Los pueblos que el tiempo olvido (11 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras, Fantástico

BOOK: Los pueblos que el tiempo olvido
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Camino de la aldea de los kro-lu fuimos continuamente acechados por innumerables depredadores, y tres veces nos atacaron criaturas terribles: pero Al-tan no les dio importancia, y se abalanzaba con la lanza levantada o disparaba una flecha al cuerpo del atacante y luego regresaba a nuestra conversación como si no se hubiera producido ninguna interrupción. Dos veces fueron heridos los miembros de la partida, y uno murió al ser atacado por un enorme y belicoso rinoceronte; pero en el instante en que la acción terminaba, era como si nunca hubiera ocurrido. Quitaban al muerto sus pertenencias y lo dejaban donde había caído: los carnívoros se encargarían de su entierro. Los trofeos que estos kro-lu dejaban a los comedores de carne habrían vuelto verde de envidia a un cazador inglés. Es cierto que cortaron todas las partes comestibles del rinoceronte y se las llevaron a casa, pero ya estaban lastrados por los productos de la cacería, y sólo el hecho de que son particularmente aficionados a la carne de rinoceronte les indujo a llevársela.

Se llevaron la piel de las piezas que seleccionaron, ya que la usan para sandalias, escudos, los mangos de sus cuchillos y diversos otros propósitos donde la piel dura es necesaria. A mí me interesaron mucho sus escudos, sobre todo después de ver uno en defensa contra el ataque de un tigre de dientes de sable. La enorme criatura nos había atacado sin avisar tras salir de entre un grupo de tupidos matorrales donde estaba tendido después de comer. Fue recibido por una lluvia de lanzas, algunas de las cuales lo atravesaron por completo, con tanta fuerza fueron arrojadas. El ataque fue desde una distancia muy corta, lo que requirió el uso de la lanza en vez del arco y las flechas; pero después de arrojar las lanzas, los hombres que no estaban directamente en su camino lanzaron una andanada de flechas tras otra con rapidez casi increíble.

La bestia, rugiendo de dolor y furia, cayó sobre Chal-az mientras yo no me atrevía a utilizar mi rifle por miedo a herir a alguno de los guerreros que estaban cerca. Pero Chal-az estaba preparado. Tras hacer a un lado su arco, se agazapó tras su gran escudo ovalado, en el centro del cual había un agujero de unos doce centímetros de diámetro. Sostenía el escudo con lazos tensos en su brazo izquierdo, mientras que en su mano derecha empuñaba su pesado cuchillo. Cubierto de lanzas y flechas, el gato se abalanzó sobre el escudo, y Chal-az cayó de espaldas, cubierto completamente por el escudo. El tigre arañó y mordió la gruesa piel de rinoceronte que recubría el escudo, mientras Chal-az, a través del agujero redondo del centro, apuñalaba repetidamente las partes vitales del salvaje animal. Sin duda la batalla se habría decantado hacia Chal-az aunque yo no hubiera interferido, pero en el momento en que vi una ocasión clara, sin ningún kro-lu en medio, alcé mi rifle y maté a la bestia.

Cuando Chal-az se levantó, miró al cielo y observó que parecía que iba a llover. Los otros ya habían reemprendido el camino hacia la aldea. El incidente quedó zanjado. Por algún motivo inexplicable todo el asunto me recordó a un amigo que una vez mató a un gato en su patio. Durante tres semanas no habló de otra cosa.

Casi había oscurecido cuando llegamos a la aldea, una gran plaza de varios centenares de chozas de techo de paja, dispuestas en grupos de dos a siete, y rodeada por una empalizada. Las chozas eran de forma hexagonal, y cuando se agrupaban parecían las celdas de un panal. La empalizada que rodeaba la aldea estaba hecha de troncos unidos y convertidos en una sólida muralla con duras enredaderas plantadas en su base que se entretejían alrededor de los troncos, que asomaban hacia afuera en un ángulo de unos treinta grados, en una posición que sostenían troncos más cortos clavados en el suelo en ángulo recto a ellos, con los extremos superiores sosteniendo los más grandes un poco por encima de su centro de equilibrio. En lo alto de la empalizada había colocadas estacas afiladas en todo tipo de ángulos.

La única entrada era a través de una pequeña abertura de un metro de ancho y un metro de alto, cerrada desde dentro con troncos de unos dos metros de largo, colocados en horizontal, uno encima de otro, entre la cara interior de la empalizada y otros dos troncos entrelazados y paralelos a la pared.

Cuando entramos en la aldea fuimos recibidos por una muchedumbre de curiosos guerreros y mujeres, a quienes Chal-az explicó generosamente el servicio que le habíamos prestado, y que por tanto nos mostraran las mejores atenciones, pues parecía que Chal-az era un miembro muy apreciado por la tribu. Nos pusieron collares de dientes de león y tigre y pieles finamente curtidas y nos entregaron vasijas de barro hermosamente decorados, mientras Al-tan nos miraba resentido, al parecer celoso de las atenciones que nos dirigían porque habíamos ayudado a Chal-az.

