Aunque en el Bergantín, en invierno, también había clientes, podías sentarte y enterarte de lo que estaba ocurriendo en el pueblo. Por la tarde regresaban a puerto buen número de barcas de pesca, y sus tripulaciones iban a beber al Bergantín. Carpinteros, traficantes en drogas, policías de narcóticos, algunos chicos para todo que sólo trabajaban en verano y, los viernes, madres solteras con su cheque de la seguridad social, así como una variopinta multitud de personas en busca de algún amigo que las invitara a comer o beber, se dedicaban también a echarse al coleto nuestra excelente orina en el Bergantín. Conocía, en diferente medida, a la mayoría de esos clientes, y hablaría de ellos si hubieran intervenido en lo que me ocurría, porque cada uno de ellos tenía una personalidad muy peculiar por más que se parecieran externamente, aunque en invierno, tal como he dicho, todos presentábamos el mismo aspecto. Estábamos pálidos e íbamos ataviados con prendas de desecho del ejército.
De todas maneras, una historia bastará. Vivo en una población básicamente portuguesa, a fin de cuentas, y en mi historia sólo interviene un nativo, que es Stude, y éste es una vergüenza para los portugueses. Una tarde invernal en que el Bergantín estaba insólitamente poco frecuentado, ante el mostrador se sentaba un pescador portugués de unos ochenta años de edad. Setenta años de trabajo le habían dejado tan retorcido y deformado como un ciprés arraigado en una peña de una costa rocosa. Entró otro pescador, tan artrítico como el primero. De chicos habían jugado juntos, juntos habían practicado el fútbol americano, estudiaron secundaria juntos, juntos trabajaron en barcas de pesca, se habían emborrachado juntos, probablemente se habían puesto cuernos recíprocamente con sus respectivas esposas, y, ahora, a los ochenta años, se tenían tan poca simpatía como cuando se peleaban a puñetazos a la hora de recreo. A pesar de todo, el primer pescador saltó del taburete, se irguió, y aullando, con una voz tan bronca como el viento de marzo en alta mar, dijo: «Pensaba que te habías muerto.» El segundo pescador se inclinó hacia adelante, le dirigió una furiosa mirada y, con voz que recordaba la de las gaviotas, replicó: «¿Muerto? Antes de morirme iré a tu entierro.» Se tomaron una cerveza juntos. Se trataba solamente de un exorcismo para ahuyentar a los espíritus. Los portugueses, cuando hablan, parece que ladren.
Los demás los imitábamos. En otros lugares miden el ácido del agua de lluvia, o el índice de contaminación del aire, o la cantidad de restos de abonos en el suelo. Aquí no tenemos industrias, salvo la de la pesca y la del alquiler de viviendas, y ni siquiera se practica la agricultura, por lo que el aire y la arena están limpios. Sin embargo, raro era el día que no sentía el estado de ánimo predominante cuando entraba en un bar. Al entrar en el Bergantín, después de aquellas noches de lucha contra los fantasmas de la Ciudad del Infierno, advertí que todos me miraban como a un intruso. Parecía una mancha de tinta en una piscina. Fui acogido en el bar como un gran leño mojado por un fuego a punto de apagarse.
De todas maneras, cada bar, al igual que cada hogar, tiene, como pude observar por haber trabajado en unos cuantos, tendencia a seguir unas pautas de comportamiento que en el fondo no son demasiado divergentes de las de los demás. El leño que llena de humo una chimenea puede contribuir a que el fuego prenda en otro, y la mezcla formada por mi depresión, por la rabia que me había causado comprobar que era seguido y por la presencia de los numerosos fantasmas, angustiados y maníacos, que me zarandeaban y sin duda me hacían parecer muy nervioso, pronto tuvo la virtud de animar el ambiente del Bergantín. Gentes que se habían estado muriendo de aburrimiento en sus mesas se levantaron para ir a otras. Viejos carcamales que estaban en compañía de sus ancianas señoras y apenas habían hablado entre sí, comenzaron a charlar por los codos. Y yo, que en aquellos momentos probablemente estaba más aterrorizado que cualquiera de los presentes –los inviernos de Provincetown sólo se distinguen por el número de los años en que transcurren– recibí el mérito de haber suscitado aquella brusca animación, a pesar de que me limité a inclinar la cabeza ante alguna cara que encontré en mi camino y a ocupar una posición insular ante el mostrador.
