Los misterios de Udolfo (25 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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L
a avaricia de madame Cheron cedió finalmente a la vanidad. Algunas fiestas verdaderamente espléndidas que había dado madame Clairval, y la adulación general que recibía, la hicieron más ansiosa que antes por asegurar una alianza que la exaltaría mucho más en su propia opinión que en la del mundo. Propuso los términos para un inmediato matrimonio de su sobrina y ofreció dar a Emily una dote, siempre que madame Clairval observara los mismos términos por lo que se refería a su sobrino. Madame Clairval escuchó la propuesta, y, considerando que Emily era la heredera aparente de la fortuna de su tía, lo aceptó. Mientras tanto, Emily no supo nada de la transacción, hasta que madame Cheron le informó de que debía hacer los preparativos para su boda, que tendría que celebrarse sin más demora; entonces, sorprendida y totalmente incapaz de comprender aquella inesperada decisión que Valancourt no había solicitado (ya que ignoraba lo que había pasado entre las dos señoras mayores y no se había atrevido a esperar tan buena fortuna), se opuso decididamente. Madame Cheron, sin embargo, tan celosa de su contradicción ahora como lo había estado anteriormente, estaba decidida a un rápido matrimonio con tanta vehemencia como se había opuesto a la más remota posibilidad que condujera a ello; y los escrúpulos de Emily desaparecieron cuando, al volver a ver a Valancourt, que fue informado de la felicidad que le habían preparado, vino a solicitar de ella misma su promesa.

Mientras hacían las preparaciones para estas bodas, Montoni pasó a ser el pretendiente reconocido de madame Cheron. Madame Clairval se disgustó profundamente al tener noticias de ello y estaba dispuesta a prevenir a Valancourt en relación con Emily, pero su conciencia le dijo que no tenía derecho a interferir en su felicidad. Aunque era una mujer de mundo, estaba muy lejos de su amiga en el arte de conseguir satisfacciones por la distinción y la admiración en lugar de por su conciencia.

Emily observó con preocupación el ascendiente que Montoni había adquirido sobre madame Cheron, así como la creciente frecuencia de sus visitas; y su propia opinión sobre aquel italiano se vio confirmada por la de Valancourt, que siempre se había manifestado poco inclinado hacia él. Una mañana, en la que se encontraba sentada en el pabellón disfrutando de la grata frescura de la primavera, cuyos colores se extendían por el paisaje, y escuchaba a Valancourt, que estaba leyendo, pero que con frecuencia dejaba el libro a un lado para conversar, recibió el aviso de que acudiera inmediatamente a ver a madame Cheron. Acababa de entrar en su vestidor, cuando observó con sorpresa el rostro desalentado de su tía y el contraste alegre de su vestido.

—¡Bien, sobrina! —dijo madame, y se detuvo con un cierto aire de confusión—. Te he mandado llamar... quería verte; tengo que darte una noticia. Desde este momento debes considerar al signor Montoni como tu tío, nos hemos casado esta mañana.

Sorprendida, no tanto por el matrimonio como por el secreto con el que había sido realizado y por la agitación con la que había sido informada, Emily acabó por atribuir la actuación en privado a un deseo de Montoni, más que al de su tía. Su esposa, sin embargo, intentaba que se creyera lo contrario, y en consecuencia añadió:

—Verás, quería evitar el revuelo; pero ahora que la ceremonia se ha celebrado, ya no lo haré; y quiero anunciar a mis criados que deben recibir al signor Montoni como amo. —Emily hizo un débil intento de felicitarla por aquellas nupcias aparentemente imprudentes—. Celebraré ahora mi matrimonio con algún esplendor —continuó madame Montoni—, y para ahorrar tiempo, me retiraré de la preparación que hay que hacer para el tuyo, que naturalmente deberá ser demorado un poco. Espero que lleves tus ropas de boda, que ya están preparadas, para dar honor a mi fiesta. También deseo informar a monsieur Valancourt de mi cambio de nombre y que él informe a madame Clairval. Dentro de unos días ofreceré una gran fiesta, en la que requeriré su presencia.

