El 3 de mayo de 2000 se constituyeron las Cámaras. Tras la investidura de José María Aznar, que fue reelegido presidente del Gobierno el 25 de abril, por doscientos dos votos a favor y ciento cuarenta y ocho en contra, Su Majestad el Rey presidió la sesión de apertura de la VII Legislatura que, como primera novedad, colocaba a dos mujeres al frente del Parlamento español, Luisa Fernanda Rudi en el Congreso y Esperanza Aguirre en el Senado.
El nuevo Gobierno constaba de dieciséis carteras ministeriales, manteniéndose ocho de los titulares de la anterior legislatura. Como peculiaridades, se creó un Ministerio de Ciencia y Tecnología, y se nombró un ministro portavoz, sin cartera: Pío Cabanillas Alonso.
Después de los dos fracasos cosechados por el PSOE, tras la dimisión de Felipe González, los socialistas apostaban por un perfecto desconocido, José Luis Rodríguez Zapatero, que había ejercido durante catorce años como anónimo diputado nacional por León. Con solo 39 años, no representaba a ninguna de las viejas familias políticas del partido, además de permanecer limpio como la patena respecto de cualquier asunto relacionado con corrupciones del pasado.
Zapatero salió del XXXV Congreso Federal del PSOE con un respaldo del 41,69% de los compromisarios, frente al 40,79% cosechado por José Bono, lo que sin duda supuso un nuevo impulso y la posibilidad, tras la llegada de un líder perteneciente a una nueva generación de militantes y sin renunciar a la herencia de González, de recuperar el papel preponderante que el Partido Socialista había perdido en los últimos años.
Desde el primer momento, Zapatero apostó por el «cambio tranquilo» y fue inevitable la comparación y el paralelismo que los medios de comunicación se empeñaron en resaltar con el británico Tony Blair. Su nueva corriente, «Nueva Vía», guardaba similitudes con la que Blair presentó en 1994 para renovar su partido, denominada «Nuevo Laborismo». Ambos llegaron a las jefaturas de sus formaciones con edades parecidas, Blair con cuarenta y un años y Zapatero con treinta y nueve, y con la promesa de aunar políticas económicas liberales con políticas sociales de profundo calado.
Bueno, pues todos contentos; Aznar con su flamante mayoría absoluta y Zapatero como líder de la oposición y jefe de un Partido Socialista renovado para enfrentar el nuevo milenio.
¡Y hablando del nuevo milenio! No podemos dejar de hacer referencia al temido «Efecto 2000», que puso en jaque a medio mundo y protagonizó tantas como inútiles páginas en periódicos y revistas especializadas, dando vueltas a una siniestra profecía que, finalmente, se demostró sin fundamento. ¡Desde luego, los hay negados para predecir el futuro!
La cosa consistía en que había indicios de que al acercarnos al año 2000 se produciría un caos apocalíptico, catástrofes económicas sacudirían al mundo entero y un pavor generalizado se apoderaría de la humanidad ante un eventual colapso de los sistemas computerizados. La corrección del problema precisó de miles de millones de dólares. En España, el Gobierno invirtió sesenta mil millones de pesetas en impedir que los ordenadores se volvieran locos e interpretaran la fecha del año solo con los dos últimos dígitos.
Los tres ministerios con más trabajo fueron Interior, Defensa y Fomento. El subsecretario de este último, Víctor Calvo-Sotelo, hijo del ex presidente, fue el encargado de velar por la seguridad en trenes, aviones y barcos. Hospitales de toda España, policías, bomberos y Guardia Civil, reforzaron sus recursos ante cualquier eventualidad.
El Gabinete de Crisis, compuesto por Francisco Álvarez-Cascos, Ángel Acebes, ministro del Interior, y el mismo presidente pasaron la última Nochevieja del milenio en el búnker, donde tomaron las uvas al son de las campanadas y brindaron por la llegada del Tercer Milenio. José María Aznar, a pie de obra, supervisaría todas las operaciones y tendría la última palabra en caso de cualquier contratiempo. La fase de alerta por error informático duró sesenta horas, las cruciales, pero todas las fases del plan no se dieron por terminadas hasta el 7 de enero, cuando por fin pudimos respirar tranquilos.
Luis María Ansón dijo de ella: «Ana Botella es sencilla, simpática, inteligente, atractiva, llena de bondad. Tiene luz en sus ojos y el cuerpo como una brazada de trigo, como un pan candeal recién horneado». Y Nieves Fontana, directora de Telva, escribió en una crónica: «No os lo podéis imaginar ¡Es fenomenal, fenomenal! Creo sinceramente que no nos la merecemos».
La mayoría de los funcionarios y colaboradores que trabajaron bajo sus órdenes, no sé lo que pensarían de lo del «pan candeal», pero lo que estoy en disposición de afirmar es que muchas veces pensaron exactamente eso: «No nos lo merecemos»...
