La columna se acercaba con aplomo y lentitud, una veintena de jinetes. Delante, en un caballo alto y blanco, cabalgaba un heraldo vestido con media armadura. Su caballo estaba cubierto con lienzos rosados y grises; el heraldo enarbolaba un pendón que mostraba tres unicornios blancos sobre campo verde: los emblemas reales de Dahaut. Otros tres heraldos lo seguían de cerca, enarbolando otros estandartes. A cierta distancia cabalgaban tres caballeros. Vestían armadura ligera y capas ondeantes de gran colorido: una negra, una verde oscuro, una azul claro. Los tres iban seguidos por dieciséis hombres armados, cada cual empuñando una lanza con un pendón verde al viento.
—Presentan un gallardo espectáculo, a pesar de la travesía —observó Dhrun.
—Eso han planeado —dijo Aillas—. Lo cual también es significativo.
—¿En qué sentido?
—¡Ah! Esas cosas siempre son más claras retrospectivamente. Por ahora, llegan tarde, pero se han tomado la molestia de hacer una aparición majestuosa. Son señas confusas que alguien más sutil que yo deberá interpretar.
—¿Conoces a esos caballeros?
—El rojo y el gris son los colores del duque Claractus. Lo conozco de oídas. La compañía debe venir del castillo de Cirroc, donde reside Wittes. Él es, evidentemente, el segundo caballero. En cuanto al tercero… —Aillas miró a un costado y llamó a su heraldo Duirdry, que estaba a poca distancia—. ¿Quién viene en esa columna?
—El primer estandarte pertenece al rey Audry: la columna viene en representación del rey. Luego, veo los estandartes de Claractus, duque de la Marca y de Fer Aquila. Los otros dos son los nobles Wittes de Harne y de Cirroc, y Agwyd de Gyl. Todos son notables de largo linaje y buenas alianzas.
—Ve a la llanura —dijo Aillas—. Recibe a esos hombres con cortesía y pregúntales a qué vienen. Si te responden con respeto, los recibiré de inmediato en el salón. Si son rudos o despectivos, hazlos esperar y tráeme su mensaje.
Duirdry se marchó del parapeto. Poco después salió por la puerta escoltado por dos hombres armados. Los tres montaban caballos negros con sencillos arneses. Duirdry exhibía el estandarte real de Aillas: cinco delfines blancos sobre un campo azul oscuro. Los hombres armados portaban banderas con los emblemas de Troicinet, Dascinet y Ulflandia del Norte y del Sur. Cabalgaron unos cien metros, frenaron los caballos y aguardaron bajo la brillante luz del sol, con la oscura escarpa y la fortaleza a sus espaldas.
La columna daut se detuvo a cincuenta metros. Al cabo de un instante de inmovilidad, el heraldo daut se adelantó en su caballo blanco. Se detuvo frente a Duirdry.
Desde el parapeto, Aillas y Dhrun vieron que el heraldo daut entregaba el mensaje del duque Claractus. Duirdry escuchó, respondió con elegancia, dio media vuelta y regresó a la fortaleza. Al momento se presentó en la terraza con su informe.
—El duque Claractus presenta sus saludos. Habla en nombre del rey Audry, al siguiente efecto: «En vista de las amistosas relaciones existentes entre los reinos de Troicinet y Dahaut, el rey Audry desea que el rey Aillas dé fin a su ocupación de las tierras de Dahaut con la mayor premura y se repliegue hacia las fronteras reconocidas de Ulflandia. De esa manera, el rey Aillas eliminará una fuente de grave preocupación para el rey Audry y asegurará la continuidad de la armonía que ahora existe entre ambos reinos». El duque Claractus, hablando en su propio nombre, desea que abras las puertas a sus gentes para que ocupen la fortaleza, según su deber y su derecho.
—Regresa —dijo Aillas—. Comunica al duque Claractus que puede entrar en la fortaleza con una escolta de sólo dos personas, y que le otorgaré una audiencia. Después llévalo al salón bajo.