Emily estaba tan perdida entre la sorpresa y los distintos pensamientos que casi no contestó a madame Montoni, pero, atendiendo a sus deseos, volvió para informar a Valancourt de lo sucedido. La sorpresa no fue la emoción predominante al enterarse de los rápidos esponsales; y, cuando oyó que serían los responsables del retraso de los suyos y que todos los ornamentos del castillo, que ya habían sido preparados para el día de su boda con Emily, deberían ser degradados para la celebración de la de madame Montoni, pesadumbre e indignación le agitaron alternativamente. No pudo ocultar ninguno a los ojos de Emily, cuyos esfuerzos fueron inútiles para arrancarle de aquellas serias emociones o para hacerle reír de las temerosas consideraciones que le asaltaron. Cuando se marchó había una ternura especial en sus maneras que la afectaron profundamente, incluso lloró cuando lo vio desaparecer por la terraza, aunque no supiera exactamente por qué lo hacía.

Montoni tomó posesión del castillo y del mando sobre sus habitantes, con la tranquilidad del hombre que hace tiempo que lo considera suyo. Su amigo Cavigni, que había sido extremadamente servicial al rendir a madame Cheron las atenciones y lisonjas que requería, pero que en ocasiones se revolvía contra Montoni, pasó a instalarse en el castillo y a recibir de los criados una obediencia igual que el amo de la mansión.

A los pocos días, como había prometido, madame Montoni ofreció una fiesta magnífica a numerosos invitados, entre los que se encontraba Valancourt; pero a la que madame Clairval se excusó por no asistir. Hubo concierto, baile y cena. Valancourt fue, naturalmente, la pareja de Emily, y aunque cuando miraba la decoración de las habitaciones, no podía evitar que había sido diseñada para otras festividades distintas de las que celebraban, se tranquilizó pensando que sólo pasaría un breve tiempo antes de que sirvieran para su destino original. Durante la tarde, madame Montoni bailó, rió y habló incesantemente, mientras Montoni, silencioso, reservado y con cierta arrogancia, se mostró aburrido con la fiesta y con la frívola concurrencia que habían reunido.

Fue la primera y la última ofrecida para celebrar sus esponsales. Montoni, aunque la severidad de su carácter y la tenebrosidad de su orgullo le impedían participar de tales fiestas, estaba extremadamente dispuesto a promocionarlas. Raramente podía encontrarse un hombre de mayor comprensión que él; las ventajas de tales reuniones, de las conexiones que podía obtener de ellas estaban, en consecuencia, de su parte, y sabiendo, como sabía, los propósitos orgullosos por los que normalmente se asistía a ellas, no tenía objeción alguna que poner a medir su ingenio por el disimuló' con cualquier competidor. Pero su esposa, que cuando se trataba de su propio interés tenía a veces más discernimiento que vanidad, adquirió conciencia de su inferioridad frente a otra mujeres, en lo que se refiere a atracción personal, lo que, unido a sus celos naturales al descubrirlo, contuvo su anterior disposición para asistir a todas las fiestas que podían brindarles Toulouse. Ahora que tenía, como suponía, el afecto de un marido que podía perder, no tenía motivos para descubrir la verdad no deseada y que nunca le había preocupado. Se opuso a la inclinación de su marido por estar acompañado con mayor decisión, porque creyó que era muy bien recibido en la sociedad femenina del lugar, como le había parecido anteriormente cuando la cortejaba.

Sólo habían pasado unas pocas semanas desde el matrimonio, cuando madame Montoni informó a Emily que el signor planeaba regresar a Italia tan pronto como lo permitieran las necesarias preparaciones para un viaje tan largo.

