Los tres mosqueteros (57 page)

Read Los tres mosqueteros Online

Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Los tres mosqueteros
4.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Claro, no he comprado más que dos —dijo Aramis.

—Y el tercero, ¿os caído del cielo?

—No, el tercero me ha sido traído esta misma mañana por un criado sin librea que no ha querido decirme a quién pertenecía y que me ha asegurado haber recibido la orden de su amo…

—O de su ama —interrumpió D’Artagnan.

—Eso da igual —dijo Aramis poniéndose colorado—… y que me ha asegurado, decía, haber recibido de su ama la orden de poner ese caballo en mi cuadra sin decirme de parte de quién venía.

—Sólo a los poetas os ocurren esas cosas —replicó gravemente Athos.

—Pues bien, en tal caso, hagamos las cosas lo mejor posible —dijo D’Artagnan—: ¿cuál de los dos caballos montaréis, el que habéis comprado o el que os han dado?

—El que me han dado, sin discusión; comprenderéis, D’Artagnan, que no puedo hacer esa injuria…

—Al donante desconocido —contestó D’Artagnan.

—O a la donante misteriosa —dijo Athos.

—Entonces, ¿el que habéis comprado se os vuelve inútil?

—Casi.

—¿Y lo habéis escogido vos mismo?

—Y con el mayor cuidado; como sabéis, la seguridad del caballero depende casi siempre de su caballo.

—Bueno, cedédmelo por el precio que os ha costado.

—Iba a ofrecéroslo, mi querido D’Artagnan, dándoos el tiempo que necesitéis para devolverme esa bagatela.

—¿Y cuánto os ha costado?

—Ochocientas libras.

—Aquí tenéis cuarenta pistolas dobles, mi querido amigo —dijo D’Artagnan sacando la suma de su bolsillo; sé que es ésta la moneda con que os pagan vuestros poemas.

—Entonces, ¿tenéis fondos? —dijo Aramis.

—Muchos, muchísimos, querido.

Y D’Artagnan hizo sonar en su bolso el resto de sus pistolas.

—Mandad vuestra silla al palacio de los Mosqueteros y os traerán vuestro caballo aquí con los nuestros.

—Muy bien, pero pronto serán las cinco, démonos prisa.

Un cuarto de hora después, Porthos apareció por la esquina de la calle Férou en un magnífico caballo berberisco; Mosquetón le seguía en un caballo de Auvergne, pequeño pero sólido. Porthos resplandecía de alegría y de orgullo.

Al mismo tiempo Aramis apareció por la otra esquina de la calle montado en un soberbio corcel inglés; Bazin lo seguía en un caballo ruano, llevando atado un vigoroso mecklemburgués: era la montura de D’Artagnan.

Los dos mosqueteros se encontraron en la puerta; Athos y D’Artagnan los miraban por la ventana.

—¡Diablos! —dijo Aramis—. Tenéis un soberbio caballo, querido Porthos.

—Sí —respondió Porthos—; éste es el que tenían que haberme enviado al principio: una jugarreta del marido lo sustituyó por el otro; pero el marido ha sido castigado luego y yo he obtenido satisfacciones.

Planchet y Grimaud aparecieron entonces llevando de la mano las monturas de sus amos; D’Artagnan y Athos descendieron, montaron junto a sus compañeros y los cuatro se pusieron en marcha: Athos en el caballo que debía a su mujer, Aramis en el caballo que debía a su amante, Porthos en el caballo que debía a su procuradora, y D’Artagnan en el caballo que debía a su buena fortuna, la mejor de las amantes.

Los seguían los criados.

Como Porthos había pensado, la cabalgada causó buen efecto; y si la señora Coquenard se hubiera encontrado en el camino de Porthos y hubiera podido ver el gran aspecto que tenía sobre su hermoso berberisco español, no habría lamentado la sangría que había hecho en el cofre de su marido.

Cerca del Louvre los cuatro amigos encontraron al señor de Tréville que volvía de Saint-Germain; los paró para felicitarlos por su equipo, cosa que en un instante atrajo a su alrededor algunos centenares de mirones.

