Los tipos duros no bailan (14 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Otros

BOOK: Los tipos duros no bailan
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Estuve mirando el partido de fútbol americano durante un buen rato. Por fin hubo un tiempo muerto, y Nissen fue a la nevera en busca de más cervezas. Le acompañé.

Sólo había un modo de tratar a Nissen: con decisión y sin ceremonias. Como era capaz de mostrar videos en los que aparecían él y su mujer envueltos en una nube de confeti formado por manchitas electrónicas, o de preguntarte, cuando estabas a punto de pegarle un mordisco a un bocadillo, si padecías de estreñimiento, le espeté, sin el menor remordimiento:

–Araña, ¿te acuerdas de la sesión de espiritismo?

–Olvídala tú, si puedes. A mí me es imposible –me respondió.

–Fue lúgubre.

–Fue horrorosa –se llenó la boca de cerveza por el hueco dejado por una muela que le faltaba, se la tragó, y añadió–: Oye, si a tu mujer y a ti os gusta esa mierda, allá vosotros. Yo no puedo soportarla. Me altera.

–¿Qué viste?

–Lo mismo que tu mujer.

–Bueno, te he preguntado qué viste.

–Oye, no me des la lata. Supongo que no ocurre nada malo, ¿verdad?

–No, todo va perfectamente.

–Como era de esperar –dijo.

–En ese caso, ¿por qué no me contestas?

–No quiero volver a pensar en aquello.

–Escucha una cosa: hoy tienes que ser puro. Has hecho una apuesta gorda. Y ¿qué?

–Te pido un favor. Si eres puro con tus amigos, tu equipo te hará ganar la apuesta.

–No me vengas con salsas metafísicas. Esto se acabó junto con el LSD. No veo que decirte lo que quieres saber me haga ser más puro. Esta es una forma desesperada de apostar, hombre, es una degeneración. Aposté por los Patriots por sus propios méritos.

Mirándole fijamente a los ojos, como si me dispusiera a ser implacable, le dije:

–Hoy necesitas mi ayuda.

–Estás loco. No sé cuántos centenares de miles de personas han apostado en este partido, quizá sean dos millones, y yo tengo que ser puro contigo para que mi equipo gane, ¿no es eso? Madden, todos los que le dais a la marihuana estáis sonados. Sería mejor que te pasaras a la coca.

Cerró violentamente la puerta de la nevera. Se disponía a volver al partido.

–Te equivocas –le dije–. Tú y yo podemos ayudar a los jugadores a que ganen, si soy capaz de sintonizar mi mente con la tuya.

–Pues no recibo ningún impulso procedente de ti.

–Bueno, lamento tener que referirme a ello, pero la verdad es que tú y yo tenemos una cosa en común que esos dos millones de apostantes no tienen.

–Sí, sí, de acuerdo.

–Hemos estado juntos en un lugar especial.

Cuando dije esto, ocurrió un fenómeno de lo más curioso. Nunca se lo había comentado a nadie, y había tratado de no pensar en ello, pero durante el tiempo que estuve acurrucado bajo aquel voladizo llegó a mis narices el más terrible de los hedores; quizá surgía de las piedras, quizá de mi propio sudor, no lo sé; aquel hedor tan espantoso me hizo pensar en un campo de batalla cubierto de cadáveres, aunque su causa también podía ser, y esto era lo que más miedo me daba, que el diablo rondara por allí esperando el momento de apoderarse de mí. Tan terrible era aquel hedor, que durante los días que siguieron a mi escalada a la torre seguía oliéndolo, lo que me llenaba de pavor, hasta que me dije a mí mismo que, considerando los pros y los contras, aquel hedor sólo podía provenir de la acumulación de excrementos de gaviota, y que era mi mente atemorizada la que lo había convertido en el pestilente hedor de la Bestia Satánica. Pero ahora, mientras pronunciaba aquellas palabras que no debiera haber dicho –«Hemos estado juntos en un lugar especial»–, el cuerpo de Nissen desprendió el mismo increíble hedor, y creo que los dos comprendimos que habíamos compartido una misma experiencia.