—Iremos a Venecia —dijo—, donde el signor tiene una gran mansión, y desde allí a sus propiedades en Toscana. ¿Por qué has puesto ese gesto tan serio? Tú, a quien tanto agrada un país romántico y las vistas hermosas, estarás encantada con este viaje.

—¿Queréis decir, señora, que viajaré también? —dijo Emily, con extrema sorpresa y emoción.

—Ciertamente —replicó su tía—. ¿Cómo puedes imaginar que te íbamos a dejar aquí? Pero ya veo que estás pensando en el chevalier. Creo que aún no ha sido informado del viaje, pero no tardará en saberlo. El signor Montoni ha ido a comunicárselo a madame Clairval y a decirle que a partir de este momento no se volverá a pensar en las propuestas conexiones entre las familias.

El tono carente de sentimientos con que madame Montoni informó a su sobrina de que debía separarse, tal vez para siempre, del hombre con el que se había propuesto estar unida para toda la vida, se sumó a la desolación con la que, en cualquier caso, habría recibido aquella noticia. Cuando pudo hablar, preguntó por los motivos del inesperado cambio de los sentimientos de madame hacia Valancourt, pero la única réplica que obtuvo fue que el signor había prohibido aquella relación, considerando que era muy inferior a lo que Emily podía esperar razonablemente.

—He dejado el asunto enteramente en manos del signor —añadió madame Montoni—, pero debo decir que monsieur Valancourt nunca ha sido mi favorito y que me convencieron, ya que de otro modo nunca habría dado mi consentimiento a esa relación. Fui bastante débil, ¡soy a veces tan inconsciente cuando se trata de ver el sufrimiento de los demás!, que me conmoví, y mis juicios cedieron a tu aflicción. Pero el signor me ha señalado muy claramente la locura de todo esto y no tendrá que reprocharme nada por segunda vez. Estoy decidida a que te sometas a los que saben cómo guiarte mejor que tú misma. He decidido que debes conformarte.

Emily se habría quedado profundamente sorprendida por las afirmaciones de su elocuente discurso si su mente no se hubiera visto abrumada por la inesperada conmoción que había recibido y que casi no le había permitido oír las últimas palabras de su tía. Fueran cuales fueran las debilidades de madame Montoni, debía haber evitado acusarse a sí misma con las de compasión y ternura por los sentimientos de los demás y especialmente por los de Emily. Todo se producía por las mismas razones ambiciosas que habían influido en ella últimamente para buscar una alianza con la familia de madame Clairval, las mismas que ahora, tras su matrimonio con Montoni, habían decidido su posición, y con ella sus puntos de vista sobre su sobrina.

Emily se sentía demasiado afectada para manifestarse o para seguir hablando del tema y cuando, finalmente, intentó lo último, la emoción le impidió hablar y se retiró a su cuarto para pensar, si es que le era posible hacerlo en aquel estado de ánimo, tras la inesperada y abrumadora decisión. Tardó mucho en recuperarse y en lograr que su espíritu le permitiera la reflexión, y cuando lo logró todo le pareció más oscuro y terrible. Vio claro que Montoni buscaba engrandecerse a sí mismo disponiendo de ella y le asaltó la idea de que su amigo Cavigni era la persona en la que se interesaba. La idea de ir a Italia se le aparecía aún más oscura cuando consideraba la tumultuosa situación de aquel país, conmovido por revueltas civiles, en las que cada pequeño estado estaba en guerra con sus vecinos y todos los castillos en peligro de ser atacados por invasores. Consideró que la única persona a cuyo consejo inmediato podría recurrir estaría a una enorme distancia, la que le separaría de Valancourt y, al pensar en él, todas las demás imágenes desaparecieron de su mente, y todos sus pensamientos se vieron de nuevo oscurecidos por el dolor.