Por fin llegamos a una choza que habían seleccionado aparte para nosotros, y allí cocinamos nuestra carne y algunas verduras que nos trajeron las mujeres, y bebimos leche de vaca (la primera que probaba en Caspak) y queso de cabra salvaje, con miel y pan fino hecho con la harina de trigo de su propia cosecha, y uvas y jugo fermentado de uvas. Fue la comida más maravillosa que comí desde que dejé al Toreador y el cocinero negro de Bowen J. Tyler, que podía hacer que las chuletas de cerdo supieran a pollo, y que el pollo supiera a cielo.

Capítulo VI

D
espués de cenar me preparé un cigarrillo y me tendí sobre una pila de pieles ante la puerta, con la cabeza de Ajor sobre mi regazo y sintiendo que me embargaba la satisfacción. Era la primera vez desde que mi avión sobrevoló los acantilados de Caspak que me sentía en paz y seguridad. Mi mano acariciaba la mejilla de terciopelo de la muchacha que había reclamado como mía, y su cabello desbordante y el broche dorado que lo sujetaba. Sus finos dedos buscaron los míos y se los llevaron a los labios, y entonces la abracé y la apretujé contra mí, cubriendo su boca con un beso larguísimo. Era la primera vez que la pasión teñía mi relación con Ajor. Estábamos solos, y la choza era nuestra hasta el amanecer.

Pero desde más allá de la empalizada, en la dirección de la entrada, llegaron gritos de hombres y las preguntas de los guardias. Escuchamos. Cazadores que regresaban, sin duda. Oímos que entraban en la aldea entre el ladrido de los perros. He olvidado mencionar a los perros de los kro-lu. La aldea rebosaba de perros, criaturas flacas y lobunas que protegían el rebaño de día cuando pastaba fuera de la empalizada, diez perros por vaca. Por la noche las vacas eran encerradas en un pequeño corral techado para protegerlas de los ataques de los gatos carnívoros; y los perros, con la excepción de unos pocos, eran traídos a la aldea: esos pocos brutos bien entrenados permanecían con el ganado. Durante el día se alimentaban de los depredadores que mataban para proteger al rebaño, así que su mantenimiento no costaba nada.

Poco después de que la conmoción en la puerta remitiera, Ajor y yo nos levantamos para entrar en la choza y al mismo tiempo un guerrero apareció en uno de los retorcidos callejones que, entre las chozas irregulares, forman las callejas de la aldea de los kro-lu. El tipo se detuvo ante nosotros y se dirigió a mí, diciendo que Al-tan requería mi presencia en su choza. La forma en que expresó la invitación y los modales del mensajero me pillaron completamente desprevenido, tan cordiales y respetuosos fueron, y el resultado fue que acudí voluntariamente, diciéndole a Ajor que regresaría en breve. Había dejado mis armas y municiones en cuanto nos entregaron la choza, y las dejé ahora con Ajor, ya que había advertido que aparte de los cuchillos de caza los hombres de Kro-lu no llevaban armas por las calles de la aldea. Había una atmósfera de paz y seguridad dentro de la aldea que yo no esperaba encontrar en Caspak, y después de lo que había vivido, debió de hechizar de algún modo mis facultades de juicio y razón. Había comido la flor de loto de la seguridad: los peligros ya no me acechaban pues habían dejado de existir.

El mensajero me condujo a través del laberinto de callejas hasta una plaza abierta cerca del centro de la aldea. En un extremo de esta plaza había una choza mucho más grande que las que había visto hasta ahora, y ante su puerta había muchos guerreros. Pude ver que el interior estaba iluminado y que gran número de hombres se congregaban en su interior. Los perros que deambulaban por la plaza eran flacos como pulgas, y a los que me acerqué evidenciaron un fuerte deseo de devorarme, pues sus hocicos sin duda advertían que yo era de una raza extraña, ya que no prestaron ninguna atención a mi acompañante.

Una vez dentro de la choza del consejo, pues eso parecía ser, encontré a un gran número de guerreros sentados, o más bien agachados, por todo el suelo. En un extremo del espacio oval que los guerreros dejaban en el centro de la sala se encontraba Al-tan con otro guerrero a quien reconocí de inmediato como un galu, y entonces vi que había muchos galus presentes. En las paredes había antorchas encendidas colocadas en agujeros de barro que evidentemente servían al propósito de impedir que la madera y las pajas de que estaba hecha la choza fueran prendidas por las llamas. Tendidos alrededor de los guerreros o deambulando inquietos de un lado a otro había un montón de perros salvajes.

Los guerreros me miraron con curiosidad cuando entré, sobre todo los galus, y entonces me condujeron al centro del grupo y me dirigieron hacia Al-tan. Mientras avanzaba sentí que uno de los perros olisqueaba mis talones, y de pronto un gran bruto saltaba a mi espalda. Mientras me volvía para apartarlo antes de que sus colmillos me hicieran daño, vi a un enorme terrier airedale saltando frenéticamente hacia mí. Las mandíbulas sonrientes, los ojos semicerrados, las orejas tendidas hacia atrás me hablaron más fuerte que podrían haber hecho las palabras del hombre y me dijeron que aquí no había ningún enemigo salvaje sino un alegre amigo, y entonces lo reconocí, y me postré sobre una rodilla y rodeé con los brazos su cuello mientras él gemía de alegría. Era Nobs, el viejo y querido Nobs. El Nobs de Bowen Tyler, que me había querido tanto como a su amo.

