Mientras tiene lugar la conferencia de prensa, el resto de los invitados espera en alguna de las salas del palacete del Consejo y se les sirve un aperitivo. Cuando regresan los mandatarios, comienza el almuerzo o la cena.
Hay que tener en cuenta que los viajes oficiales están programados al minuto, por lo que la duración del ágape está en función de las prisas que haya. Si el tiempo da margen, puede durar una hora y media aproximadamente, pero si hay retrasos conforme al horario previsto, en una hora tiene que haber terminado. No hay sobremesa, y en más de una ocasión, los que se han entretenido en alguna actividad fuera de programa se han quedado en tierra y se han tenido que unir a la caravana en la siguiente escala.
En el comedor se dispone una mesa central para catorce personas, en la que se sentarán los jefes de Gobierno y sus esposas, en caso de que asistan. Alrededor se colocarán hasta siete mesas más con capacidad para diez personas cada una.
Si la lista de invitados no sobrepasa las cuarenta personas, se puede utilizar la «mesa imperial». Hablamos de una mesa alargada que en sus dimensiones nunca puede exceder los bordes de la alfombra. Las mesas redondas se adornan con un centro de flores naturales y en la imperial se pueden colocar uno o dos centros, según la longitud.
Junto al gran comedor hay otro más pequeño, donde almuerzan los integrantes de la llamada «mesa técnica», formada por los médicos, el ayudante del presidente, el jefe de Seguridad, el jefe de Protocolo y los cargos del Ministerio de Asuntos Exteriores correspondientes a la zona del mundo de donde procede el invitado. La mesa no superará en ningún caso las dieciséis personas, que tomarán el mismo menú que los demás invitados.
Si los visitantes son musulmanes no se servirá carne en ningún caso, salvo cordero, y para beber se ofrecerá zumo de naranja a los invitados y vino a los anfitriones.
Las mantelerías han variado según las preferencias de los presidentes, así como otros detalles relativos a los menús y la decoración. Los González y los Zapatero utilizaron y utilizan manteles de hilo blanco o crema, pero los Aznar preferían los manteles en tono azul para los almuerzos y granates en las cenas, y solo estos últimos añadían velas aromáticas en la decoración nocturna. Además, los Aznar gustaban mucho de utilizar los jardines en las maravillosas noches del verano madrileño. Entonces, los manteles pasaban a ser estampados y se utilizaban antorchas para reforzar la iluminación.
Felipe González nunca utilizó flores para vestir las mesas, sino que se adornaron siempre con sus bonsáis, traídos expresamente del invernadero, a donde se devolvían una vez terminada la velada. Completaban la ornamentación otros de mayor tamaño, colocados en cada esquina del salón.
Las comidas oficiales siempre han de estar compuestas por platos españoles, lo cual resulta fácil, aprovechando la extensa variedad de nuestra excelente cocina, alabada por cuantos nos visitan. Pero no cabe duda de que también aquí intervienen los gustos personales de los anfitriones. Felipe González, excepcional cocinero, disfrutaba, por ejemplo, con un rabo de toro. En los años de su mandato se servían indistintamente carnes y pescados. Los Aznar, devotos de los arroces, elegían con frecuencia alguna variedad como primer plato, seguida igualmente de carnes o pescados. En cuanto a los postres, siempre se eligieron las tartas en ambos casos, con la salvedad del helado de café, dos bolas, a piñón fijo, para José María Aznar, hubiera lo que hubiera para terminar y pasara lo que pasara.
Los Zapatero, mucho más preocupados por la dietética, gustan de las menestras de verduras o cremas vegetales en invierno, y gazpachos y ensaladas en verano, para continuar con las carnes o pescados, pero cocinados a la plancha o al horno especialmente. Nunca se sirve tarta de postre, sino coronas de mousses o macedonias de frutas.
Una peculiaridad de los Aznar se refiere a su gusto por las tablas de quesos, que se servían entre el segundo plato y el postre.
En el capítulo de los vinos, también las diferencias son notables. González, devoto de los rioja, mientras que Aznar lo es de los ribera del Duero. Zapatero, mucho más flexible, no tiene predilección por la procedencia de los caldos, incorporándose incluso en los últimos años algunos con denominación de origen de la Comunidad de Madrid. En cualquier caso, la mejor bodega de La Moncloa hasta ahora ha sido, sin duda, la del presidente Aznar, la más cuidada y la mejor surtida.
Felipe González gustaba de terminar los almuerzos con una copa de licor y un gran habano, lo mismo que Aznar, ambos fumadores de puros.
Por último, solo añadir que si el almuerzo o la cena incluye en su programa un pequeño discurso y un brindis, han de incorporarse a la cristalería las copas para brindar con cava catalán. Además, González y Aznar gustaban de servir bombones con el café. Con Zapatero esta costumbre se ha suprimido.
