–¿Entonces, Patty y tú también vinisteis al Este? — pregunté tras encender un cigarrillo.
–Sí. Alquilé una casa en Beach Point. Y apenas llevaba horas aquí cuando empezó todo. Fue la noche en que Jessica llamó y en que llegué tarde a Race Point. No la volví a ver hasta que Nissen, el Araña, me llevó a ver el cadáver. Te aseguro que tuve una impresión terrible cuando vi aquellos restos decapitados más o menos cubiertos con cal viva.
–¿Dónde?
–En el patio trasero de Stude, cerca del bosque, junto a la carretera general. El cuerpo de Jessica estaba dentro de un recio recipiente metálico, un contenedor de basura antiguo, de antes que el plástico lo dominara todo.
–¿Vomitaste?
–Quedé aterrado. No había visto a Patty desde la noche en que Jessica llamó, que fue cuando Patty desapareció. Luego Machete me encontró. Iba caminando por la calle del Comercio y allí estaba él. Me costó convencerle de que realmente yo ignoraba el paradero de Patty.
–¿Cómo conociste al Araña?
–A través de Stude, a quien conocí aquel mismo día gracias al Machete. Éste y Stude habían vendido drogas durante el verano pasado. En todo esto ha intervenido el karma.
Wardley parecía muy desdichado. Temía haberle inducido a hablar durante demasiado tiempo. Si Wardley comenzaba a dar a su discurso muchas orientaciones diferentes, la pistola podía dispararse en cualquiera de ellas. Sin embargo, mis temores no estaban fundados, ya que Wardley necesitaba contar su historia.
–Sí, conocí al Araña el segundo día de mi estancia aquí. Inmediatamente se mostró dispuesto a hacer conmigo las más ambiciosas operaciones. De buena gana le hubiera enviado a paseo, pero el señor Nissen habló con increíble fanfarronería. Dijo que tenía completamente dominado al jefe de policía. Si yo le financiaba, podía llevar a cabo, por mi cuenta, la más prodigiosa operación de tráfico de drogas. Aseguraba que tenía al jefe de policía atado de pies y manos. Como puedes imaginar, le pedí que me lo demostrara. Entonces fue cuando el Araña me llevó a casa de Stude y me mostró a Laurel.
–¿Cómo sabes que se trataba de Laurel?
–Había visto con anterioridad a Laurel con aquel vestido. Un modelo exclusivo. Y también me fijé en el barniz plateado de las uñas. Y en sus tetas. ¿Nunca te fijaste en las tetas de Laurel?
–¿Te interesaba el negocio?
–Me interesó más de lo que había previsto. Pensé: «¡Qué lugar tan raro! Es como un salto atrás en el tiempo. Sería extraordinario ser propietario del único hotel fabuloso a este lado de Boston, y controlar todo el negocio de las drogas… Sería como un príncipe renacentista.»
–No creo que hubieras podido lograrlo.
–La verdad en que estaba medio enloquecido. Lonnie muerto, Laurel despedazada, Patty desaparecida, y ese sórdido sinvergüenza tiene el cadáver en su poder y asegura que puede hacer lo que quiera con el jefe de policía. Debo reconocer que llevaba horas fumando marihuana. Él también. Por eso, le tomé bastante en serio como para preguntarle cómo había llegado a su poder el cadáver decapitado. Y Nissen había fumado la suficiente marihuana para contestar a mi pregunta. Es increíble lo confiados que son los delincuentes. Nissen me lo hubiera contado todo, de pe a pa, si yo no lo hubiera adivinado por mí mismo. El jefe de poli fue quien dejó el cadáver en manos de Stude y Nissen, y fue el policía quien personalmente le cortó la cabeza.
–¿Regency?
–Regency.
–¿Él fue quien mató a Jessica?
–No lo sé. Pero no cabe duda de que quería desembaraza del cadáver. ¡Qué arrogantes son los policías de narcóticos! Como tenía tantas pruebas para acusar a Nissen, presumió que podía utilizarle para cualquier cosa.
