En marzo de 1947, acuciado por la pobreza, un ingeniero canadiense de nombre Earl Denman llegó a Darjeeling y anunció su intención de escalar el Everest pese a que tenía muy poca experiencia y no disponía de permiso oficial para entrar en Tíbet. De algún modo logró convencer a dos sherpas de que lo acompañaran, Ang Dawa y Tenzing Norgay.
Tenzing —el mismo sherpa que más tarde realizaría con Hillary la primera ascensión al Everest— había llegado a Darjeeling procedente de Nepal en 1933, con sólo diecisiete años y la esperanza de que aquella primavera lo contrataran para una expedición al Everest dirigida por el eminente escalador británico Eric Shipton. El joven sherpa no fue escogido ese año, pero se quedó en India y fue contratado por el propio Shipton para la expedición británica de 1935. Cuando accedió a ir con Denman en 1947, Tenzing ya había estado tres veces en la gran montaña. Luego confesaría que desde el primer momento supo que los planes de Denman eran temerarios, pero él tampoco era capaz de resistir el influjo del Everest:
La cosa no tenía ningún sentido. Primero, era improbable que pudiésemos entrar en Tíbet. Segundo, si entrábamos, nos pillarían y, como guías de Denman, también nosotros nos veríamos en un serio apuro. Tercero, yo no creí ni por un instante que aunque llegásemos a la montaña pudiéramos escalarla con los que formábamos el grupo. Cuarto, intentarlo iba a ser muy peligroso. Quinto, Denman no tenía dinero para pagarnos ni para garantizar una cantidad decente a nuestras familias en caso de que nos sucediera algo. Etcétera, etcétera. Cualquiera en su sano juicio habría dicho que no. Pero yo no pude. En el fondo, necesitaba ir, la atracción que sentía por el Everest era más fuerte que cualquier otra fuerza de este mundo. Ang Dawa y yo lo hablamos durante unos minutos y tomamos la decisión: «Bueno —le dije a Denman—, vamos a probar».
A medida que la pequeña expedición cruzaba la meseta de Tíbet camino del Everest, los dos sherpas empezaron a mirar con respeto al canadiense. A pesar de su inexperiencia, tanto su coraje como su fuerza física eran admirables. Por lo demás, Denman estuvo dispuesto a reconocer sus deficiencias cuando llegaron las primeras pendientes y se enfrentó a la cruda realidad. Vencido por una tormenta a 6.700 metros, admitió su derrota y los tres hombres dieron media vuelta y regresaron sanos y salvos a Darjeeling a las cinco semanas de haber iniciado su aventura.
Maurice Wilson, un inglés idealista y melancólico, no tuvo tanta suerte cuando intentó una ascensión igualmente temeraria trece años antes que Denman. Motivado por un engañoso deseo de ayudar a sus semejantes, Wilson había decidido que escalar el Everest sería el modo perfecto de dar publicidad a su creencia de que los mil y un males del género humano podían curarse mediante una combinación de ayuno y fe en Dios. Ideó un plan que consistiría en ir en aeroplano hasta Tíbet, hacer un aterrizaje forzoso en la falda del Everest y desde allí seguir hasta la cima. El que no supiese absolutamente nada de alpinismo ni de aviación no le pareció un gran impedimento.
Wilson compró un modelo Gypsy Moth con alas de tela, lo bautizó
Ever Wrest
y aprendió los rudimentos del pilotaje. A continuación invirtió cinco semanas en recorrer los modestos collados de Snowdonia y el Lake District para aprender lo que pensó que necesitaba saber sobre escalada. Finalmente, en mayo de 1933 despegó en su pequeño aparato con rumbo al Everest vía El Cairo, Teherán e India.
Para entonces Wilson había conseguido que la prensa se hiciera eco de su aventura. Llegó a Purtabpore, en India, pero como no había obtenido permiso del gobierno nepalés para sobrevolar el país, vendió el aeroplano por quinientas libras esterlinas y viajó por tierra hasta Darjeeling, donde se enteró de que le había sido denegado el permiso para entrar en Tíbet. Tampoco se dejó desanimar por eso: en marzo de 1934 contrató a tres sherpas, se disfrazó de monje budista y, desafiando a las autoridades del Imperio Británico, recorrió casi quinientos kilómetros a través de los bosques de Sikkim y la árida meseta tibetana. El 14 de abril llegaba a las estribaciones del Everest.
Escalando el hielo pedregoso del glaciar este de Rongbuk, Wilson avanzó bastante en los primeros días, pero su desconocimiento del terreno lo llevó a perderse varias veces, acabando extenuado y frustrado. Pero no por ello renunció.
A mediados de mayo alcanzaba la cabecera del glaciar de Rongbuk, a 6.400 metros, donde saqueó las provisiones y el material que la fracasada expedición de Eric Shipton en 1933 había dejado escondidos allí. Luego inició la ascensión a las pendientes que llevaban al collado Norte, pero cuando llegó a los 6.900 metros de altura topó con una pared vertical de hielo que le resultó impracticable, y hubo de retroceder hasta el escondite de Shipton. Ni así se dejó amilanar. El 28 de mayo, Wilson escribía en su diario: «Éste será el último esfuerzo, y presiento que saldrá bien». Y volvió a intentarlo.
