Los tipos duros no bailan (19 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Otros

BOOK: Los tipos duros no bailan
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–¿Quién me lo chupa primero?

Comprometida pregunta, ya que muy bien hubiera podido representar el fin de la velada sin que mi cipote recibiera las atenciones que para él solicitaba. Ahora bien, si mis recuerdos son ciertos, Jessica se levantó, se arrodilló ante mí, puso su rubia cabeza en mi regazo y rodeó con sus rojos labios la extremidad de mi cipote. Al verlo, Lonnie emitió un sonido que en parte era de gozo y en parte de sufrimiento.

Luego, parece que todos volvimos a subir a mi Porsche, y emprendimos una loca excursión a Wellfleet. Detuve el automóvil en el bosque, antes de llegar a la casa del Arpón, y me follé a Jessica sobre uno de los guardabarros delanteros. Sí: al despertarme en mi estudio, tuve un vivo recuerdo de la presión de las paredes de su vagina sobre mi monstruosa erección. ¡Tenía que follármela! ¡Al diablo Patty Lareine! Parecía que los dos hubiéramos sido diseñados en un taller celestial, pieza a pieza, para que nuestros genitales fueran inseparables, y Lonnie Pangborn no hacía más que mirarnos. Si no recuerdo mal Lonnie lloraba, en tanto que yo jamás me había comportado de un modo más animal. La desdicha de Lonnie parecía afluir como sangre a mi tejido eréctil. Ese era el estado de mis sentimientos, cuatro semanas después de que mi esposa me abandonara.

Luego, los tres hablamos en el interior de mi automóvil. Lonnie dijo que tenía que quedarse a solas con Jessica porque necesitaba hablarle, ¿quería dejarlos a solas? En nombre de la decencia, ¿haría el favor de dejarles hablar?

–Sí, pero después hemos de tener una sesión de espiritismo –no sé por qué, y añadí–: Y me juego cualquier cosa a que Jessica se viene conmigo después que le hayas hablado.

Recuerdo que subí la escalera de la casa del Arpón, y también recuerdo el tatuaje: el Arpón tarareaba mientras iba clavando las agujas, y en su cara bondadosa y señalada había la expresión propia de una costurera, y luego… no, no recuerdo que nos detuviéramos en el bosque de Truro para mostrarles mi plantación, pero forzosamente tuvimos que hacerlo, sí… sí, no veo cómo pude dejar de hacerlo.

Pero ¿qué ocurrió después? ¿La había dejado con él? Quizá ayude a expresar el poco interés que tenía por el amor al despertar aquella mañana, y lo mucho que me preocupaba mi propia seguridad, si digo que deseaba haberla dejado con él y que fuera su cabeza –¡que me perdonara la marihuana mi infidelidad!–, sí, deseaba que fuera su cabeza la que estaba en el hoyo. Porque si era su cabeza la que encontré allí, y estaba convencido de que por fuerza tenía que ser el cabello de Jessica el que toqué, podría hallar otras pistas. Si Pangborn la había asesinado en una habitación de motel y había transportado su cuerpo (o quizá sólo su cabeza) a mi plantación, forzosamente habría marcas de neumáticos en el arenoso camino. Sólo tenía que ir al lugar donde habían guardado su coche y comprobar las marcas de los neumáticos. Por fin pensaba como un policía, y pronto me di cuenta de que esa manera de pensar era un buen ejercicio para inducir a mi ánimo a ascender por el alto y vertical muro de mi miedo hasta reunir la energía suficiente para llevar a cabo mi segundo viaje mental, de modo que fuera capaz de realizarlo por primera vez física mente. Me desperté en el sillón a las ocho de la mañana, estimulado por los atractivos carnales de Jessica, y la abundante adrenalina que cada pensamiento lujurioso proporcionaba a mi ser empezó a darme las fuerzas que necesitaba para salir de mi abatimiento. Pero necesité el día entero, mañana y tarde. A pesar de que no quería ir después que hubiera oscurecido, no tuve más remedio. Aquel día, durante largas horas mi voluntad guardó silencio, y permanecí sentado en el sillón o anduve por la playa durante la marea baja, y padecí como si tuviera que escalar otra vez el monumento. Sin embargo, por la noche volví a sentir la disposición de ánimo que me invadía cuando Regency llamó a la puerta de mi casa hacía casi veinticuatro horas, por lo que me metí en el Porsche una vez más, pensando incluso que quizá Pangborn, después de liquidar a Jessica, se había acercado a mi coche para embadurnar el asiento del acompañante con sangre de la muerta –pero ¿cómo podría demostrarlo?–, y conduje hasta el bosque, detuve el coche, seguí el sendero y, con el corazón latiéndome como un ariete golpeando las puertas de una catedral, y el sudor manando de mi cara como si hubiera en ella fuentes de agua eterna, atravesé la niebla que impregnaba el aire nocturno de Truro, quité la piedra, metí el brazo en el hueco, y no encontré nada. No puedo expresar con cuánto ahínco busqué en el interior del hoyo. Traté de horadar la tierra con mi linterna, pero después que saque la caja de hierro en que guardaba la marihuana, allí no había nada. El hoyo estaba vacío. La cabeza había desaparecido. Sólo quedaba la caja con los botes de marihuana. Logré huir del bosque antes que los espíritus que se congregaban a mi alrededor pudieran cercarme.