–Y ¿por qué no? Si se descubría el cadáver, podía decir que los asesinos eran el Araña y Stude.
–Desde luego. Cuestión de caradura apoyada por el poder. Yo llevaba dos días sin Patty, no podía pensar correctamente; estar sin ella me tenía muy perturbado. Sin embargo, cuando llegué a Beach Point después de esta terrible visita a la cabaña de Stude, ahí estaba Patty Lareine. Esperándome. Y no me dijo ni media palabra acerca de dónde había estado.
Se echó a llorar. Me cogió de sorpresa. Sin embargo, consiguió tragarse su desdicha. Igual que el niño al que le han prohibido quejarse, me dijo:
–Patty ya no quería comprar la finca Paramessides. Como sea que Lonnie se había convertido en un suicida y que Laurel ha desaparecido, Patty consideraba que había caído una maldición sobre el negocio. Además, estaba enamorada. Sí, había decidido decírmelo. Quería irse en compañía del hombre del que lleva ya un año enamorada. Este hombre también quería irse con ella pero hasta el momento había sido fiel a su esposa. Pero ahora, por fin, estaba dispuesto a separarse. Le pregunté si le molestaba decirme quién era el hombre en cuestión. Me contestó que era un hombre bueno, un hombre fuerte y un hombre sin dinero. Y yo ¿qué?, le pregunté. Y el Machete ¿qué? ¿Se trataba del Machete? Me dijo que no. El Machete había sido un triste error. Patty había intentado arrancar a aquel hombre de su corazón, pero no lo había conseguido.
Wardley hizo una pausa y me preguntó:
–¿Qué imaginas que sentí?
–Te sentiste hecho trizas.
–Sí, hecho trizas. Las cosas no salían como había previsto. Y me había dado cuenta de que adoraba a Patty, por lo que me mostré dispuesto a aceptar de ella la parte que quisiera darme, aunque fuera compartiéndola. Incluso en el caso de que lo que quisiera darme no fuera más que el dedo gordo del pie –Wardley comenzó a respirar muy de prisa, como si le faltara aire–. Le dije: «Pues muy bien, apártate de mi vida.» Intentaba conservar mi dignidad. Me sentía como una mujer desnuda que posa para un pintor loco. Le dije: «Pues vete, no hay problema.» Y me contestó: «Sí que hay problemas porque necesito dinero.» Y quiero que sepas, Tim que me pidió una suma que era, más o menos, la que yo estaba dispuesto a pagar por la finca Paramessides. Y quería aquel dinero para comprar cocaína, con la ayuda de su misterioso enamorado. ¿Quería meterme en el negocio de la droga? Le dije: «No seas loca, no voy a darte ni un céntimo» Y ella dijo: «Wardley, si no me das ese dinero, haré lo preciso para que te maten, y en esta ocasión lo harán, porque ahora tengo al hombre capaz de hacerlo, y todos los gusanos abandonarán tu cuerpo» –Wardley se frotó la cara como si la tuviera helada. Siguió–: Le dije: «De acuerdo, voy a buscar un talón, ahora vuelvo.» Entré en el dormitorio, cogí mi pistola del 22, le puse el silenciador, regresé a la sala de estar y la maté. Es el acto que he efectuado con más tranquilidad en toda mi vida. Cogí el teléfono con la intención de llamar a la policía. Estaba dispuesto a entregarme. Pero el Diablo salió del cuerpo de Patty y pasó al mío. Envolví su cadáver, lo metí en el automóvil, llamé al Araña y le cité en casa de Stude. Le pedí que enterrara a Patty juntamente con Laurel. Dije que les pagaría bien. ¿Y qué supones que contestaron?
–¿Qué?
–«Lárgate, y deja todo lo demás de nuestra cuenta.»
–¿El resto es una pesadilla?
–Totalmente.
–¿Por qué me dijiste que querías la cabeza de Patty Lareine?
