Los papeles póstumos del club Pickwick (85 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Mr. Pickwick estaba profundamente dormido en su lecho cuando entró el mañanero visitante, seguido de Sam. El ruido que hicieron al entrar le despertó.

—El agua para afeitarme, Sam —dijo Mr. Pickwick desde el interior de las cortinas.

—Aféitese en seguida, Mr. Pickwick —dijo el visitante levantando una de las colgaduras de la cabecera—. Tengo un mandamiento de ejecución contra usted, a consecuencia del asunto Bardell. Aquí está la orden: «Audiencia general». Mi tarjeta. Supongo que vendrá usted a mi casa.

Dando a Mr. Pickwick una amistosa palmada en la espalda, el auxiliar del jerife, que no era otro el visitante, arrojó la tarjeta sobre la colcha y sacó un mondadientes de oro del bolsillo de su chaleco.

—Namby es el nombre —dijo el delegado del jerife, mientras que Mr. Pickwick sacaba sus lentes de debajo de la almohada y se los ponía con objeto de leer la tarjeta—. Namby, Bell Alley, Coleman Street.

Sam Weller, que había permanecido contemplando hasta aquel momento el reluciente sombrero de Mr. Namby, intervino.

—¿Es usted cuáquero? —dijo Sam.

—Ya le diré a usted quién soy antes de que nos separemos —replicó indignado el oficial—. Ya le enseñaré a usted a conducirse, buen amigo, uno de estos hermosos días.

—Gracias —dijo Sam—. Lo mismo haré yo con usted. ¡Fuera ese sombrero!

Y en esto Mr. Weller, con la mayor destreza, arrojó el sombrero de Mr. Namby al otro extremo de la estancia, con violencia tal, que a punto estuvo de obligarle a tragarse el aurífero mondadientes.

—Fíjese en esto, Mr. Pickwick —dijo el desconcertado oficial, tomando resuello—. He sido agredido en el cumplimiento de mi deber por su criado en su habitación. Me encuentro en un riesgo personal. Apelo al testimonio de usted.

—Nada de testimonios, sir —interrumpió Sam—. Cierre los ojos bien, sir. Le arrojaría por la ventana si no temiera que no pudiera ir bastante lejos por la marquesina.

—Sam —dijo Mr. Pickwick con voz airada, observando que su criado hacía todo género de demostraciones hostiles—, como digas una palabra más o te metas con este señor, te despido inmediatamente.

—¡Pero, sir! —dijo Sam.

—Ten la lengua —le atajó Mr. Pickwick—. Recoge el sombrero.

Pero Sam se negó rotundamente a esto, y luego de ser severamente reprendido por su amo, el oficial, que tenía mucha prisa, accedió a recogerlo por sí mismo, pronunciando numerosas amenazas contra Sam, que éste hubo de recibir con perfecta compostura, sin que esto le impidiera manifestar que si Mr. Namby volvía a ponerse el sombrero, él se lo arrojaría al otro extremo del barrio. Considerando Mr. Namby el perjuicio que habría de irrogársele de someterse a este proceso, renunció a hacer la prueba y llamó acto seguido a Smouch. Habiendo informado a éste de que había realizado la captura y de que tenía que esperar al prisionero hasta que acabara de vestirse, despidióse Namby con jactanciosa desenvoltura y se marchó. Requiriendo Smouch a Mr. Pickwick, en tono malhumorado, que se apresurase cuanto pudiera porque apremiaba el tiempo, acercó una silla a la puerta y se sentó hasta que éste acabara. Sam fue encargado de avisar un coche, y en él se trasladó el triunvirato a Coleman Street. No poca fortuna fue la brevedad del trayecto, porque Mr. Smouch, además de no hallarse dotado de una conversación muy agradable, era sin duda un compañero poco apetecible en un espacio reducido, a consecuencia de la desgracia física a que hemos aludido en alguna parte.