Al año siguiente, cuando Shipton regresó al Everest, su expedición encontró el cadáver congelado de Wilson tendido en la nieve al pie del collado Norte. «Tras una breve discusión decidimos enterrarlo en una grieta —escribiría Charles Warren, uno de los que habían encontrado el cadáver—. Creo que a todos nos afectó aquel sepelio. Yo pensaba que era inmune a la visión de los muertos; pero, dadas las circunstancias, y ya que Wilson, a fin de cuentas, había estado haciendo lo mismo que intentábamos nosotros, su tragedia nos tocó demasiado de cerca».
La reciente proliferación en el Everest de modernos soñadores a lo Wilson y Denman —como es el caso de algunos compañeros míos— es un fenómeno que ha suscitado no pocas críticas. Pero la cuestión de quién debe pisar el Everest y quién no debe hacerlo es más complicada de lo que pueda parecer a primera vista. El que un escalador haya pagado una gran suma de dinero para participar en una expedición guiada no significa necesariamente que no esté cualificado para moverse por la montaña. En efecto, al menos dos de las expediciones comerciales al Everest en la primavera de 1996 incluían veteranos del Himalaya que nadie habría osado calificar de intrusos.
El 13 de abril, mientras esperaba en el campo I a que mis otros compañeros subieran la Cascada de Hielo, un par de escaladores del grupo de Scott Fischer pasó por mi lado a gran velocidad. Uno de ellos era Klev Schoening, un contratista de Seattle y ex miembro del equipo nacional de esquí, quien si bien poseía una gran fortaleza física, carecía de experiencia suficiente en alta montaña. Sin embargo, con él iba su tío Pete Schoening, una leyenda viva del alpinismo.
Ataviado con gastadas prendas de Goretex, y a punto de cumplir sesenta y nueve años, Pete era un hombre larguirucho y ligeramente cargado de espaldas que regresaba a las cotas más altas del Himalaya tras una larga ausencia. En 1958 había hecho historia como alma máter de la primera ascensión al Hidden Peak, un pico de 8.093 metros en el Karakorum, en Pakistán, la ascensión inaugural más alta conseguida por un escalador norteamericano. Pero la fama de Pete llegó al cénit tras desempeñar un heroico papel en una abortada expedición al K2 en 1953, el mismo año en que Hillary y Tenzing coronaban el Everest.
La expedición, compuesta de ocho hombres, se hallaba parada a consecuencia de una violenta ventisca y a la espera de atacar la cima del K2, cuando un miembro del equipo llamado Art Gilkey empezó a dar síntomas de tromboflebitis, un coágulo sanguíneo producido por el exceso de altitud. Comprendiendo que había que bajar a Gilkey de inmediato si querían tener alguna esperanza de salvarlo, Schoening y los demás comenzaron a hacerlo descender por la escarpada vía del espolón de los Abruzzos en plena tempestad. A 7.600 metros, un escalador de nombre George Bell resbaló y arrastró en su caída a otros cuatro alpinistas. Schoening se ciñó la cuerda alrededor de los hombros y del piolet y consiguió sostener por sí solo a Gilkey, impidiendo simultáneamente que los otros cinco escaladores se deslizaran pendiente abajo sin saltar él mismo de la montaña. Considerada una de las mayores gestas en los anales del alpinismo, se la conoce a partir de entonces con el apelativo del Amarre.
Ahora Pete Schoening subía al Everest de la mano de Fischer y sus dos guías, Neal Beidleman y Anatoli Boukreev. Cuando le pregunté a Beidleman, un robusto escalador de Colorado, qué sentía al guiar a un cliente como Schoening, me corrigió al punto con una carcajada de modestia: «Yo no podría guiarlo a ninguna parte. Considero un gran honor estar en el mismo equipo que él». Schoening se había sumado al grupo de Mountain Madness no porque necesitase de un guía para escalar el Everest, sino para evitarse el esfuerzo que suponía conseguir permisos, botellas de oxígeno, tiendas, provisiones, sherpas y demás detalles logísticos.
Pocos minutos después de que Pete y Klev Schoening pasaran de largo camino de su propio campamento I, apareció su compañera de equipo, Charlotte Fox. Dinámica y escultural, Fox tenía treinta y ocho años, trabajaba en la patrulla de esquí de Aspen (Colorado) y había coronado previamente dos ochomiles: el Gasherbrum II, de 8.030 metros, en Pakistán, y el Cho Oyu, de 8.158, vecino del Everest. Más tarde, pasó un miembro de la expedición de Mal Duff, un finlandés de veintiocho años llamado Veikka Gustafsson cuyo historial de ascensiones himaláyicas incluía el Everest, el Dhaulagiri, el Makalu y el Lhotse.
