Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
—¡Oh, Emily! —continuó, tras una larga pausa—, ¡al fin te veo una vez más y oigo el sonido de tu voz! He recorrido este lugar, estos jardines, muchas noches, con la leve esperanza de verte. Era la última oportunidad que me esperaba, y, ¡gracias al Cielo!, lo he conseguido. ¡Ya no estoy condenado a la desesperación más absoluta!
Emily dijo algo, expresando su afecto inalterable y animándole a calmar la agitación de su mente; pero Valancourt, durante un buen rato, sólo manifestó expresiones incoherentes de sus emociones. Cuando consiguió dominarse, dijo:
—¡Vine aquí poco después de ocultarse el sol, y he estado vigilando por los jardines y por el pabellón desde entonces, ya que no había renunciado a la esperanza de verte de nuevo. No era capaz de apartarme de un lugar tan próximo a donde tú estabas y probablemente habría estado recorriendo todo esto hasta el amanecer. He pasado momentos difíciles, algunos marcados por la emoción, cuando me ha parecido oír pasos e imaginaba que te aproximabas para luego percibir sólo un silencio mortal. Cuando abriste la puerta del pabellón, la oscuridad me impidió distinguir con certeza si era mi amor, mi corazón latía tan fuertemente con miedos y esperanzas que no podía hablar. En el instante en que oí el doloroso acento de tu voz, mis dudas desaparecieron, pero no mis temores, hasta que hablaste de mí. Perdí entonces todas las aprensiones que me dominaban para no asustarte con el exceso de mi emoción y no pude seguir silencioso. ¡Oh, Emily! ¡En estos momentos el júbilo y el dolor batallan con tal fuerza para lograr su preeminencia que el corazón casi no puede soportar la prueba!
El corazón de Emily reconoció también la veracidad de sus afirmaciones, pero el júbilo que sentía al encontrarse así con Valancourt, en el mismo momento en que se lamentaba de que lo más probable era que no se volvieran a encontrar, no tardó en mezclarse con la desesperación cuando sus pensamientos y su imaginación se llenaron con las visiones del futuro. Se debatió para recobrar la dignidad calmada de su mente, que era necesaria para sobreponerse a la idea de su última entrevista y que Valancourt no conseguía, porque sus transportes de júbilo cambiaron abruptamente en los del sufrimiento y expresó en el lenguaje más apasionado el horror ante su separación y su desolación ante la idea de no volverla a ver. Emily lloró en silencio mientras le escuchaba y, tratando de suavizar su propia preocupación y de suavizar la de él, sugirió todas las circunstancias que podían ayudarles a tener alguna esperanza. Pero la energía de los temores de Valancourt le llevaron instantáneamente a detectar las falsas ilusiones que ella trataba de imponerse e imponerle para superar sus razonamientos.
—Te alejas de mí —dijo—, te vas a un país lejano. ¡Qué lejano! ¡A una nueva sociedad, nuevos amigos, nuevos admiradores, con gente que tratará de hacer que me olvides, y para tener nuevas relaciones! ¡Cómo puedo, sabiendo eso, dudar de que nunca volverás a mí, que nunca serás mía! —su voz se entrecortaba por los suspiros.
—¿Crees entonces —dijo Emily—, que las congojas que sufro proceden de un interés trivial y transitorio? ¿Crees...?
—¡Sufres! —la interrumpió Valancourt—. ¡Sufres por mí! ¡Oh, Emily, qué dulces, qué amargas son esas palabras; qué consuelo, qué angustia produce oírlas! No debo dudar de la firmeza de tu afecto; sin embargo, tal es la inconsistencia del amor real, que siempre despierta sospechas, aunque no sean razonables; siempre reclama nuevas afirmaciones del objeto de su interés, y así sucede, que yo me siento revivir con una nueva convicción cuando tus palabras me dicen que cuento con tu afecto; y al desearlas, me dejo llevar por la duda y con demasiada frecuencia por la desesperación —después, como rehaciéndose, exclamó—: ¡Pero cómo puedo ser así, cómo puedo torturarte incluso en estos momentos! ¡Yo, que debería ser tu apoyo y consuelo!