Doblando el coche una estrecha y oscura callejuela, detúvose ante una casa cuyas ventanas se hallaban todas enrejadas y cuya puerta ostentaba el nombre y el título de «Namby, oficial del jerife de Londres». Franqueada que fue la cancela por un caballero que pudiera haber sido tomado por un hermano gemelo de Mr. Smouch en desgracia, y que se hallaba provisto de una gran llave, fue introducido Mr. Pickwick en el «café».

El café era un salón cuyos rasgos principales consistían en un suelo de tierra y un pronunciado olor a tabaco. Saludó Mr. Pickwick a las trece personas que se hallaban sentadas en el momento de entrar, y despachando a Sam en busca de Perker, retiróse a un oscuro rincón y empezó desde allí a mirar con curiosidad a sus nuevos compañeros.

Era uno de ellos un muchacho de diecinueve o veinte años, el cual, no obstante lo temprano de la hora, pues no eran las diez, estaba bebiendo ginebra y fumando un cigarro, distracciones que, a juzgar por su faz arrebolada, parecían haber sido su ocupación constante en los últimos dos o tres años. Al otro lado de la estancia, entretenido en atizar el fuego con la puntera de su bota derecha, veíase un tosco joven de unos treinta años, de rostro achatado y voz ronca, que debía de poseer ese conocimiento del mundo y esa cautivadora libertad de maneras que sólo se adquieren en las tabernas y en los billares de baja estofa.

El tercer personaje era un hombre de edad madura, con vieja casaca negra, que estaba pálido y distraído y que recorría incesantemente la estancia, parándose de cuando en cuando para mirar con gran ansiedad por la ventana, como si esperara a alguien, reanudando acto seguido su paseo.

—Debía usted de aceptar el préstamo de mi navaja de afeitar esta mañana, Mr. Ayresleigh —dijo el hombre que atizaba el fuego, guiñando un ojo al más joven.

—Gracias, no, no he de necesitarla; espero estar fuera antes de una hora —replicó el otro apresuradamente.

Marchando en seguida hacia la ventana y volviendo en seguida defraudado, suspiró profundamente y abandonó la estancia, con lo cual reventaron de risa los otros dos.

—Bien; no he visto cosa más divertida —dijo el que ofreciera la navaja, cuyo nombre parecía ser Price—. ¡Nunca!

Confirmó Mr. Price el aserto con una interjección y se echó a reír de nuevo, en lo cual hubo de acompañarle el otro, que parecía considerarle el hombre más vivo del mundo.

—¿Querrá usted creer —dijo Price, dirigiéndose a Mr. Pickwick— que ese chico hizo ayer una semana que está aquí y no se ha afeitado ni una sola vez, porque está tan cierto siempre de salir antes de una hora, que lo aplaza para cuando se encuentre en su casa?

—¡Pobre hombre! —dijo Mr. Pickwick—. ¿Es que tiene tantas probabilidades de salir?

—¡Qué probabilidades ni qué niño muerto! —replicó Price—. No tiene ni sombra de esperanza. No daría yo ni esto por su libertad, en diez años lo menos.

Con esto, produjo Mr. Price un ademán despectivo y tiró de la campanilla.

—Deme un pliego de papel, Crookey —dijo Mr. Price al criado, que por su traje y general aspecto parecía algo intermedio entre un tendero de comestibles quebrado y un cochero insolvente—, y un vaso de agua y aguardiente, Crookey. ¿Has oído? Voy a escribir a mi padre, y necesito un estimulante para hallarme en condiciones de conmover al bueno del viejo.

Al terminar este festivo discurso, el muchacho no hay para qué decir que se sintió atacado de una convulsión de risa.

—Está bien —dijo Mr. Price—. No hay que achicarse. Todo es broma, ¿verdad?

—¡Magnífico! —dijo el imberbe mancebo.

—Usted tiene bastante espíritu, ya se ve —dijo Price—. Usted ha visto ya mucho.

—¡Ya lo creo que he visto! —replicó el muchacho.

Había visto la vida a través de las churretosas vidrieras de una taberna.

