Los verdugos de Set (9 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los verdugos de Set
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—¿A qué hora?

—Sobre la séptima después del mediodía.

—¿Había estado Ipúmer en su casa?

—Sí, mi señor: venía de allí, según me contó.

—¿Y qué más te dijo?

—Que pretendía visitar la casa de la Gacela Dorada. Le pregunté si la dama Neshratta iba a querer encontrarse con él.

»—Creo que sí —me contestó—. ¡Más le vale!

»Estaba muy alterado. Comimos y bebimos muy poco.

—¿Había tomado algo antes?

—Sí, mi señor: su casera le había dado comida, e Ipúmer llevaba parte de la que le había sobrado en un hato de lino. Creo que acabó por tirarla.

—¿Estuvisteis mucho rato juntos?

—No, mi señor: no tardó en marcharse.

Amerotke puso la mano en alto.

—En tal caso, ¿qué sucedió durante las cuatro horas que transcurrieron entre el momento en que se despidió de ti y el momento en que lo vio el buhonero acercarse a la casa del general Peshedu?

Hepel se limitó a encogerse de hombros. El magistrado pidió entonces que se dispusieran más cojines ante él, toda vez que tenía la intención de hacer declarar de nuevo a las dos viudas. Ambas estaban nerviosas cuando se arrodillaron frente al juez. Lamna gustaba de darse aires de grandeza y tenía una robustez no exenta de belleza. Felima era diferente: una mujer pequeña y de rostro delgado que gozaba de cierta belleza marchita y se movía con aires elegantes.

—Si un joven sale con la intención de encontrarse con el amor de su vida —observó Amerotke—, lo más normal es que se lave, se afeite, se mude y unja asimismo su cuerpo de ungüentos y aceites. Sin embargo, aquella noche no hizo ninguna de estas cosas en tu casa, ¿no es cierto, señora?

Lamna meneó la cabeza en señal de negación.

—¿Fue a verte a ti entonces?

Felima le devolvió sin más la mirada.

—Sí, ¿verdad? —prosiguió amable el magistrado—. Fue a verte la noche de su muerte. ¿Qué preparativos llevó a cabo para encontrarse con su amada? Recuerda que estás bajo juramento. Antes no has tenido que contestar a estas preguntas, pero ahora debes responder. Se bañó en tu casa, ¿no es así? Le diste de comer y beber, y le proporcionaste ropa limpia.

A pesar de su nerviosismo, la viuda no dudó en sostener la mirada de Amerotke.

—Sí, sí que lo hice —afirmó con voz sorprendentemente firme—. Sabía que la verdad acabaría por salir a la superficie. Lo bañé yo misma, y yo misma lo ayudé a afeitarse las mejillas y le proporcioné los aceites.

—¿Eras amante suya? —quiso saber el magistrado.

—Eh… No. Al menos, no en ese sentido. Yo era más bien su sirvienta.

Amerotke respondió con una mirada ceñuda a las risitas que se extendieron por la sala.

—Así que lo bañaste, lo calmaste y le diste de comer.

Felima asintió con la cabeza sin dejar de morderse un labio con ademán inquieto. El juez miró a su izquierda. El sol debía de estar en lo más alto, y no se le hacía difícil imaginar el calor que podía hacer en la avenida y el mercado. También reparó en que uno de los miembros del personal cabeceaba amodorrado. Entonces se apercibió de que aquella causa no era tan sencilla ni evidente como la había presentado el señor fiscal. Amerotke levantó las manos del mismo modo en que lo hacía el soberano y dio así por concluida la sesión. Entonces tomó de encima de la mesa que tenía frente a sí el flagelo y la vara que constituían los símbolos de su cargo. La sala calló.

—¡Se levanta la sesión! —anunció el magistrado.

Valu hizo ademán de protestar, pero Amerotke le advirtió con una mirada severa:

—Así lo quiere el faraón. Yo soy el verbo que fluye de su boca.

El fiscal prefirió mantenerse en silencio. El juez se puso en pie y, tras dar media vuelta, dedicó una reverencia a la estatua de Maat, diosa de la verdad, que se erigía detrás de él.

—Mi señor juez.

Giró sobre sus talones y vio a Valu con la frente humillada.

—¿Qué sucede?

—Que el tribunal me conceda su venia —rogó levantando la cabeza—, pero la dama Neshratta debería estar sometida a arresto. A tu disposición tienes los calabozos de la Casa de la Muerte, y…

—Cierto, y ésta es la Casa de la Vida —repuso Amerotke—. La dama Neshratta sufrirá arresto, pero en el domicilio paterno. Su culpa no ha quedado demostrada… —esbozó una leve sonrisa— todavía. El faraón ha aplazado su juicio.

C
APÍTULO
II

Mi señor juez, debo protestar!

—Protesta, pues.