En contraste, ningún miembro del equipo de Fischer había conseguido nunca un ochomil. Si Pete Schoening, por ejemplo, era el equivalente de una estrella del béisbol profesional, los clientes de mi expedición, yo incluido, éramos una especie de chusma provinciana que se había colado en las Series Mundiales. Cierto que en la Cascada, Rob Hall había dicho que formábamos un «grupo muy potente». Y es posible que así fuera en comparación con otros grupos de clientes anteriores. Para mí, no obstante, estaba muy claro que ninguno de nosotros tenía la menor oportunidad de escalar el Everest sin la ayuda de Hall, de sus guías y de los sherpas.
Por otro lado, nuestro grupo era mucho más competente que otros de los que estaban en la montaña. Había varios alpinistas de dudosa capacidad en una expedición comercial liderada por un inglés con mediocres antecedentes. Pero los menos cualificados para el Everest no eran clientes en absoluto, sino miembros de expediciones no comerciales y organizadas según los cánones tradicionales.
Mientras regresaba hacia el campamento base por la parte inferior de la cascada, adelanté a un par de escaladores rezagados que llevaban un extraño atuendo. A primera vista se notaba que no estaban familiarizados con las técnicas y el equipo corriente para la travesía de un glaciar. Al que iba detrás se le enganchaban a cada momento los crampones y subía dando traspiés. Mientras esperaba a que cruzasen una profunda grieta salvada por dos enclenques escalas de aluminio empalmadas por los extremos, me impresionó ver que cruzaban los dos a la vez, pisándose casi los talones, lo cual era un riesgo del todo innecesario. Tras un intento de conversar con ellos al otro lado de la grieta, me enteré de que pertenecían a una expedición taiwanesa.
La reputación de los taiwaneses ya era conocida antes de su llegada al Everest. En 1995, el mismo equipo había viajado a Alaska para escalar el McKinley como preparación a su intento del Everest en 1996. Nueve escaladores llegaron a la cima, pero siete de ellos quedaron atrapados por una tormenta en el descenso, perdieron el rumbo y se vieron obligados a pasar la noche al raso a 5.900 metros de altitud. El Servicio de Parques Nacionales tuvo que realizar un rescate tan peligroso como caro.
Respondiendo a una petición de la guardia forestal, Alex Lowe y Conrad Anker, dos de los mejores alpinistas de Estados Unidos, interrumpieron su propia ascensión y corrieron en ayuda de los escaladores taiwaneses, que para entonces estaban medio muertos. Con gran dificultad y considerable riesgo para sus vidas, Lowe y Anker cargaron con sendos taiwaneses y los bajaron desde 5.900 a 5.250 metros, cota en la cual un helicóptero pudo evacuarlos. En total, cinco miembros del equipo taiwanés —uno de ellos cadáver y dos medio congelados— fueron retirados del monte McKinley en helicóptero. «Sólo murió uno —dice Anker—. Pero si Alex y yo no hubiéramos llegado entonces, habrían muerto otros dos. Nos habíamos fijado en el grupo de taiwaneses porque se los veía muy poco competentes. No fue ninguna sorpresa que tuvieran problemas».
El jefe de la expedición, Gau Ming-Ho —un fotógrafo jovial que se hace llamar Makalu por el ochomil del mismo nombre—, estaba exhausto, medio congelado, y tuvo que ser asistido por dos guías de Alaska. «Mientras ellos lo bajaban —cuenta Anker—, Makalu iba gritando “¡Victoria! ¡Victoria!” a todo el que pasaba, como si no hubiera ocurrido ningún desastre. Ese Makalu sí que era un tipo raro». Cuando en 1996 los supervivientes de la catástrofe aparecieron en la cara Sur del Everest, Makalu Gau era una vez más el jefe.
La presencia de los taiwaneses en la montaña fue motivo de gran preocupación para la mayor parte de las otras expediciones. Existía el temor real de que sufrieran algún percance que obligara a otros a acudir en su ayuda, lo cual no sólo podía poner la vida de éstos en peligro, sino acabar incluso con las aspiraciones de alcanzar la cima.
Pero los taiwaneses no eran en absoluto el único grupo con asignaturas suspendidas. Acampando junto a nosotros había un alpinista noruego de veinticinco años llamado Petter Neby, que había anunciado su intención de escalar en solitario la cara Suroeste
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, una de las vías de aproximación más duras y peligrosas; y ello a pesar de que su experiencia en el Himalaya se limitaba a dos ascensiones al vecino Island Peak, una montaña de seis mil y pico metros en una cadena subsidiaria del Lhotse y cuya dificultad técnica consistía en andar con determinación.
Y luego estaban los surafricanos. Patrocinada por un importante periódico, el
Sunday Times
de Johannesburgo, la expedición había despertado el orgullo nacional y recibido antes de su partida la bendición del presidente Nelson Mandela. Se trataba del primer equipo surafricano al que se le concedía un permiso para escalar el Everest, y aspiraba, por tratarse de un grupo racialmente mixto, a poner la primera persona de raza negra en el techo del mundo. El jefe de la expedición era Ian Woodall, un tipo locuaz y ratonino, de treinta y nueve años, que disfrutaba contando anécdotas sobre sus grandes proezas como comando detrás de las líneas enemigas durante el largo y brutal conflicto armado que enfrentó a Suráfrica y Angola en los años ochenta.