–Porque aquel mismo día me enteré de que el Araña le había rebanado el cuello. Enterró el cuerpo, pero me dijo que se quedaría con la cabeza. Se reía cuando me lo contaba. Dijo que me iba a hacer una foto aguantando la cabeza. Me daba perfecta cuenta del proyecto que el Araña tenía en la cabeza. Iba directo a apoderarse de los millones de los Hilby. La gente piensa que mi dinero está ahí para que ellos se aprovechen de él. Como si mi dinero no formara parte de mí. Comprenderás que no tuve más remedio que matarle. ¿Qué quedaría de mí sin mi dinero?. Mi dinero es mi sustancia.
Dejó la pistola en el suelo, a su lado, y dijo:
–Y entonces Stude tuvo la mala suerte de llegar con Machete. Yo estaba junto al cuerpo del Araña. Gracias a Dios, logré convencer al Machete de que Stude era el tipo que buscaba.
Wardley se llevó las manos a la cara. El arma estaba en la arena, junto a él, pero no me atreví a moverme. Cuando al fin miró –hasta donde pude ver–, estaba muy lejos de allí.
–He intentado encontrar una buena razón para matarte, no he conseguido irritarme lo suficiente para hacerlo. Me gustaría tener las narices para entregarme a la policía –movió la cabeza y dijo–: Pero no, no es una alternativa viable. La publicidad que se dio a mi caso de divorcio me hizo sufrir más que cualquier cosa en mi vida. Soy incapaz de volver a pasar por la prueba de ponerme públicamente en ridículo.
–Comprendo.
Cogió la pistola, se tumbó de lado, se acurrucó, se acercó el cañón de la pistola a la boca, y dijo:
–Creo que has tenido suerte.
Se metió el cañón en la boca. Me parece que, de repente, se dio cuenta de lo vulnerable que era en aquella situación, tumbado, sin nada que le protegiera.
–¿Me cubrirás con un poco de arena? –me preguntó.
–Sí.
No puedo justificar por qué lo hice, pero me puse en pie y me acerqué a él. Se sacó el cañón de la boca y me apuntó, diciendo:
–O nos peleamos o hacemos las paces –bajó la pistola y dijo–: Siéntate a mi lado.
Así lo hice.
Dijo:
–Pásame un brazo por los hombros.
Obedecí el mandato.
Me preguntó:
–¿Me tienes un poco de simpatía?
–Wardley, te tengo un poco de simpatía.
–Así lo espero.
Y se pegó un tiro en la sien.
Para una pistola con silenciador, el sonido fue muy potente. Quizá Wardley se voló con el tiro una puerta de su espíritu. Estuvimos mucho rato sentados juntos, el uno al lado del otro. Nunca volveré a velar tanto tiempo a un compañero de estudios.
Cuando el frío se hizo intolerable, me levanté e intenté cavar una tumba con mis manos, pero la arena estaba muy fría. Tuve que dejarle en un hoyo de poca profundidad, cubierto con una capa de arena, apenas unos centímetros. Pensé en enterrar la pistola juntamente con él, pero me pareció una estúpida prodigalidad, por lo que me la guardé en el bolsillo. Me juré que volvería por la mañana con una pala, y emprendí el camino de vuelta, el largo camino de regreso.
Cuando llegué a las rocas del rompeolas el camino se hizo más duro. Mi pie, a pesar de su anterior flexibilidad, me dolía como una muela con el nervio al descubierto, y mi hombro lanzaba rayos de dolor en cada movimiento imprevisto del cuerpo.
Sin embargo, el dolor lleva consigo su propio lenitivo. Apaleado por mil experiencias demasiado fuertes para mí, me sentía con el ánimo tranquilo durante mi camino a lo largo del rompeolas, y, por fin, comencé a pensar en la muerte de Patty acompañando el pensamiento con algo parecido a cierto dolor. Sí, la pena podía ser el antídoto del dolor.
