–Pero ¿por qué mató el Machete a Stude con sus propias manos?
Wardley meneó la cabeza y dijo:
–Porque le estimulé un poco. Le conté una mentira. Le dije que Stude había asesinado a Patty Lareine y que había dado el cadáver a los perros, para que se lo comieran.
–¡Santo Dios…!
–Que yo sepa, Stude ni siquiera tenía perro. Cualquiera diría que lo tenía, sin embargo. Stude era la clase de bestia que necesitaba a otra bestia.
–¡Pobre Stude! ¿Fue él quien mató a Patty Lareine?
–No.
–¿Quién la mató?
–Quizá te lo diga dentro de un rato.
Wardley quedó tan sumido en sus pensamientos que tuve esperanzas de que bajara la pistola, pero no lo hizo. Siguió apuntándome. Para mí, la pistola apuntándome tenía unos efectos tan poderosos como el de una potente luz enfocada en los ojos durante un interrogatorio.
–La motivación es uno de los aspectos más importantes de la psicología –dijo Wardley–. El Machete tenía todo género motivos para cargarse a Stude, pero se reprimía. Stude no hacía más que decir: «No la maté, te juro que no la maté.» Y el Machete le creía, en parte. Por fin, no me quedó más remedio que decir «Machete, éste es el hombre que se hace llamar Austin Healey. Esto fue lo que hizo saltar al Machete y lo que, incidentalmente también hizo saltar de su sitio varias vértebras del pescuezo de Stude. Entonces, para mí fue ya una cosa meramente rutinaria pegarle un tiro al Araña. Pero quería que el Araña, antes de morir, presenciara el final de Stude.
–¿Por qué?
–Carece de importancia. En realidad, sólo se debió a que el Araña me irritaba profundamente.
–Bueno, sigamos nuestro camino, si quieres –dije.
–Sí.
–¿Te puedo hacer otra pregunta? –le dije en el momento en que nos pusimos en pie.
–Naturalmente.
–¿Cómo te las arreglaste para transportar los cadáveres desde esa cabaña hasta la Ciudad del Infierno?
–Lo hice en mi automóvil hasta una embarcación que alquilé. La tenía en Beach Point. Allí no hay nadie ahora. De noche no es difícil meter un fiambre en una embarcación.
–¿Y no pesaban demasiado?
–Soy más fuerte de lo que aparento.
–Antes no eras fuerte.
–Tim, ahora cultivo el físico.
–También yo debería hacerlo.
–Quizá.
–¿Transportaste por mar los cadáveres hasta la Ciudad del Infierno, y los enterraste allí?
–La verdad es que hubiera debido encargarme personalmente de todos los entierros. Si lo hubiera hecho así, Stude y el Araña no habrían sabido tantas cosas.
–¿Y después de enterrarlos regresaste en tu embarcación a Beach Point?
–Sí.
–¿Y el transmisor te dijo dónde me encontraba?
–No, recuerda que lo tiraste.
Volvió a esbozar su astuta sonrisa, y dijo:
–Me tropecé contigo por casualidad.
–Es terrible.
–Me gusta el diseño. Eso es todo.
–Ya.
–¿Tienes la facultad del
deja vu
? –me preguntó–. Yo la poseo en grado sumo. Me pregunto si no tenemos la misma vivencia más de una vez. A lo mejor se espera que nos perfeccionemos con la repetición.
–No lo sé –le contesté.
Seguimos andando. Y entonces Wardley me dijo:
–Debo reconocer que buscaba tu automóvil. Fui de un lado para otro hasta que lo encontré.
–Pues la verdad es que no sé si alegrarme o entristecerme…
Quizá se debía al dolor, pero me sentía obligado a dar muestras de aquel alegre sentido del humor del que hace gala el paciente, cuando, en camilla, le llevan a la sala de operaciones.
