Los tipos duros no bailan (33 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Otros

BOOK: Los tipos duros no bailan
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En consecuencia, salí de mi automóvil. Para mi desdicha, la calle estaba desierta, por lo que no tenía excusa alguna para actuar, así que cojeando exageradamente (como si un hombre lisiado fuera menos peligroso en opinión de la policía) crucé calle y llegué hasta el automóvil de Regency, con el corazón latiéndome con tal velocidad que mi temor, pasando por el vértigo, llegó al delirio de la embriaguez. ¿Le han anestesia alguna vez con mascarilla, y ha visto los círculos concéntricos formándose en su cerebro, mientras se sume en los efectos de la anestesia? Pues los vi en el mismo instante en que cogí las llaves del coche de Regency.

En el caso de que él saliera en aquel instante, le diría:

–Hola, Regency, espero que no te importe, pero necesito una llave inglesa y he pensado que llevarías una en el maletero.

–Pues sí, me importa –contestaría Regency.

Sacaría el revólver y me pegaría cuatro tiros.

Con estremecimientos en los dedos de los pies, temblorosas las manos, metí la llave en la cerradura del maletero.

Y allí estaba el machete.

En aquel instante en que mi corazón volteaba como un gato que hubiera tocado un cable de alta tensión, sentí un lejano acorde de exaltación y predestinación: Él existe, o Ello existe, o Ellos andan sueltos. Para mí quedó confirmado que esa vida que vivimos con todo nuestro ingenio, con todos nuestro sentido afán, es sólo la mitad de nuestra vida. La otra mitad pertenece a otra parte. Era la confirmación de que la vida que vivimos con todo nuestro ingenio y celo es sólo la mitad de nuestra vida. La otra mitad pertenece a otra cosa.

Mi primer impulso fue echar a correr. Dominándome, arranqué el machete del suelo del maletero –¡parecía pegado allí!–, cerré y me obligué (fue el acto más valeroso de todos) a sentarme ante el volante y estar allí el tiempo suficiente para volver a poner en marcha el motor, con lo que quedé en libertad para cruzar la calle, camino de mi coche. Ya en marcha, el volante del Porsche no hacía más que temblar en mi mano sana, de modo que tuve que cogerlo con las dos manos.

Después de recorrer cinco manzanas a lo largo de la calle Bradford, detuve el automóvil junto a una farola para mirar durante unos instantes el machete. Estaba cubierto de sangre seca en la parte de la hoja que no había estado en contacto con la alfombrilla de goma del maletero. Todas las ideas que me había formado acerca de Regency se desmoronaron. Jamás hubiera creído que fuera tan descuidado.

Si Regency había decapitado a Jessica con aquella arma (y ciertamente tuvo que ser así), lo único que podría justificar aquella falta de interés era que Regency no hubiera tenido estómago para volver a mirar el arma después de utilizarla. Cuando te balanceas al borde del abismo, es un consuelo descubrir que los otros locos también saben lo que es el miedo y el temblor.

Conduje el automóvil por la ciudad perdido en vagos y divergentes pensamientos y, cuando por fin llegué a la lógica conclusión de que lo menos que podía hacer era guardar el machete en el maletero en vez de llevarlo a mi lado, en el asiento delantero, como un compañero de viaje, me encontraba ya al final de la calle del Comercio, en el sitio en que desembarcaron los Padres Peregrinos, allí donde el rompeolas se extiende a lo largo de las tierras bajas. Detuve el automóvil, levanté la tapa delantera y dejé el machete –cuyo filo observé que estaba mellado– en el maletero, cerré la tapa, y vi que otro automóvil se detenía detrás del mío.

Wardley bajó de aquel coche. Seguramente había vuelto a hacer poner un transmisor en el mío. En el estado en que salí de mi casa, ni siquiera me había tomado la molestia de inspeccionarlo.

Wardley se me acercó. Estábamos solos, junto al rompeolas, y la luz de la luna permitía que nos viéramos las caras.

–Me gustaría hablar contigo –dijo Wardley.

Sostenía una pistola en la mano. Como cabía esperar, llevaba silenciador. Y, como también cabía esperar, parecía del calibre 22. No se necesitaba mucha imaginación para ver una bala de feo aspecto en la recámara, una bala que al penetrar en tu carne se abriría y te destrozaría.

8

–Wardley, tienes mal aspecto –le dije.

Sin embargo, el temblor de mi voz traicionó la intención que me animaba a decir estas palabras: demostrarle que su arma no me inspiraba el menor respeto.

–Sí, he asistido a un entierro.

Incluso a la incierta luz de la luna, pude ver que Wardley iba cubierto de arena mojada. Llevaba arena incluso en el cabello y las gafas.

–Podemos dar un paseo por las rocas –propuso.

–Será difícil, porque me lesioné un pie al patear a Stude –le respondí.

–Sí, tiene la impresión de que le pateaste. Esto le ha irritado bastante.

–Esperaba verle hoy.

–No, a Stude no volveremos a verle.