Desde el mismo día en que su marido tomó posesión del cargo, ella lo hizo de todo lo demás y, resuelta a dejar su impronta, empezó a quitar la cabeza a todos los títeres. Dio la vuelta a cuanto pudo, y ante lo que no pudo, empezó a planificar las cosas para cuando pudiera. En el Palacio propiamente dicho, los cambios no fueron tan evidentes, ya que el edificio es mucho más restringido a la vista de ojos ajenos. Así que..., ¿qué hacer para dar publicidad al nuevo estilo? Pues nada mejor que un reportaje para Hola con el fin de enseñar los aposentos con la nueva imagen, perritos incluidos, además de transmitir la sensación de que todos los españoles tenían por fin acceso a la parte más íntima y privada de los nuevos inquilinos de La Moncloa.
Ana Botella, desde el principio, se quejó de lo frías e inhóspitas que eran aquellas estancias, pero especialmente el palacete del Consejo de Ministros, al que comparaba con un aeropuerto. Gancedo y González hicieron el agosto en aquellos años y pusieron tapicerías, visillos, cortinones, cobertores y tapetes donde algunos creíamos que no era posible. Los tapices de la Real Fábrica adornaban las paredes intercalados con los cuadros; las consolas barrocas y los relojes dorados tomaron posiciones a diestro y siniestro, mientras que las alfombras más trabajadas hicieron las delicias de todos los visitantes originarios del Magreb. Hasta el biombo que separaba la entrada al comedor por las cocinas contenía una alegoría de Santiago Apóstol matando sarracenos. ¡Dios mío! Parecía El Pardo. Todo era recargado y ostentoso, tanto que el edificio parecía haber encogido de tamaño. Un día el presidente Aznar decidió invitar a un almuerzo informal a sus antecesores, que se celebraría en una sala pequeña dado el escaso número de comensales. Poco antes de la llegada de Felipe González, los ordenanzas cerraron las puertas del comedor principal con el fin de evitarle tan amarga e impactante visión, que nos había sobrecogido a todos los demás.
Y él la dejaba hacer. No cabe duda de la influencia de Ana Botella sobre su marido, como «un poder en la sombra». Entre flashes y cámaras, se movía como pez en el agua, y mandaba y ordenaba con la naturalidad de quienes lo han hecho toda la vida.
Madrileña de nacimiento, es la mayor de trece hermanos, en el seno de una clásica familia numerosa de los años sesenta. Cuando se casó con José María Aznar era ella quien mantenía económicamente a la familia y, aunque ha pasado media vida siguiendo los pasos de su marido, nunca se ha resignado al segundo plano. Al contrario de las mujeres socialistas, acompañó a su esposo en todos sus viajes de Estado, organizaba personalmente cenas oficiales y actos públicos, además de colaborar con todo tipo de asociaciones y organizaciones de corte social. Cercana a los Legionarios de Cristo, facción ultracatólica y ultraconservadora, colabora activamente con distintas fundaciones y asociaciones benéficas, como Mensajeros de la Paz, que dirige el padre Ángel García, cuya labor en favor de los pobres y desheredados de la tierra es impagable. De este sacerdote, habitual de La Moncloa en aquella etapa, fue la sugerencia de levantar una capilla en el recinto presidencial. La idea nunca prosperó. Es tan estrecha su relación con los Aznar, que la sede social de Mensajeros de la Paz se ubica en el centro de Madrid, en pleno Rastro. El edificio, cedido a perpetuidad por el Ayuntamiento, del que Ana Botella es teniente de alcalde y concejala de Medio Ambiente, como todo el mundo sabe, está compartido con las oficinas de la asociación Provida, organización que tiene como bandera la lucha contra el aborto. Ana Botella, presidenta de honor de Mensajeros, tiene también allí un confortable despacho.
Nada más dejar su marido la Presidencia del Gobierno, escribió Mis ocho años en La Moncloa, libro en el que relata anécdotas y recuerdos de su vida cotidiana y familiar en el Palacio, además de sus impresiones y valoraciones sobre determinados acontecimientos políticos nacionales e internacionales de aquellos años. También escribió otro libro, en el que comentaba y prologaba cuentos infantiles clásicos. De esta obra me he permitido entresacar un representativo soliloquio: «La Cenicienta es un ejemplo para nuestra vida por los valores que representa. Recibe malos tratos sin rechistar y busca consuelo en el recuerdo de su madre».
Y nada mejor que un comienzo de campanillas para una legislatura con mayoría absoluta. Así que nos disponíamos a recibir a Vladimir Putin, zar de todas las Rusias, en su primera visita oficial a España.
Aunque el poder y la influencia de Rusia hoy nada tienen que ver con los de la Unión Soviética de otros tiempos, lo cierto es que la voz del Kremlin sigue teniendo un significativo peso específico en la escena mundial.
Corría el 18 de junio de 2000 y Putin en Europa era un perfecto desconocido, siempre reacio a mostrarse en público y a conceder entrevistas. Esto, unido a su largo pasado como espía del KGB en Alemania, le proporcionaba un halo de misterio que le precedía permanentemente. Su entrevista con Aznar, prevista en principio para una hora, duró dos, debido al marcado objetivo de este viaje por parte del mandatario ruso de garantizar a los líderes occidentales que su política se encaminaba hacia la plena democratización de su país, al que pretendía convertir en un verdadero Estado de Derecho y en un factor de estabilidad internacional.
