivo era un
trekking
que había hecho coincidir con la expedición surafricana y que dirigía precisamente la novia de Woodall, una joven francesa de nombre Alexandrine Gaudin. En Pheriche, Owen se enteró de que Woodall había dado portazo al periodista y al fotógrafo de su diario. Totalmente pasmado, envió una nota al jefe de la expedición explicando que el periódico no tenía la menor intención de retirar a Vernon y a Shorey de la aventura y que los periodistas habían recibido la orden de reincorporarse a la expedición. Cuando leyó el mensaje, Woodall montó en cólera y bajó rápidamente hasta Pheriche para discutirlo con Owen.
Según el director del periódico, durante el enfrentamiento que mantuvo con Woodall, le preguntó a la cara si el nombre de Deysel constaba en la lista del permiso. Woodall respondió que aquello «no era asunto suyo».
Cuando Owen sugirió que Deysel había servido únicamente «como mujer negra simbólica a fin de dotar al equipo de un surafricanismo espurio», Woodall le amenazó con matarlos a él y a su mujer. En un momento dado, el jefe de la expedición manifestó: «Le voy a romper la puta cara y luego le daré por culo».
Poco después, cuando el periodista Ken Vernon llegó al campamento base —incidencia de la que informó desde el fax vía satélite de Rob Hall—, se enteró por boca de O'Dowd de que «no era bienvenido». Vernon escribiría después en el
Sunday Times
:
Le dije a O'Dowd que no tenía ningún derecho a echarme de un campamento que mi periódico había financiado. Al presionarla más, admitió que seguía «instrucciones» del señor Woodall. Dijo que ya habían echado a Shorey del campamento y que el siguiente sería yo, porque no pensaban darme comida ni techo. Me temblaban las piernas después de la larga caminata, y pedí un poco de té antes de decidir si aceptaba el edicto o no. «Imposible», fue la respuesta. O'Dowd se acercó al sherpa en jefe, Ang Dorje, y dijo de forma que yo pudiera oírla: «Ése es Ken Vernon, uno de los que te hemos hablado. No ha de recibir ningún tipo de asistencia». Ang Dorje es un hombre duro como una roca, y ya habíamos compartido juntos unas copas de changa, el peleón aguardiente local. Lo miré y pregunté: «Ni un poco de té. En la mejor tradición de la hospitalidad sherpa», Dorje miró a O'Dowd y dijo: «Qué coño». Me agarró del brazo, me hizo entrar en la tienda comedor y me sirvió un buen tazón de té caliente y un plato de galletas.
A raíz de lo que Owen describió como «escalofriante intercambio de palabras» con Woodall en Pheriche, el director se «convenció «de que el ambiente estaba desquiciado y que la vida de los dos periodistas del
Sunday Times
corría peligro». Así pues, dio instrucciones a Vernon y Shorey de que regresaran a Suráfrica, y el periódico publicó una nota en la que decía que había rescindido el contrato con la expedición.
Dado que Woodall ya había cobrado el dinero del
Sunday Times
, el acto no pasó de ser simbólico y apenas tuvo impacto sobre su actuación en la montaña. En efecto, Woodall se negó a abandonar el liderazgo de la expedición o a hacer ninguna clase de concesión, ni siquiera tras recibir una carta de Nelson Mandela apelando a una reconciliación en bien del interés nacional. Woodall se obcecó en que la ascensión al Everest se llevaría a cabo como estaba previsto, y con él al timón.
De regreso en Ciudad del Cabo, February se explayaba sobre su desengaño. «Tal vez fui un ingenuo —decía con voz entrecortada por la emoción—. Pero el
apartheid
nos marcó a todos. Escalar el Everest con Andrew y los demás habría sido todo un símbolo de que las cosas habían cambiado. Woodall no tenía el menor interés en que surgiera una nueva Suráfrica. Se aprovechó de los sueños de toda una nación para sus propios fines. Dejar el equipo fue una decisión muy difícil de tomar, quizá la que más».
Con la marcha de February, Hackland y De Klerk, ninguno de los restantes escaladores (aparte del francés Renard, que se había apuntado sólo para estar incluido en la lista del permiso y que escalaba por su cuenta, con sus propios sherpas) tenía suficiente experiencia en alta montaña; al menos dos, según De Klerk, «no sabían ni ponerse los crampones».
