—Hatasu está preocupada —anunció Senenmut—. Su abuelo, su padre y su hermanastro tenían en gran estima al regimiento de Set, y ella misma comparte este sentimiento. El pueblo idolatra a las heroicas Panteras del Mediodía, y a la reina-faraón la inquieta lo que ha ocurrido.
Se detuvo y clavó la mirada en Amerotke. El juez sabía muy bien lo que quería decir el gran visir: aún no habían transcurrido dos años desde la llegada al trono de Hatasu, y ésta debía buena parte de sus victorias sobre los mitanni y de su incontestable toma del poder a la lealtad de los regimientos de élite de Egipto y, en particular, del de Set.
—Amosis expulsó a los hicsos —siguió diciendo Senenmut—, y aún no se han atrevido a volver. El asesinato (o tal vez debería llamarlo «sacrificio de sangre») de uno de sus héroes parece indicar que han regresado.
—¡Vaya un disparate! —repuso Amerotke.
—No lo es tanto. —El visir se puso en pie—. De cualquier modo, se está haciendo tarde, y la divina Hatasu nos está esperando.
Amerotke se levantó también.
—¿Qué sospecha ella?
—Está convencida de que este asesinato no es más que el comienzo: hay otros héroes egipcios destinados a correr la misma suerte.
L
a sala de la Flor de Loto, parte de la Casa del Millón de Años, palacio principal tebano de la reina-faraón Hatasu, era un lugar de una belleza exquisita. El techo, el suelo y los muros estaban hechos de mármol blanco de gran pureza decorado con los más delicados motivos lotiformes en oro. A través de amplios ventanales podía verse el vergel imperial, en el que crecían árboles de todas las regiones del reino sobre un suelo fértil bien aireado, importado expresamente desde Canaán. El olor de las diferentes flores inundaba la estancia y se convertía en un aroma embriagador al mezclarse con el de las que reposaban en jarrones de oro y plata. Al fondo de la sala podían verse los destellos de un pequeño lago ornamental en el que nadaban sin prisa alguna carpas doradas de gran tamaño por entre las calas. Aquel lugar imponente estaba salpicado de estatuas de oro y plata con incrustaciones de gemas, erigidas en puntos dispuestos a tal efecto. Sólo en una de sus paredes estaba ausente el motivo del loto. En ella, Hatasu había hecho que pintores de gran valía representasen con una impresionante gama de colores su gran victoria sobre el reino de Mitanni.
Sentado frente a la mesa, Amerotke sonrió al contemplar la escena. Los jeroglíficos de la parte inferior proclamaban:< H
ATASU, AGRACIADA CON EL AMOR DE
R
A, APLASTA A SUS ENEMIGOS CON EL PODER DE SU BRAZO
. La reina-faraón aparecía con casco y armadura, tomando en una mano las riendas de un carro en furiosa acometida y a punto de atravesar al caudillo mitanni con la lanza que sostenía en la otra. A su derredor se arracimaban generales y soldados, aunque, por supuesto, no había ninguno tan grande ni impresionante como su reina-faraón.
Amerotke bajó la mirada para fijarla en la mesa. Hatasu, quien había convocado aquella reunión, se hallaba sentada en una silla con forma de trono situada al otro extremo de la mesa. Llevaba una complicada peluca ungida con aceite perfumado y una túnica suelta de delicado lino níveo ribeteado con una cinta escarlata. Sobre su cabeza descansaba una corona ornamental consistente en un disco, dos cuernos, plumas y serpientes enroscadas, forjado todo en plata y oro. Su hermoso cuello se hallaba rodeado de una torce de coralina, y su rostro estaba pintado con gran detalle. A su izquierda se encontraba sentado su escriba mayor; a su derecha, Senenmut, que, tras regresar del templo de Set, se había cambiado de ropa y lucía en garganta, muñecas y dedos las onerosas insignias propias de su cargo.