Wardley movió muy delicadamente la pistola, igual que si me ofreciera asiento en un cómodo sillón de su casa, y yo avancé unos pasos, alejándome de él.

No fue una caminata fácil. El rompeolas se extendía a lo largo de un kilómetro y medio, cruzando arenosas zonas llanas, tierras bajas, y la bahía, y había que avanzar por entre las rocas. Durante la mayor parte del trayecto, el suelo era más o menos liso, en su parte más alta, pero de vez en cuando era preciso dar un salto de metro y medio, para salvar un hoyo, o bien descender por la pendiente de una roca y ascender por la de otra. En la oscuridad, y con mis lesiones, nuestro avance no fue rápido, ni mucho menos. Pero esto no pareció molestar a Wardley. De vez en cuando, a nuestra espalda, aparecía un automóvil que descendía por la calle del Comercio, y que o bien tomaba rumbo hacia la Posada de Provincetown, o bien seguía en línea paralela a las tierras bajas, hasta el extremo de la ciudad, donde terminaba la calle Bradford. Pero después de que hubiéramos recorrido unas cuantas decenas de metros sobre el rompeolas, los coches comenzaron a parecemos muy lejanos. Caminando delante de Wardley, lentamente, los faros de cada automóvil me parecían tan lejanos como las luces de un barco en el mar.

Habíamos tenido marea alta, pero estaba retrocediendo, y seguimos avanzando sobre las rocas a una altura de dos o tres metros sobre el agua. Debajo sonaba el ruido de las olas retirándose de las tierras bajas y pasando por entre las rocas, y el cielo parecía acercarse a mis oídos, hasta el punto de que tuve la impresión de poder percibir todos los sonidos producidos por el agua. Quizá todo se debía al dolor que sentía en el pie, y al sordo y fuerte latido de mi hombro lesionado, pero lo cierto es que caminaba resignado. Quizá mi vida terminara en aquel interminable camino junto al mar, pero, a fin de cuentas, todavía había lugares peores, y me dedicaba a escuchar el graznido de las gaviotas, alertadas por nuestros nocturnos pasos. Cuan reciamente sonaban estos ruidos, en la noche… Tenía la impresión de oír el movimiento de las hierbas marinas en las menudas caletas, y el de las esponjas adheridas a las conchas de las ostras. Las matas y las algas comenzaron a respirar en las rocas, mientras las olas ondulantes se alejaban de la costa. Era un noche sin viento, y si no hubiera sido por el fresco propio de noviembre, la placidez del agua habría causado la impresión de que estábamos en verano, pero no, no era así, y forzosamente tenía que ser una noche de otoño, ya que las aguas calientes jamás hubieran podido producir semejante sensación de calma. Un frío norteño cubría la calma, hablándonos de aquellas eternidades situadas más allá de la eternidad, en donde los reinos del magnetismo están helados y quietos.

–¿Cansado? –me preguntó Wardley.

–¿Tienes el propósito de llegar hasta el final del trayecto?

–Sí, y te advierto que luego tendremos que recorrer ochocientos metros más por la playa.

Señaló hacia la izquierda, a un lugar situado a mitad camino entre el sitio en que terminaba el rompeolas, en la más saliente del cabo, y el faro, que se encontraba a un kilómetro y medio más a la izquierda, por donde se llegaba al extremo de playa resguardado por el cabo. En el curso de ese kilómetro y medio que terminaba en el faro no había casas ni caminos, solo las roderas dejadas en la arena por el paso de los coches. En una noche de noviembre, difícilmente encontraríamos un automóvil allí.

En otros tiempos, allí había florecido la Ciudad del Infierno.

–Es una larga caminata –dije.

–Esfuérzate un poco.

Wardley caminaba bastante rezagado con respecto a mí, con el fin de no tener que llevar constantemente la pistola en la mano, y cuando llegábamos a un punto de difícil paso (y pasamos por uno o dos sitios de poca altura en los que las rocas se habían hundido hasta el punto de que la marea las había dejado húmedas al retirarse), Wardley se limitó a esperar que yo cruzara para, después, hacerlo él.

Al cabo de un tiempo, me animé un poco. Las noticias menudas son siempre importantes en momentos de crisis, y advertí que el dedo gordo de mi pie, roto o no, parecía haber adquirido cierta flexibilidad, en tanto que mi brazo izquierdo efectuaba movimientos más amplios sin causarme dolor. Además no sentía tanto miedo como cabía pensar. Siempre me ha resultado difícil tomarme totalmente en serio a Wardley. A fin de cuentas, le había visto llorar el día en que le echaron de la escuela.

Sin embargo, las certidumbres de la adolescencia podían ser peligrosas. Si Wardley iba a oprimir el gatillo, su dedo sería sin duda estimulado aún más por el hecho de que no le tomara en serio.

Cuando habíamos recorrido algo más de la mitad del camino, le pedí que me dejara descansar. Accedió y se sentó a unos diez metros de distancia, es decir lo bastante cerca para que pudiéramos hablar y mantener con seguridad la pistola en la mano. Ése fue el momento en que Wardley me informó minuciosamente de todo género de fascinantes detalles, ya que tenía ganas de hablar.