Amerotke, sentado en un asiento de la capilla, recorrió con la mirada los bloques dorados que conformaban las paredes del recinto para parecer distraído. Todas ellas estaban ornadas de hermosas pinturas de color azul, rojo, oro y ocre que divulgaban las gestas y la justicia de Maat. En el extremo más alejado se hallaba la
naos,
cuyas puertas abiertas permitían ver la estatua sagrada de la diosa representada como una joven doncella con la cabeza ceñida por una corona que sostenía la pluma de la verdad. El escultor había tallado con gran maestría el exquisito rostro y el cuerpo de Maat, que posteriormente habían cubierto con una túnica blanca de lino. Los cestos que descansaban a los pies de la estatua estaban llenos de pan, fruta y otras ofrendas que Amerotke debía distribuir entre los escribas de la Sala de las Dos Verdades. Pegadas a la pared había mesillas de precioso sándalo con incrustaciones de oro y plata y, a ambos lados, los gabinetes personales del juez, donde su director se encargaba de guardar sus anillos, el pectoral, el flagelo y la vara.

Valu y Meretel se encontraban sentados en cojines ante el juez. A su izquierda estaba Shufoy, con la respiración inquieta y una mueca de desprecio por aquel fiscal que había osado seguir a su señor hasta su propio santuario privado. El broncíneo Prenhoe, también presente, estudiaba con detenimiento el callo que había causado el cálamo en su dedo. Asural, jefe de los alguaciles del templo, estaba apoyado en la puerta de la capilla con los brazos cruzados. Las grebas de bronce, el faldellín bélico de piel, las botas reglamentarias y el peto lo hacían semejante a una reencarnación de Montu, el dios de la guerra.

—Debo protestar —repitió Valu—. El juicio podía haber continuado, y la dama Neshratta debería haber quedado bajo arresto. Has dado muestras de un favoritismo que…

Amerotke tomó un paño de lino ligeramente humedecido con perfume y se frotó con él el sudor del cuello.

—No he incurrido en ningún favoritismo —respondió—. Esta causa no es nada sencilla. Puedo admitir que Ipúmer y Neshratta fueran amantes; concedo que ella se cansase de él y que comprara el veneno a un hombre alacrán; acepto incluso que Ipúmer visitase la casa de la Gacela Dorada la noche en que lo envenenaron. Sin embargo, lo que tienes que demostrar, mi señor, es que fue ella la que lo hizo y, por lo tanto, es culpable de asesinato. No sé nada de ese escriba, pero voy a volver a interrogar a cuantos testigos sean necesarios cuando vuelva a reunirse el tribunal. Veamos —razonó el magistrado—: Ipúmer se encontró con su amiga. —A medida que exponía los diversos puntos, fue extendiendo uno a uno los dedos de la mano—. Recibió comida de Lamna. Visitó a Felima. Cualquiera de las tres pudo haberlo envenenado aquella noche. No sé cuándo salió de casa de Felima: ésa es una cuestión que debo examinar. Ipúmer pudo haber ido a cualquier otro lugar después. Y lo que es más importante: no he visto aún una sola prueba que demuestre que fue la dama Neshratta quien suministró el tósigo a Ipúmer. Por otro lado, nadie nos garantiza que ninguno de los declarantes haya mentido. —Amerotke señaló la estatua de Maat—. En mí recae la labor de aventar para la diosa sus testimonios y separar el grano de la paja con objeto de dictar sentencia en su nombre. En cuanto al arresto de la dama Neshratta —añadió apuntando con un dedo a Meretel—, no debe salir del domicilio paterno sin mi autorización escrita. Si lo hace, será encerrada en la Casa de la Muerte.

Valu reconoció que había provocado bastante al juez; así que, con un suspiro casi apagado por el sonar de sus tripas, se puso en pie, guiñó a Amerotke, hizo una reverencia y salió seguido del abogado.

Asural cerró la puerta tras de ellos.

—¿Crees que es una asesina? —preguntó Shufoy, quien se había colocado, de pie, muy cerca de su señor.

El magistrado besó uno de sus propios dedos para posarlo después en la frentecilla de su sirviente, un enano a quien habían cortado la nariz años atrás por un crimen que no había cometido. Cada vez que Shufoy lo miraba de hito en hito, Amerotke sentía una punzada de compasión. Cuando hablaba de él con Norfret, gustaba de describirlo como un hombre diminuto con un corazón gigante y una gran alma. Shufoy era un hombre enamorado de la vida, y en ese instante sus ojos brillaban de agitación.

—Es muy hermosa, amo. ¡Piensa en lo terrible que sería ver esos senos, esas piernas, ese delicioso cuerpo enterrados en la arena!

—¡Eres peor que una cabra en celo! —dijo en tono burlón Asural.

—¡Sí, y no hay ninguna que me gane en rapidez! —exclamó el hombrecillo.

—Ni en olor corporal —añadió Prenhoe sin dejar de chuparse el callo.

Shufoy se ajustó la túnica gris alrededor de los hombros. Amerotke alargó la mano y agarró un tirabuzón del cabello gris del enano, que cayó sobre los hombros de éste.

—¿Por qué no vas a pelarte? Además, siendo mi heraldo, ¿no deberías llevar un vestido acorde con tu posición?

Shufoy sonrió y dejó ver toda una colección de dientes blancos.

—¿Qué sentido tiene que te muestres como un pobre harapiento? —quiso saber el magistrado.