Hatasu cruzó su mirada con la de Amerotke, sonrió de un modo casi imperceptible y guiñó el ojo. Entonces se acercó su copero, cató el vino y se lo ofreció. La reina dio un sorbo. Su actitud hizo pensar al magistrado en un gato de bella estampa que lamiese su escudilla de leche sin dejar de observar a los poderosos personajes que había convocado en torno a sí. Estaba fascinado: a pesar de no haber llegado aún a los veinte años de edad, Hatasu podía asumir una cantidad tal de papeles que resultaba asombrosa. La había visto nadar desnuda en el estanque situado en el otro extremo de la sala; se había reunido con ella en aquellos jardines para contemplarla envuelta en una túnica, con la cabeza cubierta con un sombrero de paja, trabajando con el desplantador en los macizos de flores, y también la conocía vestida de armadura, montada en un carro y maldiciendo y gritando para gran admiración de las tropas de su reino. Amerotke no pudo sino llegar a la conclusión de que había nacido para actuar. Aquella noche, frente a aquellos héroes tebanos, representaría el papel de reina buena con ciertos vislumbres de misterio.
El juez había regresado al templo de Maat y, tras asearse, comer y cambiarse de ropa, se había dirigido a pie al palacio real acompañado de Shufoy, quien a la sazón esperaba en la antesala. Recordándolo, cerró los ojos y rezó por que su pequeño sirviente no se hallase haciendo ninguna de las suyas. Senenmut tosió.
—¡La divina va a hablar!
La conversación que mantenían en voz baja los compañeros de Amerotke cesó de inmediato. El magistrado miró a su alrededor: las Panteras del Mediodía parecían verdaderos hermanos. Eran hombres duros, fornidos, y tenían la cabeza afeitada por entero, el rostro ungido a conciencia y los ojos pintados con kohl negro. Algunos lucían brazaletes, gargantillas y collares, y desprendían un suave olor a perfume. Con todo, saltaba a la vista que no eran cortesanos de piel delicada: la rudeza de sus rostros y sus brazos y muñecas nervudos, la costumbre de no permanecer quietos un solo instante y la franqueza en el hablar los delataban como soldados veteranos. No se sentían en absoluto intimidados por Hatasu, pues vivían constantemente a la sombra de la reina-faraón y gozaban de su sonrisa y su favor.
Karnac, su comandante, se hallaba sentado al lado de ella. Tenía el rostro de un halcón, la nariz prominente, los labios delgados y los ojos alargados, como si hubiesen quedado entrecerrados tras años de batallar en las Tierras Rojas. Al igual que los demás, llevaba un anillo decorado con la insignia del regimiento de Set, regalo personal del padre de Hatasu. A su lado se encontraba Peshedu, quien se había mostrado algo cohibido al ver a Amerotke. Se trataba de un hombre bajo y algo llenito al que el tiempo parecía haber tratado bien. Sus tres compañeros, Heti, Turo y Ruah, eran tipos de aspecto recio. Desde el momento en que había entrado el juez en la habitación, apenas se habían dignado dirigirle una mirada.
El hombre que se sentaba al lado de Amerotke era diferente: Nebámum, sirviente de Karnac, se había levantado para saludarlo. Llevaba puesta una túnica de jamete y una perla radiante en la cadena de plata que le rodeaba el cuello. Tenía ojos sonrientes y un rostro que tendía a afeminado. Sus movimientos adolecían de cierta torpeza. Amerotke, que se había informado de la historia del regimiento, supuso que se debía a una inflamación de la herida que había sufrido cuando las Panteras habían atacado a Merseguer.
Hatasu se aclaró la garganta de un modo muy poco disimulado para anunciar que estaba a punto de hablar.
