Lyonesse - 3 - Madouc (7 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
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El sacerdote apoyó la mano en el hombro de Madouc con toda afabilidad y la obligó a cruzar la habitación. Sollace se echó a Madouc en el regazo, levantó la falda de la princesa y azotó las delgadas piernas. Madouc se quedó floja como un felpudo, sin emitir sonido. La falta de reacción irritó a Sollace; golpeó una y otra vez, y finalmente bajó las bragas de Madouc para zurrarle las nalgas desnudas. El padre Umphred miraba aprobatoriamente, sonriendo y cabeceando al ritmo de los golpes. Madouc callaba. Sollace al fin se aburrió, arrojó las ramas y obligó a Madouc a ponerse en pie. Apretando los labios, Madouc se subió la ropa interior, se acomodó la falda y se dispuso a marcharse.

—No te he dado permiso para irte —advirtió Sollace.

Madouc se detuvo y miró por encima del hombro.

—¿Piensas azotarme de nuevo?

—Ahora no. Siento el brazo cansado y dolorido.

—Entonces has terminado conmigo.

Madouc se marchó, dejando a Sollace boquiabierta.

2

La reina Sollace se sentía molesta por la conducta de Madouc y por su propia reacción, que no le había parecido a la altura de las circunstancias. Durante mucho tiempo había oído rumores sobre la terquedad de Madouc, pero la experiencia directa le había resultado inquietante. Si Madouc debía convertirse en una grácil doncella, adorno de la corte, se requerían medidas correctivas de inmediato.

La reina Sollace comentó el problema con el padre Umphred, quien sugirió que se impartiera educación religiosa a la princesa. La dama Marmone frunció el ceño.

—Eso no resuelve ninguna cuestión práctica, y sería una pérdida de tiempo para todos.

La reina Sollace que era devota, se irritó.

—¿Qué acción recomiendas entonces?

—Ya he estado pensando sobre este asunto. La instrucción debe continuar como antes, quizá con mayor énfasis en la delicadeza del comportamiento. Tal vez sea conveniente que la princesa disponga de un cortejo de nobles doncellas, para que la fuerza del ejemplo le inculque una conducta grácil. De cualquier modo, casi tiene la edad en que deberás brindarle ese cortejo. En mi opinión, cuanto antes mejor.

Sollace asintió con desgana.

—Falta un par de años para esa decisión, pero las circunstancias son especiales. Madouc es una desfachatada e insolente mocosa del bosque, y sin duda necesita una influencia moderadora.

Una semana después llamaron a Madouc al salón matinal, en el segundo nivel de la Torre Este. Allí le presentaron a seis nobles damiselas que actuarían como doncellas de compañía. Madouc, sabiendo que las protestas serían vanas, echó una ojeada a sus nuevas compañeras y no le gustó lo que veía. Las seis doncellas estaban ataviadas con finos atuendos y mostraban una exagerada delicadeza en el porte.

Las seis, tras unas reverencias formales, sometieron a Madouc a su propia inspección, y demostraron tan poco entusiasmo como Madouc. Habían sido informadas de sus deberes, que la mayoría de ellas consideraban fastidiosos. Debían brindar compañía a la princesa, cumplir con sus encargos, llevarle chismes y compartir el tedio de sus lecciones.

A petición de Madouc, las pequeñas damas debían retozar juntas y jugar al tejo, al salto de cuerda, a la pelota, al parpadeo, a las manitas, al gallo, al batallador y a otros pasatiempos similares; juntas tejerían, prepararían lociones aromáticas y polvos, tejerían guirnaldas y aprenderían los pasos de las danzas en boga. Todas recibirían lecciones de lectura y escritura; más importante aún, se les enseñaría decoro, convenciones cortesanas y las inalterables reglas de la precedencia. Las seis doncellas eran:

  • Devonet del castillo de Folize.
  • Felice, hija del senescal Mungo.
  • Ydraint de la noble casa de Damar.
  • Artwen de la fortaleza Kassie.
  • Chlodys de Fanistry.
  • Elissia de Yorn.