—Así inspiro compasión en la gente, y sobre todo en las mujeres. Amo, ¿crees que es culpable?

—Aquí, entre amigos y familiares… —hizo una pausa—. No me cabe duda alguna de que Ipúmer tomó veneno aquella noche. Sin embargo, bien pudo habérselo suministrado él mismo. De cualquier modo… —Amerotke se puso en pie.

Shufoy tomó las sandalias del juez de detrás de una mesa. Éste se las puso, asió su toga blanca y se la echó sobre los hombros.

—Asural, encárgate de que se despeje la Sala de las Dos Verdades. Prenhoe, hazme llegar tus actas a casa. Shufoy, ven conmigo.

Dicho esto, salió del recinto sin dar tiempo a que le hiciesen más preguntas. No tardó en hallarse en el pasillo que desembocaba en una de las entradas laterales. El templo se preparaba entonces para la hora del sacrificio. Sacerdotes vestidos de blanco, con las cabezas rapadas y kohl negro alrededor de los ojos, desfilaban entre espesas nubes de incienso dispersado a fin de purificar el aire y sus propios cuerpos. El sonido de los címbalos anunció la llegada de las sirvientas del templo, ataviadas con pesadas pelucas negras, túnicas plisadas de lino de gran calidad y sandalias de plata. Sus dedos, pintados y llenos de anillos, hacían sonar los sistros, aros de metal sujetos a un mango de madera que emitían un sonido espeluznante al ser tocados al unísono. Amerotke y Shufoy se refugiaron en un pequeño pórtico en tanto que las mujeres se dirigían a la Sala de las Columnas y el sanctasanctórum.

—¿Adonde vamos? —quiso saber el enano.

—Al templo de Set, a ver al guardián de los muertos —respondió Amerotke—. Mi señor Senenmut ha reclamado mi presencia.

Shufoy dio un gruñido y puso los ojos en blanco en ademán suplicante.

Salieron del templo y recorrieron una calleja pavimentada de basalto que daba a la avenida principal, donde los mercaderes se afanaban en sus negocios. Los barberos, provistos de curvas navajas, se arremolinaban en torno a sus improvisados tenderetes bajo las palmeras. Se hallaban más ocupados que de costumbre, pues habían de ayudar a sus clientes a purificarse afeitándoles las cabezas hasta dejarlas tan suaves como cantos rodados antes de que entraran en el templo u ofrecieran sus peticiones a los tribunales menores. Un grupo de soldados, algo trastornados por los vapores de la cerveza barata, se tambaleaba en busca de una casa de placer, tratando de evitar las porras de la guardia del mercado que vigilaba cada uno de sus pasos.

Algunos puestos estaban vacíos, y sus dueños los lavaban con vasijas de agua. Los carniceros habían de cesar las ventas a mediodía, pues a esa hora las altas temperaturas habrían hecho que su género se echase a perder. Los comerciantes que permanecían en sus tenderetes lo hacían con la esperanza de vender algo antes de que los ciudadanos se retirasen para buscar una sombra que los librara del calor abrasador. La multitud se hallaba sumida en una alegre algarabía una vez había pasado el día de Set. Los niños corrían de un lado a otro, gritando y jugando, enojando a un mercader adinerado que se hal aba repantigado en unas parihuelas improvisadas tiradas por dos asnos y agitaba un espantamoscas al tiempo que les gritaba que se apartasen. Juglares, cantores y narradores trataban, subidos a sus plintos, de captar la atención de los viandantes con embelesadoras historias de las tierras que se extendían más allá del Gran Verde o de los espantosos demonios que poblaban las Tierras Rojas. Extranjeros de Kush y Nubia, con extraños tocados de plumas y atuendos de piel de pantera, caminaban codo a codo con semitas ataviados con túnicas de alegres adornos y libios de agudas voces y torsos desnudos que brillaban de sudor y aceites con oscuras sayas adornadas con caireles que colgaban bastante por debajo de las rodillas. Estos últimos se habían quitado las sandalias y las llevaban colgadas sobre los hombros merced a una caña.

Amerotke agarró el hombro de Shufoy al ver que el hombrecillo se distraía con una contorsionista que había atado campanillas a sus muñecas. Ésta giraba, se retorcía y adoptaba posturas lascivas al son de la música de dos jóvenes. Uno de ellos hacía sonar un tambor y el otro soplaba una flauta de caña. Amerotke ignoraba cuál de los múltiples intereses de Shufoy lo movía aquel día. El hombrecillo tenía muchas facetas: adivino, poeta amoroso, vendedor de amuletos y aun hombre alacrán o médico poseedor de toda una gama de remedios que, a decir del magistrado, servían más para matar que para curar. Le hubiese encantado quedarse por allí, pero Amerotke insistió en que debían continuar. El hombrecillo suspiró y abrió el parasol. Éste estaba concebido para proporcionar sombra a su señor, pero Shufoy era tan pequeño que el juez había acabado por desistir de recordárselo y se consolaba pensando que al menos su sirviente no moriría de una insolación. La multitud se agolpaba en torno a ellos, y el enano decidió hacerse valer con una voz profunda a la que era difícil no prestar atención.

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