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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras, Fantástico

Los pueblos que el tiempo olvido (7 page)

BOOK: Los pueblos que el tiempo olvido
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—¡Oh, Tom! -volvió a exclamar ella, con vocecita temblorosa, y se abalanzó hacia mí, sollozando suavemente. Yo no sabía que Ajor pudiera llorar.

Mientras me cortaba mis ligaduras, me dijo que desde la entrada de nuestra cueva había visto a los band-lu salir del bosque conmigo, y que nos había seguido hasta que me trajeron a esta cueva, que había visto estaba situada en el lado opuesto del acantilado donde estaba situada la nuestra. Y así, sabiendo que no podía hacer nada por mí hasta después de que los band-lu durmieran, se apresuró a regresar a nuestra cueva. La alcanzó con dificultad, después de ser atacada por un león de las cavernas que casi acabó con ella. Temblé al comprender el riesgo que había corrido.

Su intención fue esperar hasta después de la medianoche, cuando la mayoría de los carnívoros hubieran terminado sus matanzas, y luego intentar alcanzar la cueva donde yo estaba prisionero y rescatarme. Me explicó que con mi rifle y mi pistola (que me aseguró que sabía usar, después de verme tantas veces hacerlo) planeaba asustar a los band-lu y obligarlos a entregarme. ¡Muchachita valiente! Habría arriesgado voluntariamente la vida por salvarme. Pero poco después de llegar a nuestra cueva oyó voces en sus más lejanos recovecos, e inmediatamente llegó a la conclusión de que habíamos encontrado otra entrada a las cuevas que los band-lu ocupaban en la otra cara del acantilado. Entonces se dispuso a explorar aquellos pasadizos y en medio de una oscuridad total se había abierto paso, guiada solamente por un maravilloso sentido de la dirección, hasta donde yo estaba. Había tenido que avanzar con la mayor de las cautelas para no caer en algún abismo en medio de la oscuridad y en efecto dos veces había estado a punto de caer por agujeros cortados a pico y tuvo que correr los riesgos más temibles para sortearlos. Me estremezco incluso ahora mientras imagino lo que la muchacha tuvo que pasar para liberarme, y cómo aumentó el peligro al cargar consigo con el peso de mis armas y municiones y la incomodidad del largo rifle que no estaba acostumbrada a llevar.

Me dieron ganas de arrodillarme y besarle la mano en reverencia y gratitud; no me avergüenzo en decir que eso fue exactamente lo que hice después de que me liberara de mis ataduras y oyera la historia de sus aventuras. ¡Pequeña y valiente Ajor! ¡Muchacha maravillosa del oscuro, increíble pasado! Nunca antes la habían besado, pero pareció comprender algo del significado de la nueva caricia, pues se inclinó hacia adelante en la oscuridad y depositó sus propios labios en mi frente. Una súbita urgencia se apoderó de mí por abrazarla contra mi pecho y cubrir sus jóvenes y cálidos labios con los besos de un amor real, pero no lo hice, pues sabía que no la amaba; y haberla besado así, con pasión, habría sido causarle un gran daño a ella, que había ofrecido su vida por la mía.

No, Ajor debería estar tan segura conmigo como con su propia madre, si tenía una, cosa que me sentía inclinado a dudar, aunque me había dicho que una vez había sido niña y que su madre la había ocultado. Yo había llegado a dudar que existiera algo parecido a una madre en Caspak, una madre tal como nosotros la conocemos. Desde los bo-lu hasta los kro-lu no hay una palabra que se corresponda a nuestro término madre. Hablan de ata y de cor sva jo, que significan reproducción y desde el principio, y señalan hacia el sur. Pero nadie tiene una madre.

