Los misterios de Udolfo (110 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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La muerte de sus padres el mismo año la dejó a su propia discreción, en las peligrosas circunstancias que rodean la juventud y la belleza. Le gustaba la compañía, disfrutaba con la admiración y deseaba la opinión del mundo, cuando ésta contradecía sus inclinaciones; tenía una vivacidad alegre y brillante y era señora de todas las artes de la fascinación. Su conducta era, como se podía esperar, consecuencia de la debilidad de sus principios y la fuerza de sus pasiones.

Entre sus numerosos admiradores estaba el fallecido marqués De Villeroi, quien, en una gira por Italia, vio a Laurentini en Venecia, donde residía habitualmente, y se convirtió en su adorador apasionado. Igualmente cautivada por la figura y por los méritos del marqués, que en aquel período era uno de los nobles más distinguidos de la corte francesa, supo tener el arte necesario para ocultarle los trazos peligrosos de su carácter y las culpas de su conducta, y él la pidió en matrimonio.

Antes de que las nupcias se celebraran, se retiró al castillo de Udolfo, adonde la siguió el marqués, y donde su conducta, abandonando los principios que había asumido últimamente, le descubrieron el precipicio sobre el que se encontraba. Una simple comprobación que hizo antes de que pensara que era necesaria, le convenció de que se había engañado con su carácter, y ella, que estaba destinada a ser su esposa, pasó a ser su amante.

Calmada en parte por estas promesas, aceptó que se marchara, y poco después su pariente, Montoni, que llegó a Udolfo, renovó la petición de su mano, que ella había rechazado antes y que volvió a negar. Mientras tanto, sus pensamientos estaban puestos constantemente en el marques De Villeroi, por el que surgió todo el delirio del amor italiano, aumentado por la soledad en la que se confinó a sí misma, ya que había perdido el gusto por los placeres de la compañía y por los entretenimientos alegres. Sus únicos consuelos eran suspirar y llorar ante una miniatura del marqués; visitar las escenas que habían sido testigo de su felicidad, poner todo su corazón al escribirle y contar las semanas, los días que habrían de pasar antes de que se cumpliera el período que él había mencionado para su probable regreso. Pero aquel período pasó sin que llegara, y semana tras semana se vieron sucedidas en dolorosa y casi intolerable expectación. Durante este tiempo, la fantasía de Laurentini, ocupada incesantemente por una sola idea, se alteró, y todo su corazón, al estar dedicado a una sola persona, hizo que la vida le resultara odiosa cuando pensaba que lo había perdido.

Pasaron varios meses en los que no tuvo noticia alguna del marqués De Villeroi, y sus días se vieron marcados a intervalos con el frenesí de la pasión y la tristeza de la desesperanza. Se apartó de todos los visitantes, y en ocasiones permanecía en su habitación durante semanas, negándose a hablar con cualquier persona, excepto con su criada favorita, escribiendo borradores de cartas, leyendo una y otra vez las que había recibido del marqués, llorando sobre su retrato y hablándole durante horas sin sentido, en reproches o en tono cariñoso, alternativamente.

Finalmente, le llegó la noticia de que el marqués se había casado en Francia, y, tras sufrir todos los extremos de amor, celos e indignación, tomó la resolución desesperada de ir secretamente a ese país, y, si el informe resultaba verdadero, intentar una profunda venganza. Sólo confió el plan del viaje a su criada favorita, que habría de acompañarla. Tras reunir las joyas que había heredado de muchas ramas de su familia, que eran de un valor inmenso, y todo el dinero, que alcanzaba una gran suma, lo guardaron en un baúl, que fue llevado en secreto a una ciudad próxima, adonde acudió Laurentini con su única criada y desde donde partieron a Ligorna, con destino a Francia.

Cuando, a su llegada al Languedoc, comprobó que el marqués De Villeroi se había casado hacía algunos meses, su desesperación casi la privó de la razón, y alternativamente proyectó y abandonó la horrible decisión de asesinar al marqués, a su esposa y a ella misma. Por fin procuró interponerse en su camino, con la intención de reprocharle su conducta y clavarse un puñal en su presencia. Cuando le vio de nuevo, al encontrarse con el destinatario de sus pensamientos y de su afecto durante largo tiempo, el resentimiento cedió ante el amor. Falló su decisión, tembló en medio del conflicto de emociones que asaltaron su corazón, y se desmayó.