Las seis formaban un grupo variado. Todas eran mayores que Madouc, salvo Felice, que tenía la misma edad. Chlodys era grande, rubia y algo desmañada. Elissia era menuda, morena y pulcra. Artwen era enérgica; Felice era tímida, distraída, bonita pero frágil; Devonet era bella. Chlodys e Ydraint eran notablemente púberes; Devonet y Artwen un poco menos; Felice y Elissia, como Madouc, aún estaban en el umbral del cambio.

En teoría, las seis doncellas acompañarían a su adorada princesa a todas partes, charlando jovialmente y compitiendo en el cumplimiento de sus pequeños deberes; recibirían con alegría las alabanzas de la princesa, con humildad sus amables reproches. Las seis formarían una corte en miniatura de damiselas virtuosas y alegres, sobre las cuales la princesa Madouc reinaría serenamente, como una preciosa joya en un marco dorado.

En la práctica la situación era diferente. Desde el principio, Madouc receló de ese nuevo arreglo, considerándolo un estorbo que sólo le limitaría la libertad. Las seis doncellas, por su parte, mostraban poco fervor en el cumplimiento de sus deberes. Consideraban a Madouc rara y excéntrica, enemiga de la elegancia e ingenua hasta la estupidez.

Las condiciones del nacimiento de Madouc, según las entendía la corte, no le daban mucho prestigio, y las doncellas lo comprendieron pronto. Tras unos días de cauta formalidad, las doncellas formaron un grupo cerrado que excluía manifiestamente a Madouc. La cortesía era sólo una descarada farsa; las sugerencias de la princesa se topaban con miradas de indiferencia, y nadie prestaba atención a sus comentarios.

Al principio Madouc sintió desconcierto, luego diversión, luego irritación. Por último decidió que le importaba un rábano y continuó actuando por su cuenta.

El distanciamiento de Madouc aumentó la reprobación de las doncellas, que la encontraban más rara que nunca. El espíritu rector del grupo era Devonet, una doncella delicada y grácil, lozana como una flor, ya experta en las artes de la simpatía. Áureos y lustroso bucles le colgaban sobre los hombros, los ojos eran dorados estanques de inocencia. Devonet era asimismo experta en maquinaciones e intrigas; le bastaba una señal —un dedo arqueado, la cabeza ladeada— para que las doncellas se alejaran de Madouc y se reunieran en otro extremo de la habitación para mirarla por encima del hombro, susurrar y reír. En otras ocasiones la espiaban a hurtadillas y desaparecían cuando Madouc lo advertía.

Madouc suspiraba, se encogía de hombros e ignoraba el ultraje. Una mañana, mientras desayunaba con sus doncellas, Madouc descubrió un ratón muerto en su cuenco de gachas. Arrugó la nariz con repulsión. Mirando en torno, reparó en la disimulada atención de las seis doncellas: obviamente sabían lo que ella iba a encontrar. Chlodys se tapó la boca para contener una risita; la mirada de Devonet era límpida y blanda.

Madouc apartó el cuenco y frunció los labios, pero no dijo nada.

Dos días después —mediante una serie de actos misteriosos y fingiendo sigilo— logró despertar la curiosidad de Devonet, Chlodys y Ydraint, quienes la siguieron subrepticiamente para averiguar la razón de su extraña conducta. Sin duda había un escándalo en puertas, y esa perspectiva les encantaba. Siguieron a Madouc hasta la parte superior de la Torre Alta, y la vieron trepar por una escalerilla hasta una hilera de palomares abandonados. Cuando Madouc bajó la escalerilla y se fue por donde había venido, Devonet, Chlodys y Ydraint salieron de su escondrijo, subieron por la escalerilla, abrieron una trampilla y exploraron cautelosamente los palomares. Se sintieron defraudadas al encontrar sólo polvo, mugre, plumas y mal olor, sin rastro alguno de depravación. Regresaron de mal talante a la trampilla y descubrieron que la escalerilla ya no estaba. El suelo empedrado estaba a cuatro metros.