—Os he invitado a venir —les hizo saber con voz dulce pero poderosa— con motivo del atroz asesinato sufrido por el general Balet en la Capilla Roja del templo de Set. Mi señor Amerotke ha sido convocado porque será quien se encargue de investigar su muerte. Según tengo entendido —añadió con una sonrisa cáustica—, el general Peshedu ya ha tenido oportunidad de conocerlo.
Hatasu retiró la hoja de papiro que tenía ante ella y se volvió ligeramente para mirar al aludido con algo semejante a un gesto de cortesía. La reina-faraón hablaba siempre como si al otro extremo de la mesa hubiese sentado, observándola, algún dios que los demás no podían ver.
—Siento mucho lo de tu hija —manifestó—. Sin embargo, la justicia debe seguir su curso. De cualquier modo, el carácter justo de mi señor Amerotke es bien conocido por todos.
Peshedu abrió la boca para responder, pero la soberana levantó las manos con los dedos extendidos.
—Si hace falta dar muestras de clemencia —añadió casi susurrando—, vamos a esperar al menos a que ésta sea necesaria.
Peshedu asintió con una inclinación de cabeza.
—El asesinato del general Balet —prosiguió elevando la voz— ha conmovido a toda Tebas, y a pesar de la censura, abundan los rumores. —Miró a Amerotke, como invitándolo a preguntarle.
—¿Qué rumores corren al respecto, mi señora?
Se trataba casi de una fórmula ritual. A Hatasu no le gustaba pronunciar discursos: prefería presentarse como un comandante en jefe siempre dispuesto a debatir y discutir los distintos asuntos. En estos ardides había sido instruida por Senenmut, quien también la había aconsejado sobre el modo en que debía tratar a aquellos ínclitos héroes de guerra tebanos.
—Mi señora, si me permites que sea yo quien conteste esta pregunta… —terció Karnac.
Hatasu dio su asentimiento, y el general se volvió en su asiento de respaldo de piel.
—No pretendo ser jactancioso —comenzó a decir el soldado—. Ya conoces, mi señor Amerotke, los detalles del ataque que llevamos a cabo en el campamento de los hicsos. Sorprendimos en su pabellón a la hechicera Merseguer y nos hicimos con su cabeza. Nadie conoce el verdadero nombre de aquella bruja. Lo cierto es que no pertenecía a los hicsos, sino que había nacido en Egipto y cambió de bando tras recibir los favores del invasor. Nunca olvidaré aquella noche: aquella aojadora sabía que iba a morir y no dejaba de gritar obscenidades y amenazas. Sus últimas palabras predijeron que todos y cada uno de nosotros seríamos víctimas de una muerte violenta.
Tras una pausa, siguió diciendo:
—No hubieron de pasar muchos días para que el ejército de los hicsos quedase aniquilado por completo. Se hicieron muchos prisioneros, y entre ellos se hallaba la escolta de Merseguer. Durante los interrogatorios, confesaron que a la bruja no la había cogido en absoluto por sorpresa su propia muerte: de hecho, ella misma la había profetizado y había advertido al príncipe de los hicsos. Había anunciado a su guardia personal que su muerte estaría ligada a la derrota de los hicsos, pero que los últimos años de los asesinos estarían ensombrecidos por «los devoradores del mundo de los muertos». —En el rostro austero de Karnac asomó una sonrisa—. A nosotros no nos preocuparon estas palabras: éramos los jóvenes valientes del faraón, sus guerreros, las Panteras del Mediodía, los verdugos de Set. Pasaron los años, y el soberano siguió sonriéndonos. Con el tiempo murieron tres de nuestros compañeros, y ahora le ha tocado el turno al general Balet. Tal como decretó el faraón, sus cálices de alacrán se han devuelto a la bandeja de oro de la Capilla Roja.
—Dime una cosa —lo interrumpió Amerotke—: ¿Ha sido Balet la primera víctima de asesinato?
Karnac cerró los puños.
—Los otros tres —le hizo saber— murieron contaminados, enfermos de la cabeza, el corazón o el estómago.