D’Artagnan aprovechó la circunstancia para hablar al señor de Tréville de la carta de gran sello rojo y armas ducales; por supuesto, de la otra no sopló ni una palabra.

El señor de Tréville aprobó la resolución que había tomado, y le aseguró que si al día siguiente no había reaparecido, él sabría encontrarlo en cualquier sitio que estuviese.

En aquel momento, el reloj de la Samaritaine dio las seis; los cuatro amigos se excusaron con una cita y se despidieron del señor de Tréville.

Un tiempo de galope los condujo a la ruta de Chaillot; la luz comenzaba a bajar, los coches pasaban y volvían a pasar; D’Artagnan, guardado a algunos pasos por sus amigos, hundía sus miradas hasta el fondo de las carrozas, y no veía ningún rostro conocido.

Finalmente, al cuarto de hora de espera y cuando el crepúsculo caía completamente, apareció un coche llegando a todo galope por la ruta de Sèvres; un presentimiento le dijo de antemano a D’Artagnan que aquel coche encerraba a la persona que le había dado cita; el joven quedó completamente sorprendido al sentir su corazón batir tan violentamente. Casi al punto una cabeza de mujer salió por la portezuela, con dos dedos sobre la boca como para recomendar silencio, o como para enviar un beso; D’Artagnan lanzó un leve grito de alegría: aquella mujer, o mejor dicho, aquella aparición, porque el coche había pasado con la rapidez de una visión, era la señora Bonacieux.

Por un movimiento involuntario y pese a la recomendación hecha, D’Artagnan lanzó su caballo al galope y en pocos saltos alcanzó el coche; pero el cristal de la portezuela estaba herméticamente cerrado: la visión había desaparecido.

D’Artagnan se acordó entonces de la recomendación:

«Si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, permaneced inmóvil y como si nada hubierais visto».

Se detuvo, por tanto, temblando no por él sino por la pobre mujer que, evidentemente, se había expuesto a un gran peligro dándole aquella cita.

El coche continuó su ruta caminando siempre a todo galope, se adentró en París y desapareció.

D’Artagnan había quedado desconcertado y sin saber qué pensar. Si era la señora Bonacieux y si volvía a París, ¿por qué aquella cita fugitiva, por qué aquel simple cambio de una mirada, por qué aquel beso perdido? Y si por otro lado no era ella, lo cual era muy posible porque la escasa luz que quedaba hacía fácil el error, si no era ella, ¿no sería el comienzo de un golpe de mano montado contra él con el cebo de aquella mujer cuyo amor por ella era conocido?

Los tres compañeros se le acercaron. Los tres habían visto perfectamente una cabeza de mujer aparecer en la portezuela, pero ninguno de ellos, excepto Athos, conocía a la señora Bonacieux. La opinión de Athos, por lo demás, fue que sí era ella; pero menos preocupado que D’Artagnan por aquel bonito rostro, había creído ver una segunda cabeza una cabeza de hombre, al fondo del coche.

—Si es así —dijo D’Artagnan—, sin duda la llevan de una prisión a otra. Pero ¿qué van a hacer con esa pobre criatura y cuándo volveré a verla?

—Amigo —dijo gravemente Athos—, recordad que los muertos son los únicos a los que uno está expuesto a volver a encontrar sobre la tierra. Vos sabéis algo de eso, igual que yo, ¿no es así? Ahora bien, si vuestra amante no está muerta, si es la que acabamos de ver, la encontraréis un día u otro. Y quizá, Dios mío —añadió con un acento misántropo que le era propio—, quizá antes de lo que queráis.

Sonaron las siete y media, el coche llevaba un retraso de veinte minutos respecto a la cita dada. Los amigos de D’Artagnan le recordaron que tenía una visita que hacer, haciéndole observar también que todavía estaba a tiempo de desdecirse.

Pero D’Artagnan era a la vez obstinado y curioso. Se le había metido en la cabeza que iría al Palais-Cardinal y que sabría lo que Su Eminencia quería. Nada pudo hacerle cambiar su determinación.