El marqués no estaba a prueba contra su belleza y sensibilidad. Toda la energía con la que la había amado regresó, porque había resistido a su pasión por prudencia más que por haberla superado con indiferencia, y, puesto que el honor de su familia no le permitía casarse con ella, había tratado de dominar su amor lográndolo hasta entonces con la selección de la que entonces era la marquesa, su esposa, a quien quiso al principio con un afecto templado y racional. Pero las suaves virtudes de aquella dama no le compensaban de la indiferencia de ella, que estaba presente a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo, y llevaba tiempo sospechando que su afecto se dirigía a otra persona cuando Laurentini llegó al Languedoc. La artera italiana advirtió pronto que había recobrado su influencia sobre él y, aplacada por el descubrimiento, decidió vivir y emplear todos sus encantos para lograr su consentimiento para el acto diabólico que creía necesario para asegurar su felicidad. Condujo su proyecto con profundo disimulo y perseverancia paciente, y tras estrangular completamente el afecto del marqués por su esposa, cuya bondad gentil y comportamiento sin pasión había cesado de agradarle, en contraste con el carácter cautivador de la italiana, procedió a despertar en él los celos del orgullo, ya que no eran posibles los del amor, e incluso le señaló la persona a la que afirmaba que la marquesa había sacrificado su honor. Laurentini había provocado primero que le hiciera la solemne promesa de no vengarse de su rival. Esto era una parte importante de su plan, porque sabía que si su deseo de venganza era contenido ante uno de ellos, se dirigiría con más violencia hacia el otro, y que podría entonces, tal vez, convencerle de cometer el acto horrible que le liberaría de la única barrera que le impedía hacerla su esposa.

La inocente marquesa, mientras tanto, observaba con extremo pesar el cambio en el comportamiento de su marido. Se hizo reservado y pensativo en su presencia; su conducta era austera y a veces incluso ruda y la abandonaba durante muchas horas en las que lloraba por su falta de gentileza, y en las que hacía planes para recuperar su afecto. Su conducta le afligía aún más porque, obediente a las órdenes de su padre, había aceptado su mano aunque no había depositado su afecto en otro, cuya amable disposición habría asegurado su felicidad, según tenía razones para creer. Laurentini lo había descubierto poco después de su llegada a Francia y había hecho amplio uso de ello en sus propósitos referidos al marqués, a quien presentó el asunto como una aparente prueba de infidelidad de su esposa, para que con la ira desesperada del honor herido, accediera a destruir a su mujer. Le fue administrado un veneno lento. y cayó víctima de los celos y astucias de Laurentini y de la debilidad culpable de su marido.

Pero el momento del triunfo de Laurentini, el momento en el que esperaba que se completaran todos sus deseos, fue únicamente el comienzo de un sufrimiento que no la abandonó hasta la hora de su muerte.

La pasión de venganza, que en parte la había estimulado para la comisión de aquel acto atroz, murió en el mismo momento en que fue satisfecho y la dejó con los horrores de la piedad insuperable y del remordimiento, que habría emponzoñado probablemente todos los años que se había prometido a sí misma con el marqués De Villeroi, si sus esperanzas de casarse con él se hubieran cumplido. Pero él también descubrió que el momento de su venganza era el de su remordimiento y se detestó como cómplice en aquel crimen. El sentimiento que había confundido por el de convicción ya no existía, y se quedó sorprendido y desolado cuando no quedó prueba alguna de la infidelidad de su esposa, sino que había sufrido el castigo de su culpabilidad. Cuando le informaron de que estaba muriendo, tuvo la seguridad inesperada de su inocencia, y ni siquiera la solemne afirmación que ella le hizo en su última hora fue capaz de superar la convicción de su conducta sin culpa.

En los primeros momentos del horror del remordimiento y de la desesperación se sintió inclinado a entregarse, junto con la mujer que le había llevado a aquel abismo de culpabilidad, en manos de la justicia; pero, cuando el paroxismo de su sufrimiento fue superado, modificó sus intenciones. A Laurentini la vio sólo una vez después de aquello y fue para acusarla de instigadora de su crimen y para decirle que no le quitaría la vida con la condición de que pasara el resto de sus días en oración y penitencia. Dominada por la contrariedad, al recibir el aborrecimiento del hombre por el que no había tenido escrúpulos de manchar su conciencia con sangre humana, y conmovida por el horror del delito que había cometido, renunció al mundo y se retiró al monasterio de Santa Clara, como víctima espantosa de una pasión no contenida.

