Los misterios de Udolfo (107 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Capítulo XV
¡Dulce es el aliento del chaparrón primaveral,
dulces los tesoros recogidos por las abejas,
dulce el desgranarse de la música, pero más dulce aún
la sosegada, la pequeña voz de la gratitud!

GRAY

A
l día siguiente, la llegada de sus amigos revivió el ánimo de Emily, y La Vallée volvió a ser una vez más escenario de gentilezas sociales y elegante hospitalidad. La enfermedad y el terror que había sufrido se había llevado gran parte de la ligereza de Blanche, pero conservaba toda su afectuosa simplicidad, y, aunque aparecía menos floreciente, no era menos encantadora que antes. La desafortunada aventura en los Pirineos había hecho que el conde estuviera muy ansioso por regresar a su casa y, tras poco más de una semana en La Vallée, Emily se preparó para salir con sus amigos hacia el Languedoc, asignando el cuidado de su casa, durante su ausencia, a Theresa. En la tarde anterior a su marcha su vieja sirvienta trajo de nuevo el anillo de Valancourt, y, con lágrimas, trató de que su señora lo aceptara, porque no había visto ni había oído de monsieur Valancourt desde la noche en que se lo entregó. Al decir esto, su rostro expresó más alarma de la que se atrevía a manifestar; pero Emily, controlando su propia propensión al temor, consideró que probablemente había regresado a la residencia de su hermano, y de nuevo rehusó aceptar el anillo, indicando a Theresa que lo conservara hasta que le viera, lo que prometió que haría pero con extrema indecisión.

Como estaba previsto, el conde De Villefort, con Emily y Blanche, salieron de La Vallée, y el mismo día por la tarde llegaron al Chateau-le-Blanc, donde la condesa, Henri y monsieur Du Pont, cuyo encuentro allí sorprendió a Emily, los recibieron con alegría y felicitaciones. Se preocupó al observar que el conde seguía animando las esperanzas de su amigo, cuyo rostro manifestaba que su afecto no había cedido por la ausencia; y se sintió aún peor cuando, en la segunda tarde después de su llegada, el conde, tras alejarla de Blanche, con la que estaba paseando, volvió a sacar el tema de las esperanzas de monsieur Du Pont. La suavidad con la que al principio escuchó su intercesión le engañaron en cuanto a sus sentimientos y empezó a creer que había superado su afecto por Valancourt y que estaba dispuesta, finalmente, a pensar favorablemente en monsieur Du Pont. Cuando Emily le convenció de su error, él se aventuró con sus mejores deseos a promover lo que consideraba la felicidad de dos personas a las que tanto estimaba, tratando de convencerla con gentileza de que aquel sufrimiento envenenaría la felicidad de sus años más valiosos.

Al observar su silencio y la profunda preocupación de su rostro, concluyó diciendo:

—No diré más ahora, pero seguiré creyendo, mi querida mademoiselle St. Aubert, que no rechazaréis siempre a una persona tan profundamente estimable como mi amigo Du Pont.

Le ahorró el dolor de contestar, apartándose de él, y se alejó algo contrariada con el conde por haber perseverado en apoyar una solicitud que había rechazado repetidamente, y se perdió en los recuerdos melancólicos que había revivido el tema, hasta que alcanzó sin darse cuenta los límites de los bosques que rodeaban el monasterio de Santa Clara. Al percibir lo lejos que había llegado. decidió extender su paseo un poco más y preguntar por la abadesa y por alguna de sus amigas entre las monjas.

Aunque la tarde era ya algo avanzada, aceptó la invitación del fraile, que abrió la puerta, y, deseosa de encontrarse con algunas de sus antiguas amistades, procedió hacia el salón del comedor. Al cruzar el césped que desde el monasterio se extendía hasta el mar, se conmovió con el cuadro de reposo que mostraban algunos monjes, sentados en los claustros, que se extendía bajo las ramas de los árboles que coronaban el promontorio, donde, según meditaban sobre temas sagrados en la hora del crepúsculo, no podían apartar en ocasiones su atención de la escena que les rodeaba, porque no era profano el mirar a la naturaleza ahora que se habían cambiado los brillantes colores del día por los tintes sobrios de la tarde. Frente a los claustros había un viejo castaño, cuyas anchas ramas parecían enmarcar la completa magnificencia de la escena, que podía tentar el deseo a los placeres más mundanos; pero quieto, tras las hojas oscuras y extendidas, brillaba una amplia extensión del océano y muchos barcos navegando, mientras a la derecha y a la izquierda los espesos bosques se extendían por las costas irregulares. En gran medida aquello había sido aceptado, tal vez para dar al recluido voluntario una imagen de los peligros y vicisitudes de la vida y para consolarle, ahora que había renunciado a sus placeres. Según Emily caminaba pensativa, considerando de cuántos sufrimientos se habría escapado si se hubiera quedado en la orden y en aquel retiro desde la muerte de su padre, la campana de vísperas la hizo reaccionar, y los monjes se retiraron lentamente hacia la capilla, mientras ella, manteniéndose en su camino, entró en el vestíbulo, en el que reinaba un silencio inusual. También el salón contiguo estaba vacío y, puesto que sonaba la campana de la tarde, creyó que las monjas se habían retirado a la capilla y se sentó para descansar un momento antes de volver al castillo, donde el aumento de la oscuridad le hacía estar ansiosa por regresar.