–¿Qué viste en la sesión de espiritismo? –le pregunté nuevamente.

Vi que Nissen estaba a punto de decírmelo, por lo que tuve la sensatez de no insistir. Se disponía a decirme la verdad, a juzgar por el modo como se lamía los labios.

En la sesión de espiritismo fuimos seis los que nos sentamos alrededor de una mesa circular de roble con las palmas de las manos sobre el tablero; juntamos los pulgares de nuestras manos, mientras que con los dedos meñiques estábamos en contacto con los vecinos de la derecha y la izquierda. Nuestra intención era que la mesa diera golpes como respuesta a las preguntas que se le formularan. No voy a analizar la firmeza de nuestras convicciones espiritistas, pero lo cierto es que cada vez que se le hacía una pregunta a la mesa en aquella habitación, sumida en penumbras y próxima al mar (estábamos en casa de un amigo rico, en Truro, y las olas rompían a menos de doscientos metros de nosotros), sentía que el tablero temblaba un poco más. De repente, un horrible chillido proferido por Nissen hizo trizas los sentimientos comunitarios que habían surgido entre nosotros. Lo más probable es que el Araña hubiera recordado al mismo tiempo que yo lo ocurrido, porque dijo:

–La vi muerta. Vi a tu mujer muerta y con la cabeza cortada. Y en ese jodido instante ella también lo vio. Los dos lo vimos al mismo tiempo.

En aquel momento, el hedor que desprendía Nissen era avasallador, y sentí de nuevo en toda su intensidad el miedo cerval que se apoderó de mí cuando estaba debajo del voladizo; así pues, no había alternativa: tenía que volver al arbolillo que crecía sobre la duna y averiguar de quién era la cabeza que había en el hoyo que se abría a sus pies.

De pronto, el rostro de Nissen mostró una intensa expresión de rencoroso despecho. Alargó una mano y me oprimió el brazo derecho, justamente por debajo del hombro; sus dedos se hundieron en mi carne como garfios.

Cuando me erguí sobresaltado, Nissen se rió y dijo:

–Sí, llevas un tatuaje. El Arpón dijo la verdad.

–¿Cómo se enteró?

–¿Tú preguntas cómo se enteró? Muchacho, la marihuana te sienta mal. Necesitas a tu esposa. Lo mejor que podría hacer sería volver.

Nissen resopló, como si algunos restos de cocaína se estuvieran deslizando por su nariz, y dijo:

–Sí, yo soy puro. Ahora tendrás que serlo tú.

–¿Cómo se enteró el Arpón? –repetí.

El Arpón era un amigo de Nissen que le acompañaba en sus correrías en moto. El Araña contestó:

–Muchacho, él fue quien te hizo el tatuaje.

Sven Veriakis, el Arpón, era un hombre bajito y rubio, greco-noruego por parte de padre y portugués por parte de madre, que por su complexión recordaba una boca de incendios. Era uno de los tres hombres más bajos que habían jugado en la Liga Nacional de Fútbol Americano en toda su historia (aunque sólo duró una temporada). Se había trasladado a vivir a Wellfleet y le veíamos poco, pero fue quien dirigió la ominosa sesión de espiritismo.

–¿Comentó algo? –pregunté.

–¿Quién sabe? No hay quien entienda lo que dice. Es un viajero del espacio, igual que tú.

En ese instante se oyeron gritos e imprecaciones procedentes del cuarto de estar. Los Patriots habían marcado otro tanto. El Araña echó a correr y me dejó plantado.

Durante el intermedio, mientras mirábamos la publicidad, Stude se puso a hablar. Nunca le había visto tan locuaz. Dirigiéndose a Beth, dijo:

–Me gusta estar despierto en la cama por la noche, y escuchar los ruidos de la calle. Están llenos de significado. Sólo tienes que adoptar la disposición mental adecuada, y todo se llena de espacio –Stude enmendó su última frase–: Se llena de gracia.

Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y tomó un sorbito de cerveza. Y yo recordé algo que me habían dicho acerca de él. Tenía la costumbre de colgar a su mujer por los tobillos de unos ganchos que había puesto en una viga del techo de su casa. Luego la acariciaba. A su manera, claro.

–Admiro la situación natural de Cape Cod –le decía a Beth–. Un veranillo de San Martín me dedicaré a recorrerlo. Paseando por entre nuestras dunas, he tenido el privilegio de ver a otro ser, una persona masculina o femenina, en otra duna, a cosa de un kilómetro, pero la luz del sol estaba sobre ellos. Se sienten tan llenos de gratitud por esta dorada gracia como nosotros en nuestros propios sentimientos. Ésa es la bendición de Dios que ha descendido sobre este lugar. No hay modo de escapar de ella. Es una belleza inexorable –hizo una pausa–: Quiero decir que es una belleza inenarrable.

Decidí incluir a Stude en mi lista.

4

No me enteré aquella tarde de quién ganó el partido, porque me fui de casa de Nissen antes de empezar la segunda parte (entonces llevaban ventaja los Patriots), y recorrí en automóvil los veinticuatro kilómetros que me separaban de Wellfleet para ver al Arpón, que vivía en una buhardilla encima de una mercería situada en una calle secundaria. He dicho una calle secundaria, pero lo cierto es que en Wellfleet la distinción entre calles principales y secundarias resulta difícil de establecer. Se diría que el día de la fundación de la ciudad, hace algo más de doscientos años, cinco marineros, cada uno de ellos empinando su botella de ron, fueron vagando desde la playa, bordeando los arroyos y rodeando las zonas pantanosas, y la gente que los seguía trazó las calles de acuerdo con las eses que hacían al andar. A consecuencia de ello, ninguna de mis amistades de Provincetown era capaz de encontrar la casa de alguien que viviera en Wellfleet, aunque, la verdad sea dicha, tampoco lo intentábamos a menudo. Wellfleet se había convertido en una ciudad muy puritana, y cuando alguno de nosotros se dejaba caer por allí, sus cristianos habitantes lo miraban con ojos que no rebosaban de contento precisamente. En consecuencia, no pudimos menos que preguntarle al Arpón cómo se le ocurrió dejar Provincetown para irse a vivir a Wellfleet. «Demasiada perversión. Tanta perversión me asfixiaba. Tuve que irme», era su respuesta habitual.

El Arpón tenía una mata de rizado pelo rubio que casi le cubría la frente, tan densa como la del gran cómico Harpo Marx (sin embargo, tenía el cuero cabelludo lleno de cicatrices, ya que después de ser profesional de fútbol americano fue semiprofesional y como tal jugaba sin casco).

Quizá convenga aclarar que el apodo del Arpón no tenía nada que ver con el arpa que tanto le gustaba tañer a Harpo Marx. Sven Veriakis, el Arpón, se había hecho famoso por una frase que repetía muy a menudo: «¡Qué tía tan buena! ¡Ojalá fuera lo bastante hombre para clavarle mi arpón!» Incluso había quien le llamaba Pon, para abreviar. Explico todo eso para indicar cuan difícil era encontrar el lugar en que vivía. En Cape Cod, en invierno, no era posible aclarar nada.

Bueno, el caso es que encontré su paradero y estaba en casa, dos verdaderas sorpresas. De todas maneras, todavía no estaba seguro de que fuera él quien me había hecho el tatuaje, ya que ni siquiera sabía que practicara ese arte, y, además, no alcanzaba a comprender cómo había sabido encontrar su casa en la oscuridad y estando borracho, pero tan pronto subí la escalera exterior que llevaba a su casa y entré, mis dudas quedaron disipadas. El Arpón estaba dando de comer a sus gatos (como compensación por no tener mujer, tenía cinco gatos). Levantó la vista, y lo primero que dijo fue:

–¿Se te ha infectado el brazo?

–Me escuece –le respondí.