Esta reflexión llenó a Valancourt de ternura, pero cayendo de nuevo en la desesperación, volvió a pensar únicamente en él y a lamentar la cruel separación con una voz y unas palabras tan apasionadas que Emily no pudo seguir luchando para reprimir su propia angustia o para suavizar la de él. Valancourt, en medio de aquellas emociones de amor y piedad, perdió todo poder, y casi todo deseo, de contener su agitación. Eran intervalos de sollozos convulsivos y, un momento después, secó sus lágrimas con besos y le dijo cruelmente que tal vez no volviera a llorar por él. Trató de hablar con más calma, pero sólo consiguió exclamar:
—¡Oh, Emily, se romperá mi corazón! ¡No puedo, no puedo separarme de ti! ¡Ahora que contemplo tu rostro, ahora que te tengo en mis brazos! ¡Y dentro de muy poco todo esto parecerá que ha sido un sueño! ¡Miraré y no te veré; trataré de rehacer tu aspecto, y la impresión se desvanecerá en mi imaginación; trataré de oír el tono de tu voz e incluso la memoria permanecerá silenciosa! ¡No puedo, no puedo dejarte! ¿Por qué hemos de confiar la felicidad de toda nuestra vida a la voluntad de los demás, que no tienen derecho a interrumpirla y, exceptuando el concederme tu mano, no tienen poderes para proporcionárnosla? ¡Oh, Emily! ¡Aventúrate a confiar en tu corazón, a ser mía para siempre!
Su voz se quebró y guardó silencio. Emily continuó llorando y silenciosa, cuando Valancourt le propuso un matrimonio inmediato y que a primera hora de la mañana siguiente abandonara la casa de madame Montoni para que él la condujera a la iglesia de los Agustinos, donde un fraile estaría esperándoles para unirlos en matrimonio.
El silencio con el que escuchó su propuesta, dictado por el amor y la desesperación, y apoyado en un momento en el que parecía difícil que ella se opusiera, cuando su corazón estaba conmovido por el dolor de la separación, que podía ser eterna, y su razón oscurecida por las ilusiones de amor y terror, animaron a Valancourt en su esperanza de que no sería rechazado.
—¡Habla, Emily! —dijo Valancourt inquieto—, quiero oír tu voz, la confirmación de mi destino.
Emily no habló. Sus mejillas estaban frías y sus sentidos parecían haberla abandonado, pero no se desmayó. Para la aterrorizada imaginación de Valancourt Emily parecía estar muriéndose; la llamó por su nombre, se levantó para pedir ayuda en el castillo y, dándose cuenta de la situación, temió ir y dejarla aunque sólo fuera por un momento.
Pasados unos minutos, Emily lanzó un profundo suspiro y comenzó a recobrarse. El conflicto que había sufrido, entre el amor y el deber que tenía ante la hermana de su padre; su repugnancia ante la idea de un matrimonio clandestino, su temor a volver al mundo con preocupaciones como las que últimamente habían envuelto al destinatario de su afecto en infelicidad y arrepentimiento; todos los varios intereses habían sido poderosos para su mente, que ya estaba agitada por la pena, y su razón había sufrido una suspensión transitoria. Pero el deber y el buen sentido, pese a lo duro del conflicto, triunfaron al fin sobre el afecto y el doloroso presentimiento. Y por encima de todo no tuvo valor para envolver a Valancourt en un remordimiento oscuro y vano, que le pareció ver como consecuencia cierta de un matrimonio en sus circunstancias, y actuó, tal vez, con más fortaleza femenina cuando decidió aceptar el presente, en lugar de provocar una desgracia futura.