No habían pasado muchos minutos cuando una monja, entrando deprisa, preguntó por la abadesa, y se retiraba sin reparar en Emily cuando ella se dio a conocer y supo que se iba a celebrar una misa por el alma de la hermana Agnes, que había empeorado desde hacía algún tiempo y pensaban que moriría.

La hermana le dio algunos informes de su sufrimiento y de los horrores en los que se veía envuelta a veces, que había cedido a un hundimiento tan sombrío que ni las oraciones, en la que era acompañada por la hermandad, ni las afirmaciones de su confesor, habían tenido poder para que reaccionara o para animar su mente con algún rayo momentáneo de consuelo.

Emily escuchó los detalles con extrema preocupación, y, recordando los gestos y las expresiones de horror de las que había sido testigo, junto con la historia de Agnes que le había comunicado la hermana Frances, su compasión se elevó a un grado muy doloroso. Como la tarde estaba muy avanzada, Emily no deseó verla o asistir a la misa, y después de dejar muchos recuerdos con la monja para sus viejas amigas, salió del monasterio y regresó por los acantilados hacia el castillo, meditando sobre lo que acababa de oír hasta que al fin forzó a su mente a temas menos interesantes.

El viento era fuerte cuando se acercaba al castillo y varias veces se detuvo para escuchar su sonido sombrío, según barría el oleaje al fondo o gemía entre los árboles que la rodeaban, y, mientras descansaba en una roca a poca distancia del castillo y miraba las extensas aguas, contempló la suave sombra del crepúsculo y pensó la siguiente dedicatoria:

A LOS VIENTOS

¡Invisibles, a través de la vasta bóveda del cielo conducís vuestra ruta,
sin que se sepa de dónde venís o adónde vais!
¡Poderes misteriosos! Oigo vuestro murmullo grave,
hasta que sopla vuestro recio arrebato en mi asustado oído,
y, ¡terrible!, parece decir —¡Un Dios está cerca!
Me gusta escuchar vuestras voces de medianoche flotando
en la tremenda tormenta, que rueda por el océano,
y, mientras su encantamiento controla a la airada ola,
mezclarme con su tétrico rugir, y hundirme a lo lejos.
Entonces, elevándose en el silencio, una nota más dulce,
el canto fúnebre de los espíritus, que lamentan vuestras acciones.
¡Una nota más dulce se desliza a veces mientras duerme la galerna!
Pero no tarda, ¡vuestros poderes invisibles!, vuestro descanso, terminó,
solemnes y lentos, os eleváis por el aire,
habláis en las jarcias, y ordenáis el miedo del grumete,
y el canto fúnebre desaparece ondulante —¡No se vuelve a oír!
¡Oh! ¡Entonces desapruebo vuestro terrible reino!
¡El lamento ruidoso ya no lleva vuestro aliento!,
ni lleva el fragor del barco lejos en el océano,
ni lleva el grito de los hombres, que gimen en vano,
¡el coro terrible de la tripulación se sumerge en la muerte!
¡Oh! ¡No mostréis vuestros poderes! ¡Suplico sola,
mientras extasiada subo estos oscuros y románticos acantilados,
a la guerra de los elementos, a la espuma de las olas,
suplico la quietud, la lágrima dulce, que escucha el llanto de Fancy!

Capítulo XVI
Actos inhumanos
alimentan cuitas inhumanas, mentes infestadas
descargarán sus secretos en sus almohadas sordas.
Más necesita de lo divino que del médico.

MACBETH

A
la tarde siguiente, la vista de las torres del convento, elevándose entre los bosques umbrosos, recordó a Emily a la monja, cuyas condiciones tanto la habían afectado, y ansiosa por saber cómo estaba, así como por ver a algunas de sus antiguas amigas, extendió su paseo con Blanche hasta el monasterio. A su puerta había un carruaje, que, por el sudor de los caballos, parecía que acababa de llegar. Una quietud superior a lo común se extendía por el patio y los claustros, por lo que Emily y Blanche pasaron en su camino hacia el gran vestíbulo, donde una monja, que cruzaba hacia la escalera, replicó a las preguntas de la primera que la hermana Agnes seguía viva y sensible, pero que pensaban que no llegaría a la noche. En el salón encontraron a varias de las internas, que se alegraron al ver a Emily, informándole de pequeños detalles que habían sucedido en el convento desde su marcha, y que resultaban interesantes para ella únicamente porque se referían a personas que recordaba con afecto. Mientras conversaban, la abadesa entró en la habitación y expresó su satisfacción al ver a Emily, pero sus ademanes eran más solemnes que de costumbre y su rostro preocupado.