Llegaron a la calle Saint-Honoré, y en la plaza Palais-Cardinal encontraron a los doce mosqueteros convocados que se paseaban a la espera de sus camaradas. Sólo allí se les explicó de qué se trataba.

D’Artagnan era muy conocido en el honorable cuerpo de los mosqueteros del rey, donde se sabía que un día ocuparía un puesto; se le miraba por tanto por adelantado como a un camarada. Resultó de aquellos antecedentes que cada cual aceptó de buena gana la misión a que estaba invitado; por otra parte, según todas las probabilidades, se trataba de jugar una mala pasada al señor cardenal y a sus gentes, y para tales expediciones aquellos gentileshombres estaban siempre dispuestos.

Athos los repartió, pues, en tres grupos, tomó el mando de uno, dio el segundo a Aramis y el tercero a Porthos; luego cada grupo fue a emboscarse frente a una salida.

D’Artagnan por su parte entró valientemente por la puerta principal.

Aunque se sintiera vigorosamente apoyado, el joven no iba sin inquietud al subir paso a paso la escalinata. Su conducta con Milady se parecía mucho a una traición, y sospechaba de las relaciones políticas que existían entre aquella mujer y el cardenal; además, de Wardes, a quien tan mal había tratado, era uno de los fieles de Su Eminencia, y D’Artagnan sabía que si Su Eminencia era terrible con sus enemigos, era muy adicto a sus amigos.

—Si de Wardes le ha contado todo nuestro asunto al cardenal, cosa que no es dudosa, y si me ha reconocido, cosa que es probable, debo considerarme poco más o menos como un hombre condenado —decía D’Artagnan moviendo la cabeza—. Pero ¿por qué ha esperado hasta hoy? Es muy sencillo, Milady se habrá quejado contra mí con ese dolor hipócrita que la vuelve tan interesante, y este último crimen habrá hecho desbordar el vaso. Afortunadamente —añadió—, mis buenos amigos estarán abajo y no dejarán que me lleven sin defenderme. Sin embargo, la compañía de mosqueteros del señor de Tréville no puede hacer sola la guerra al cardenal, que dispone de las fuerzas de toda Francia, y ante el cual la reina carece de poder y el rey de voluntad. D’Artagnan, amigo mío, eres valiente, tienes excelentes cualidades, ¡pero las mujeres lo perderán!

Estaba en tan triste conclusión cuando entró en la antecámara. Entregó su carta al ujier de servicio, que lo hizo pasar a la sala de espera y se metió en el interior del palacio.

En aquella sala de espera había cinco o seis guardias del señor cardenal que, al reconocer a D’Artagnan y sabiendo que era él quien había herido a Jussac, lo miraban sonriendo de manera singular.

Aquella sonrisa le pareció a D’Artagnan de mal augurio; sólo que como nuestro gascón no era fácil de intimidar, o mejor, gracias a un orgullo natural de las gentes de su región, no dejaba ver fácilmente lo que pasaba en su alma cuando aquello que pasaba se parecía al temor, se plantó orgullosamente ante los señores guardias y esperó con la mano en la cadera, en una actitud que no carecía de majestad.

El ujier volvió e hizo seña a D’Artagnan de seguirlo. Le pareció al joven que los guardias, al verlo alejarse, cuchicheaban entre sí.

Siguió un corredor, atravesó un gran salón, entró en una biblioteca y se encontró frente a un hombre sentado ante un escritorio y que escribía.

El ujier lo introdujo y se retiró sin decir una palabra. D’Artagnan permaneció de pie y examinó a aquel hombre.

D’Artagnan creyó al principio que tenía que habérselas con algún juez examinando su dossier, pero se dio cuenta de que el hombre del escritorio escribía o mejor corregía líneas de desigual longitud, contando las palabras con los dedos; vio que estaba frente a un poeta; al cabo de un instante, el poeta cerró su manuscrito sobre cuya cubierta estaba escrito: MÍRAME,
tragedia en cinco actos
[161]
, y alzó la cabeza.

