—Sin embargo..., existe una pequeña discrepancia. Su familia se refirió a ella llamándola Bianca, no Juanita.
Katrina encogió sus delgados hombros.
—Bianca... Juanita... ¿Qué importa eso? —dijo—. Supongo que su verdadero nombre era Bianca, pero ella debió pensar que Juanita era mucho más romántico y decidió llamarse así.
—¿Lo cree usted?
Calló y luego, cambiando de entonación, dijo:
—Pues yo creo que hay otra explicación mucho más convincente.
—¿Cuál?
Poirot se inclinó hacia delante.
—La muchacha que conoció Ted Williamson tenía el cabello como dos alas de oro; así lo describió él cuando vino a verme.
Se inclinó un poco más y sus dedos tocaron, rozándolos, los cabellos ondulados de Katrina.
—¿Alas de oro? ¿Astas de oro? Todo se reduce al punto de vista con que la miren; tanto puede ser un demonio como un ángel. Debe ser usted ambas cosas a la vez. ¿O acaso son las astas doradas de la cierva herida...?
Katrina murmuró:
—La cierva herida... —y su voz tenía la entonación del que no abriga ninguna esperanza.
Poirot continuó:
—Desde el principio, la descripción que de usted me hizo Ted Williamson me tuvo preocupado... me trajo algo a la memoria. Y ese algo era usted... danzando sobre sus pies de bronce, entre el bosque. ¿Quiere que le diga lo que pienso sobre esto, señorita? Creo que hubo un fin de semana en que fue usted sola a Grasslawn, pues entonces no tenía ninguna doncella a su servicio, ya que Bianca Valetta había vuelto a Italia y todavía no había tenido ocasión de contratar otra chica. Por entonces ya se resentía usted de su enfermedad actual y se quedó en casa, cierto día, cuando los demás salieron para hacer una excursión por el río que duró toda la jornada. Sonó el timbre de la puerta; fue usted a abrir y vio... ¿es necesario que se lo diga? Vio usted a un joven, tan sencillo como un niño y tan hermoso como un dios. Y entonces inventó usted una muchacha para él... No Juanita, sino Incógnita... y durante unas pocas horas paseó usted con él por la Arcadia...
Se produjo una larga pausa, al final de la cual, Katrina habló con voz helada y enronquecida.
—En un aspecto, al menos, le he contado la verdad. Le he relatado el final exacto de la historia. Nita morirá en plena juventud.
—¡Ah, no! —Hércules Poirot se transformó.
Golpeó la mesa con la mano. De pronto se convirtió en una persona prosaica, mundana y práctica.
—¡Eso es completamente innecesario! —exclamó—. Usted no necesita morirse. Puede usted luchar por su vida con tanto éxito como pudiera hacerlo otro cualquiera, ¿no es eso?
Ella sacudió la cabeza... triste, sin esperanza.
—¿Y qué vida me espera?
—No la vida del teatro, compréndalo. Pero recuerde que hay otra clase de vida. Veamos, señorita, sea usted franca. ¿Fue su padre en realidad un gran duque, un príncipe o por lo menos, un general?
Ella rió repentinamente.
—¡Conducía un camión en Leningrado! —confesó.
—¡Muy bien! ¿Y por qué no puede ser usted la esposa de un simple mecánico de pueblo? ¿Y tener hijos hermosos como dioses, con pies que, tal vez, bailen como usted hizo antes...?
Katrina retuvo el aliento.
—¡Pero esa idea es fantástica!
—De todas formas —dijo Poirot con evidente satisfacción—, yo creo que se convertirá en realidad.
Puesto que las incidencias del tercer «trabajo» de Hércules lo habían llevado a Suiza, Poirot pensó que, una vez allí, podía aprovechar la ocasión y visitar ciertos lugares que hasta entonces le eran desconocidos.
Pasó un agradable par de días en Chamonix; se detuvo otros tantos en Montreux y luego se dirigió hacia Aldermatt, un lugar que le habían alabado en gran manera varios amigos suyos.
Aldermatt, sin embargo, le produjo una impresión deprimente. Estaba al final de un valle, rodeado de altísimas montañas coronadas de nieve. Le parecía, contra toda lógica, que allí se respiraba con dificultad.
—Aquí no es posible quedarse —se dijo Poirot—. Pero en aquel momento vio un funicular y pensó—: Decididamente, es necesario que suba más arriba.
El funicular, según pudo comprobar, ascendía primero hasta Les Avines, luego hasta Caurouchet y, finalmente, hasta Rochers Nieges, a diez mil pies sobre el nivel del mar.
Poirot no se proponía subir a tal altura. Les Avines, según pensó, serían suficientes para él.
Pero no contaba con un elemento, como es el azar, que tan importante papel juega en la vida. Había arrancado ya el funicular, cuando el revisor se acercó a Poirot y le pidió el billete. Después de haberlo examinado y taladrado con unas pinzas de aspecto amenazador, se lo devolvió haciendo al propio tiempo una reverencia. Poirot notó entonces que, junto al billete, tenía ahora en la mano un pequeño papel doblado.