Tras considerables dificultades llegamos a lo que creímos era nuestra cueva, sólo para descubrir que no lo era, y entonces nos dimos cuenta de que estábamos perdidos en los laberintos de la gran caverna. Rehicimos nuestros pasos y buscamos el punto desde el que habíamos partido, pero sólo conseguimos perdernos aún más. Ajor estaba anonadada, no tanto por miedo a nuestra situación, sino por haber perdido aquel maravilloso sentido de la orientación que poseía en común con la mayoría de las otras criaturas de Caspak, y que les hace posible moverse sin errar de un sitio a otro, sin usar brújula o guía.

Seguimos avanzando poco a poco, buscando una salida al mundo exterior, pero dándonos cuenta de que a cada paso podríamos estar internándonos aún más en el corazón de la gran montaña, o dando inútiles círculos en un vago deambular que sólo podría terminar en la muerte. ¡Y la oscuridad! Era casi palpable, y completamente deprimente. Yo tenía cerillas, y en algunos de los lugares más difíciles encendía una, pero no podíamos permitirnos malgastarlas, y por eso tanteábamos el camino muy despacio, haciendo todo lo posible por seguir una dirección general con la esperanza de que acabara por conducirnos a una salida. Cuando encendí las cerillas, advertí que las paredes ya no contenían pinturas, ni había otros indicios de que el hombre se hubiera adentrado tan profundamente en la montaña, ni había rastros de animales de ningún tipo.

Sería difícil calcular cuánto tiempo pasamos deambulando por aquellos negros corredores, subiendo empinadas cuestas, palpando el camino por el borde de pozos sin fondo, sin saber nunca en qué momento podríamos caer a algún abismo y acosados siempre por el omnipresente terror de morir de hambre y sed. Por difícil que fuera, me daba cuenta de que podría haber sido infinitamente peor si hubiera tenido otro acompañante que no fuera Ajor… ¡valiente, tenaz, leal Ajor! Estaba cansada y hambrienta y sedienta, y debía sentirse desanimada, pero nunca vaciló en su alegría. Le pregunté si tenía miedo, y replicó que aquí los wieroo no podrían encontrarla, y que si moría de hambre, al menos moriría conmigo y que estaba contenta de que ese fuera su fin. En ese momento atribuí su actitud a algo parecido a la devoción de un perro por un nuevo amo que había sido amable. Puedo jurar que no consideraba que fuera nada más.

No podía decir si llevábamos prisioneros de la montaña un día o una semana; ni siquiera ahora lo sé. Nos sentimos muy cansados y hambrientos; las horas se arrastraron; dormimos al menos dos veces, y luego nos levantamos y continuamos, cada vez más y más débiles. Había momentos en que la tendencia de los pasadizos era siempre hacia arriba. Fue un trabajo brutal para gente que se encontraba en el estado agotador en el que nos hallábamos, pero nos aferramos tenazmente a ello. Tropezamos y caímos, nos derrumbamos por pura incapacidad física para mantenernos en pie, pero siempre conseguimos levantarnos por fin y continuar. Al principio, cada vez que era posible, caminamos cogidos de la mano para no separarnos, y más tarde, cuando vi que Ajor se debilitaba rápidamente, caminamos el uno al lado del otro, yo sujetándola por la cintura con un brazo. Cuando también yo mostré inequívocas muestras de agotamiento, Ajor sugirió que dejara mis armas y municiones, pero le dije que, puesto que cruzar Caspak sin ellas sin duda significaría la muerte, bien podía correr el riesgo de morir aquí en la caverna con ellas, pues existía la posibilidad de que pudiéramos encontrar el camino a la libertad.

