De pronto cruzó su cabeza una idea que le heló los huesos: Ipúmer comía en los mejores establecimientos, y los platos que ella le proporcionaba eran siempre tan frescos como sabrosos. ¿Y si la enfermedad del joven tenía que ver con algo diferente? Tebas estaba infestada de envenenadores. En la ribera no era difícil comprar a los hombres alacrán y a otros embaucadores pociones y polvos capaces de acabar con la vida de un hombre y hacer que su
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abandonase para siempre su cuerpo.
Se le ocurrió que tal vez pudiera haberlo envenenado la viuda Felima, a pesar de su condición de mujer pusilánime. Ésta había visitado su casa en ocasiones para compartir una jarra de cerveza con Ipúmer en el acogedor patio situado tras la plantación de palmeras de la que Lamna se sentía tan orgullosa. ¿No sería que el escriba le había hecho promesas de matrimonio para después rechazarla?
«¿Y yo?» Lamna se inquietó aún más. A la postre, ella elaboraba cosméticos, afeites y polvos para las damas tebanas. El tal ercito que había bajo su casa contenía pociones y mezclas capaces de matar a un hombre. ¿No la apuntaría el dedo de la sospecha más bien a ella?
—Por favor, déjame solo —le rogó el enfermo con un hilo de voz al tiempo que la invitaba a marcharse con un gesto—. Con sólo dormir un poco, me encontraré mejor.
Lamna obedeció y cerró la puerta tras de sí. Acto seguido regresó a su propio dormitorio, un aposento espacioso y, a su parecer, elegante, en el que no faltaban un colchón relleno de plumas de ganso que descansaba sobre un entramado de listones sujetos con cañas, un cabecero escarlata con una cabeza de pato tallada en cada extremo, sillas de respaldo de cuero, mesas de acacia y varios cofres y baúles de aspecto oneroso en los que guardaba su vestuario. Lamna no prestó atención alguna a ninguno de estos elementos y se dispuso a encender más lámparas de aceite.
Un joven como Ipúmer no debería tener ataques tan violentos y misteriosos como aquéllos. Se dirigió a la clepsidra que descansaba en el soporte colocado tras la ventana de alféizar de piedra. Tomó una lámpara de aceite, echó un vistazo al interior y calculó que debían de estar entre las horas segunda y tercera después de la medianoche. Entonces se sentó en el borde de su lecho y trató de refrenar su agitación.
Los vecinos la describían como una mujer sencilla y bien parecida: así era como quería que la viesen porque así era ella. Desde que su quejumbroso marido había partido en silencio hacia el remoto horizonte, ella había llevado, al menos de cara a los demás, una vida respetable: alcahueteaba con el vecindario, visitaba el templo, oraba y hacía ofrendas. Vendía sus perfumes en el mercado y, una vez a la semana, cruzaba el Nilo en esquife con el fin de visitar la tumba que había comprado con su esposo en la necrópolis. En ocasiones llevaba comida y bebida e invitaba a algunos amigos a merendar en la frescura que brindaba la entrada del sepulcro. Después, pasaban al interior para admirar el sarcófago que contenía el cadáver momificado de su marido y las demás posesiones de ambos: estatuas, cofres y atuendos para cuando ella muriera y emprendiese su camino hacia el infinito occidente.
Lamna hacía ver que era una mujer piadosa. Hacía sacrificios a los dioses de la necrópolis y se detenía siempre, con la cabeza inclinada y las manos elevadas hacia el cielo, ante la gran estatua de Osiris, principal de entre los de poniente, que dominaba la carretera por la que se llegaba a la ciudad de los muertos. Por lo demás, hacía lo posible para llevar bien su negocio y ofrecía su dormitorio a toda una procesión de jóvenes, a quienes, según decía a los vecinos, mimaba como si fuesen sus hijos. Lamna oía sus noticias, se regocijaba con sus triunfos y les permitía beneficiarse de su llana sabiduría. Ipúmer, sin embargo, era muy diferente de los demás: procedía de la ciudad septentrional de Avaris y superaba en gran medida a los otros en encanto y elocuencia. No había tardado en hacerse merecedor del puesto de escriba en la Casa de la Guerra y de convertirse en una gran celebridad entre las
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del templo sin dejar en ningún momento de ser respetuoso. Cierto es que le gustaba adornar las historias de su pasado; Lamna las había oído y había ocultado las sospechas que le suscitaba la narración de cómo había servido en los regimientos del faraón cuando Hatasu se dirigió al norte para luchar contra las huestes del reino de Mitanni.