Duirdry partió de nuevo. Aillas y Dhrun descendieron al salón bajo: una cámara pequeña y penumbrosa excavada en la piedra del peñasco. Una pequeña aspillera daba sobre la llanura; un portal conducía a un balcón que dominaba el patio de reunión, detrás de la puerta.
Siguiendo instrucciones de Aillas, Dhrun se apostó en una antesala que quedaba frente al salón; allí esperó a la delegación daut.
El duque Claractus llegó sin demora, acompañado por Wittes y Agwyd. Claractus entró pesadamente en la cámara y se detuvo: un hombre alto y macizo, de pelo negro, barba negra y corta, y severos ojos negros en un rostro tosco. Claractus llevaba un yelmo de acero y una capa de terciopelo verde sobre una cota de malla. Una espada le colgaba del cinto. Wittes y Agwyd lucían atuendos similares.
—Duque —dijo Dhrun—, yo soy Dhrun, príncipe del reino. Tu audiencia con el rey Aillas será informal y por lo tanto no es una ocasión adecuada para portar armas. Podéis quitaros el yelmo y dejar las espadas en la mesa, de acuerdo con los preceptos habituales de la caballería.
El duque Claractus sacudió la cabeza con brusquedad.
—No estamos aquí solicitando una audiencia con el rey Aillas; eso sólo sería adecuado en su propio reino. El rey visita ahora un ducado perteneciente al reino de Dahaut, y yo gobierno ese ducado. Yo soy aquí la máxima autoridad, y el protocolo es diferente. Considero esta ocasión como un parlamento de campaña. Nuestro atuendo es pues apropiado. Condúcenos hasta el rey.
Dhrun meneó la cabeza cortésmente.
—En ese caso, yo llevaré el mensaje al rey Aillas y vosotros podréis regresar a vuestra columna sin más demora. Escucha atentamente, pues éstas son las palabras que deberás comunicar al rey Audry:
»El rey Aillas declara que los ska ocuparon Poelitetz durante diez años. Los ska también controlaban las tierras que rodeaban el Dann Largo. Durante ese período no se toparon con protestas ni represalias del rey Audry, de ti ni de ningún otro daut. Según las premisas de la ley consuetudinaria que rige los casos de ocupación incuestionada, los ska —con sus actos, y en ausencia de represalias daut— ganaron plenamente la propiedad de Poelitetz y las tierras que rodean el Dann Largo.
»Con el tiempo, el ejército ulflandés, al mando del rey Aillas, derrotó a los ska, los expulsó y tomó su propiedad por la fuerza de las armas. Esta propiedad se anexionó pues al reino de Ulflandia del Norte, con pleno derecho y legalidad. Estos hechos y los precedentes de la historia y la práctica común son irrefutables.
Claractus miró a Dhrun de hito en hito.
—Cacareas demasiado para ser un gallo tan joven.
—Duque, únicamente repito las palabras que me dijo el rey Aillas, y espero no haberte ofendido. Aún queda otro asunto por mencionar.
—¿Cuál?
—El Dann Largo es el límite natural entre Dahaut y Ulflandia del Norte. La fuerza defensiva de Poelitetz no significa nada para Dahaut; no obstante, su valor es inapreciable para los reinos de Ulflandia del Norte y del Sur, en caso de un ataque desde el este.
Claractus soltó una ronca risotada.
—¿Y si los ejércitos atacantes fueran daut? Lamentaríamos sobremanera no haber reclamado nuestro territorio, tal como hacemos ahora.
—Tu pretensión se rechaza —dijo Dhrun cortésmente—. Y añadiré que no nos preocupan los ejércitos daut, por valerosos que sean, sino las fuerzas del rey Casmir de Lyonesse, el cual apenas se digna ocultar sus ambiciones.
—¡Si Casmir se atreve a internarse un solo paso en Dahaut, lo lamentará! —declaró Claractus—. Lo perseguiremos por la Calle Vieja y lo acorralaremos en Cabo Despedida, donde lo haremos trizas, a él y a sus soldados sobrevivientes.