Caminábamos en silencio. El agua del mar estaba muy fosforescente, lo que me indujo a maravillarme de la capacidad lumínica del plancton, pero no puedo decir que se me ocurriera un pensamiento nuevo. Llegamos a la más profunda depresión que presentaba nuestro camino, y como sea que no podía saltarla, tuve que agarrarme a una serie de piedras laterales para descender, con lo que unas conchas me produjeron un doloroso corte en la mano. Cuando lancé una maldición, Wardley dio muestras de comprenderme, ya que dijo:
–Es cruel obligarte a esta caminata, pero es esencial.
Seguimos adelante. Por fin, nuestro aire al andar adquirió aquel ritmo en el avance que sólo es un movimiento sin principio ni fin, por lo que, cuando llegamos a la playa situada a unos mil quinientos metros de distancia con respecto a aquella en la que habíamos emprendido el camino, apenas me di cuenta. Nos apartamos del rompeolas y avanzamos por la última extensión de playa de la bahía. Caminar sobre la arena mojada dejaba los pies helados, pero hacerlo por la arena seca representaba avanzar más despacio. En la oscuridad, ya que la luna se encontraba detrás una nube, era preciso vigilar los pasos. Sobre la arena, por todas partes, había viejos maderos, restos de embarcaciones, recios como el cuerpo de un hombre y plateados como la mismísima luz de la locura. En aquella hora se podía oír el sonido de la marea al retirarse. Llegaba nítidamente a nuestros oídos el piar de las gallinetas alertadas por nuestra presencia, el más leve paso de los cangrejos y los escurridizos movimientos de los ratones de campo, y nuestros pies aplastaban conchas vacías de ostras, almejas, mejillones. ¡Y cuántos eran los sonidos que puede producir el calcio al quebrarse…! Cuando pisábamos las algas y las plantas marinas secas, producían un crujido parecido al de avellanas al quebrarse bajo nuestros pies, y el lúgubre sonido de la boya llegaba hasta nosotros, en la lenta agonía de la marea.
Caminamos quizá durante media hora más. En las más cercanas aguas, se balanceaban bajo la luz lunar medusas rosadas y medusas blancas como la luna semejantes a obesas señoras tomando el sol, y hasta la playa llegaban esas plantas marinas a las que se llama trenzas de sirena. Vivía en la húmeda fosforescencia de la playa como si las últimas luces de mi vida sólo pudieran dejar de extinguirse gracias a aquellos helados destellos.
Por fin, llegamos a nuestro punto de destino. Era una porción de la playa que no se distinguía en nada de cualquier otra, y Wardley me indicó una duna baja junto a la que se veía un hoyo cubierto de hierbas y maleza. Sentado allí, no cabía la posibilidad de divisar el mar. Me esforcé en decirme que me encontraba en las arenas de la Ciudad del Infierno, pero dudaba mucho de que allí anidaran espíritus. Sobre nosotros sólo flotaba una leve nube. La barrera de arena impedía el paso de los vientos. Pensé que los espíritus seguramente preferían apiñarse en las casitas que un siglo atrás fueron transportadas flotando a la calle del Comercio.
–¿Aquí está Patty? –pregunté por fin.
Wardley afirmó con la cabeza y dijo:
–No puedes ver dónde está enterrada, ¿verdad?
–Con esta luz, no.
–Y a plena luz del día tampoco.
–¿Y cómo sabes dónde se encuentran?
Indicó un par de plantas que se alzaban en el perímetro del hoyo, y contestó:
–Tomo estas plantas como punto de referencia.
–Parece un poco impreciso.
–¿Ves esa concha de cangrejo gigante que está puesta boca arriba?
Afirmé en silencio.
–Fíjate bien. Puse una piedra encima para que no se moviera.
A aquella luz no pude ver la piedra, pero fingí que sí.
–Patty Lareine está enterrada debajo de esa concha –dijo Wardley–, Jessica se encuentra un metro a la derecha de Patty, el Araña un metro a la izquierda. Stude está un metro más allá también a la izquierda.