Al mediodía la ausencia de Devonet, Chlodys y Ydraint causó perplejidad general. Artwen, Elissia y Felice no pudieron brindar ninguna información. Desdea interrogó con severidad a Madouc, quien manifestó el mismo desconcierto.

—Son muy perezosas. Quizás aún estén durmiendo en la cama.

—¡Improbable! —exclamó Desdea—. ¡Esta situación es rarísima!

—En efecto —dijo Madouc—. Sospecho que traman alguna maldad.

Pasó el día, y la noche. En el silencio de la mañana siguiente, una criada que cruzaba el patio oyó un sonido plañidero cuyo origen no pudo identificar de inmediato. Se detuvo a escuchar, y al final concentró su atención en los palomares de la Torre Alta. Se lo comunicó a Boudetta, el ama de llaves, y el misterio se resolvió. Las tres niñas, sucias, asustadas, ateridas y compungidas, fueron rescatadas de su prisión. Histéricamente denunciaron a Madouc y la culparon por sus penurias («¡Quería que nos muriésemos de hambre!», «¡Hacía frío, y soplaba el viento, y oímos al fantasma!», «¡Tuvimos miedo! ¡Ella lo hizo a propósito!»), Desdea y Marmone escucharon con rostro pétreo, pero no sabían qué pensar. La situación era confusa; además, si exponían el caso ante la reina, Madouc quizá presentara sus propias acusaciones, mencionando, por ejemplo, ratones muertos en el potaje.

Por último, se advirtió severamente a Chlodys, Ydraint y Devonet que andar trepando por palomares abandonados no era conducta adecuada para damas de alta alcurnia.

Hasta entonces el episodio de los membrillos podridos —junto con el embarazo del rey Casmir y el castigo de Madouc— había permanecido en secreto. A través de alguna fuente clandestina, la noticia llegó sin embargo a oídos de las alborozadas doncellas. Mientras tejían, Devonet murmuró:

—¡Qué espectáculo, qué espectáculo, cuando zurraron a Madouc!

—¡Pateando y gimiendo, el trasero al aire! —susurró Chlodys, como pasmada ante la idea.

—¿De veras fue así? —inquinó Artwen.

Devonet asintió púdicamente.

—¡De veras! ¿No oísteis los aullidos?

—Todos los oyeron —dijo Ydraint—. Pero nadie sabía de dónde venían.

—Todos lo saben ahora —dijo Chlodys—. ¡Era Madouc, mugiendo como una vaca enferma!

—Princesa Madouc —dijo arteramente Elissia—, ¡estás muy callada! ¿No te agrada nuestra conversación?

—Al contrario. Me divierten vuestras bromas. Alguna vez me las repetiréis.

—¿Cómo? —preguntó Devonet, desconcertada y alerta.

—¿No lo imagináis? Un día me casaré con un gran rey y me sentaré en un trono dorado. En esa ocasión tal vez os lleve a mi corte, para que lancéis esos «aullidos» que parecen tan divertidos.

Las doncellas guardaron un inquieto silencio. Devonet fue la primera en recobrar la compostura. Se echó a reír.

—No es seguro, ni siquiera probable, que te cases con un rey… ¡No tienes linaje! Chlodys, ¿la princesa Madouc tiene linaje?

—Ninguno, pobrecilla.

—¿Qué es «linaje»? —preguntó cándidamente Madouc.

Devonet rió de nuevo.

—¡Algo que tú no tienes! Quizá no debiéramos decírtelo, pero la verdad es la verdad. ¡No tienes padre! Elissia, ¿cómo llamas a una niña que no tiene padre?