Bastante disgustado Mr. Pickwick, tanto por este diálogo como por el aspecto y maneras de los dos seres a cuya compañía se le había llevado, iba a preguntar si no podría acomodársele en un gabinete privado, cuando entraron dos o tres individuos de grata apariencia, al ver a los cuales arrojó el mancebo su cigarro a la chimenea y, diciendo por lo bajo a Mr. Price que venían para arreglar las cosas, se unió a ellos, acercándose a una mesa que había en el extremo del salón.

Parecía, sin embargo, que las cosas no llevaban camino de arreglarse tan presto como el joven anunciara, porque hubo de seguirse una larga conversación de la que no tuvo Mr. Pickwick más remedio que oír ciertos fragmentos airados, en los que se hablaba de conducta disoluta y de perdones repetidos. Por último, percibiéronse distintamente ciertas alusiones, formuladas por el más viejo, a Whitecross, al oír las cuales, el mancebo, no obstante sus anteriores tonos fanfarrones y su espíritu y su decantado conocimiento de la vida, reclinó la cabeza en la mesa y gimió amargamente.

Grandemente satisfecho con esta repentina caída del valor del muchacho y la consiguiente moderación y humildad de su tono, tiró de la campanilla Mr. Pickwick y fue conducido a un gabinete privado, que tenía una alfombra, una mesa, sillas, un aparador, un sofá y que se hallaba adornado de un espejo y de varios grabados antiguos. Allí disfrutó la ventaja de oír tocar el piano a la señora Namby, mientras se preparaba el almuerzo, que llegó al mismo tiempo que Mr. Perker.

—¡Ajá!, mi querido señor —dijo el hombrecito—. Encerrado al cabo, ¿eh? Vamos, vamos; no lo lamento, porque ahora se convencerá usted de lo absurdo de su conducta. He anotado el importe de las costas y la indemnización, y lo mejor será liquidar para no perder tiempo. Supongo que habrá vuelto Namby. ¿Qué dice usted, mi querido señor? ¿Extiendo el cheque, o quiere usted hacerlo?

Frotóse las manos el hombrecito con afectada alegría al decir esto; pero, al mirar el semblante de Mr. Pickwick, no pudo menos de volverse con gesto desconsolado hacia Sam Weller.

—Perker —dijo Mr. Pickwick—, no me hable más de eso, se lo suplico. No veo la ventaja de estar aquí, por lo cual dormiré esta noche en la prisión.

—No puede usted ir a Whitecross Street, mi querido señor —dijo Perker—. ¡Imposible! Hay sesenta camas en cada dormitorio, y las rejas están cerradas dieciséis horas todos los días.

—Prefiero ir, si es posible, a otra prisión —dijo Mr. Pickwick—. Si no, allí me las arreglaré como pueda.

—Puede usted ir a la de Fleet Street, mi querido señor, si es que se empeña usted en encerrarse en alguna parte —dijo Perker.

—Así lo haré —dijo Mr. Pickwick—. Iré allí en cuanto haya terminado de almorzar.

—Poco a poco, mi querido señor; no merece la pena de apresurarse tanto para entrar en un lugar del que la mayor parte de los hombres desea salir cuanto antes —dijo el humanitario procurador—. Necesitamos proveernos de un
habeas corpus
. En las cámaras no habrá ningún juez hasta las cuatro de la tarde. No tiene usted más remedio que esperar hasta entonces.

—Muy bien —dijo Mr. Pickwick con inagotable paciencia—. Entonces, podemos tomar aquí una chuleta a eso de las dos. Ocúpate de eso, Sam, y encarga que sean puntuales.

Sin perder Mr. Pickwick su firmeza, a despecho de todas las reconvenciones y argumentos de Perker, aparecieron las chuletas y desaparecieron, como era de esperar. Fue luego introducido en otro coche de punto, que se dirigió a Chancery Lane, después de esperar cosa de media hora a Mr. Namby, que, habiendo sido invitado a una comida elegante, no pudo lograrse que viniera hasta entonces.