El noruego, los taiwaneses y sobre todo los surafricanos eran asunto frecuente de conversación en la tienda de Hall. «Con tanto incompetente suelto en la montaña —dijo Roll una tarde de abril, frunciendo el entrecejo—, será poco probable que acabemos la temporada sin que ocurra algo grave allá arriba».
Dudo que nadie pueda afirmar que disfruta viviendo en la alta montaña; me refiero a disfrutar en el sentido corriente de la palabra. Existe una cierta satisfacción en el hecho de ir ascendiendo, aunque sea lentamente; pero uno se ve obligado a pasar la mayor parte del tiempo en la extrema sordidez de un campamento de altura, donde incluso aquel esparcimiento falta. Fumar es imposible; comer hace que a uno le entren ganas de vomitar; la necesidad de reducir la carga excluye la posibilidad de llevar otra literatura que las etiquetas de las latas de conserva. El aceite de las sardinas, la leche condensada y la melaza lo manchan absolutamente todo; salvo en contados momentos durante los cuales uno no suele estar para contemplaciones estéticas, no hay nada que mirar aparte de la confusión que reina en las tiendas o el semblante barbudo y esquelético del compañero; por suerte, el ruido del viento ayuda a silenciar su respiración cargada. Lo peor de todo es la sensación de impotencia e incapacidad absolutas para hacer frente a cualquier emergencia que pueda surgir. Solía consolarme pensando que un año atrás me habría entusiasmado la idea de tomar parte en esa aventura, una posibilidad que siempre me había parecido un sueño imposible; pero la altura tiene el mismo efecto sobre la mente que sobre el cuerpo, el intelecto se entumece y se vuelve insensible, y mi único deseo era acabar de una vez y bajar a un clima más decente.
Eric Shipton
Upon That Mountain
Al amanecer del martes, 16 de abril, y tras haber descansado dos días en el campamento base, nos encaminamos hacia la Cascada de Hielo para empezar nuestra segunda salida de aclimatación. Mientras marchaba nervioso en medio de aquel caos helado y gimiente, advertí que respiraba con menos esfuerzo que en nuestra primera visita al glaciar; mi cuerpo había empezado a adaptarse a la altitud. Lo que no había disminuido un ápice era mi temor a ser aplastado por un serac.
Confiaba en que aquella enorme masa suspendida a 5.800 metros —que un guasón del equipo de Fischer había apodado la Ratonera— hubiera caído ya, pero aún seguía allí, en precario equilibrio, más inclinada incluso. De nuevo tuve que poner a tope mi rendimiento cardiovascular mientras pasaba por debajo de su amenazante sombra, y al llegar a lo alto del serac caí de rodillas, boqueando en busca de aire y temblando de tanta adrenalina que tenía en las venas.
A diferencia de la primera salida de aclimatación, durante la cual estuvimos menos de una hora en el campamento I antes de regresar, Rob pretendía que pernoctáramos allí el martes y el miércoles y continuásemos después hasta el campo II para dormir allí tres noches más antes de volver a bajar.
Cuando llegué al campo I a las nueve de la mañana, Ang Dorje
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, que era nuestro
sirdar
de escalada, estaba cavando plataformas en la ladera de nieve dura para plantar las tiendas. A sus veintinueve años, Ang Dorje es un hombre enjuto de rasgos delicados, con un temperamento tímido y variable y una asombrosa fortaleza física.
Mientras esperaba a que llegasen mis compañeros, agarré una pala y me puse a ayudarle. Al cabo de unos minutos, el esfuerzo me había postrado y tuve que sentarme a descansar. El sherpa se partía de risa. «¿No te encuentras bien, Jon? —dijo—. Sólo estamos en el campo I, a 6.000 metros. Aquí el aire todavía es muy denso».
Ang Dorje procedía de Pangboche, un conglomerado de casas de piedra y bancales de patatas encaramados en una ladera escarpada, a 4.000 metros de altitud. Su padre es un escalador sherpa muy respetado, y fue quien le inició en la escalada a temprana edad a fin de que el muchacho pudiera cotizarse bien en el mercado. Cuando él aún era un adolescente, su padre había quedado ciego de cataratas y Ang Dorje tuvo que dejar la escuela para mantener a su familia.