D’Artagnan reconoció al cardenal.

Capítulo XL
El cardenal

E
l cardenal apoyó su codo sobre su manuscrito, su mejilla sobre su mano, y miró un instante al joven. Nadie tenía el ojo más profundamente escrutador que el cardenal, y D’Artagnan sintió aquella mirada correr por sus venas como una fiebre.

Sin embargo puso buena cara, teniendo su sombrero en sus manos y esperando el capricho de Su Eminencia, sin demasiado orgullo, pero también sin demasiada humildad.

—Señor —le dijo el cardenal—, ¿sois vos un D’Artagnan del Béarn?

—Sí, monseñor —respondió el joven.

—Hay muchas ramas de D’Artagnan en Tarbes y en los alrededores —dijo el cardenal—; ¿a cuál pertenecéis vos?

—Soy hijo del que hizo las guerras de religión con el gran rey Enrique, padre de Su Graciosa Majestad.

—Eso está bien. ¿Sois vos quien salisteis hace siete a ocho meses más o menos de vuestra región para venir a buscar fortuna a la capital?

—Sí, monseñor.

—Vinisteis por Meung, donde os ha ocurrido algo, no sé muy bien qué, pero algo.

—Monseñor —dijo D’Artagnan—, lo que me pasó…

—Inútil, inútil —replicó el cardenal con una sonrisa que indicaba que conocía la historia tan bien como el que quería contársela—; estabais recomendado al señor de Tréville, ¿no es así?

—Sí, monseñor, pero precisamente, en ese desgraciado asunto de Meung…

—Se perdió la carta —prosiguió la Eminencia—; sí, ya sé eso; pero el señor de Tréville es un fisonomista hábil que conoce a los hombres a primera vista, y os ha colocado en la compañía de su cuñado, el señor des Essarts, dejándoos la esperanza de que un día a otro entraríais en los mosqueteros.

—Monseñor está perfectamente informado —dijo D’Artagnan.

—Desde esa época os han pasado muchas cosas: os habéis paseado por detrás de los Chartreux cierto día que más hubiera valido que estuvieseis en otra parte; luego habéis hecho con vuestros amigos un viaje a las aguas de Forges; ellos se han detenido en ruta, pero vos habéis continuado vuestro camino. Es muy sencillo, teníais asuntos en Inglaterra.

—Monseñor —dijo D’Artagnan completamente desconcertado—, yo iba…

—De caza, a Windsor, o a otra parte, eso no importa a nadie. Sé eso, porque mi obligación consiste en saberlo todo. A vuestro regreso, habéis sido recibido por una augusta persona, y veo con placer que habéis conservado el recuerdo que os ha dado.

D’Artagnan llevó la mano al diamante que tenía de la reina, y volvió con presteza el engaste hacia dentro; pero era demasiado tarde.

—Al día siguiente de esa fecha, habéis recibido la visita de Cavois —prosiguió el cardenal—; iba a rogaros que pasaseis por el Palais; esa visita no la habéis hecho, y habéis cometido un error.

—Monseñor, temía haber incurrido en desgracia con Vuestra Eminencia.

—¡Vaya! Y eso, ¿por qué señor? Por haber seguido las órdenes de vuestros superiores con más inteligencia y valor de lo que otro hubiera hecho. ¿Incurrir en mi desgracia cuando merecíais elogios? Son las personas que no obedecen las que yo castigo, y nos la que, como vos, obedecen… demasiado bien… Y la prueba, recordad la fecha del día en que os había dicho que vinierais a verme, buscad en vuestra memoria lo que pasó aquella misma noche.

Other books

The Son by Marc Santailler
By My Hands by Alton Gansky
The Deed by Lynsay Sands
Shameless Exposure by Fanshaw, Robert
Blunted Lance by Max Hennessy
Midnight is a Lonely Place by Barbara Erskine
The Troll Whisperer by Sera Trevor
Simple Choices by Nancy Mehl
Battle Scars by Sheryl Nantus