Con un candor que probaba cuál era la estima y el amor que sentía por él y que le comprometía, si era posible, más que nunca, le dijo a Valancourt todas sus razones para rechazar su propuesta. Las que se referían a su futuro bienestar fueron instantáneamente refutadas o mejor contradichas, pero despertaron en ella nuevas consideraciones de ternura que la pasión y la desesperanza anteriores había ocultado, y el amor que le había llevado a proponerle aquel inmediato y clandestino matrimonio que ahora le inducía a él a desechar. El triunfo fue demasiado para su corazón, y pensando en Emily se propuso disimular su dolor, pero la creciente angustia no pudo quedar oculta.
—¡Oh Emily! —dijo—, debo dejarte, debo dejarte y sé que será para siempre. ¡Quédate! Te ruego que te quedes, porque tengo muchas cosas que decirte, mi agitación me ha impedido hablarte del tema. Me había prohibido mencionarte una duda de mucha importancia, en parte por lo que pueda parecer algo alarmante para ti, y también porque pudieras tomarla como una complicidad con mi proposición.
Emily, muy nerviosa, no dejó a Valancourt, pero le hizo salir del pabellón, y según avanzaba por la terraza, Valancourt le dijo lo siguiente:
—Se trata de Montoni. He oído extrañas insinuaciones que se refieren a él. ¿Estás segura de que es familia de madame Quesnel y que su fortuna es tan importante como parece?
—No tengo razones para dudar de ninguna de esas dos cosas —replicó Emily con un tono de alarma en su voz—. Por lo que se refiere a tu primera pregunta, verdaderamente no puedo tener duda alguna, pero no tengo medios seguros de juzgar sobre la segunda, y te ruego que me digas todo lo que has oído.
—Así lo haré, pero mi información es muy incompleta y poco satisfactoria. Me llegó, por accidente, de un italiano, que hablaba a otra persona de Montoni. Comentaba su matrimonio: el italiano dijo que si se trataba de la persona que él pensaba no era el más indicado para hacer feliz a madame Cheron. Continuó hablando de él en términos generales de desafecto y después manifestó algunos detalles en concreto relacionados con su carácter, que despertaron mi curiosidad y me aventuré a hacerle algunas preguntas. Se mostró reservado en sus respuestas, pero, después de dudar durante un momento, reconoció que había sabido en el extranjero que Montoni era un hombre de fortuna y carácter desesperados. Dijo algo de un castillo de Montoni, situado en los Apeninos, y de algunas extrañas circunstancias que se relacionaban con su manera de vivir anterior. Insistí en que me informara con más detalle, pero creo que el interés excesivo que sentía se hizo visible en mis maneras y le alarmó, ya que ningún comentario mío pudo convencerle de que me diera explicaciones de las circunstancias a las que aludía o a hacer mención alguna de nuevo relacionada con Montoni. Le puse de manifiesto que si Montoni poseía un castillo en los Apeninos, se podía deducir de tal circunstancia que pertenecía a una familia importante y que ello también contradecía la información de que era un hombre totalmente desprovisto de fortuna. Movió la cabeza y me miró como si pudiera haber contado mucho más, pero no contestó.
»La esperanza de saber algo más concreto o positivo, me detuvo en su compañía largo tiempo, y saqué repetidamente el tema en nuestra conversación, pero el italiano se cerró en su reserva. Me dijo que lo que había contado lo había sabido por un rumor y que esos rumores surgen con frecuencia de alguna intención maliciosa y que no se puede confiar en ellos. No volví a insistir, ya que era obvio que estaba preocupado por las consecuencias de lo que ya había dicho, y me vi obligado a seguir en la incertidumbre en un tema en el que la duda era casi intolerable. Comprende ahora, Emily, lo que he de sufrir al verte marchar a un país extranjero, sometida al poder de un hombre de tan dudoso carácter como Montoni. Pero no te alarmaré innecesariamente. Es posible, como dijo el italiano, que no se trate de Montoni. Sin embargo, Emily, considera bien lo que supone el que te sometas a él. ¡Oh!, no puedo confiar en mis palabras o me veré obligado a renunciar a todas las razones que me han influido para renunciar a la esperanza de que fueras mía inmediatamente».