Las cejas del detective se levantaron ligeramente. Poco después, con toda parsimonia, desplegó el papelito, que resultó ser una nota escrita con lápiz y a toda prisa.
«Es imposible —decía— confundir esos bigotes. Reciba mi afectuoso saludo, apreciado colega. Tal vez querrá usted ayudarme. Es posible que haya leído algo sobre el caso Salley. Se cree que el asesino, Marrascaud, ha concertado una cita con varios miembros de su banda en Rochers Nieges... ¡no podían escoger sitio mejor, por lo visto! Desde luego, todo puede ser una alarma infundada, pero los informes que nos han dado son dignos de confianza. Siempre hay alguien que se va de la lengua, ¿no es cierto? Por lo tanto, abra bien los ojos, amigo mío. Póngase en contacto con el inspector Drouet, que no pretende llegar a la altura alcanzada por Hércules Poirot. Es muy importante que se detenga a Marrascaud... y que se le arreste vivo. No es un hombre, es un jabalí salvaje. Uno de los asesinos más peligrosos que existen. No me atreví a hablar con usted en Aldermatt, pues podríamos ser vistos. Tendrá las manos más libres si todos creen que es usted un simple turista. ¡Buena caza! Su viejo amigo... Lementeuil.»
Hércules Poirot se acarició el bigote con aspecto pensativo. No había duda; era imposible confundir los bigotes de Hércules Poirot. ¿Y qué querían de él? Había leído en los periódicos todo lo referente al caso Salley; el asesinato a sangre fría de un conocido «bookmaker» de los hipódromos de París. Se sabía quién era el asesino. Marrascaud, el jefe de una banda que operaba en las carreras de caballos. Se sospechaba que había cometido otros asesinatos, pero esta vez su culpabilidad se probó cumplidamente. Desapareció de París y, según se creía, salió de Francia. La policía de todos los países europeos estaba sobre aviso.
De manera que Marrascaud había concertado una cita en Rochers Nieges...
Poirot sacudió lentamente la cabeza, perplejo. Porque Rochers Nieges estaba por encima de la línea de las nieves eternas. Había allí un hotel; pero el funicular era su único medio de comunicación con el resto del mundo, pues estaba emplazado en un estrecho resalte de la montaña, suspendido sobre el valle. El hotel se abría en junio aunque raramente se veía a nadie por allí hasta julio o agosto. Era un sitio muy poco provisto de entradas y salidas. Si un hombre llegaba acosado a Rochers Nieges, podía considerarse cogido en una trampa. Un lugar inverosímil para ser elegido como punto de reunión de una banda de criminales.
Y, sin embargo, si Lementeuil decía que los informes eran dignos de confianza, posiblemente tendría razón. Hércules Poirot sentía gran aprecio hacia el comisario de policía suizo. Sabía que era un hombre eficiente y entendido en su oficio.
Alguna razón desconocida llevaba Marrascaud para acudir a una cita en un sitio tan apartado de la civilización.
Poirot suspiró. Cazar a un asesino despiadado no era la idea que tenía formada acerca de cómo debían ser unas vacaciones. El trabajo, meramente especulativo, llevado a cabo en un cómodo sillón, se adaptaba mejor a sus métodos. Pero atrapar a un jabalí salvaje en la ladera de una montaña no era cosa que le sedujera en extremo.
Un jabalí salvaje; éste era el término empleado por Lementeuil. Aquélla sí que era una coincidencia extraña...
—El cuarto «trabajo» de Hércules —se dijo—. El jabalí de Erimantea.
Tranquilo, sin ostentación, pasó revista a sus compañeros de viaje.
En el asiento opuesto se sentaba un turista americano. El corte de sus ropas y de su abrigo, el saco que llevaba, unido a su actitud de amistosa confianza; su ingenua admiración por el paisaje que contemplaba y la guía que consultaba de vez en cuando, lo proclamaban como un americano pueblerino que visitaba a Europa por primera vez. Dentro de unos instantes, pensó Poirot, empezará a charlar. Su anhelante expresión perruna era suficientemente inconfundible.
Al otro lado del coche, un hombre alto, de aspecto distinguido, cabellos blancos y nariz aguileña, estaba leyendo un libro alemán. Tenía los dedos fuertes y ágiles de un médico o un cirujano.
Más alejados, se sentaban tres hombres que parecían cortados por el mismo patrón. Hombres de piernas arqueadas que daban clara idea de su afición por los caballos. Estaban jugando a las cartas. Posiblemente al cabo de un rato sugirieran que un extraño tomara parte en el juego. Y de ser así, el nuevo jugador ganaría varias manos al principio, pero después se le volvería la suerte de espaldas.
No había nada de extraordinario en aquellos tres hombres. La única cosa rara en ellos era el sitio en que se encontraban.
Podía habérseles visto en un tren, camino de cualquier parte donde se celebran carreras de caballos... o en barco de carga y pasaje. Pero en un funicular casi vacío... ¡no!