—¡Valientes palabras! —dijo Dhrun—. Se las repetiré a mi padre, para llevarle tranquilidad. Nuestro mensaje para el rey Audry es el siguiente: «Poelitetz y el Dan Largo ahora forman parte de Ulflandia del Norte. No debe temer una agresión desde el oeste, y así podrá consagrar todas sus energías a combatir a los bandidos celtas que le han causado tantas aflicciones en Wysrod».
—Bah —masculló Claractus, sin poder articular una réplica más convincente.
Dhrun hizo una reverencia.
—Habéis oído las palabras del rey Aillas. No hay más que decir, y tenéis mi autorización para marcharos.
El duque Claractus le clavó los ojos, giró sobre los talones, hizo un gesto a sus acompañantes y sin decir palabra salió de la cámara.
Desde la aspillera, Aillas y Dhrun observaron la columna que se alejaba por la Llanura de las Sombras.
—Audry es un hombre lánguido y algo frívolo —dijo Aillas—. Quizá decida que en este caso su honor no está afectado. Eso espero, porque no necesitamos más enemigos. Llegado el caso, tampoco los necesita el rey Audry.
Durante las incursiones de los danaans, Avallen había sido una ciudad fortificada junto al estuario del Camber, notable sólo por las torres que se elevaban sobre las murallas.
El poder danaan llegó a su fin; los altos guerreros de ojos castaños que luchaban desnudos salvo por los yelmos de bronce desaparecieron en las brumas de la historia. Las murallas de Avallon se desmoronaron; las enmohecidas torres albergaban sólo murciélagos y búhos, pero Avallon continuó siendo la «Ciudad de las Altas Torres».
Antes del período turbulento, Olam III transformó a Avallon en su capital y mediante grandes gastos hizo de Falu Ffail el palacio más majestuoso de las Islas Elder. Sus sucesores no le fueron a la zaga en este aspecto, y cada cual compitió con su predecesor en la riqueza y esplendor de sus aportes al palacio.
Cuando Audry II llegó al trono, se dedicó a perfeccionar los jardines del palacio. Encargó seis fuentes de diecinueve chorros, cada una de las cuales fue rodeada por un paseo circular con bancos acolchados; bordeó la avenida central con una treintena de ninfas y faunos de mármol; en el extremo había una cúpula sostenida por arcos en la que los músicos tocaban dulcemente desde el alba hasta el ocaso, y a veces hasta más tarde, bajo la luz de la luna. Un jardín de rosas blancas flanqueaba un jardín de rosas rojas; limoneros podados de forma esférica bordeaban los parques cuadrangulares donde el rey Audry gustaba de pasear con sus favoritos.
Falu Ffail era notable no sólo por sus jardines sino por la pompa y la extravagancia de sus celebraciones. Mascaradas, juegos, espectáculos y frivolidades se sucedían uno tras otro, cada cual más exuberante que el anterior. Cortesanos galantes y bellas damas poblaban las salas y galerías, con maravillosas y complejas indumentarias; todos analizaban con cuidado a los demás, preguntándose qué efecto causaría su acicalada imagen. Se dramatizaba y se exageraba cada aspecto de la vida; cada instante era denso como la miel, cargado de significación.
En ninguna parte se hallaba conducta más grácil ni modales más exquisitos que en Falu Ffail. El aire estaba impregnado de conversaciones susurrantes; las damas dejaban una estela de perfume al pasar: jazmín, naranja, sándalo, esencia de rosa. Los amantes se encontraban en salas penumbrosas: citas a veces secretas, a veces ilícitas; muy pocas cosas, sin embargo, escapaban a la atención ajena, y cada incidente —divertido, grotesco, patético o las tres cosas— alimentaba las habladurías.
En Falu Ffail la intriga era la esencia de la vida y de la muerte. Bajo el brillo y el fulgor circulaban oscuras corrientes de pasión y pesadumbre, de envidia y de odio. Había duelos al romper el alba y asesinatos a la luz de las estrellas, misterios y desapariciones, y exilios dictados por el rey cuando las indiscreciones se volvían intolerables.