—¿Dónde está el amo de este perro? -pregunté, volviéndome hacia Al-tan.

El jefezuelo inclinó la cabeza hacia el galu que tenía al lado.

—Pertenece a Du-seen el galu -respondió.

—Pertenece a Bowen J. Tyler Jr., de Santa Mónica -repliqué-, y quiero saber dónde está su amo.

El galu se encogió de hombros.

—El perro es mío -dijo-. Vino a mí cor-sva-jo, y no se parece a ningún perro en Caspak, pues es amable y dócil y a la vez un matador cuando se enfada. No me separaría jamás de él. No conozco al hombre del que hablas.

¡Así que éste era Du-seen! Este era el hombre del que había huido Ajor. Me pregunté si sabía que ella estaba aquí. Me pregunté si me habían mandado llamar por eso, pero después de que comenzaran a interrogarme, me sentí aliviado: no mencionaron a Ajor. Su interés parecía centrado en el extraño mundo del que yo venía, mi viaje a Caspak y mis intenciones ahora que estaba aquí. Les respondí con sinceridad, ya que no tenía nada que ocultar y les aseguré que mi único deseo era encontrar a mis amigos y regresar a mi propio país.

En el galu Du-seen y sus guerreros vi parte de la explicación de por qué se les aplicaba el término «raza dorada», pues sus adornos y armas eran o bien de oro labrado o estaban decorados con el metal precioso. Eran un conjunto de hombres impresionante: altos y erectos y guapos. En sus cabezas llevaban bandas de oro como la de Ajor, y de sus hombros izquierdos colgaban las colas de leopardo de los galus. Además de la túnica de piel de ciervo que constituía la mayor parte de su atuendo, cada uno llevaba una manta ligera de diseño bárbaro pero hermoso: el primer indicio de tejido que yo veía en Caspak. Ajor no tenía manta ninguna, pues la había perdido durante su huida, ni estaba tan repleta de oro como los miembros machos de su tribu.

La audiencia debía durar ya casi una hora cuando Al-tan indicó que podía regresar a mi choza. Todo el tiempo Nobs había permanecido tendido a mis pies, pero en el momento en que me volví para marcharme, se levantó y me siguió. Du-seen lo llamó, pero el terrier ni siquiera miró en su dirección. Yo casi había llegado a la puerta del salón de consejos cuando Al-tan se levantó y me llamó.

—¡Alto! -gritó-. ¡Alto, extranjero! La bestia de Du-seen el galu te sigue.

—El perro no es de Du-seen -respondí-. Le pertenece a mi amigo, como te dije, y prefiere quedarse conmigo hasta que encuentre a su amo.

Y de nuevo me di la vuelta para continuar mi camino. No había dado más que unos pocos pasos cuando oí una conmoción detrás de mí, y al mismo tiempo vi a un hombre que se acercaba y me susurraba «¡Kazar!» al oído, el equivalente caspakiano a cuidado. Era To-mar. Mientras hablaba, se apartó rápidamente como no queriendo que los otros vieran que me conocía, y en el mismo momento me giré para ver cómo Du-seen avanzaba rápidamente hacia mí. Al-tan le seguía, y era evidente que los dos estaban furiosos.

Du-seen, con su arma medio desenfundada, se acercó truculentamente.

—La bestia es mía -reiteró-. ¿Quieres robarla?

—No es tuya ni mía -respondí-, y no estoy robando nada. Si el perro desea seguirte, que lo haga: no interferiré. Pero si desea seguirme a mí, lo hará, y tú no lo impedirás.

Me volví hacia Al-tan.

—¿No es eso justo? -exigí-. Que el perro elija a su amo.

Du-seen, sin esperar a la respuesta de Al-tan, extendió la mano hacia Nobs y lo agarró por el pelaje del cuello. No interferí, pues supuse lo que iba a ocurrir, como así fue. Con un salvaje gruñido Nobs se volvió como un rayo contra el galu, se soltó de su tenaza y le saltó a la garganta. El hombre dio un paso atrás y se protegió del primer ataque con un poderoso puñetazo, e inmediatamente desenvainó su cuchillo para recibir al airedale.

Y Nobs habría vuelto a atacarlo, en efecto, si yo no le hubiera hablado. En voz baja le indiqué que se sentara. Durante un instante vaciló, temblando y enseñando los colmillos a su enemigo. Pero estaba bien entrenado y había tenido tanta relación conmigo como con Bowen. De hecho, fui yo quien se encargó de su primer entrenamiento. Así que el perro camino muy despacio y estirado hasta situarse detrás de mí.

Du-seen, rojo de ira, se habría enfrentado con los dos si Al-tan no lo hubiera arrastrado a un lado y le hubiera susurrado al oído. Después de eso, con un gruñido, el galu se dirigió al extremo opuesto de la sala, mientras que Nobs y yo continuamos nuestro camino hacia la choza y Ajor.

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