Los papeles póstumos del club Pickwick (43 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Mírelas ahora bajo otro prisma: bajo su aspecto más corriente y menos romántico. ¡Qué lugares de tortura lenta constituyen! Piense usted en el hombre indigente que ha consumido todos sus recursos y mendigado y hostigado a sus amigos para seguir una profesión que jamás habría de proporcionarle un pedazo de pan. La paciencia..., la esperanza..., el desaliento..., el temor..., la miseria..., la pobreza..., el fracaso de sus ilusiones; y como fin de su carrera..., el suicidio o la embriaguez desarrapada y asquerosa. ¿No digo bien?

Y el viejo se frotaba las manos y miraba complacido a su alrededor por haber logrado presentar desde un punto de vista nuevo su tema favorito.

Mr. Pickwick miraba al anciano con gran curiosidad, mientras que el resto de la concurrencia sonreía y guardaba silencio.

—Hablar de esas universidades alemanas —dijo el viejecito—. ¡Puah, puah! Hay bastantes novelas en casa sin necesidad de andar media milla para buscarlas; pero la gente no piensa en ello nunca.

—Yo nunca pensé en los episodios relativos a eso, ciertamente —dijo sonriendo Mr. Pickwick.

—Ya lo creo que no —dijo el viejecito—, claro que no. Es lo que me decía un amigo mío: «¿Qué hay de particular en esas viviendas?. «Extraños lugares, le dije yo. «Nada de eso, dijo él. «Solitarios, dije yo. «Tampoco, dijo él. Y murió cierta mañana de apoplejía en el momento de abrir su puerta. Cayó de cabeza sobre el buzón, y allí quedó por espacio de ocho meses. Todo el mundo creía que había salido de la ciudad.

—¿Y cómo se le encontró al fin? —preguntó Mr. Pickwick.

—Los administradores decidieron echar abajo la puerta, pues llevaba dos años sin pagar el alquiler. Así lo hicieron. Forzaron la cerradura, y en los brazos del portero, que abría la puerta, cayó un empolvado esqueleto con casaca azul y cortos pantalones negros con bajos de seda. Curioso, bastante curioso, ¿verdad?

El viejecito inclinó su cabeza y se frotó las manos con satisfacción inefable.

—Conozco otro caso —dijo el viejecito, luego que terminaron sus ademanes de contento—. Ocurrió en la casa Clifford. Era un inquilino de una buhardilla... Mal genio; se encerró en su dormitorio y tomó una dosis de arsénico. Creyó el mayordomo que había desaparecido; abrió la puerta y puso nueva cédula de alquiler; vino otro, tomó el cuarto, lo amuebló y allí se fue a vivir. No sabía lo que le pasaba, pero no podía dormir, por estar siempre inquieto y fatigado. «Es raro, dijo. «Utilizaré como dormitorio la otra habitación, y ésta para despacho. Hizo el cambio, y durmió muy bien aquella noche; pero advirtió de pronto que no podía leer por las tardes: se ponía nervioso y agitado, siempre estaba despabilando las luces y sobresaltado. «No puedo estar tranquilo, dijo al venir una noche del teatro y disponiéndose a beber un vaso de grog frío, de espaldas a la pared, con objeto de evitarse la preocupación de tener alguien detrás, «no puedo estar tranquilo. Y en esto se detuvieron sus ojos en una pequeña alacena que siempre había estado cerrada, y un estremecimiento cruzó todo su cuerpo. «Ya he experimentado antes esta rara sensación, dijo; «no puedo dejar de pensar que en esa alacena hay algo siniestro. Hizo un gran esfuerzo, se armó de valor, golpeó la cerradura con el hurgón, abrió la puerta, y allí, de pie, y tieso en el rincón, estaba el último inquilino con una botellita firmemente agarrada en su mano y con su cara... ¡bueno!

Al acabar el viejo contempló con sonrisa de pícaro deleite los rostros atentos de los maravillados oyentes.

—¡Qué cosas tan raras nos cuenta usted, sir! —dijo Mr. Pickwick, atalayando con ayuda de sus lentes el semblante del viejo.

—¡Raras! —replicó el viejecito—. ¡Qué tontería! Usted lo juzga raro porque no sabe nada de esto. Es divertido, pero nada singular.

—¡Divertido! —exclamó Mr. Pickwick a su pesar.

—Sí, divertido, ¿no? —replicó el viejecito con diabólico gesto.

Y sin esperar respuesta, prosiguió:

—Conocí a otro... esperen ustedes... hará unos cuarenta años... que alquiló un departamento viejo, húmedo, putrefacto, en una de las más antiguas mansiones, que había permanecido cerrado y deshabitado unos dos años. Corrían muchas historias de viejas acerca de aquel lugar, y hay que reconocer, en efecto, que no era muy alegre; pero siendo él pobre y la vivienda barata eran razones suficientes para él aunque aquélla hubiera sido diez veces peor. Habíase visto precisado a quedarse con algunos muebles que estaban empotrados en la pared, y entre otros con una grande estantería para papeles, con anchas puertas de cristal, veladas en el interior por verdes cortinas: un artefacto bien inútil para él, que no tenía papeles que guardar; y en cuanto a sus vestidos, los llevaba encima, lo que no constituía gran trabajo para él, ciertamente. Bueno, pues hizo llevar todo su ajuar... para lo que ni siquiera necesitó un viaje de angarillas... y lo esparció por la estancia, procurando que cuatro sillas hicieran el efecto de una docena. Estaba sentado una noche ante el fuego, bebiendo el primer vaso de dos galones de whisky que había pedido a crédito, y recapacitaba en si alguna vez los pagaría, y, caso de hacerlo, cuántos años había de tardar, cuando toparon sus ojos con las cristaleras del viejo armario de madera. «¡Ah!, dijo. «Si no me hubiera visto obligado a tomar este horripilante armatoste a la tasación del viejo prendero, podría haber empleado el dinero en alguna cosa más confortable. Y le diré a usted en qué, viejo amigo, dijo dirigiéndose en voz alta al armario, a falta de otro interlocutor: «si no fuera más lo que me cuesta hacer astillas su viejo esqueleto que lo que éstas habrían de valerme, hubiera hecho fuego de usted en un periquete. No había hecho más que pronunciar estas palabras, cuando un ruido semejante a un débil gruñido pareció dejarse oír en el interior del mueble. Sobresaltóse al principio; mas reflexionando que tal ruido procediera del joven inquilino del departamento inmediato, que tal vez hubiera comido fuera de casa, apoyó su pie en la galería del hogar y levantó el hurgón para atizar el fuego. En aquel momento se repitió el sonido, y abriéndose lentamente la vidriera, descubrió una pálida y extenuada figura en sucio y raído atavío, erecta en el interior del armario. Era alta y delgada la figura y el rostro denotaba preocupación y ansiedad; mas había algo en el tono del cutis y tal flacura y ultraterrena apariencia en el conjunto, que no podía atribuirse a ningún ser de este mundo. «¿Quién es usted?, dijo el nuevo inquilino, poniéndose lívido, enarbolando el hurgón, no obstante, y refiriéndolo con preciso designio al rostro de la figura. «¿Quién es usted? «No me tire ese hurgón, respondió la aparición; «si usted lo arrojara con perfecta puntería, pasaría a través de mí sin resistencia e iría a estrellarse contra el respaldo de madera. Yo soy un espíritu. «Bien, ¿pero quiere decirme qué se le ofrece aquí?, preguntó desfallecido el inquilino. «En esta habitación, replicó la aparición, «se consumó mi ruina mundanal, y mis hijos y yo nos vimos reducidos a la mendicidad. En este armario fueron depositados los papeles que un largo proceso fue acumulando durante años y años. En esta habitación, después de haber muerto yo de dolor, a causa del fracaso de mis esperanzas, dos viles arpías se distribuyeron la riqueza por la que yo había luchado durante toda mi existencia miserable, y de cuya fortuna, al fin, ni un solo penique quedó para mis infelices descendientes. Logré ahuyentarles de aquí por el terror, y desde entonces aquí me guarezco por las noches, únicas horas en que puedo tornar al mundo, y me sumerjo en las escenas de mi prolongada miseria. Este recinto es mío. Déjemelo. «Si usted insiste en hacer aquí su aparición, dijo el inquilino, que ya había tenido tiempo de recobrar su presencia de ánimo durante la prosaica relación del espectro, «le daré a usted posesión con el mayor gusto, mas desearía que usted me permitiese hacerle una pregunta. «Diga, dijo la aparición con sequedad. «Vaya, dijo el inquilino, «no dirijo la observación a usted exclusivamente, por ser igualmente aplicable a todos los espectros que he oído hablar; pero se me antoja inexplicable el que, siendo a ustedes posible visitar los más hermosos lugares de la tierra, porque supongo que el espacio para ustedes no existe, hayan de volver precisamente a los lugares en los que más padecieron. «¡Caramba!, pues es verdad; nunca había pensado en eso, dijo el espectro. «Ya ve, sir, prosiguió el inquilino, «que ésta es una estancia muy incómoda. Por el aspecto de ese armario, me inclino a creer que no está completamente limpio de chinches, y yo pienso que usted podría encontrar residencia mucho más confortable; esto sin contar con que el clima de Londres es sumamente desagradable. «Tiene usted razón, dijo el espectro con gran cortesía; «hasta ahora no se me había ocurrido; voy a cambiar de aires inmediatamente. Y, en efecto, empezó a desvanecerse con las últimas palabras; sus piernas habían desaparecido completamente. «Y si usted, sir, dijo el inquilino, tratando de alcanzarle en su fuga, «si usted tuviera la bondad de indicar a las otras señoras y caballeros que ahora se dedican a frecuentar las viejas casas abandonadas, que en cualquier otra parte hallarían más grata estancia proporcionaría usted un gran beneficio a la sociedad. «Así lo haré, replicó el espectro; «por fuerza somos obtusos, muy obtusos; no puedo explicarme cómo hemos sido tan estúpidos. Con estas palabras desapareció el espíritu, y lo que es más notable —añadió el viejo, mirando con malicia a los de la mesa—, jamás volvió a presentarse.

—Eso no está mal, suponiendo que sea verdad —dijo el de la pedrería de mosaico, encendiendo un nuevo cigarro.

—Suponiendo —exclamó el anciano, con una mirada de soberano desprecio—. Pues estoy viendo —añadió dirigiéndose a Lowten— que tampoco va a ser cierta la historia del cliente extraño que conocimos cuando estábamos en el bufete del procurador... lo estoy viendo.

—No puedo decir nada absolutamente acerca de eso porque nunca he oído esa historia —arguyó el propietario de los gemelos de mosaico.

—Desearía que usted la contara, sir —dijo Mr. Pickwick.

—Anda, cuéntala —dijo Lowten—; sólo yo la he oído y casi la he olvidado.

Paseó el anciano sus ojos por la mesa con más terrible ironía que nunca, como saboreando triunfante la atención que se pintaba en todos los rostros. Luego, pasándose la mano por la barba y mirando al techo para traer a su memoria todos los detalles, empezó del modo siguiente:

HISTORIA DEL CLIENTE RARO

—Poco importa —dijo el anciano— dónde o cómo llegó a mi noticia esta breve historia. Si hubiera de relatarla por el orden en que la supe, tendría que comenzar por la mitad, y al llegar al final, volver de nuevo al principio. Bastará que les diga que yo fui testigo de algunos episodios de ella. En cuanto a lo demás, me consta que ha ocurrido realmente y aún viven algunas personas que lo recordarán de sobra.

En la calle Alta del Borough, cerca de la iglesia de San Jorge, y al mismo lado, se levanta, como muchos saben, la más reducida de nuestras prisiones de insolventes, la de Marshalsea. Si en sus últimos tiempos fue algo distinta de aquel pozo de inmundicias de más remotas épocas, aun después de mejorar de condición no ofrecía el más pequeño atractivo para los atrabiliarios ni consuelo para los imprevisores. No disponía el delincuente para tomar el aire y estirar los miembros de un patio menos amplio, en Newgate, que el deudor insolvente en la prisión de Marshalsea.

Ignoro si será mi fantasía, o tal vez la imposibilidad de separar el viejo edificio de los recuerdos que a él se asocian, pero es el caso que yo no
puedo
ver esta parte de Londres. Es amplia la calle, espaciosas las tiendas, el ruido de los coches, las pisadas del incesante arroyo de gentes... todo el inquieto fragor del tráfico resuena en ellas de la mañana a la noche, pero las calles circundantes son mezquinas y estrechas; la pobreza y el hampa se aglomeran en las populosas avenidas; la indigencia y la desgracia se pintan en el frente de la angosta prisión; un velo de horror y melancolía parece, al menos a mis ojos, envolver la escena e impregnarlo todo con su tinte lívido y siniestro.

Muchos ojos que ha largo tiempo duermen en la tumba han mirado esta mansión con bastante ligereza al cruzar por primera vez la puerta de la vieja prisión de Marshalsea: porque la desesperación rara vez sobreviene a la primera asechanza del infortunio. El hombre confía en los amigos a los que aún no ha probado; recuerda los muchos ofrecimientos de ayuda que se le hicieran liberalmente por sus optimistas camaradas en los tiempos en que no se los necesitaba; abriga esperanza... la esperanza de la inocencia feliz... y aunque se abate al recibir el primer golpe, renace en su pecho y en él florece por breve espacio hasta que muere ante la evidencia del desaliento y el abandono. ¡Qué pronto se hundían en la cabeza estos mismos ojos que fulguraban en rostros consumidos por el hambre y demacrados por la reclusión en aquellos días en los que no era tropo del discurso decir que los deudores se pudrían en la prisión, sin esperanza de redención ni perspectiva de libertad! La atrocidad ya no existe en toda su realidad espantosa; pero queda de ella lo bastante para originar episodios que hacen sangrar el corazón.

Hace veinte años desgastábase el piso con los pasos de una madre y un niño, quienes día tras día, al apuntar la mañana, presentábanse a la puerta de la prisión; muchas veces, después de una noche de dolor sin tregua y de ansiosas cavilaciones, llegaban con una hora de anticipación, y entonces la madre, volviendo tristemente sobre sus pasos, llevaba al chico al puente viejo, y levantándole en sus brazos para mostrarle el espejo de las aguas, que reflejaba el sol de la mañana, y el atropellado ir y venir de los preparativos para los trabajos y placeres del día que en el río se advertían a aquella hora temprana, esforzábase por interesar sus pensamientos en los objetos que delante de él había. Mas poco tardaba en bajar al niño, y ocultando su rostro en su chal, daba suelta a las lágrimas que la cegaban; porque nada exterior interesante o distraído lograba animar la cara flaca y enfermiza del infante. Los recuerdos del niño eran muy escasos, pero todos del mismo género: todos se relacionaban con la pobreza y la desdicha de sus padres. Horas y horas había permanecido sentado en las rodillas de su madre, contemplando con simpatía infantil las lágrimas que resbalaban por la faz de la mujer, y al cabo deslizábase suavemente hacia algún oscuro rincón, en el que se dormía entre sollozos. Las negras realidades del mundo con casi todas las más duras privaciones —hambre y sed, frío y penuria—, habían venido a casa con él desde los primeros albores de su razón; y aunque en él se advirtiera la forma externa de la niñez, esa jocosa alegría del corazón, la alocada risa y los ojos chispeantes faltaban por completo.

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