En su delirio criminal, a lo largo del año 2000, ETA asesinó a funcionarios de la Seguridad del Estado, miembros de las Fuerzas Armadas, concejales del Partido Popular de dentro y fuera del País Vasco, un periodista, el presidente de la patronal guipuzcoana, el fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, además del político socialista Fernando Buesa y su escolta, y para terminar de levantar ampollas entre la ciudadanía, el ex ministro y profesor universitario Ernest Lluch, defensor a ultranza de la paz y la libertad, caía en Barcelona abatido por las pistolas terroristas.
España continuaba su particular camino y en este periodo se aprobó la Ley de Extranjería y se suprimió definitivamente el servicio militar obligatorio. Ambas normas pueden calificarse de históricas por su incidencia en la vida de los ciudadanos.
No cabe duda de que, como en tantas otras cosas, en esto también llevábamos retraso con respecto a otros países de nuestro entorno. Hablamos de la transformación del fenómeno migratorio, que tuvo lugar en nuestro país a finales de la década de los ochenta y durante la de los noventa y que nos cogió con el pie cambiado. Siendo nuestro país tradicionalmente emigrante, ahora nos tocaba recibir los flujos por el norte, provenientes de los antiguos países del Telón de Acero, y por el sur al ser la puerta de Europa para el tercer mundo africano. La Ley Orgánica 4/2000, sobre Derechos y Libertades de los Extranjeros en España, aunque experimentó sucesivas modificaciones, es la que hoy está en vigor y supuso un cambio realmente importante en la materia, pues introdujo políticas de integración, amplió los derechos de los inmigrantes y estableció un principio de igualdad con los españoles.
Con la Ley de Extranjería, España regulaba la residencia y el trabajo en nuestro país de gentes de origen tan variado como lo es el mundo globalizado al que pertenecemos, y no cabe duda de que la mezcla y el conocimiento de otras culturas y costumbres nos han aportado riqueza y amplitud de miras.
Por otra parte, el 9 de marzo de 2001, el Consejo de Ministros aprobaba un Real Decreto que adelantaba la supresión del servicio militar obligatorio al 31 de diciembre de ese mismo año, oficializando así uno de los compromisos electorales del Partido Popular. Por tanto, a partir del 1 de enero de 2002, todos los soldados y marineros serían profesionales. Asimismo, este adelanto del final de la mili llevaba aparejado el mismo destino para la prestación social sustitutoria de los objetores de conciencia. El Real Decreto ponía fin a doscientos treinta y un años de vigencia en España del servicio militar, creado en 1770 por Carlos III, en su Real Cédula, y cambiaba sustancialmente la vida de los jóvenes españoles y de sus familias.
La llegada al poder de la Administración Bush en Estados Unidos en enero de 2001 actuó como catalizador de unas ambiciones en política exterior para España que hasta entonces Aznar había mantenido escondidas o, cuando menos, en estado latente. A pesar de las evidentes inclinaciones ultraconservadoras del nuevo inquilino de la Casa Blanca y de su permanente confrontación con la Unión Europea en asuntos comerciales y medioambientales, Aznar se desmarcó abiertamente de sus socios comunitarios entablando unas relaciones bilaterales con los americanos que fueron más allá de la pura cordialidad.
11 de septiembre de 2001, hora del almuerzo. Como muchos otros días, algunas compañeras compartíamos viandas y tertulia en la propia oficina. En un momento dado, una compañera que llegaba de la calle nos informó: «No os lo vais a creer, pero un avión se ha estrellado contra una de las torres del World Trade Center de Nueva York». «¡Qué barbaridad! Si es que todos tenemos el destino marcado, está claro». «Y que lo digas; te subes a un avión y es el último día de tu vida». «Pues imagínate para los que trabajaban en las oficinas de la torre». Tras estos comentarios seguimos dando buena cuenta del menú. Alrededor de veinte minutos después entró otra compañera resoplando y con la cara descompuesta: «Chicas, otro avión acaba de atravesar la otra torre». Ya no pudimos seguir comiendo... No cabía duda, esto no era un accidente. Buscamos a prisa un televisor y, como la mayoría de los habitantes del planeta, asistimos en directo al espectáculo. Los teletipos no paraban de escupir papel continuo y el presidente, que estaba fuera de España, regresó inmediatamente de su viaje a los Balcanes, convocando de urgencia el Gabinete de crisis. Los catastróficos atentados del 11-S contra Nueva York y Washington perpetrados por la organización islamista-terrorista Al Qaeda fueron sentidos por el Gobierno español como un ataque frontal contra todo lo que defendemos americanos y europeos, y Madrid figuró entre las capitales de la OTAN más vehementes en sus reacciones. Por cierto, para ser uno de los mayores enemigos del mundo conocido, el común de los mortales no habíamos oído hablar de Osama Bin Laden en la vida.