Pete el Polaco fue el primero en acercarse a mí, y tuvimos una breve conversación que estuvo a punto de hacer que me diera vueltas la cabeza.
–Hola, he hablado con tu mujer –me dijo.
–¿Hoy?
Pete el Polaco tardó un poco en contestar. Mi reseca garganta tuvo ciertas dificultades para formular la pregunta, por lo que, cuando la hice, él ya estaba echándose la cerveza entre pecho y espalda. Además, su mente había quedado desconectada de la frase anterior. Esto último ocurría con frecuencia en el Bergantín. La gente comenzaba una conversación, pero su mente, sobre todo bajo la influencia de la cerveza o las anfetaminas, se orientaba hacia otros asuntos, con portentosa rapidez.
–No, hoy no. Hace un par de días.
–¿Cuándo?
–Eso, un par de días –dijo agitando vagamente la mano.
Igual hubiera podido decir: «Hace un par de semanas.» Yo había advertido que los ciudadanos invernales de Provincetown utilizaban siempre medidas de tiempo constantes. Algo podía haber ocurrido hacía un par de semanas, o un par de noches, pero si tenías la costumbre de decir: «Hace cinco días», pues así rememorabas la fecha. En consecuencia, no apremié a Pete en lo tocante al tiempo, sino que abordé otro tema:
–¿Qué te dijo Patty?
–¡Ah, sí! Ya. Quería que cuidara la casa grande esa que hay en la colina, en el extremo oeste del pueblo.
–¿La que Patty quiere comprar?
–Es lo que me dijo.
–¿Y quiere que tú la cuides?
–Bueno, mi hermano y yo.
Aquello ya era más lógico. El hermano de Pete era un buen carpintero. En realidad, lo que Pete había querido decir era que Patty le había encargado que preguntara a su hermano si no se podría encargar del mantenimiento de la casa.
Sabía que era una pregunta estúpida, pero no pude evitar hacérsela:
–¿Recuerdas si hablaste con Patty antes o después del partido de los Patriots?
–¡Ah, sí, el partido de los Patriots…! –Pete dijo que sí con la cabeza. Meditó sobre algo, quizá sobre el partido, o sobre el día en que habló con Patty, o sobre el dinero que llevaba en el bolsillo. Después, movió negativamente la cabeza y dijo–: Hará un par de días.
–Sí, más o menos –dije.
En aquel instante, Beth Nissen se coló entre nosotros dos. Iba borracha, lo cual era raro en ella, y además estaba animada, lo que todavía era más raro.
–Oye, ¿qué le hiciste al Araña? –me preguntó.
–Querida, una pelea no es más que eso, una pelea –dijo Pete–. Tengo que irme.
Se inclinó y besó el jersey de Beth en el lugar donde más o menos debía de estar uno de sus pezones. Luego, emprendió el camino, cerveza en mano, hacia una mesa.
–¿Está muy enfadado el Araña? –le pregunté a Beth. Me miró fijamente, con los ojos brillantes, y contestó:
–¿Quién sabe? El Araña está loco.
–Bueno, todos lo estamos.
–¿No crees que tú y yo también estamos locos, locos de remate? –me preguntó.
–¿Por qué lo dices?
–Pues porque nunca hemos follado. Tú y yo, quiero decir.
–Bueno, así es el invierno en Provincetown –me esforcé por mostrarme risueño y pasé mi brazo alrededor de su cintura, en tanto que los ojos de Beth me miraban, desde detrás de las gafas, con un brillo apagado.
–El Araña ha perdido su navaja, y asegura que se la has robado tú –dijo Beth.
Soltó una risita ahogada, como si el Araña sin su navaja fuera como un hombre sin pantalones.