—¿Estás diciendo que los envenenaron?
—Puede ser —respondió—, aunque en ningún caso se sospechó de que se tratase de un acto criminal. Se han ido al remoto horizonte, y sus restos descansan en la tumba común que tenemos reservada en la necrópolis. Era todo lo que deseábamos: estar tan unidos en la muerte como lo habíamos estado en vida.
—Pero no hay ninguna prueba que demuestre que fueron asesinados, ¿no es así? —insistió Amerotke—. No hubo violencia ni les arrancaron los ojos.
Karnac asintió.
—¿Cómo sabemos entonces —preguntó el magistrado— que este ataque no ha sido más que un ajuste de cuentas privado con el general Balet?
—En primer lugar —contestó el soldado—, Balet no tenía enemigos. Durante las semanas que precedieron a su muerte no mencionó nada fuera de lo corriente: ni amenazas ni animadversiones. En segundo lugar, si alguien quería matarlo, ¿por qué iba a hacerlo en la Capilla Roja? ¿Qué interés podría tener en arrancarle los ojos y rociar las copas con su sangre? En tercer lugar… —Karnac abrió la bolsita de cuero que estaba en la mesa frente a él y sacó algo semejante a una moneda que lanzó al aire.
Amerotke la cogió: era un disco de plata de poco más de dos centímetros de diámetro que tenía en una de sus caras un alacrán muy similar a los que había visto en las copas sagradas. Al darle la vuelta, pudo ver el extraño jeroglífico que llevaba por el otro lado. Sopesó la pieza en su mano antes de decir:
—No es una moneda: no reconozco las marcas que lleva grabadas.
—Es de los hicsos —explicó Nebámum—. El mes pasado, alrededor del segundo día, ¿verdad, amo?, cada uno de nosotros recibió una.
El magistrado volvió a examinar el disco.
—No son monedas —confirmó Senenmut—, sino medallones hicsos: amuletos que Merseguer dio a los miembros de su guardia personal. Fueron hallados en el campamento enemigo tras la batalla, pero después desaparecieron.
—Siempre habíamos creído —añadió Karnac— que el abuelo de la divina los tomó como parte del botín y los había hecho fundir. Tal como ha indicado mi sirviente, no volvió a saberse nada de ellos en Egipto hasta principios de este mes, cuando todos, incluido él, recibimos uno.
—¿Y pensáis que se trata de una amenaza?
—¡Claro que sí! A menudo nos reunimos en casa de alguno de nosotros o en la Capilla Roja. Al principio pensamos que se trataba de una broma, de una ocurrencia que había tenido alguien del grupo que pretendía sorprender al resto, y sólo después del asesinato de Balet comprendimos su significado fatal.
—¿Habéis sufrido otros ataques? —quiso saber Amerotke.
—Sí. —Fue Nebámum el que respondió—. Hace tres días, mi señor me envió a por vino al muelle. Ya había pasado la hora del sacrificio y comenzaba a anochecer. Yo regresaba por un callejón, deseoso de alcanzar la carretera de las afueras de la ciudad antes de que sonase la trompa de concha, cuando de un portal surgió una figura misteriosa armada con una maza en una mano y un cuchillo en la otra. A pesar de la oscuridad, me pareció que se trataba de un sacerdote del templo de Set que llevaba lo que pensé que era una peluca negra. Se me abalanzó a tal velocidad que dejé caer el cayado y resbalé. Sentí la maza bordonear sobre mi cabeza y logré escabullirme. La figura se dio la vuelta. Perdió el equilibrio, pero después hizo ademán de regresar. Entonces pedí auxilio a gritos. —Sonrió con aire cohibido—. Me temo que no actué precisamente como un gran héroe de guerra. Salió una mujer seguida de su esposo y sus hijos, y mi asaltante se dio a la fuga. El matrimonio me ayudó a ponerme en pie, y el hombre se ofreció a acompañarme.