El Gobierno decretó la alerta máxima en toda la red de aeropuertos, se blindaron las cancillerías e instalaciones militares americanas y se pusieron en marcha células de crisis entre las Fuerzas y Cuerpos de la Seguridad del Estado. Permanecimos horas en nuestros puestos, atentos a cuanto pasaba y prestos a cumplir las indicaciones que nos fueron transmitiendo nuestros jefes.
Como para el mundo entero, aquel fue un día para no olvidar, un día en el que tomamos conciencia de la vulnerabilidad de nuestros sofisticados sistemas de seguridad y protección y de la necesidad de pararnos a reflexionar sobre qué estábamos haciendo mal. Estos brutales ataques constituían una clara advertencia de que no íbamos en la dirección correcta y que, de seguir así, la mitad del mundo acabaría enfrentándose a la otra mitad.
Ante los ojos de la opinión pública nacional y extranjera, José María Aznar se presentó como un adalid de la lucha antiterrorista, de la que España, por desgracia, tiene sobrada experiencia. La ciudadanía conoció con sorpresa que nuestro país aparecía en los sumarios de la trama terrorista que preludió el 11-S. Por todo esto, España tenía que ir en esta encrucijada histórica hombro con hombro con quien representaba la quintaesencia de Occidente.
Mientras el mundo entero se preparaba para la Navidad de 2001, los europeos cogíamos aire para enfrentarnos a la que se nos venía encima. El 1 de enero de 2002 más de trescientos millones de ciudadanos compartiríamos una moneda única. Además, en este primer semestre España asumió la presidencia de la Unión Europea por tercera vez.
Aunque nos agobiaba la complicación de los primeros momentos, éramos conscientes de que Europa daba así un paso de gigante en su unidad y que algo tan cotidiano en nuestras vidas como el manejo del dinero nos acercaría más a los demás ciudadanos del continente. Todos los que hemos viajado por Europa en algún momento sabemos lo que se agradece circular como Pedro por su casa, sin los engorros y gastos que implican los cambios de moneda.
Ni que decir tiene, aunque a los profanos en economía se nos escape el razonamiento, que una única moneda en circulación mejora sensiblemente el funcionamiento del mercado interior de Europa y que, con su fortaleza, el euro se ha convertido en moneda de reserva internacional.
La Unión Económica y Monetaria, vieja aspiración europea y antiguo sueño formulado por primera vez en la Cumbre de jefes de Estado de La Haya, en 1969, se había convertido en realidad. Hoy, ocho años después, los españoles funcionamos en euros con absoluta normalidad, aunque los menos avezados siguen convirtiendo sus cuentas en pesetas.
Nuestra saneada economía nos permitía esta vez no solo no perder el tren de la historia, sino viajar en primera clase y mirar de igual a igual a los que históricamente siempre habían ido por delante.
La moderación de las políticas del primer Gobierno del PP en minoría, obligado a pactar con otros interlocutores políticos y sociales, empresarios y trabajadores, permitió a Aznar obtener después la deseada mayoría absoluta. Y, paradójicamente, la consecuencia inmediata fue la desaparición de la moderación. El escenario se convirtió en imposición injustificada, y el ambiente, en tensión irrespirable. No era posible negociar con un Gobierno que no se apeaba del burro de unas condiciones laborales regresivas, así que, ante la inviabilidad de un consenso social, el Gobierno decidió prescindir de los interlocutores sociales, que amenazaban con una huelga general, y aprobar un Real Decreto Ley que contemplase sus condiciones. El famoso «Decretazo» acabó siendo anulado por el Tribunal Constitucional, que consideró injustificada la urgente necesidad para legislar que concurre en este procedimiento extraordinario.
La huelga general del 20 de junio de 2002 fue un gran éxito sindical, a pesar de las amenazas del Ejecutivo, al que llegó a acusarse de manipular la información a través de la televisión pública. La Justicia dio la razón a los trabajadores y Aznar perdió este partido.
A tenor de lo vivido, debo decir que en esta como en otras ocasiones en que el Gobierno y el Partido Popular sufrían un revés en sus pretensiones, la respuesta era crispada, airada, la prepotencia acababa por desatarse, a veces con furia, y si finalmente había que tragarse el sapo, España iba a saber lo que era bueno y sufriría, cuando menos, un castigo divino por no seguir las directrices de quienes de verdad saben lo que hacen y están preparados para gobernar. Los demás solo éramos un atajo de imprudentes e ignorantes que no veíamos más allá de nuestras narices y nuestra estupidez e ingratitud nos acabaría llevando por el camino de la perdición.
Lo cierto es que la huelga general y el «Decretazo» marcaron un punto de inflexión en la buena estrella de Aznar, además de ser, con toda seguridad, la semilla que más tarde fructificaría en la pérdida de las elecciones de 2004.