Llegó un momento en que Ajor ya no pudo andar, y entonces la cogí en brazos y la llevé. Ella me suplicó que la dejara, diciendo que después de que encontrara una salida podría volver a recogerla: pero Ajor sabía, y yo sabía que ella sabía, que si alguna vez la dejaba, nunca podría volver a encontrarla. Sin embargo, insistía. Yo apenas tenía fuerzas para dar una docena de pasos seguidos: entonces tuve que dejarme caer y descansar durante cinco o diez minutos. No sé qué fuerza me instó a continuar y me hizo seguir a pesar de la absoluta convicción de que mis esfuerzos eran completamente inútiles. Nos consideraba muertos ya, pero seguí arrastrándome hasta que llegara el momento en que no pudiera levantarme, pues sólo podía avanzar unas pulgadas cada vez, arrastrando a Ajor conmigo. Su dulce voz, ahora casi inaudible por la debilidad, me imploró que la abandonara y me salvara yo: parecía que sólo pensaba en mí. Naturalmente, yo no podría haberla dejado allí sola, no importaba cuánto hubiera podido desear hacerlo; pero el hecho es que no deseaba dejarla. Lo que le dije entonces vino de manera muy simple y natural a mis labios. No podría haber sido de otro modo, imagino, pues con la muerte tan cerca dudo que nadie se sienta muy inclinado a hacer heroicidades.

—Preferiría no salir de aquí jamás, Ajor -le dije-, que hacerlo sin ti.

Estábamos descansando contra una pared de roca, y Ajor se apoyaba en mí, la cabeza sobre mi pecho. Podía sentirla junto a mí, y una mano acarició débilmente mi brazo, pero no dijo nada, pues no eran necesarias más palabras.

Después de unos minutos más de descanso, nos pusimos de nuevo en marcha, completamente desesperados. Pronto me di cuenta de que me debilitaba rápidamente, y al cabo de un rato me vi forzado a admitir que era el fin.

—No tiene sentido, Ajor -dije-. He agotado mis fuerzas. Es posible que, si duermo, pueda continuar más tarde.

Pero sabía que eso no era cierto, y que el final estaba cerca.

—Sí, duerme -dijo Ajor-. Dormiremos juntos… para siempre.

Se arrastró hacia mí, tendido en el suelo, y acomodó su cabeza sobre mi brazo. Con las pocas fuerzas que me quedaban, la atraje hasta que nuestros labios se tocaron, y entonces susurré:

—¡Adiós!

Debí perder el conocimiento casi inmediatamente, pues no recuerdo nada más hasta que de pronto desperté, escapando de un sueño preocupado en el que creí estar ahogándome, y encontré la cueva iluminada por lo que parecía ser la difusa luz del día, y un hilillo de agua manando por el pasadizo abajo y formando un charco y una pequeña depresión donde nos hallábamos Ajor y yo. Volví los ojos rápidamente hacia Ajor, temiendo lo que la luz pudiera revelar, pero ella todavía respiraba, aunque muy débilmente. Entonces busqué una explicación a la luz, y pronto descubrí que procedía de un recodo en el pasadizo justo delante de nosotros y en lo alto de una empinada pendiente, y al instante comprendí que Ajor y yo nos habíamos derrumbado de noche casi en el portal de la salvación. Si por casualidad hubiéramos continuado avanzando unos cuantos metros más, siguiendo cualquiera de los pasadizos que se bifurcaban a partir del nuestro justo por delante, podríamos habernos perdido irremisiblemente. Todavía podíamos estar perdidos, pero al menos moriríamos a la luz del día, fuera de la horrible negrura de esta terrible caverna.

Intenté levantarme, y descubrí que el sueño me había devuelto una porción de mis fuerzas. Entonces probé el agua y me sentí más refrescado. Sacudí suavemente a Ajor por el hombro, pero ella no abrió los ojos, así que recogí un poco de agua en mis manos y la dejé caer entre sus labios. Esto la revivió lo suficiente para que abriera los ojos y, al verme, sonriera.

—¿Qué ha pasado? -preguntó-. ¿Dónde estamos?

—Estamos al final del pasadizo -repliqué-, y la luz del día llega del mundo exterior justo ahí delante. ¡Estamos salvados, Ajor!