5

Sin embargo, cuando llegué a la carretera mi terror se había desvanecido. Y si bien era cierto que muchas noches de borrachera me habían proporcionado horrorosas mañanas en las que estuve a punto de cometer algún serio desliz (a causa de lo poco que recordaba de la noche anterior), también es cierto que tenía la impresión de que a partir del día siguiente a la velada en el Mirador no había vuelto a fallarme la memoria, por grande que fuera mi agitación. Y si esto era cierto, yo no había sacado ninguna cabeza rubia del hoyo, lo que indicaba que otra persona debía haberlo hecho. Incluso cabía la posibilidad de que yo no fuera el asesino.

Desde luego, no podía jurar que hubiera dormido todas aquellas noches en mi cama, aunque también era cierto que jamás he sido sonámbulo. Al igual que el susurro que anuncia el comienzo de la marea (si tienes el oído lo bastante fino para percibirlo), empezó a invadirme una especie de confianza, una fe (algún nombre hay que darle) en que mi buena estrella no me había abandonado (más o menos, la misma fe que hace que un jugador vuelva al casino).

Bueno, esta fe me dio fuerzas para volver a casa, mantenerme razonablemente sobrio y dormir. Y al despertarme a la mañana siguiente después de pasar tan buena noche me sentí maravilladlo. No negaré que me había acostado animado por un propósito. Era éste debatir (sumido en el más profundo de los sueños) si debía hacer lo posible por verme con Madeleine o no. La buena disposición con que me metí en la cama, y la intensidad de mi sueño, confirmaron aquel propósito.

Por la mañana se habían disipado todas mis dudas. Aquel día, el vigésimo octavo desde la partida de Patty, iría a ver a Madeleine. Todo lo demás podía esperar. Desayuné, y cuando limpié el plato del perro comprobé que el temor que le inspiraba se había convertido en un profundo recelo. Toda la semana se había mantenido apartado de mí. Pensé que si me paraba a considerar las razones de su conducta se resentiría mi estado de ánimo, así que cogí la guía de teléfonos de la comarca de Cape Cod y busqué el número de teléfono de Regency en Barnstable.

Eran las nueve de la mañana, una hora adecuada para llamar. Regency probablemente ya habría recorrido los ochenta kilómetros que separaban su casa de Provincetown, o, en el caso de que no lo hubiera hecho, estaría en la carretera.

No me equivoqué. Me contestó la propia Madeleine. Sabía que estaba sola.

–Diga –dijo.

Sí, estaba sola. Me habló sin titubear. Cuando había alguien cerca de ella, siempre parecía estar pensando en otra cosa.

Esperé un poco, como si quisiera dar mayor solemnidad a mi llamada, y dije:

–Me dieron recuerdos de tu parte.

–¿Tim?

–Sí, soy Tim.

–Vaya, el hombre de mi vida.