En la Cámara de doctores había dos jueces de servicio, uno del Banco del Rey y otro de la Audiencia general, y debían de tener muchos asuntos pendientes de despacho, a juzgar por el número de pasantes que por allí andaban afanosos con sus paquetes de legajos. Cuando llegaron al medio punto que forma la entrada de la Cámara, Perker se detuvo unos momentos a parlamentar con el cochero, a causa del servicio y del cambio, y Mr. Pickwick, apartándose a un lado para evitar la muchedumbre que entraba y salía, miró a su alrededor con cierta curiosidad.

Los que en mayor grado atraían su atención eran tres o cuatro individuos mal trajeados y de humilde aspecto, que saludaban a muchos de los procuradores que cruzaban y que parecían tener que ventilar algún asunto cuya naturaleza no podía adivinar Mr. Pickwick. Eran unos hombres de apariencia sumamente curiosa. Uno de ellos era un hombre flaco y algo cojo, con raído traje negro y blanco pañuelo arrollado al cuello; otro era un personaje bastante obeso, vestido de análoga guisa, con una bufanda de color rojo oscuro, y el tercero era un ser pequeño y grotesco, con vitola de borracho y el rostro salpicado de verrugas. Merodeaban por allí con las manos cruzadas en la espalda y hablándose por lo bajo, de cuando en cuando, con ávidos semblantes. Con frecuencia se acercaban a alguno de los caballeros que llegaban presurosos y les murmuraban algo al oído. Mr. Pickwick recordaba haberles visto a la puerta cuando en sus paseos acertaba a pasar por allí, y sentía curiosidad extrema por averiguar a qué rama de la profesión pertenecían aquellos entes desharrapados que con tanto empeño parecían ofrecerse.

A punto estaba de formular la pregunta a Namby, que se hallaba a su lado, atareado en la faena de ajustar en su dedo meñique un descomunal anillo de oro, cuando Perker apareció azorado y, advirtiéndoles que el tiempo se echaba encima, les hizo penetrar en la Cámara.

Al echar a andar Mr. Pickwick, se le acercó el cojo y, llevándose servilmente la mano al sombrero, sacó una tarjeta escrita, que Mr. Pickwick, por temor de herir, si rehusaba, los sentimientos del hombre, aceptó cortésmente y depositó en el bolsillo de su chaleco.

—Vamos —dijo Perker, volviéndose, en el momento de entrar en las oficinas, para cerciorarse de que le seguían sus amigos—. Adentro, mi querido señor. ¿Qué desea usted?

Esta pregunta iba dirigida al cojo, quien, sin que Mr. Pickwick se percatara, habíase unido a la partida. Como respuesta, volvió el cojo a llevarse la mano al sombrero, con indescriptible cortesanía, y se dirigió hacia Mr. Pickwick.

—No, no —dijo sonriendo Perker—; no le necesitamos, mi querido amigo; no le necesitamos.

—Perdone, sir —dijo el cojo—. Este señor ha tomado mi tarjeta. Espero que habrá de utilizarme, sir. El señor me ha hecho una seña. Apelo a lo que diga el mismo señor. ¿Me ha hecho usted seña, sir?

—¡Bah, bah, qué tontería! ¿Ha hecho usted señas a alguien, Pickwick? Un error, un error —dijo Perker.

—Este caballero me dio su tarjeta —replicó Mr. Pickwick sacándola del bolsillo de su chaleco—. Yo la recogí, accediendo a sus deseos, y porque, en efecto, sentía curiosidad por leerla cuando estuviera desocupado. Yo...

El pequeño procurador prorrumpió en una estrepitosa carcajada, y devolviendo la tarjeta al cojo, diciéndole que se trataba de una equivocación, dijo por lo bajo a Mr. Pickwick, cuando el hombre se hubo retirado cariacontecido, que era un fiador alquilón.

—¿Un qué? —exclamó Mr. Pickwick.

—Un fiador alquilón —replicó Perker.

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