La viuda trataba de no hacer caso de las dudas que se agolpaban en lo más hondo de su mente. Charlaba con todos —incluida ella misma— sin parar, pero en esos momentos estaba sola y no tenía más remedio que reflexionar. En cierto modo, el joven Ipúmer era diferente del resto de los hombres de su edad, y Lamna había de afrontar este hecho aun a pesar de que le causara cierta tensión aprensiva. No obstante lo cálido de la noche, se arrebujó con la túnica que cubría su cuerpo hasta los hombros regordetes. Había guardado el secreto, o al menos, lo había intentado. Muchos meses atrás, en una de sus borracheras, Ipúmer le había confiado, con el rostro tan cerca del de ella que la viuda había podido sentir su cálido aliento, la verdadera razón por la que salía a altas horas de la noche para regresar cuando el sol había despuntado. A Lamna, que siempre había sido una metomentodo, le habría encantado echar a correr en ese instante y dar a conocer la noticia. Sin embargo, tampoco ella podía bajar la guardia. Sabía bien cuál era su lugar en la ciudad de Tebas. Allí gobernaban los sublimes: Hatasu, reencarnación de un dios; Senenmut, su primer ministro y, según el decir de algunos, su amante; los sumos sacerdotes del templo; los jueces, y por encima de todos, los generales. La Casa de la Guerra estaba adquiriendo una importancia cada vez mayor. Hatasu había doblegado a sus enemigos, pero dependía del respaldo de los regimientos de élite acantonados en construcciones fortificadas que se habían ido distribuyendo fuera de Tebas, desde el delta del Nilo hasta la tercera catarata. Hatasu, la divina, encomiaba también el glorioso pasado militar de Egipto. Nadie ignoraba las historias relativas al regimiento de Set y sus héroes, las Panteras del Mediodía, oficiales veteranos que habían llenado de gloria al abuelo de la reina-faraón con su coraje, ferocidad y audacia. Lamna no daba crédito a las revelaciones de Ipúmer: el joven se había enamorado de la hija de uno de estos héroes, una mujer de ojos de gacela llamada… ¿Cómo era? ¡Ah, sí! Neshratta, la primogénita del general Peshedu.
—Que Tot la guíe en su sabiduría.
La viuda alzó las manos y la vista al techo. ¡Peshedu! Uno de los favoritos de la reina-faraón, un hombre rico y poderoso, poseedor de una gran mansión señorial, erigida fuera de los muros de Tebas, en la que no faltaban exuberantes jardines, pabellones y colosales puertas de cedro del Líbano custodiadas por sirvientes. Y, con todo, se trataba de un hecho consumado: Ipúmer y Neshratta habían pasado meses citándose en secreto por la noche y haciéndose llegar cartas de un modo encubierto.
Lamna chasqueó la lengua. A decir verdad, la curiosidad había podido más que ella. No hacía mucho tiempo que se había colado en el dormitorio de Ipúmer —quien, en un descuido, había dejado sin cerrar su cofre de metal— para leer las empalagosas cartas de amor que le había escrito Neshratta. Lamna había quedado conmovida y sorprendida por el intenso apasionamiento de la joven, quien había compuesto incluso poemas. ¿Cómo era aquél…? La viuda había aprendido de memoria los versos iniciales:
Mi amor es ser travieso;
su voz devora mi alma;
mi cuerpo se alborota con su roce.
Sus besos me atormentan,
y yo lo acojo en mi rincón secreto.
Lamna exhaló un suspiro. Ni siquiera una
heset,
una sirvienta del templo o una cortesana de la ciudad podrían evitar ruborizarse ante palabras así. Pocos meses atrás, justo antes de las inundaciones, Neshratta había emprendido, con su padre, su madre y su hermana menor, viaje a Menfis. Entonces había escrito a Ipúmer para excusarse por su ausencia y rogarle que no la siguiese, y Lamna había interceptado la misiva.
Por todos los placeres de la tierra —rezaba—, no trates de unirte a mí. Mi padre diría que he sido yo quien te ha traído. Me apena mucho, mucho, mi amor de loto, que a donde voy mis ojos no puedan verte. Prometo que, a mi regreso, lo primero que haré será buscarte y compartir contigo delicias jamás experimentadas siquiera en la Casa de la Eternidad.
Lamna no había podido menos de palidecer al leer estas líneas. ¿Conque Peshedu desconfiaba de su hija y sospechaba de su amartelado escriba? La viuda se había visto asaltada por infaustos temores, y al cabo había decidido relegarlos a lo más recóndito de su cerebro y no volver a pensar en el asunto. El general era poderoso: a una señal suya podía congregar a cuantos matones considerase necesarios. A la postre, Tebas estaba llena de soldados retirados, y no sería difícil encontrar a unos cuantos dispuestos a matar. ¿Era eso lo que le estaba sucediendo a Ipúmer? ¿Estaba viendo castigada su arrogancia? ¿Caería ella también bajo la sombra de tal escarmiento?
—«Eres exquisito como el más valioso de los vinos y más dulce que la miel más fresca» —citó Lamna en un murmullo.
Se trataba, claro está, de un fragmento extraído de la correspondencia de Neshratta. Su relación con Ipúmer había sido algo más que un mero coqueteo: debían de haber yacido juntos bajo cielos estrellados fundidos en un solo ser.
La viuda había estado haciendo discretas averiguaciones por los patios que se extendían ante el templo y en el mercado. Como cabe imaginar, a los vendedores de perfume y fabricantes de afeites no les resultaba difícil ponerse al día de los rumores relativos a los sublimes, a quienes protegía la umbría de la Casa del Millón de Años, toda vez que las esposas de los generales, sacerdotes y escribas mayores no dejaban nunca de buscar nuevos modos de embellecerse. La joven Hatasu había puesto de moda la búsqueda de la belleza elegante, y las mujeres de su corte hacían cuanto estaba en su mano para imitarla. Al principio, Lamna no había logrado saber gran cosa; sin embargo, más adelante oyó por fin que Neshratta se había visto envuelta en algún tipo de escándalo: una aventura que se había convertido en pábulo de murmuraciones acerca de deliciosas travesuras sexuales.