Me habló con aquel tono de sorna tan suyo, que no había escuchado desde hacía tanto tiempo. También hubiera podido decirme: «¿No eres el escritor aquél?» Sí, su voz despertaba ecos que parecían dormidos.

–¿Cómo estás? –le pregunté.

–Bien, pero no creo haberte mandado recuerdos.

–Pues te aseguro que me los dieron.

–Sí, eres Tim –dijo–. ¡Dios mío! –exclamo como si ahora, por segunda vez, comprendiera con quién estaba hablando. Sí, al cabo de tantos años, Tim estaba al teléfono–. No, chico –añadió–, te mandé recuerdos.

–Tengo entendido que te casaste.

–Sí, es verdad.

Nos quedamos callados. Hubo un momentito en el que sentí que Madeleine luchaba con el impulso de colgar el auricular, y en mi cogote comenzaron a brotar gotas de sudor. Las esperanzas que acariciaba se desvanecerían si Madeleine colgaba, pero mi instinto me dijo que no era yo quien debía romper el silencio. Por fin, me preguntó:

–¿Dónde vives?

–¿Es que no lo sabes?

–Oye, muchacho, ¿qué es esto, un concurso de preguntas de tele? No lo sé.

–Bueno, mujer, no te sulfures.

–¡Venga, que te den por el culo! Estoy en casa, intentando aclararme un poco la cabeza –lo de aclararse la cabeza significaba que se estaba fumando el primer porro del día y la había interrumpido–, y tú llamas como si nos hubiéramos visto ayer.

–Escucha una cosa, ¿no sabías que vivo en Provincetown?

–No conozco a nadie de allí, y, por lo que me han dicho, no creo que valga la pena.

–Tienes toda la razón. Cada vez que el reloj da las horas, tu marido mete en la cárcel a alguno de aquellos viejos amigos tuyos que traficaban en drogas.

–¡No me digas! Es terrible, ¿no?

–¿Cómo pudiste casarte con un policía?

–Si no tienes con qué pagar el teléfono prueba a llamar con cobro revertido.

Y colgó.

Corrí al Porsche. Tenía que ver a Madeleine. Una cosa era reavivar los rescoldos de un viejo amor, y otra muy distinta sospechar que ella podía darme algunas respuestas. En aquellos momentos comencé a intuir con claridad cuáles son las raíces de las obsesiones. No es extraño que nos desmoronemos al hacernos una y otra vez preguntas a las que no encontramos respuestas. Estas preguntas acaban por excavar hoyos en tu cerebro, hoyos tan grandes como esos que se cavan para poner los cimientos de edificios que luego no llegan a construirse. Todo lo repugnante, lo podrido y lo muerto acaba yendo aparar a ellos. Las obsesiones que te llevan a la bebida son como caries que corroen tus dientes. No cabían vacilaciones, pues. Tenía que ver a Madeleine.

¡Qué deprisa se deslizaba el paisaje ante mí! Hacía un día perfecto para mi estado de ánimo. Poco después de dejar atrás Provincetown salió un pálido sol de noviembre que iluminó débilmente las dunas dándoles el aspecto de celestiales colinas. El viento estaba cargado de polvillo de arena, que suavizaba los perfiles de las cosas envolviéndolas en un etéreo resplandor mortecino, y al otro lado de la carretera, del lado de la bahía, las pequeñas casitas blancas destinadas a los turistas veraniegos alineadas ordenadamente, como las perreras en un criadero de perros de raza. Ahora, con las ventanas cerradas, estaban silenciosas, como si se sintieran levemente ofendidas, y la corteza de los desnudos árboles tenía el mismo aspecto deslucido que la piel de los animales que pasan un largo invierno en una tierra donde no hay nada que pastar.

Me arriesgué a conducir a una velocidad que me habría costado la cárcel si un policía de tráfico me hubiera atrapado con su radar, pero a pesar de ello no llegué pronto, pues mientras conducía se me ocurrió que Barnstable era una ciudad pequeña y que sus habitantes forzosamente tendrían que fijarse en un hombre conduciendo un Porsche que indagara el camino para ir a casa de Regency, y no quería que un vecino bien intencionado le preguntara, aquella misma tarde, quién era el amigo que había aparcado su coche deportivo a trescientos metros de la puerta de su casa.