Resumiendo: Nissen había muerto. Stude había muerto. Beth se había ido de la ciudad en compañía del Machete.

–¿Cómo te has enterado? –le pregunté.

–Bueno, presencié como el Machete mataba a Stude, y despedí a Beth y al Machete cuando emprendieron el viaje. Incluso les di dinero. Se fueron en la camioneta que tú averiaste. Es de Beth.

–¿Adonde han ido?

–Beth dijo algo acerca de visitar a sus padres en Michigan. Parece que están retirados y viven en Charlevoix.

–El Machete causará sensación en Charlevoix –comenté.

–Los negros bien educados son recibidos con los brazos abiertos en todas partes menos en Newport –dijo Wardley en tono solemne.

–¿Y Beth no estaba alterada por lo ocurrido al Araña?

–Le dije que el Araña se había largado. No pareció preocuparse en exceso. Dijo que se proponía vender la casa. Tengo la impresión de que Beth ha añorado cada vez más Michigan en los últimos tiempos.

–¿Sabe que Stude ha muerto?

–Claro que no. ¿Quién iba a decírselo?

Procuré formular la siguiente pregunta con sumo tacto. Era como si yo hubiera estado hablando con un desconocido, le hubiese contado un chiste de polacos, y luego le preguntara: «¿No será usted polaco, por casualidad?» En consecuencia, con mucha modestia en la voz, le pregunté:

–¿Y no sabes quién mató al Araña?

–Claro que sí. Fui yo.

–¿Por qué?

–Un asunto sórdido.

–¿Te chantajeaba?

–Sí.

–¿Puedo saber cómo?

–Tim, tú has tenido problemas con cabezas, si no me equivoco. Pues
chez nous
, hemos tenido problemas de cuerpos. El Araña y Stude se encargaron del entierro.

Probé suerte.

–¿Enterraron a las mujeres?

–A las dos.

–¿Dónde? Me gustaría saberlo.

–En el lugar al que vamos.

–Magnífico.

Guardamos silencio.

–En la Ciudad del Infierno –dije.

Wardley movió afirmativamente la cabeza.

–¿Conoces la Ciudad del Infierno? –pregunté.

–Naturalmente. Patty Lareine me habló de ella. Tenía una fijación con la Ciudad del Infierno. Es una lástima que las partes de su cuerpo estén separadas.

–Desde su punto de vista, sí.

–¿Dónde está la cabeza? –me preguntó Wardley.

–En el fondo del mar. Sólo puedo decirte eso porque no se más. No estuve presente.

–No tengo la menor intención de hacerle a Patty el favor juntar sus desperdigados restos –dijo Wardley.

No supe qué contestarle.

–¿Dónde están enterrados el Araña y Stude? –le pregunté.

–Cerca. Todos están cerca. En realidad, están tan cerca que podrían organizar una orgía, si les entraran ganas.

Estas palabras le provocaron un leve espasmo de risa, pero como sea que fue una risa silenciosa, no puedo decir que ninguno de los dos esperáramos que yo le acompañara.

Acto seguido, Wardley levantó la pistola y disparó un tiro al aire. El disparo hizo el ruido que cabía esperar, un «plop», como el que produce una bolsa de papel hinchada al reventar. Muy poca cosa, realmente.

–¿Por qué has hecho esto? –le pregunté.

–Por gusto.

–Vaya…

–Estoy celebrando el haber terminado mis tareas funerarias.

–¿Te ayudó el Machete?

–¡Claro que no! Como te he dicho, me alegró que se largara. Un majara como él siempre es peligroso. Siempre tuve la impresión de que era fuerte, y lo cierto es que estranguló a Stude con sus propias manos. Es un alivio que se haya ido.

–¿Dónde fue?

Tuve la impresión de que se formó en su rostro un gesto perverso. Y he dicho «tuve la impresión» porque a la luz de la luna no podía verle con la debida claridad. Sin embargo, Wardley también me causó la impresión de no querer contestar por el simple placer de no hacerlo.

–¿Por qué quieres saberlo? –me preguntó por fin.

–Curiosidad.

–El deseo de saber siempre ha sido poderoso. ¿Crees que si te mato, y conste que no digo que vaya a matarte, ya que, a decir verdad, aún no sé lo que voy a hacer, te irás al reino de las tinieblas mejor preparado si contesto algunas de tus preguntas?

–Pues sí, eso creo.

–Bueno, yo también lo creo –me dirigió una astuta sonrisa y explicó–: Todo ocurrió en el bosque de Provincetown. Stude tenía una especie de casita, casi una barraca, junto a la carretera. Un sitio muy adecuado. Allí se organizó la bronca.

–¿Dejaste a los dos tipos tumbados y te llevaste al Machete a ver a Beth?

–Así es.

–¿Y entonces los dos se largaron, así, sencillamente?

–Bueno, parece que la noche anterior habían comenzado un aventurilla. Al parecer, Beth dedicó un buen rato al Machete cuando estuvieron en el Bergantín. Por eso los animé a que se fueran juntos.

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