El gobierno de Audry era benévolo, pues sus decisiones jurídicas eran cuidadosamente preparadas por el canciller Namias. No obstante, sentado en el trono Evandig, con túnica escarlata y corona de oro, Audry parecía la definición misma de la majestad benigna. Sus atributos personales realzaban su aspecto regio. Era alto e imponente, aunque de caderas amplias y vientre fofo. Lustrosos rizos negros le colgaban junto a las pálidas mejillas; un elegante bigote negro le agraciaba el carnoso labio superior. Bajo las expresivas cejas negras, relucían unos ojos húmedos y grandes, algo juntos a pesar de la larga y desdeñosa nariz.
La reina Dafnyd, esposa de Audry, originalmente una princesa de Gales y dos años mayor que Audry, le había dado tres hijos varones y dos mujeres; ahora ya no inflamaba las pasiones de Audry. A Dafnyd le daba igual y no le importaban los amoríos de Audry; ella satisfacía sus propias inclinaciones con un terceto de fornidos lacayos. El rey Audry no aprobaba esa situación, y miraba con mal ceño a los lacayos cuando los veía en la galería.
Cuando reinaba el buen tiempo, Audry solía desayunar en una zona privada del jardín, en el centro de un parque cuadrangular. Los desayunos eran informales, y normalmente Audry era atendido por unos cuantos amigos.
Hacia el final de una de esas ocasiones, Tramador, el senescal de Audry, se aproximó para anunciar la llegada de Claractus, duque de la Marca y de Fer Aquila, quien solicitaba audiencia.
Audry hizo una mueca de fastidio; esas nuevas rara vez le causaban alegría y, peor aún, le exigían horas de tediosas deliberaciones.
Tramador aguardó, sonriendo para sus adentros ante la vacilación del rey Audry. Al fin Audry gruñó con irritación y movió los gruesos dedos blancos.
—Trae a Claractus. Lo veré ahora, y me desharé del asunto.
Tramador dio media vuelta, sorprendido de que el rey Audry actuara con tanta decisión. Cinco minutos después regresó acompañado por el duque Claractus. A juzgar por la tez sucia y la indumentaria cubierta de polvo, Claractus acababa de apearse del caballo.
Claractus se inclinó ante el rey.
—¡Majestad, mis excusas! Descuidé mi elegancia por verte cuanto antes. Anoche dormí en Sotodique Verwiy; madrugué y he cabalgado sin descanso para llegar aquí.
—Aprecio tu celo —dijo Audry—. ¡Si todos me sirvieran tan bien, jamás cesaría de regocijarme! Parece que traes noticias de importancia.
—Tú juzgarás, majestad. ¿Puedo hablar?
Audry señaló una silla.
—¡Siéntate, Claractus! Supongo que conoces a estos caballeros, Huynemer, Archem, Rudo.
Claractus saludó a los tres con una inclinación de cabeza.
—Los vi en mi última visita; disfrutaban de una farsa y los tres iban disfrazados de arlequines, payasos o algo parecido.
—No recuerdo la ocasión —dijo rígidamente Huynemer.
—No importa —dijo Audry—. Cuéntame tus noticias, que espero alegrarán mi ánimo.
Claractus rió ásperamente.
—Si así fuera, majestad, habría cabalgado toda la noche. Mis noticias no son gratas. Conferencié, tal como me ordenaste, con el rey Aillas en la fortaleza Poelitetz. Expresé tu parecer con las palabras exactas. Me respondió con cortesía, pero sin sustancia. No evacuará Poelitetz ni las tierras que circundan el Dan Largo. Afirma que arrebató tales lugares a los ska, los cuales los habían tomado por las armas al reino daut, apropiándoselos. Aillas señala que los ska mantuvieron esta propiedad sin que tus reales ejércitos los desafiaran. Por consiguiente afirma que el reino de Ulflandia del Norte es ahora el legítimo propietario de la fortaleza.