No me dirigió ni media palabra más hasta que terminó de dar la última cucharada de comida a los gatos, aunque dirigió la palabra a alguno de los que se restregaban contra sus tobillos, como conyugales bolitas de pelo, pero tan pronto hubo terminado se lavó las manos, me quitó el vendaje, cogió una botella de plástico que contenía algún desinfectante y me echó el líquido en el brazo.

–La infección no tiene importancia. ¡Estupendo! Estaba preocupado. No me gusta utilizar las agujas cuando el ambiente es hostil.

–¿Qué ocurrió? –le pregunté.

–Estabas como una cuba.

–Bueno, suele pasarme siempre que bebo. ¿Te parece raro?

–Mac, querías pelearte conmigo.

–¡Pues sí que estaba borracho!

El Arpón tenía fuerza suficiente para coger un automóvil por el parachoques trasero y levantarlo.

–¿De veras quería pelearme contigo? –le pregunté.

–Si no, fingías muy bien.

–¿Iba solo, o me acompañaba una mujer?

–No lo sé. Quizá la mujer estaba abajo, en el automóvil. No hacías más que chillar por la ventana.

–¿Qué decía?

–Gritabas: «¡Vas a perder la apuesta!»

–¿Oíste alguna contestación?

Una de las virtudes de mis conciudadanos es que nadie se sorprende cuando un amigo no puede recordar algo que ocurrió hace sólo unos días.

–Bueno, hacía mucho viento –contestó el Arpón–. Y si era una mujer, se reía como el ángel exterminador.

–Pero ¿crees que había una mujer en mi automóvil?

Sepulcral, el Arpón contestó:

–No lo sé. A veces, el bosque se ríe de mí. Oigo montones de cosas.

Apartó la botella de desinfectante y movió la cabeza. Dijo:

–Mac, te supliqué que no te hicieras un tatuaje. El ambiente que nos rodeaba no podía tener peor aspecto. Antes que llegaras poco faltó para que subiera al tejado. Si hubiera habido rayos, habría tenido que subir.

Hay quien dice que el Arpón tiene poderes extrasensoriales, y otros que está sonado de tanto jugar al fútbol americano sin casco; yo siempre he pensado que en él concurrían ambas circunstancias, y que se reforzaban mutuamente. Estuvo en Vietnam y, según dice la leyenda, vio cómo su mejor amigo saltaba por los aires, destrozado por una mina, a menos de veinte pasos de él.

«Aquello me descentró», había confesado a algunos amigos. Ahora el Arpón vivía en los cielos, y las palabras de los ángeles y los demonios eran acontecimientos importantes para él. Varias veces al año, cuando los clanes que amenazan nuestra existencia se congregan entre las nubes como ejércitos medievales, y cuando los rayos llegan acompañados de densas lluvias, el Arpón subía al tejado de su casa y se enfrentaba a los elementos. «Si los elementos saben que estoy allí, se muestran comedidos. Temen que tenga poder para conjurarlos. Pero me pongo a llorar como un niño. Es algo terrible, Mac», me había confesado.

–Creía que sólo subías al tejado cuando llovía.

–Jamás sigas una norma al pie de la letra –me contestó con voz ronca.

Rara vez podías saber con certeza de qué hablaba. Su voz era profunda, y resonaban en ella tales ecos (como si su cabeza todavía vibrara a consecuencia de unas colisiones que nadie más hubiera podido aguantar), que te pedía un simple cigarrillo y esa petición parecía estar llena de insondables arcanos. También era capaz de hacer las más extraordinarias confesiones. Se parecía a esos deportistas que hablan de sí mismos en tercera persona. («Sí, Hugo Blacktower vale un millón de dólares si ficha por cualquier equipo de la NBA», dice Hugo Blacktower.) El Arpón, cuando hablaba en primera persona, sonaba como si lo hiciera en tercera. En una de nuestras fiestas veraniegas, me dijo: «Tu esposa es muy atractiva, pero me da miedo. No creo que llegara a empalmarme estando con ella. Mereces todo mi respeto por ser capaz de follártela.» Soltaba cosas tan extraordinarias como el cubilete de los dados.

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