Valancourt paseó por la terraza con pasos rápidos, mientras Emily siguió apoyada en la balaustrada sumida en sus pensamientos. La información que acababa de recibir excitó tal vez más alarma de la que podía justificar y despertó, una vez más, el conflicto de intereses encontrados. Nunca le había gustado Montoni. La dureza y el fuego de su mirada, su orgullo, su tremenda fiereza, su observación atenta, no habían pasado desapercibidas y había cedido siempre a la habitual expresión de su rostro. Por estas observaciones se sentía más inclinada a creer que se trataba de Montoni y que a él se referían las insinuaciones de sospecha del italiano. La idea de verse bajo su poder, en un país extranjero, la aterrorizaba, pero no debía ser sólo el terror lo que la decidiera a un matrimonio inmediato con Valancourt. La ternura de su amor ya había influido en favor de él, pero no había llegado a dominar su opinión, como su sentido del deber, sus desinteresadas consideraciones por Valancourt y la delicadeza que le obligaban a rechazar una unión clandestina. No era de esperar que un terror vago e inconcreto pudiera ser más poderoso que la influencia conjunta de amor y pena. Pero necesitó de nuevo toda su energía y le obligó a una segunda conquista.
Para Valancourt, cuya imaginación se había abierto a las sugerencias de todas las pasiones, cuyos temores por Emily habían adquirido nueva fuerza por el solo hecho de mencionarlo y se hacían más poderosos a cada instante, según se instalaban con mayor intensidad en su mente, para Valancourt una segunda conquista era imposible. Pensó que lo veía todo a la luz más clara, que el amor asistía al miedo, y que aquel viaje a Italia sumiría a Emily en la desgracia. Decidió, por ello, insistir en oponerse y en rogarle que confiara en él con el título de su protector ante la ley.
—¡Emily! —dijo con la mayor solemnidad—, no es el momento para distinciones de escrúpulos, para considerar la duda y las comparativamente desfavorables circunstancias que puedan afectar nuestra futura felicidad. Ahora veo mucho más claramente que antes la cadena de serios peligros que vas a encontrar con un hombre del carácter de Montoni. Esas oscuras insinuaciones del italiano dicen mucho, pero no más que la idea que tengo de la actitud de Montoni, que se muestra incluso en su rostro. Creo que puedo ver en este momento escrito en él todo lo que ha sido insinuado. Él es el italiano al que temo, y te ruego, por tu propio bien, como por el mío, que prevengas los males que tiemblo en anticipar. ¡Oh Emily! ¡Permite que mi ternura, mis brazos, te liberen de ellos, concédeme el derecho a defenderte!
Emily sólo pudo suspirar, mientras Valancourt continuó con sus comentarios y sospechas con toda la energía que el amor y la duda pueden inspirar. Pero, mientras su imaginación magnificaba los posibles males con los que iba a encontrarse, la niebla de su propia fantasía empezó a disiparse y Emily pudo distinguir lo exagerado de las imágenes que se imponían en su razón. Consideró que no había pruebas de que Montoni fuera la persona a la que se refería el extranjero; y, aunque fuera así, el italiano estaba informado de su carácter y de su falta de fortuna simplemente por un informe; y que, aun cuando el rostro de Montoni parecía añadir probabilidades a una parte del rumor, no estaba justificado que por aquellas circunstancias pudiera quedar implícita la creencia en aquello. Estas consideraciones no habrían llegado probablemente con tal claridad a su mente en aquel momento de no haber sido porque los terrores de Valancourt se habían manifestado con tales obvias exageraciones de su peligro, que le habían permitido desconfiar de las emociones de su pasión. Pero, mientras Emily trataba de convencerle de su error con la mayor suavidad, le llevó a pensar en otro. Su voz y su rostro cambiaron a una expresión de angustia oscura.