Ella se sentó y miró en derredor; entonces, muy femeninamente, se echó a llorar. Fue la reacción, por supuesto, y además estaba muy débil. La cogí en brazos y la tranquilicé como pude y finalmente, con mi ayuda, se puso en pie, pues también ella, como yo, se había recuperado un poco con el sueño. Juntos avanzamos hacia la luz, y en el primer giro vimos una abertura a unos metros ante nosotros y un cielo plomizo más allá, un cielo plomizo del que caía una lluvia chispeante, la autora del pequeño arroyo que nos había dado de beber cuando más lo necesitábamos.

La caverna era húmeda y fría pero cuando salimos por la abertura, el calor pastoso del aire caspakiano nos acarició y nos alivió; incluso la lluvia era más cálida que aquellos oscuros corredores. Ahora teníamos agua, y calor, y yo estaba seguro de que Caspak pronto nos ofrecería carne o fruta. Pero cuando miramos a nuestro alrededor vimos que nos encontrábamos en la cima de los acantilados, donde parecía haber pocos motivos para esperar que hubiera caza. Sin embargo, había árboles, y entre ellos pronto encontramos frutas comestibles con las que acabar con nuestro largo ayuno.

Capítulo IV

P
asamos dos días en lo alto del acantilado, descansando y recuperándonos. Había algunos pequeños animales cuya caza nos proporcionó carne, y los pequeños charcos de agua de lluvia fueron suficientes para saciar nuestra sed. El sol salió pocas horas después de que emergiéramos de la cueva, y con su calor pronto olvidamos la tristeza que nuestras recientes experiencias nos habían infligido.

Al amanecer del tercer día decidimos buscar un sendero que nos condujera al valle. Bajo nosotros, al norte, vimos una gran laguna al pie de las montañas, y en ella pudimos discernir a las mujeres de los band-lu chapoteando en las aguas poco profundas, mientras más allá y cerca de la base de la poderosa barrera de acantilados había un gran partida de caza de guerreros band-lu que se dirigía al norte. Teníamos una visión espléndida desde nuestro alto acantilado. Tenuemente, al oeste, podíamos ver la orilla más lejana del mar interior, y al suroeste la gran isla del sur se alzaba claramente sobre nosotros. Un poco al noreste se encontraba la isla norte, que Ajor, estremeciéndose, señaló como hogar de los wieroo, la tierra de Oo-oh. Se encontraba al otro lado del lago y apenas era visible, pues se hallaba a más de noventa kilómetros de distancia.

Desde nuestro promontorio, y con aire claro, la habríamos visto perfectamente, pero el aire de Caspak está cargado de humedad, con el resultado de que los objetos lejanos se ven borrosos y confusos. Ajor también me dijo que la tierra situada al este de Oo-oh era su tierra, la tierra de los galu. Señaló los acantilados como su límite sur, que marcaba la frontera, al sur de la cual se encuentra el país de los kro-lu, los arqueros. Ahora sólo teníamos que atravesar el territorio band-lu y el de los kro-lu para encontrarnos en los confines de su propia tierra; pero eso significaba recorrer cincuenta kilómetros de territorio hostil lleno de todos los terrores imaginables, y posiblemente muchos otros más allá de los poderes de la imaginación. Sin duda habría dado mucho por tener mi avión en ese momento, pues con él, en veinte minutos habríamos aterrizado en los confines del territorio de Ajor.

Finalmente encontramos un lugar por el que pudimos deslizamos por el borde del precipicio hasta un estrecho saliente que parecía ser una especie de sendero que seguían los animales hasta al valle, aunque al parecer no había sido utilizado desde hacía algún tiempo. Ayudé a bajar a Ajor, sujeta al extremo de mi rifle, y luego yo mismo bajé, y no me da reparo admitir que sentí los pelos de punta durante todo el proceso, pues la caída era considerable y el saliente era estrecho, pero con Ajor para sujetarme y afirmarme, lo hice bien, y luego bajamos hacia el valle. Hubo otros dos o tres momentos difíciles, pero en su mayor parte fue un descenso fácil, y llegamos a las más altas cuevas de los band-lu sin más problemas. Aquí fuimos más despacio, para no ser descubiertos por algún miembro de la tribu.

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