–Y también se quedó sin su motocicleta –añadió–. ¿Le dijiste que los Patriots iban a ganar?
–En el intermedio.
–¡Y ganaron! –dijo Beth–. Pero antes de empezar la segunda parte cambió su apuesta. Dijo que quería apostar contra ti. Ahora dice que perdió su moto por tu culpa.
–Dile al Araña que se meta esa idea en el ojete.
–En mi pueblo también solemos decir el ojete –comentó la mar de alegre–. Creo que voy a escribir una carta a mis padres para decirles que ya no distingo mi coño de mi ojete –eructó–. No pienso decirle nada al Araña. Está de un humor de perros. Al fin y al cabo –prosiguió–, ¿por qué no? «Los peores están llenos de una apasionada lubricidad», ¿no es cierto?
Me dirigió una mirada francamente insinuante.
–¿Cómo está Stude? –le pregunté.
–¡Oh, ándate con cuidado!
–¿Por qué?
–Bueno, a todos les digo que se anden con cuidado cuando se trata de Stude.
Tal vez fuera por las continuas imágenes de una cabeza rubia dentro de una bolsa de plástico que venían a mi mente, pero cada palabra que oía parecía estar relacionada con mi situación. Sólo yo y –rezaba porque así fuera– otra persona sabíamos lo que había estado enterrado en el escondite de mi marihuana, y, sin embargo, cada vez que en una mesa alguien pedía a gritos una cerveza, me parecía oír una acusación contra mí. Supongo que los espíritus estrujaban la mente colectiva –de la clase que fuera– que había en aquel bar como si se tratara de una esponja empapada de cerveza.
Beth vio que mi mirada se alejaba de ella, y me preguntó:
–¿Se ha ido para siempre Patty Lareine?
–Me han dicho que anda por ahí –respondí tras encogerme de hombros.
–Me parece que sí.
–¿Le has visto?
El Machete, que en realidad se llamaba Green de apellido, Joseph «Machete» Green, era el último negro de Patty Lareine. Se ganó el apodo del Machete la primera noche que entró en un bar de Provincetown. Ante nuestra mesa, en la que había diez personas, el tío exclamó: «¡Hay negros malos, pero yo soy el peor!» Todos guardamos silencio, como si rindiéramos homenaje a los muertos que había dejado en su camino –¡éramos el Salvaje Oeste del Este!–, pero Patty Lareine se echó a reír y dijo: «¡Venga, guárdate el machete, que nadie te va a robar el algodón!» Por la expresión de felicidad que vi en sus ojos, comprendí que Patty Lareine acababa de encontrar a su próximo negro.
Beth atrajo de nuevo mi atención hacia ella –también mi mente se dispersaba en todas direcciones– y me dijo:
–Sí, el Machete ha regresado a Provincetown. Hace diez minutos ha entrado y ha vuelto a salir.
–¿Has hablado con él?
–¡Me ha hecho proposiciones deshonestas!
Debía de ser cierto, porque lo dijo muy contenta. El camarero me hizo señas donde la barra. Me indicó el teléfono que tenía junto al fregadero.
En esa ocasión, mis facultades extrasensoriales fallaron. Pensé que oiría la voz de Patty Lareine, pero era la del Arpón.
–Mac –me dijo–, me ha costado mucho encontrarte. He tenido que hacer un esfuerzo para llamarte.
–¿Por qué?
–Porque te he traicionado.
–¿Cómo has podido hacer eso?
–Perdí la serenidad. Sólo quería advertirte.
La voz del Arpón tenía una ansiedad metálica. Sonaba como si la emitiera a través de un diafragma mecánico, aunque también podía ser cosa del teléfono. No acababa de comprender a qué se refería. ¡En su cerebro tenía que haber una mezcla muy rara de productos químicos!
–Se trata de Laurel.
–¿De mi tatuaje?
–De la mujer. Laurel. He llamado a Regency, el jefe de la policía, y le he hablado de ella y del tatuaje.
Eso no significaría nada para Regency, pensé. A menos que Patty Lareine le hubiese contado que, para ella, Madeleine era Laurel.