Mientras, su esposa Liudmila Putina visitaba Alcalá de Henares. Esta ex azafata y doctora en Filología Hispánica, cuya tesis versó sobre «la utilización del participio en el castellano moderno», soñaba con visitar esta ciudad, cuna de Miguel de Cervantes y Patrimonio de la Humanidad. Ataviada con la desfasada elegancia que caracteriza a los rusos, disfrutó como una cosaca de esta etapa de su viaje, que pretendió alargar y enlazar con su esposo al final de su periplo europeo.
Al hilo de esta visita de Estado, parece oportuno detenerse en algunos detalles sobre la organización que lleva consigo un almuerzo o cena en La Moncloa con ocasión de la visita oficial de un mandatario a España o con motivo de la celebración de una cumbre bilateral.
España lleva a cabo, cada año, cumbres bilaterales con siete países, teniendo lugar alternativamente en una ciudad española o en una sede homologa que determina el otro país participante. Cuando el encuentro tiene lugar en España, el departamento de Protocolo busca sede y comienza el despliegue para cubrir todas las áreas que intervendrán en su celebración, desde el montaje informático de lo que serán por unas horas las oficinas de ambas delegaciones, los alojamientos y manutención de todos sus miembros, servicios de traducción, prensa y medios de comunicación, seguridad, etc. Si la cumbre tiene lugar en La Moncloa, los preparativos se simplifican mucho, puesto que la Presidencia del Gobierno dispone de todos los servicios necesarios y en todo momento operativos.
La historia comienza con la relación que la Embajada del país visitante facilita y que detalla los miembros que compondrán la delegación. A su vez, Presidencia invita a sus homólogos españoles, además de los empresarios con intereses en ese país, de cuya identidad informa nuestra Embajada. Se añaden, asimismo, las personalidades del mundo de la cultura que sean idóneas si se prevé la firma de protocolos culturales.
Para citar a todas estas personas se hace un primer contacto por teléfono anunciándoles el evento para sus previsiones de agenda, y después se cursa por correo la correspondiente invitación oficial.
En primer lugar, se celebran las cumbres sectoriales por materias y se firman los correspondientes protocolos de cooperación. Después tiene lugar la sesión plenaria, a la que asisten los jefes de Gobierno de ambos países, para terminar con la celebración de la rueda de prensa en el edificio del portavoz.
Finalmente, se celebra la cena, a la que asisten los miembros de la delegación de ambos países con cargo. Las mesas se disponen por el orden protocolario establecido y los regalos se intercambian solo entre los dos primeros ministros. Cuando la visita es de Estado, en La Moncloa tiene lugar el almuerzo, puesto que la cena oficial de gala la ofrecen Sus Majestades los Reyes en el Palacio de Oriente.
Igualmente, solo en este caso se procederá a la firma en el Libro de Honor de la Presidencia del Gobierno, puesto que se considera irrelevante en el caso de las cumbres que se repiten periódicamente.
Las banderas de bienvenida se colocan en los mástiles el día anterior y por el siguiente orden: primero, la del país invitado, luego, la de España, y por último, la de la Unión Europea si nuestro visitante es miembro. Motoristas de la Guardia Real acompañan al séquito en todos sus desplazamientos y el Ayuntamiento de Madrid pone los policías municipales que abren camino a la caravana.
Solo los jefes de Estado utilizan el Rolls Royce de Franco y se alojan en El Pardo. Los primeros ministros utilizan coches de las embajadas y se hospedan en el hotel Ritz. El Palace solo sirve de alojamiento cuando las visitas no tienen la connotación de oficial.
Cuando un almuerzo o cena oficial va a tener lugar, los preparativos comienzan uno o dos días antes. Julio González, el jefe de cocina desde hace más de veinticinco años, presenta a la esposa del presidente dos o tres menús alternativos para que elija el que más se ajusta a los invitados, a la época del año o a las apetencias de cada momento. La encargada del office, Belén, según el número de comensales, prepara vajilla, cristalería y cubertería de plata, que se han mantenido invariables durante todos estos años. Por la mañana se montan las mesas, se procede al planchado de los manteles y, por último, los camareros disponen los servicios.
La comida se elabora en las cocinas del edificio del Consejo de Ministros y se sube en los montacargas hasta la primera planta. En su preparación intervienen cinco cocineros hombres y cuatro mujeres, auxiliares de cocina. Los camareros del presidente son tres, y en la rutina diaria funcionan por turnos que, claro está, incluyen los fines de semana. Para las comidas oficiales y en función del número de invitados, ordenanzas y personal de mantenimiento refuerzan el servicio del comedor, igualmente uniformados. Si, de cualquier forma, no fueran suficientes, se complementan con otros que proporciona una empresa de catering contratada al efecto desde hace muchos años.