De buena gana le hubiera preguntado: «¿Y ya has escogido un lugar para mí?», ya que no exigía menos el humor propio del paciente valeroso, pero no pude confiar en la firmeza de mi voz, Sentía en la garganta miedo más que suficiente para tenerla ronca. Es absurdo, pero la proximidad de la muerte no me causaba más terror que el saque de mi primer partido de fútbol americano, cuando contaba dieciséis años de edad. Y, ciertamente, menos que mi primer y último combate de boxeo en el campeonato del Guante de Oro. ¿Acaso la vida me había molido hasta el punto de poder experimentar solamente emociones débiles? ¿O es que seguía atento a la posibilidad de arrebatar la pistola Wardley?
–¿Por qué mataste a Patty Lareine? –le pregunté.
–No debes dar por seguro que la matara yo.
–¿Mataste a Jessica?
–¡Oh, no…! Laurel tenía sus defectos, pero hubiera sido incapaz de matarla.
Con la mano que no sostenía la pistola cogió arena y la dejó caer, deslizándose por entre sus dedos, como si estudiara lo que iba a decir a continuación.
–Bueno, te lo voy a contar –me dijo.
–Te lo agradeceré.
–¿Crees que importa?
–Me parece que sí.
–Es muy interesante lo que acabas de decir, en el caso de que tu intuición sea fundada.
–Por favor, cuéntamelo –le pedí igual que si me dirigiera a un pariente mayor que yo.
Mis palabras le gustaron. Creo que jamás había oído este tono en mi voz.
–¿Sabes que eres un perfecto cerdo?
–Esto es algo que resulta muy difícil de ver en uno mismo –le respondí.
–Eres terriblemente codicioso.
–La verdad, no veo por qué dices eso.
–Bueno, no sé si sabes que mi amigo Leonard Pangborn era un hombre bastante estúpido desde distintos puntos de vista. Fingía andar divirtiéndose en los ambientes gay, a los que ni siquiera se acercó nunca. Era un hombre muy encerrado en sí mismo. ¡Y cuánto le hacía sufrir su homosexualidad! Para él, era una tortura. Deseaba ardientemente ser heterosexual. Le agradó inmensamente que Laurel Oakwode consintiera en tener una aventurilla con él. Oye, ¿realmente fue imprescindible para ti follarte a Laurel ante las narices de Pangborn?
–¿Cómo te has enterado?
–Porque Jessica, tal como tú la llamas, me lo contó.
–¿Será posible?
–Sí, querido. Me llamó por teléfono a última hora de aquella noche, la noche del viernes, o sea, hace seis noches.
–Sí, fue aquella noche.
–Naturalmente. Laurel estaba histérica. Después de tu exhibicionista actuación, tuviste la cara dura de dejarlos a los dos en su automóvil, diciéndoles con muy malos modales: «Largaos los dos, sois unos cerdos.» ¿Cómo te juzgarías a ti mismo, de acuerdo con tus honrados criterios de camarero de bar? ¿Cómo podían reaccionar aquellos dos ante semejante actitud? Dieron un paseo en automóvil y tuvieron una pelea terrible. Lonnie volvió a sentirse homosexual. Igual que un niño en plena rabieta, detuvo el automóvil, se metió en el maletero, en postura deliciosamente fetal. Bonita imagen, ¿verdad? Y, al principio, Laurel ni siquiera se enteró de lo ocurrido. El disparo hizo poco ruido. Además acababan de tener una de esas peleas que parecen el fin mundo. Él la llamó mala puta y ella le llamó maricón. Dadas las circunstancias, le dijo lo peor que le podía decir. El caso es Pangborn sale del automóvil y, en cuanto Laurel puede saber abre y cierra violentamente el maletero, y se va. Laurel espera; no oye el «plop» del disparo, pero al cabo de un rato piensa que ha oído algo. Ha sido un «plop», seguro. Como el del tapón de una botella de champán. Está sentada, sola, en el desierto aparcamiento del Race Point y acaban de llamarla mala puta, y entonces le parece oír que alguien descorcha una botella de champán. ¿Que Lonnie quiere hacer las paces? Espera, y al cabo baja coche. Ni rastro de Lonnie. ¡Diantre, diantre! Se le ocurre abrir maletero. Y allí está Pangborn, muerto y con la pistola en la boca! Es la muerte perfecta para la gente de mi talante. Bueno, lo que Lonnie quiso decir era: «La verdad, hubiera preferido meterme en la boca un cipote que una pistola; ahora bien, ya que estoy harto de la vida, pues me mato, y punto.»