—Bastarda.

—Exactamente. Es lamentable, pero Madouc es una bastarda, y nadie querrá desposarla.

Chlodys tiritó exageradamente.

—Me alegro de no ser bastarda.

—Pero os equivocáis —dijo Madouc con voz razonable—. Sí que tengo padre. Murió junto con mi madre, o eso dicen.

—Tal vez esté muerto, tal vez no —dijo Devonet con desdén—. Lo arrojaron a un agujero, y allí está ahora. Era un vagabundo, y nadie se molestó en preguntarle el nombre.

—En cualquier caso —dijo Chlodys—, no tienes linaje y nunca te casarás. Es duro, pero es mejor que lo sepas desde ahora, para que aprendas a afrontarlo.

—En efecto —dijo Ydraint—. Nosotras te lo decimos porque es nuestro deber hacerlo.

Madouc procuró dominar la voz.

—Vuestro deber es decir únicamente la verdad.

—¡Pues eso hacemos! —declaró Devonet.

—¡No lo creo! —replicó Madouc—. ¡Mi padre era un noble caballero, dado que yo soy su hija! ¿Cómo podría ser de otra manera?

Devonet miró a Madouc de arriba abajo. Luego respondió:

—Muy fácilmente.

3

Madouc no sabía con certeza qué quería decir «linaje». Había oído la palabra en un par de ocasiones, pero nunca le habían dicho su significado exacto.

Días antes había ido a los establos para cepillar a su pony Tyfer; dos caballeros que hablaban sobre un caballo mencionaron su «noble linaje». El caballo, un semental negro, estaba muy bien dotado, pero éste no parecía ser el factor determinante, y mucho menos en lo concerniente a Madouc. Estaba claro que Devonet y las demás doncellas no podían esperar que ella alardeara de poseer semejante instrumento.

Era muy desconcertante. Tal vez los caballeros aludían a la calidad de la cola del caballo.

Como antes, y por la misma razón, Madouc rechazó la teoría. Decidió no hacer más especulaciones y realizar preguntas en cuanto tuviera la oportunidad.

Madouc se llevaba bastante bien con el príncipe Cassander, único hijo varón del rey Casmir y la reina Sollace, y heredero forzoso de la corona de Lyonesse. Con los años Cassander se había transformado en una especie de alegre bravucón. Tenía un físico robusto, y bajo unos apretados rizos rubios mostraba una cara redonda de rasgos menudos y rígidos y unos ojos azules y redondos. Del padre había heredado, o aprendido, sus ademanes bruscos y autoritarios; de Sollace había recibido la delicada tez rosada, las manos y pies menudos, y un temperamento más afable y flexible que el del rey Casmir.

Madouc descubrió a Cassander sentado a solas en el naranjal, escribiendo en un pergamino con una pluma. Madouc se quedó mirándolo un instante. ¿Cassander consagraba sus energías a la poesía? ¿A las canciones? ¿Las odas amorosas? Cassander vio a Madouc, dejó la pluma y arrojó el pergamino en una caja.

Madouc se le acercó despacio. Cassander parecía de ánimo jovial y saludó a Madouc con sorna.

—¡Salud a la furia vengadora del castillo, ataviada con dardos y arranques de rayos rojizos! ¿Quién será el próximo en conocer el aguijón de tu espantosa ira? ¿O, con mayor exactitud, el impacto de tus membrillos podridos?

Madouc sonrió y se acomodó en el banco junto a Cassander.

—El rey ha impartido órdenes precisas. Ya no puedo hacer lo que es necesario hacer —Madouc suspiró—. He decidido obedecer.

—Sabia decisión.

Madouc continuó, con voz meditabunda:

—Sería de esperar que, siendo una princesa, tuviese derecho a arrojar membrillos en cualquier dirección y cuando se me antoje.

—Sería de esperar, pero el acto no se considera decoroso, y el decoro es el principal deber de una princesa.

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