Las personas que pasan el invierno en esa zona de Cape Cod son mal pensadas y ordenadas como oficinistas, y tienen la vista tan aguda como los pájaros, y además suelen anotar la matrícula de los automóviles que no le son familiares. No les gusta la presencia de intrusos. En consecuencia, dejé el Porsche en Hyannis, alquilé un coche vulgar, de color pardusco y línea anodina, no sé si era un Galaxy o un Cutlass; tal vez fuera un Cutlass, ¿qué más da? Estaba tan contento, que incluso bromeé un poco acerca de la falta de personalidad de los coches americanos con la rubia platino que me atendió detrás del mostrador de la Hertz. Debió de pensar que había tomado una buena dosis de LSD. Bien, el caso es que la muchacha examinó con sumo cuidado mi tarjeta de crédito, y me hizo esperar unos diez minutos, que te ponen en disposición de cometer un asesinato, antes de colgar el teléfono y devolvérmela. Esto me dio tiempo suficiente para pensar en mi situación económica. Patty Lareine se llevó todo lo que había en nuestra cuenta corriente, y además me dio de baja de las tarjetas de crédito VISA, Master Card y American Express, como descubrí durante la primera semana. Pero los maridos de mi calaña tienen recursos que ni siquiera las esposas como Patty Lareine son capaces de descubrir: había conservado mi vieja tarjeta del Dineros Club, que renovaba puntualmente y jamás utilizaba, y Patty se olvidó de ella. Gracias a esa tarjeta podía comer, beber, pagar la gasolina y alquilar coches. Como llevaba casi un mes utilizándola, Patty Lareine no tardaría en recibir algunas facturas que le harían saber de la existencia de aquel último reducto financiero. Lo cortaría de raíz, claro, y entonces el dinero podría llegar a convertirse en un problema. No me preocupaba. Vendería los muebles. Trato de evitar que los demás utilicen el dinero como arma contra mí procurando tener el mínimo suficiente para no verme obligado a seguirles el juego. Ya sé que nadie se toma en serio esta clase de afirmaciones, pero ¿saben una cosa?: yo creo en mí.

La verdad es que me estoy desviando del hilo de mi narración. Cuando me aproximaba a Barnstable empecé a pensar qué haría si Madeleine no me quería abrir la puerta. Esta inquietud, sin embargo, pronto fue arrinconada por un problema nuevo: cómo llegar a casa de Regency. No era algo que pudiera resolverse dejando que mi sexto sentido me llevara allí de un modo automático. Durante los últimos diez años, los bosques de pinos que cubrían el liso terreno que se extendía alrededor de Barnstable habían sido sustituidos por una infinidad de nuevas urbanizaciones unidas por una maraña de caminos y carreteras no menos nuevos. Muchas veces, ni siquiera los más viejos de la localidad sabían los nombres de las nuevas calles, que a lo mejor estaban a menos de un par de kilómetros de sus casas, por lo que tomé la precaución de detenerme en una agencia de la propiedad inmobiliaria de Hyannis, en la que había un gran mapa, puesto al día, del condado, y allí localicé la calle en que se encontraba la casa de Alvin Luther. Como suponía, a juzgar por el mapa, la calle no tenía más de cien metros de largo, y formaba parte de un grupo de seis calles idénticas que iban a dar a una calle más ancha. Me recordaron seis tetas alineadas en el vientre de una cerda o –tal vez fuera un símil más adecuado– los seis cilindros en línea de un motor de coche como el del que yo conducía. Para mayor comodidad, la corta calle donde estaba la casa de Regency terminaba en una glorieta sin salida que me recordó un pezón. A su alrededor se levantaban cinco casitas idénticas de madera que trataban de remedar sin éxito el estilo tradicional de Cape Cod, todas con un pino en el césped, todas con desagües de plástico gris y tejas de amianto en lugar de las clásicas de madera, todas con sus buzones –cada uno de un color diferente–, sus cubos de basura y sus bicicletas de tres ruedas sobre la hierba. Aparqué justo antes de entrar en la glorieta.

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