—Nuestra casa —dijo, tras los primeros saludos— es verdaderamente un lugar de tristeza. Una hija está pagando su deuda a la naturaleza. Tal vez ya habréis oído que nuestra hija Agnes está muriéndose.

Emily expresó su preocupación sincera.

—Su muerte nos ofrece una lección grande y tremenda —continuó la abadesa—; aprendámosla y beneficiémonos de ella. ¡Que nos enseñe a preparamos para el cambio que nos espera a todos! Sois jóvenes y está aún en vuestro poder el asegurar «la paz que sobrepasa toda comprensión», la paz de la conciencia. Conservadla en vuestra juventud para que pueda consolaros con los años, porque ¡vanas e imperfectas son las acciones de nuestros últimos años, si las de nuestra vida anterior han sido malas!

Emily habría dicho que las buenas acciones nunca serían vanas, así lo esperaba, pero consideró que era la abadesa la que hablaba y permaneció silenciosa.

—Los últimos días de Agnes —prosiguió la abadesa— han sido ejemplares. ¡Que sirvan para borrar los errores de los anteriores! Sus sufrimientos ahora, por fin, son grandes, ¡esperemos que sirvan para su paz después de este mundo! La he dejado con el confesor y con un caballero que hace tiempo estaba deseosa de ver y que acaba de llegar de París. Espero que sean capaces de administrarle el reposo que hasta ahora ha estado pidiendo su mente.

Emily se unió fervorosamente a su deseo.

—Durante su enfermedad ha hablado a veces de vos —continuó la abadesa—, tal vez la consolará veros. Cuando las visitas que están con ella la dejen, iremos a su celda, si la escena no es demasiado melancólica para vuestro ánimo. Aunque tales escenas, por muy dolorosas que sean, debemos acostumbrarnos a verlas porque son saludables para el alma y nos preparan para lo que nosotros mismos hemos de sufrir.

Emily quedó seria y pensativa, porque la conversación le había traído el recuerdo de los momentos de la muerte de su querido padre, y deseó una vez más llorar sobre el lugar en el que habían sido enterrados sus restos. Durante el silencio que siguió a las palabras de la abadesa, muchas pequeñas circunstancias que rodearon sus últimas horas acudieron a su mente: su emoción al descubrir que se encontraba en la vecindad del Chateau-Ie-Blanc; su petición de ser enterrado en un lugar concreto de la iglesia del monasterio, y el solemne encargo que le había hecho de destruir ciertos papeles sin examinarlos. Recordó también las palabras misteriosas y horribles de aquellos manuscritos, en los que involuntariamente se había fijado su mirada y, aunque ahora, y siempre que las había recordado, le producían una dolorosa curiosidad por su sentido y por los motivos de la orden de su padre, le había servido de consuelo fundamental el haber obedecido estrictamente sus indicaciones sobre el particular.

Poco más dijo la abadesa, que parecía demasiado afectada por el tema comentado para continuar conversando, y sus acompañantes habían estado silenciosas durante algún tiempo por la misma razón, cuando la meditación general se vio interrumpida por la entrada de un desconocido, monsieur Bonnac, que acababa de salir de la celda de la hermana Agnes. Parecía muy alterado, pero Emily supuso que su rostro tenía más la expresión del horror que del pesar. Tras retirarse con la abadesa a un lugar apartado de la habitación, conversó con ella durante algún tiempo, en el que pareció escucharle con la más viva atención y él hablar con precaución y con un interés mayor de lo común. Cuando hubo concluido, se inclinó silencioso ante el resto de las personas y salió de la habitación. Poco después la abadesa propuso que fueran a la celda de la hermana Agnes, a lo que Emily consintió, aunque con algunas dudas, y Blanche permaneció con las internas.

En la puerta de la celda se encontraron con el confesor, que, según observó Emily, al levantar la cabeza cuando se aproximaban, era el mismo que atendió a su padre moribundo, pero pasó sin apercibirse de ella. Entraron en la habitación, donde yacía la hermana Agnes sobre un colchón, atendida por una monja sentada en una silla a su lado. Había cambiado tanto su rostro que Emily casi no la reconoció de no haber sabido que era ella. Estaba tan sumergida en sus pensamientos que no se dio cuenta de la entrada de la abadesa y de Emily hasta que estuvieron al iado de su cama. Entonces, volviendo sus ojos cansados, los fijó en ellas con una mirada de horror fija en Emily, y gritó, exclamando:

—¡Esa visión se me presenta en mis horas de moribunda!

Emily dio un paso atrás aterrorizada y miró a la abadesa pidiendo una explicación, que le hizo una señal para que no se alarmara y en tono suave le dijo a Agnes:

—Hija, he traído a mademoiselle St. Aubert a visitaros. Pensé que os agradaría verla.

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