Había perdido a una esposa a la que jamás había comprendido, y con ella había desaparecido la vitalidad de su invencible confianza en sí misma y de las horrendas ecuaciones de su mente insondable.
Comencé a recordar el día anterior a aquel en que Patty me abandonó. ¿Hacía de ello veintinueve o treinta días? Habíamos ido de compras a Orleans, y paseamos en automóvil por bosques y vericuetos otoñales, mucho más bellos, en la estación de las hojas caídas, que nuestros pobres bosques de pinos. Había abundantes árboles de recio tronco en los alrededores de Orleans en el codo del doblado brazo del Cabo. Al tomar una curva, vi un plátano con follaje de color anaranjado contra un abierto cielo azul, y cómo aquellas hojas, temblorosas y ya prestas a su muerte, variaban entre su último rojizo y las últimas sombras del amarillento otoño que ya se cernía. Al mirar al árbol, murmuré:
–¡Oh, dulce puta!
Realmente, no sé lo que quise decir con esas palabras, Patty, que iba sentada a mi lado, dijo:
–Cualquier día te dejaré.
Esa fue la única advertencia previa que me hizo, y yo le dije:
–No creo que tenga importancia. Cada día me siento más lejos de ti.
Patty movió afirmativamente la cabeza.
Siempre hubo algo de hiena en la felina voluptuosidad de Patty, una dura e intocable capacidad de cálculo que se reflejaba en las comisuras de sus labios. Por mucha que fuera su fortaleza Patty siempre estuvo rebosante de piedad hacia sí misma, y, en aquellos momentos, me dijo en un susurro:
–Me siento atrapada. Terriblemente atrapada.
–¿Qué deseas?
–No lo sé. Es algo que siempre está más allá de mi alcance.
Y a continuación, dentro del escaso grado en que Patty podía comprenderme un poco, me tocó la mano y dijo:
–En cierta ocasión, llegué a pensar que lo había alcanzado.
Y, entonces, yo le oprimí la mano. Sí, teníamos nuestro romántico punto de referencia. Fue la noche en que nos conocimos y que fornicamos como bailarines enloquecidos, cuando copulamos de todas las maneras habidas y por haber; fue una noche en que fuimos tan felices como Cristóbal Colón, debido a que cada uno de nosotros descubrió América, nuestro país eternamente dividido en dos mitades. Cada uno de nosotros danzaba al ritmo de nuestros respectivos y entusiastas encantos, dulces como dos tetas de azúcar emparejadas.
Por la mañana, el Chepa, que era el marido de Patty, se puso otra de sus caretas, y todos fuimos a la iglesia: Madeleine, Patty, el Chepa y yo. El Chepa fue quien ofició. Sí, era uno de nuestros americanos esencialmente locos: era capaz de participar en orgías el sábado y de bautizar el domingo. La casa de Nuestro Padre tiene muchas mansiones, y tengo la seguridad de que el Chepa juzgó que la casa de anoche era el retrete. Jamás llegué a comprender aquel matrimonio. Él era entrenador del equipo de fútbol americano, y ella era la animadora del equipo, y él la preñó, y se casaron, y el hijo nació muerto. Este fue el último intento que Patty Lareine hizo de reproducirse. Cuando nos conocimos, ya habían recibido varias contestaciones a su anuncio («Sin duchas doradas. Deben estar casados»). Realmente, si tuviera el talento preciso, podría escribir un libro acerca del Chepa y de los diversos compartimentos de su norteamericana mentalidad, pero no voy a intentar describirle, como no sea para hablarles un poco del sermón que pronunció, ya que no le he olvidado; y me vino a la memoria, mientras caminaba por las rocas del rompeolas, el recuerdo de estar sentado en aquella blanca y sencilla iglesia, de un tamaño no superior al de un aula universitaria, y de una grandeza no superior a la de una cabaña. Ahora que Patty había partido de este mundo, la voz del Chepa sonaba muy nítidamente en mis oídos: –Anoche tuve un sueño.