El marqués, inmediatamente después de la muerte de su esposa, abandonó el Chateau-le-Blanc, al que nunca regresó, y trató de perder el sentimiento de su delito en el tumulto de la guerra o en las disipaciones de una capital; pero sus esfuerzos fueron vanos; una profunda desesperación le conmovió desde entonces, de la que ni sus más íntimos amigos pudieron rescatarle, y murió finalmente rodeado de un horror casi igual al que había sufrido Laurentini. El médico, que había observado la singular apariencia de la desafortunada marquesa tras su muerte, había sido sobornado para que guardara silencio, y como los comentarios de algunos de los criados no llegaron más allá del murmullo, el asunto no fue nunca investigado. No se sabe si aquellos comentarios llegaron al padre de la marquesa, y, si fue así, si las dificultades para obtener alguna prueba impidieron que persiguiera al marqués De Villeroi. Pero su muerte fue profundamente lamentada por algunos miembros de su familia, y particularmente por su hermano, monsieur St. Aubert, ya que ésta era la relación que existía entre el padre de Emily y la marquesa; y no hay dudas de que sospechó de las razones de su muerte. Se cruzaron muchas cartas entre el marqués y él poco después de la muerte de su querida hermana, cuyo contenido es desconocido, pero hay razones para creer que se referían a la causa de su muerte; y éstos fueron los papeles, junto con algunas cartas de la marquesa en las que confiaba a su hermano las causas de su infelicidad, que St. Aubert había pedido solemnemente a su hija que destruyera, y su ansiedad por su tranquilidad hacía probable que impidiera que llegara a conocer la triste historia a la que aludían. Había sido tal su aflicción con la muerte de su hermana favorita, cuyo infeliz matrimonio había despertado desde el principio su más tierna piedad, que nunca pudo oír su nombre o mencionárselo a sí mismo tras su muerte, excepto a madame St. Aubert. Había ocultado cuidadosamente su historia y su nombre a Emily, cuya sensibilidad temía que se viera afectada al extremo de que había permanecido ignorante hasta entonces de que fuera familia de la marquesa De Villeroi, y por este motivo había suplicado el silencio de su única hermana superviviente, madame Cheron, que había observado escrupulosamente su ruego.

St. Aubert había llorado sobre algunas de las últimas cartas patéticas de la marquesa cuando fue visto por Emily, en la víspera de su marcha de La Vallée, y fue su retrato lo que acarició tan tiernamente. Su desastrosa muerte explica la emoción que dejó traslucir al oír que La Voisin mencionaba su nombre y su petición de ser enterrado cerca del sepulcro de los Villeroi, donde habían sido depositados los restos de la marquesa, pero no los de su marido, que fue enterrado cuando murió en el norte de Francia.

El confesor que atendió a St. Aubert en sus últimos momentos le reconoció como hermano de la difunta marquesa, y St. Aubert, en su ternura por Emily, le suplicó que ocultara el hecho e hizo lo mismo con la abadesa, a cuyo cuidado la recomendó particularmente; peticiones que habían sido exactamente observadas.

Laurentini, a su llegada a Francia había ocultado cuidadosamente su nombre y familia, y para mejor disfrazar su historia real, había provocado, al entrar en el convento, la que circulaba, que había sido contada por la hermana Frances y es probable que la abadesa, que no presidía el convento cuando fue novicia fuera también totalmente ignorante de la verdad. El profundo remordimiento que se apoderó de la mente de Laurentini, junto con los sufrimientos de su pasión contrariada, ya que seguía amando al marqués, volvieron a desequilibrarla y, tras los primeros paroxismos de desesperación, su ánimo se vio envuelto de una melancolía pesada y silenciosa, que tuvo pocas interrupciones con sus ataques de frenesí, hasta el momento de su muerte. Durante muchos años, su único entretenimiento fue pasear por los bosques próximos al monasterio, en las solitarias horas de la noche y tocar su instrumento favorito, al que en ocasiones unía el tono encantador de su voz, en las arias más solemnes y melancólicas de su país nativo, moduladas por todos los sentimientos energéticos que yacían en su corazón. El médico que la atendía recomendó a la superiora que le permitiera hacerlo como único medio de tranquilizar su mente alterada, y había paseado en las solitarias horas de la noche, con la criada que la acompañó desde Italia; pero como esa tolerancia estaba contra las reglas del convento, se mantuvo lo más secreta posible, y así la música misteriosa de Laurentini se había combinado con otros hechos para producir la creencia de que no sólo el castillo, sino su vecindad, estaban embrujados.

Poco después de ingresar en la santa comunidad, y antes de que mostrara allí cualquier síntoma de locura, hizo testamento, en el que, tras legar una parte considerable al convento, dividió el resto de sus propiedades personales, de las que sus joyas eran muy valiosas, entre la esposa de monsieur Bonnac, que era una dama italiana pariente suya y el superviviente más próximo de la fallecida marquesa De Villeroi. Como Emily St. Aubert era no sólo la más próxima, sino la única pariente, este legado pasaba a ella y explicaba así todo el misterio de la conducta de su padre.

El parecido entre Emily y su desafortunada tía había sido observado frecuentemente por Laurentini y había ocasionado el comportamiento singular que la alarmó anteriormente; pero fue en la hora de la muerte de la monja cuando su conciencia perpetuó la idea de la marquesa haciéndola más sensible que nunca y, en su frenesí, creyó que no se trataba de un parecido con la persona a la que ella había herido, sino el mismo original. La extraña afirmación que siguió al recobrar su sentido, de que Emily era hija de la marquesa De Villeroi, surgió de la sospecha de que lo fuera porque, sabiendo que su rival, cuando se casó con el marqués, estaba enamorada de otra persona, no tuvo escrúpulos en creer que había sacrificado su honor, como el suyo, a una pasión irresistible.

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