El último ocupante del coche era una mujer. Alta y vestida de negro. Tenía hermosas facciones; una cara que podía expresar las emociones más variadas, pero que entonces parecía congelada por una extraña falta de expresión. No miraba a nadie. Dedicaba toda su atención al valle que se vela allá abajo.
Tal como Poirot había supuesto, al cabo de un rato empezó a charlar el americano. Dijo que se llamaba Schwartz y visitaba Europa por primera vez. El paisaje era magnífico. Le había gustado mucho el castillo de Chillón. No le agradaba París como ciudad... todo muy caro. Había visitado el «Folies Bergére», el Louvre y Notre Dame... y se había percatado de que en ninguno de los restaurantes y cafés en que había estado se tocaba buen
hot jazz
. Opinaba que los Campos Elíseos eran muy buenos; le gustaron mucho las fuentes, especialmente cuando estaban iluminadas.
No se apeó nadie en Les Avines ni en Caurouchet. Se veía que todos los ocupantes del funicular subían hasta Rochers Nieges.
El señor Schwartz expuso sus propias razones para ello. Siempre deseó subir muy alto y encontrarse rodeado de montañas cubiertas de nieve. Diez mil pies no estaba mal... había oído que no se podía cocer bien un huevo a tales alturas.
Con toda la candorosa amistad que encerraba en su corazón, el señor Schwartz intentó mezclar en la conversación al caballero de los cabellos grises que se sentaba al otro lado del coche, pero aquél se limitó a mirarlo fríamente por encima de sus gafas y volvió a la lectura del libro.
El señor Schwartz ofreció entonces cambiar de sitio con la mujer vestida de negro. Desde allí podía ver mejor el panorama, explicó.
Al parecer, ella no entendía el inglés. Pero de todos modos, movió negativamente la cabeza y se arrebujó todavía más en el cuello de su abrigo.
El americano se dirigió a Poirot:
—Es raro ver a una mujer viajando sola, sin que nadie cuide de ella. Una mujer necesita gran número de cuidados cuando viaja.
Poirot recordó a ciertas damas americanas que conoció durante sus viajes por Europa y convino con ello.
El señor Schwartz lanzó un suspiro. Encontraba al mundo poco dado a la amistad. Después de todo, parecían decir expresivamente sus ojos castaños, no hay ningún mal en que haya un poco de compañerismo por ahí.
El ser recibido por un gerente de hotel, vestido correctamente de frac y calzado con zapatos de charol, parecía algo cómico en aquel lugar apartado del mundo o, mejor dicho, tan sobre él.
El gerente era un hombre corpulento y distinguido, de maneras presuntuosas. Se deshizo en disculpas.
No había empezado todavía la temporada... la instalación de agua caliente se estropeó... Las cosas eran difíciles de llevar en buen orden dado lo apartado del lugar... Pero naturalmente, haría lo posible para que los señores estuviesen bien atendidos... La servidumbre no estaba completa todavía... Estaba aturdido por el inesperado número de visitantes que habían llegado.
Todo aquello fue dicho con profesional urbanidad y, sin embargo, a Poirot le pareció que detrás de aquella cortés
façade
se veía un reflejo de aguda ansiedad. Aquel hombre, a pesar de sus obsequiosidades, no estaba tranquilo. Algo le turbaba.
La comida fue servida en una gran habitación que daba vista a un profundo valle. El único camarero, llamado Gustave, parecía ducho y diestro en su oficio. Iba de aquí para allá, aconsejando los platos y facilitando la lista de vinos. Los tres hombres que parecían mozos de cuadra se sentaron juntos a la misma mesa. Reían y hablaban en francés, levantando la voz.
—¡Vaya con el viejo Joseph...! ¿Y qué me dices de Denise, amigo mío...? ¿Te acuerdas del
sacre
penco que nos hizo aquella jugarreta en Auteuil?
Todo parecía sincero; muy en consonancia con el carácter de ellos; pero absolutamente fuera de lugar en aquellas alturas.
La mujer vestida de negro ocupó una mesa en un rincón. No miró a nadie.
Después de comer, cuando Poirot estaba sentado en el salón, el gerente se dirigió hacia él y habló con más confianza.
El señor no debía juzgar con mucho rigor al hotel. No habla comenzado todavía la temporada. No venía nadie hasta finales de julio. ¿Tal vez se había fijado el señor en la señora? Venía todos los años por aquellas fechas. Su esposo se mató en una escalada, hacía tres años. Fue una tragedia, pues se querían mucho. Ella venía siempre antes de que empezara la temporada... porque así todo estaba más tranquilo. Era como una peregrinación sagrada. El caballero de más edad era un médico famoso, el doctor Karl Lutz de Viena. Había venido, según dijo, a descansar.
—Sí... es un sitio muy tranquilo —admitió Poirot—. ¿Y los señores? —indicó a los tres hombres—. ¿Cree usted que también desean descansar?