En todo momento, mientras Wardley me dijo lo anterior, apuntó con el revólver, como si fuera su dedo índice. Le pregunté:
–¿De dónde sacó la pistola del 22 con silenciador?
–Siempre llevaba una encima. Hace años compré un juego pistolas, algo especial, no creo que haya muchas iguales en mundo, y le regalé una a Patty Lareine y otra a Lonnie. Pero es otra historia.
–No comprendo por qué Pangborn llevaba una pistola en noche del viernes.
–Siempre la llevaba. Esto le hacía sentirse hombre, Tim.
–¡Oh…!
–¿No se te había ocurrido esa explicación?
–Oye, si tanto le alteró lo que Jessica y yo hicimos en sus morros, ¿por qué diablos no me asó a tiros?
–Escucha, tú no llevas pistola porque eres capaz de utilizarla. Contrariamente, él llevaba pistola porque no era capaz de usarla. Conocía bien a Lonnie. Sus ataques de furia podían alcanzar proporciones cósmicas. Pero era incapaz de matarte o de matar a Laurel. Su furia siempre revertía sobre sí mismo.
–¿Y lo ocurrido fue suficiente para que tomara la decisión de matarse?
–Bueno, en este asunto quiero decirte toda la verdad. Toda la culpa no fue tuya. Pangborn se encontraba en terribles apuros económicos. Corría peligro de ir a la cárcel. Hacía exactamente un mes que se había puesto a mi merced. Me suplicó que le ayudara. Le dije que lo intentaría. Pero, a pesar de que tengo bastante dinero, ayudarle era demasiado caro para mí. Y Pangborn se dio cuenta de que no le iba a ayudar.
Volví a temblar. Mis temblores se debían tanto a la fatiga como a todo lo demás. De todas maneras, lo cierto era que llevaba los zapatos y los pantalones mojados.
–¿Te parece que encendamos una hoguera?
–Sí –contesté.
–No, sería muy difícil, aquí todo está húmedo –dijo Wardley tras meditar el asunto.
–Es verdad.
–Y el humo me molesta.
–Sí.
–Lo siento mucho –dijo.
Mis manos jugueteaban con la arena. De repente, Wardley disparó un tiro. Así: ¡plop! La bala se hundió en la arena a pocos centímetros de mi zapato.
–¿Por qué lo has hecho? –le pregunté.
–No intentes cegarme con un puñado de arena.
–Eres buen tirador.
–He practicado.
–He podido comprobarlo.
–Me costó llegar a serlo. Todo lo que requiere cierta gracia me cuesta. ¿No te parece una injusticia?
–Quizá.
–Lo es hasta el punto de sentir deseos de entregar tu alma al Diablo.
Guardamos silencio. Me esforcé en dominar mi temblor. Tenía la impresión de que mi tembleque podía irritar a Wardley. Y si le irritaba, ¿qué haría?
–No me lo has contado todo –le dije–. ¿Qué hiciste cuan Jessica te llamó?
–Procuré tranquilizarla, pero la verdad era que tampoco yo estaba muy tranquilo. ¡Lonnie había muerto! Le dije a Jessica que esperase en el automóvil, y que iría en su busca. Mientras se peleaban, estuvieron con el coche parado, en Race Point, mirando las olas.