En aquel estado de perturbación pasó varias horas, y cuando fue avisada para acudir a la cena, solicitó permiso para permanecer en su propia cámara, pero madame Montoni estaba sola y su petición fue rechazada. Emily y su tía casi no hablaron durante la cena; la primera, dominada por la pesadumbre; la otra, disgustada por la inesperada ausencia de Montoni; porque no sólo se sentía herida en su vanidad por ello, sino celosamente alarmada por lo que consideraba un compromiso misterioso. Cuando retiraron los manteles y se quedaron solas, Emily volvió a hablar de Valancourt, pero su tía, ni ablandada por la piedad ni conmovida por el remordimiento, se irritó ante la idea de que se opusieran a su voluntad o que se discutiera la autoridad de Montoni, pese a que aquello era hecho por Emily con su habitual gentileza, quien, tras una larga y torturante conversación, se retiró llorando.

Al cruzar el vestíbulo, una persona entró por la puerta principal. Tras una mirada rápida imaginó que se trataba de Montoni, y aceleró el paso, cuando oyó la voz familiar de Valancourt.

—¡Emily, oh! ¡Mi Emily! —gritó él en un tono lleno de impaciencia, mientras ella se volvía y se alarmaba al ver la expresión de su rostro y la clara desesperación de sus gestos—. ¡Estás llorando, Emily! Tengo que hablar contigo —dijo—, tengo muchas cosas que contarte; llévame a alguna parte donde podamos conversar. Pero estás temblando, ¡estás enferma! Debes sentarte.

Observó que una de las puertas de las habitaciones estaba abierta y la cogió rápido por la muñeca para llevarla hacia allí; pero Emily trató de liberarse y le dijo con una sonrisa lánguida:

—Me encuentro mejor; si deseas ver a mi tía, está en el comedor.

—Tengo que hablar contigo, Emily —replicó Valancourt—. ¡Dios mío! ¿Es posible que hayamos llegado a esta situación? ¿Que estés dispuesta a renunciar a mí? Pero éste no es lugar apropiado, podrían oímos. Préstame atención, aunque sólo sean unos minutos.

—Cuando hayas visto a mi tía —dijo Emily.

—Estaba decidido a ello cuando entré —exclamó Valancourt—, pero no aumentes ahora mis sufrimientos con esa frialdad, con ese cruel rechazo.

El tono de su voz la afectó al extremo de hacer saltar sus lágrimas, pero insistió en negarse a hablar con él hasta que hubiera conversado con madame Montoni.

—¿Dónde está su marido, dónde, entonces, está Montoni? —dijo Valancourt, en tono alterado—, es con él con el que debo hablar.

Emily, aterrada por las consecuencias de la indignación que brillaba en sus ojos, le aseguró temblorosa que Montoni no estaba en casa y trató de convencerle para que moderara su resentimiento. Ante los trémulos acentos de su voz, sus ojos se suavizaron instantáneamente, pasando de la pasión a la ternura.

—Estás enferma, Emily —dijo Valancourt—, ¡nos destruirán a los dos! Perdóname el que me haya atrevido a dudar de tu afecto.

Emily dejó de oponerse cuando él la condujo a una habitación próxima; el modo en que había dicho el nombre de Montoni la había alarmado por su propia seguridad de tal modo que sólo le interesaba prevenir las consecuencias de su justo resentimiento. Escuchó sus comentarios con atención, contestando únicamente con sus miradas de desesperación y ternura, ocultando todo lo que le fue posible los sentimientos que le despertaba Montoni, pensando evitarle así una mayor desesperación. Pero ella vio el velo que él había echado sobre su resentimiento y su supuesta tranquilidad sólo sirvió para alarmarla más; finalmente le insistió en lo descortés de forzar una entrevista con Montoni, o de tomar cualquier otra medida que pudiera hacer que su separación fuera irremediable. Valancourt cedió ante sus argumentos y sus afectados comentarios le llevaron a prometer que pese a que Montoni persistiera en sus designios de separarlos, él no trataría de impedirlo con violencia.

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