Lamna oyó un ruido que la hizo girar sobre sus talones. Aunque su lecho se hallaba en la segunda planta, había tenido que tomar precauciones contra serpientes y ratas, tales como frotar el dintel de la puerta con grasa de gato o desinfectar su dormitorio y el del joven escriba con carne de gacela mezclada con terebinto e incienso.
—Tendré que volver a hacerlo —murmuró.
Se recostó en el lecho. Su mente regresó al joven que tanto la preocupaba. No era extraño que Ipúmer desapareciese a altas horas de la noche. Aquélla era la tercera ocasión en que había regresado enfermo, aquejado de fuertes retortijones de tripas: no podía ser un accidente ni una coincidencia. Lamna acabó de tumbarse; movió sus rollizas piernas y apoyó la mejilla en la cabecera. Le rondó por la cabeza la idea de ir a ver si todo estaba en orden, pero se fue sumiendo en un pesado sueño.
La despertó, tres horas más tarde, su sirvienta con una jarra de cerveza aguada con zumo de enebro y pan blando recién salido del horno. La viuda comió y bebió con avidez, se aseó en la jofaina de agua perfumada que le había llevado la criada y se puso una túnica de poca calidad, amén de las resistentes sandalias que empleaba en el mercado, antes de salir del dormitorio. La puerta de Ipúmer no tenía la llave echada, y Lamna sintió un gran alivio al abrirla y ver al joven tumbado en su lecho, con las rodillas en alto y una mano apoyada en su estómago. La habitación estaba impregnada de un hedor irrespirable, pero, al menos, él había tenido la presencia de ánimo suficiente para acercar a la cama la jofaina. La viuda entró en el dormitorio de Ipúmer y comprobó que éste tenía el rostro cubierto de una película de sudor y los ojos a medio cerrar.
—¿Cómo te encuentras? ¿Quieres que mande llamar al médico?
—No, no —respondió él con un gruñido—. Aún es muy temprano.
Lamna salió de puntillas y se dirigió a la azotea. Sin embargo, su nerviosismo no hizo sino aumentar. Recorrió con la mirada la escena que la rodeaba: el sol se elevaba como un encendido disco dorado y bañaba con sus rayos los obeliscos recubiertos de oro y plata de los diferentes templos y palacios. Abajo, en la calle, rebuznaba un burro. Un camellero increpaba al carro que le obstruía el paso. La barahúnda se hacía cada vez mayor. Lamna se arrodilló en la esterilla de oraciones y, con los ojos cerrados, entonó una plegaria para invocar la protección de todos los dioses. Se preguntó si aquél era un día de buenos auspicios, y hubo de reconocer que sí: era la fiesta de Bes, el malcarado dios enano. El día de antes, Lamna había olvidado rezar, y no pudo evitar llevarse los dedos a los labios con ademán nervioso al recordar que aquél había sido nada menos que el día maldito por Set. Consciente de que toda la ayuda que pudiese conseguir sería poca, se volvió hacia el norte y trató de sentir en su piel la brisa fresca de la mañana, el aliento de Amón. Sin embargo, le fue imposible concentrarse.
Volvió a bajar y observó al enfermo: su aspecto había empeorado aún más. Entonces resolvió que había llegado el momento de actuar: se encasquetó la peluca de los días de trabajo, cogió su sombrilla y un cesto de caña trenzada y salió a la calle. Fuera se encontró con que ya había comenzado el tráfago habitual de mercaderes de todo tipo y niños de ambos sexos que corrían a las plazas donde recibirían las lecciones de un escriba errante. En la esquina se topó con dos barberos que reñían sobre cuál era el mejor lugar para colocar su tenderete. Tras atravesar una callejuela, franquear una entrada y pasar al lado de un jardín de aspecto mustio, Lamna llamó a una puerta.
La abrió Intef, el médico, quien miró a la viuda con su simiesco rostro arrugado. Ella pudo comprobar que había estado bebiendo, puesto que tenía manchas violáceas en la túnica y la cara sin afeitar. El hombre hizo cuanto pudo por regalarle una sonrisa. Lamna acostumbraba venderle polvos por debajo de los precios del mercado y, en ocasiones, ambos compartían una escudilla de vino. Ella se mostraba tan diestra a la hora de hacer que él se relajase…
—¿Puedo hacer algo por ti? ¿Qué se te ofrece?
La viuda le describió de forma precipitada los síntomas de Ipúmer. El médico cerró la puerta, regresó y, poco más tarde, ella se hallaba de camino a su casa con gotas de amapola y un emplasto de hierbas medicinales. Ipúmer, sin embargo, no quiso ninguno de los dos remedios, por lo que Lamna hubo de limitarse a observar los incesantes gruñidos del escriba.