–De acuerdo –le dije–, Alvin sabe que llevo un tatuaje en el brazo. ¿Dónde está la traición?
–Le dije que la mujer que te esperaba en el automóvil se llamaba Laurel.
–¿Cómo sabes que se llamaba Laurel?
–Le hablaste. Desde mi ventana.
–¿De veras?
–Le gritaste: «¡Voy a ganar esta apuesta, Laurel!» Eso le dijiste.
–Tal vez dijera Lonnie. Creo que le gritaba a un hombre.
–No, dijiste Laurel. Oí el nombre. Creo que Laurel está muerta.
–¿Quién te lo ha dicho?
–Estaba en el tejado. Lo oí. Por eso llamé al jefe de policía. No debí hacerte el tatuaje. La gente hace cosas terribles después de un tatuaje.
–¿Qué le dijiste a Regency?
–Que creía que habías matado a Laurel.
Se echó a llorar.
–¿Cómo fuiste capaz de decirle una cosa así?
–Anoche, cuando estaba de pie en el tejado, la vi a lo lejos. Me dijo que fuiste tú.
–Oí, por teléfono, cómo se sonaba las narices. Luché con mi conciencia, luego llamé a Regency y se lo dije. No debí hacerlo. Primero tenía que haber hablado contigo.
–¿Qué dijo Regency?
–¡Es tonto del culo! ¡Es un burócrata! Dijo que lo tendría en cuenta. Mac, no me fío un pelo de él.
–Bueno, parece que te fías de mí.
–Luego me di cuenta de que tú no habías hecho nada. Fue al oír la voz de Regency. No debí decírselo.
–Me alegra saberlo.
El Arpón comenzó a respirar pesadamente. Por el teléfono pude percibir que tenía los nervios a flor de piel.
–No sé si debo decirte quién la mató –añadió–, pero sé quién lo hizo.
–Fue Nissen –le dije.
–El cuchillo del Ataña me da repeluznos –dijo–. Es un instrumento cruel.
Y, dicho esto, colgó.
Una mano me daba golpecitos en el hombro. Di media vuelta y me encontré con los ojos castaño dorados del Machete, que me miraban de hito en hito relucientes como los de un león. El color de su piel era negro, un negro amoratado propio de un africano, por lo que, en contraste, sus ojos eran desconcertadamente dorados. Desde el instante en que le vi, supe que la presencia del Machete iba a ser nefasta para mi matrimonio. Y no me equivoqué. Había habido tres prototipos anteriores, pero el señor Green resultó ser el negro definitivo. A fin de cuentas, Patty no me había dejado por nadie antes de conocerle.
Lo peor era que no sentía el menor odio hacia él, ni siquiera al pensar en la miserable condición de cornudo a que me había reducido. La mejor demostración de ello era que el Machete podía acercarse a mí, mientras yo estaba hablando por teléfono, igual que si no se hubiera fugado con mi esposa hacía un mes, aproximadamente, e incluso podía ponerme la mano en el hombro, y yo, simplemente, me volvía y le saludaba con una inclinación de cabeza.
No negaré que me sentía como si hubiera sido transportado en helicóptero de un alto picacho a otro, es decir, no tenía la necesidad de bajar por la pendiente al suelo del desfiladero y una vez allí escalar el pico que se alzaba al otro lado. Había pasado directamente de las informaciones del Arpón (cada una de ellas capaz de enloquecerme) al brillo de los ojos del Machete, y me parecía estar atiborrado de novocaína, tal era mi distanciamiento de aquella sucesión de acontecimientos inesperados. Hubiera podido ser candidato al título de Señor Cara Inexpresiva tras los violentos remolinos de mi vida durante aquella tarde, o convertirme en zombie, o en ánima en pena, de no haber sido porque el señor Green volvió a poner su mano en mi hombro, y además me clavó los dedos en la carne –y puedo asegurarles que lo hizo con brutalidad–, y me dijo, en un tono tal que toda su furia pasó a mi cuerpo: