Los misterios de Udolfo (58 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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El ánimo de Emily se vio algo calmado con esta explicación, que parecía haber sido dada a Annette con intenciones honestas.

—Pero, ¿por qué desea que vaya sola, Annette? —preguntó.

—Eso fue lo que yo le pregunté, mademoiselle. Le dije, «¿por qué tiene que ir sola mi joven señora? ¡Yo iré con ella! ¿Qué mal hay en ello?» Pero él dijo: «No, no, te he dicho que no», en su tono desagradable. Le dije: «se ha confiado en mí en asuntos tan importantes como éste, lo aseguro, y no es tan difícil como para creer que no puedo guardar ahora un secreto». A pesar de eso él sólo dijo: «No, no, no». «Bien —dije yo—, si confiáis en mí, os diré un gran secreto que me dijeron hace un mes y que hasta ahora no ha pasado por mis labios, por lo que no tenéis que tener miedo alguno de decirme lo que sea». Pero no cedió. Entonces, mademoiselle, llegué al extremo de ofrecerle un hermoso y nuevo cequí, que me había dado Ludovico y del que no me habría separado ni a cambio de toda la plaza de San Marcos. Pero siguió sin ceder. ¿Qué traición podría hacer? Porque yo sé y vos lo sabéis, mademoiselle, a quién vais a ver.

—¿Ha sido Bamardine quien te lo ha dicho?

—¿Él? No, mademoiselle, no ha sido él.

Emily le preguntó quién había sido, pero Annette demostró que sí podía guardar un secreto.

Durante el resto del día, Emily estuvo nerviosa con dudas y temores y decisiones contradictorias ante la idea de encontrarse con Bamardine en la muralla y someterse a que la condujera a un lugar desconocido. La piedad que despertaba el pensar en su tía y la preocupación por ella misma se alternaban en sus determinaciones y la noche llegó antes de que decidiera sobre cuál debía ser su conducta. Oyó en el reloj del castillo dar las once, las doce, y su mente seguía llena de dudas. Sin embargo, había llegado la hora en la que esas dudas no podían prolongarse. En ese momento el interés que sentía por su tía sobrepasó cualquier otra consideración y, haciendo una indicación a Annette para que la siguiera hasta la puerta exterior de la galería de madera y que allí esperara su regreso, salió del cuarto. El castillo estaba totalmente silencioso, y el gran salón, que recientemente había sido testigo de una espantosa contienda, devolvía ahora únicamente los pasos susurrantes de dos figuras solitarias que se escurrían temerosas entre las columnas y se iluminaba tan sólo por la débil lámpara que llevaban. Emily, engañada por las largas sombras de las columnas y por las luces que asomaban entre ellas, se detuvo varias veces, imaginando que había visto a alguna persona moviéndose en la distante oscuridad de la perspectiva. Al cruzar las columnas, temía volver su mirada a ellas, casi esperando ver a alguna figura asomando por detrás de los arcos. Llegó por fin sin interrupciones hasta la galería de madera, abriendo la puerta exterior con mano temblorosa y encargando a Annette que no se apartara de allí y que la mantuviera ligeramente abierta para que pudiera oírla si la llamaba. Le entregó la lámpara, que no se atrevió a llevar con ella por si era descubierta por los hombres de la guardia, y dio un paso hacia la oscura terraza. Todo estaba tan tranquilo que temió que sus pasos pudieran ser oídos por los centinelas y caminó con precaución hacia el lugar indicado, donde se había encontrado la vez anterior con Bamardine, atenta a cualquier sonido y mirando hacia adelante en la oscuridad 'tratando de encontrarle. De pronto, al oír una voz profunda, que le habló muy próxima a ella, se detuvo, insegura de que se tratará de él, hasta que habló de nuevo y reconoció el tono sombrío de Bamardine, que había sido puntual y que se encontraba en el lugar de la cita apoyado en la muralla. Tras gruñir porque no hubiera llegado antes y comentar que llevaba casi media hora esperando, le indicó a Emily que no dijera nada y que le siguiera hacia la puerta, a través de la cual él había entrado en la terraza.

Mientras daba la vuelta a la llave, Emily echó una mirada a la otra puerta que acababa de dejar y, al observar los rayos de la lámpara que atravesaban la pequeña abertura, confirmó que Annette seguía allí. Pero su situación remota servía de poco para tranquilizar a Emily después de que dejara la terraza. Cuando Bamardine abrió la puerta, el desolado aspecto del pasadizo que había más allá, iluminado por una antorcha que ardía en el suelo, hizo que temblara ante la idea de seguir sola tras él y se negó a hacerlo a menos de que Annette la acompañara. La respuesta de Bamardine fue rechazarlo absolutamente, y Emily, enfrentada por su preocupación y curiosidad por la situación de su tía, acabó por decidirse a seguirle sola hacia la entrada.

Bamardine cogió entonces la antorcha y la condujo por el pasadizo en cuya extremidad tuvo que abrir otra puerta, tras la que descendieron unos cuantos escalones y entraron en una capilla. Según la iluminaba Bamardine con la antorcha, Emily comprobó que estaba en ruinas, y recordó de inmediato una conversación anterior con Annette relativa a aquel lugar con una emoción poco confortante. Miró temerosa hacia los muros casi sin techo, cubiertos de verde por la humedad, y los puntos góticos de las ventanas, en la que la hiedra hacía tiempo que cubría el lugar del cristal y se extendía por los capiteles rotos de algunas columnas, que en otro tiempo habían soportado el techo. Bamardine tropezó en el pavimento roto, y su voz al exclamar un juramento inesperado, resonó con los ecos sombríos que hacían todo más terrorífico. A Emily le dio un vuelco el corazón, pero le siguió y él se volvió hacia lo que había sido uno de los lados principales del crucero de la capilla.

—Bajad esos escalones, señora —dijo Bamardine, comenzando a descender un piso que parecía conducir a los sótanos; pero Emily se detuvo y preguntó con voz trémula a dónde la llevaba.

—A la puerta de entrada —dijo Bamardine.

—¿No podemos ir a la puerta por la capilla? —dijo Emily.

—No, signora, esa puerta conduce a un patio interior, que no me pareció bien utilizar. Por este camino alcanzaremos directamente el patio exterior.

Emily continuó dudando; temiendo no sólo seguir su camino, si no, después de haber ido tan lejos, irritar a Bamardine al negarse a continuar.

—Vamos, señora —dijo el hombre, que casi había llegado al final de los escalones—, caminad un poco más aprisa; no puedo esperar aquí toda la noche.

—¿Adónde conducen estas escaleras? —dijo Emily sin moverse.

—A la puerta de entrada —repitió Bamardine, irritado—, no esperaré más.

Según lo decía, siguió avanzando con la luz, y Emily, temiendo provocarle con un nuevo retraso, le siguió. Tras la escalera, continuaron por un pasadizo que recorría los sótanos, cuyos muros estaban llenos de rocío, y los vapores que se elevaban desde el suelo hacían que la antorcha ardiera con tan poca fuerza que Emily temió ver cómo se extinguía a cada momento, y Bamardine casi no podía encontrar el camino. Según avanzaba, los vapores se hicieron más espesos, y Bamardine, creyendo que la antorcha se apagaba, se detuvo un momento para avivarla. Según se detuvo contra un par de puertas de hierro, Emily vio, en la incierta luz, las galerías que había más allá, y cerca de ella, montones de tierra, que parecían sacados de una tumba abierta. Un espectáculo así, en aquel lugar, la habría intranquilizado en cualquier ocasión; pero entonces se vio sorprendida con un presentimiento instantáneo, de que se trataba de la tumba de su desgraciada tía y de que el traidor de Bamardine la conducía a su destrucción. El oscuro y terrible lugar al que la había llevado parecía justificar la idea; era muy apropiado para el asesinato, un receptáculo para la muerte, en el que un acto de horror podía ser cometido sin que quedara vestigio alguno que lo proclamara. Emily se vio tan conmovida por el terror que durante un momento no fue capaz de decidir qué conducta adoptar. Consideró entonces que habría sido inútil intentar escapar de Bamardine corriendo, puesto que la distancia y lo intrincado del camino que habían recorrido harían que la alcanzara inmediatamente, sobre todo él que conocía todas las revueltas y considerando que su debilidad no le habría permitido huir con rapidez. Temió igualmente irritarle descubriendo sus sospechas con una negativa a acompañarle más allá; y, puesto que estaba totalmente en su poder, decidió por fin continuar, ocultando en la medida de lo posible sus temores y seguirle silenciosamente hasta el lugar al que había decidido llevarla. Pálida por el temor y la inquietud, esperó a que Bamardine arreglara la antorcha y al fijar la vista de nuevo en la tumba no pudo evitar el preguntar para quién había sido preparada. Él apartó los ojos de la antorcha y los fijó en su cara sin hablar. Desmayadamente repitió la pregunta, pero el hombre, agitando la antorcha, echó a andar, ella le siguió, temblorosa, por un segundo tramo de escaleras que descendían hasta una puerta que les condujo al primer patio del castillo. Según lo cruzaban, la luz les mostró los altos muros negros que les rodeaban, ascendiendo entre la alta hierba y las zonas húmedas, en medio de trozos de piedra. Cruzaron los pesados contrafuertes, en los que, aquí y allá, había estrechas troneras que dejaban pasar el aire del patio, las pesadas puerta de hierro que conducían al castillo, las pequeñas torretas de vigilancia y, de frente, las altas torres y el arco de la misma entrada. En aquella escena el cuerpo largo y desgarbado de Bamardine, llevando la antorcha, formaba una extraña figura. Iba cubierto con una larga capa oscura que casi no dejaba ver sus medias botas o sandalias sujetas con cintas a sus piernas y sólo mostraba el extremo de la espada, que llevaba normalmente sujeta a un cinturón cruzado por los hombros. En la cabeza una gorra pesada y plana de terciopelo, que recordaba un turbante, en la que había una pluma corta; el rostro mostraba un gesto duro con las líneas de una astucia y un ceño de habitual descontento.

Al llegar al patio Emily se reanimó, y esperó según se acercaba silenciosamente hacia la puerta que hubieran sido sus propios temores y no la traición de Bamardine, los que la hubieran engañado. Miró ansiosamente hacia la primera ventana que había por encima del arco de entrada. Estaba oscura y preguntó si correspondía a la habitación en la que estaba confinada madame Montoni. Emily lo dijo en voz baja y tal vez Bamardine no oyó la pregunta, porque no contestó. Poco después entraron por la puerta lateral del gran arco de entrada, que les condujo al pie de una escalera de caracol muy estrecha que conducía a las torres. ,

—La signora yace arriba de esta escalera —dijo Bamardine.

—j Yace! —repitió Emily desmayada.

—Yace en la habitación superior —dijo Bamardine.

Según subía, el viento, que cruzaba por los estrechos respiraderos del muro, hizo que oscilara la antorcha, que lanzó un rayo más fuerte sobre el sombrío y temible rostro de Bamardine, y descubrió con más detalle lo desolado del lugar —la piedra desnuda de los muros, la escalera de caracol, ennegrecida por los años, y una armadura, con el casco de hierro, que colgaba del muro y que parecía un trofeo de una antigua victoria.

Al llegar al descansillo, Bamardine dijo:

—Debéis esperar aquí, señora. —Metió la llave en la cerradura de la puerta y continuó—: Mientras tanto yo subiré y le diré a la signora que estáis aquí.

—Esa ceremonia es innecesaria —replicó Emily—, mi tía se alegrará de verme.

—Yo no estoy tan seguro de eso —dijo Bamardine, señalando la habitación que había abierto—: Entrad aquí, señora, mientras subo.

Emily, sorprendida y asustada, no se atrevió a oponerse, pero mientras él se alejaba con la antorcha, deseó que no la dejara a oscuras. Él miró a su alrededor, y al ver una lámpara de pie, que estaba en la escalera, la encendió y se la dio a Emily, que se adentró en una vieja y amplia cámara, y él cerró la puerta. Escuchó atentamente sus pasos que se alejaban y le pareció que descendían por la escalera en vez de subir; pero los golpes de viento que soplaban por la puerta no le permitieron distinguir claramente cualquier otro ruido. No obstante, se quedó escuchando, y al no percibir paso alguno en la habitación superior, donde le había dicho que estaba madame Montoni, aumentó su inquietud, aunque consideró que el espesor del suelo en aquel edificio tan fuerte podría impedir que llegara ruido alguno de la cámara superior. Al momento siguiente, en una pausa del viento, oyó los pasos de Bamardine bajando al patio y a continuación le pareció oír su voz; pero de nuevo el ruido del viento tapó cualquier otro. Para estar segura de ello, Emily se acercó sin hacer ruido alguno a la puerta, y al tratar de abrirla, descubrió que estaba cerrada. Todas las aprensiones horrorosas que le habían asaltado últimamente, volvieron en aquel instante con fuerza redoblada y dejaron de parecerle exageraciones de un ánimo tímido, sino que habían sido como un aviso del destino que la esperaba. Ya no tenía dudas de que madame Montoni había sido asesinada, quizá en aquella misma habitación, o de que ella había sido llevada allí con el mismo propósito. El rostro, el comportamiento y las palabras de Bamardine que recordaba, cuando había hablado de su tía, confirmaban sus peores temores. Durante algunos momentos fue incapaz de considerar cómo podría tratar de escapar. Siguió escuchando, pero no oyó paso alguno ni en las escaleras ni en la habitación de arriba; aunque, no obstante, volvió a tener la impresión de que le llegaba la voz de Bamardine y se acercó a una de las ventanas, tratando de descubrir algo. Allí oyó claramente su voz, que desapareció con un golpe de viento y no pudo entender lo que decía. Después, la luz de la antorcha, que parecía proceder de la puerta de abajo, cruzó el patio, y la sombra alargada de un hombre, que estaba bajo el arco de la entrada, apareció en el pavimento. Emily, por el tamaño de la misma, dedujo que se trataba de Bamardine; pero otra voz, que se impuso al viento, la convenció de que no estaba solo y que su acompañante no era persona que se dejara conmover por la piedad.

Cuando su ánimo pudo superar la primera impresión cogió la lámpara para examinar la habitación por si había alguna posibilidad de escapar. Era una cántara espaciosa cuyos muros forrados de roble sin trabajar no mostraban ventana alguna, como no fuera la tronera de la que acababa de apartarse y otra puerta que no fuera por la que había entrado. No obstante, los débiles rayos de la lámpara no le permitieron verla toda en una primera mirada. Comprobó que no había muebles, excepto una silla de hierro, clavada al centro de la cámara, sobre la que, colgando de una cadena desde el techo, pendía un anillo de hierro. Tras contemplar aquello con asombro y terror, comprobó a continuación que había abajo unas barras de hierro, colocadas con el propósito de sujetar los pies y en los brazos de la silla había anillos del mismo metal. Según lo observaba, dedujo que se trataba de un instrumento de tortura y sintió un escalofrío al pensar que alguna vez algún pobre desgraciado habría sido amarrado a aquella silla y abandonado hasta su muerte. Ya estaba aterrorizada con la idea, pero su agonía fue mayor cuando, un momento después, pensó ¡que su tía podía haber sido una de esas víctimas y que ella podría ser la siguiente! Sintió un dolor agudo en la cabeza y casi no tuvo fuerzas para sostener la lámpara. Al buscar un lugar en el que apoyarse se sentó inconscientemente en la silla de hierro. Dándose cuenta de pronto de lo que había hecho, saltó horrorizada y se refugió en la parte más remota de la habitación. Volvió a buscar dónde apoyarse, descubriendo sólo una cortina oscura que descendía desde el techo hasta el suelo y cubría totalmente uno de los lados de la habitación. A pesar de su estado, la apariencia de aquella cortina la sorprendió, y se detuvo a mirarla asombrada y llena de temores.

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