Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
—Mi tía debe quedarse en silencio —dijo Emily—, vete Cario; si necesitáramos tu ayuda, te haría llamar. Mientras, si tienes ocasión, habla con afecto de tu señora al signor.
—¡He visto demasiado! —dijo Cario—, tengo muy poca influencia con el signor. Debéis ocuparos vos. No me gusta esa herida y tenéis mal aspecto.
—Gracias, amigo mío, por tu consideración —dijo Emily sonriéndole amablemente—; la herida no tiene importancia, ha sido al caerme.
Cario movió la cabeza con disgusto y salió de la habitación. Emily y Annette continuaron atendiendo a su tía.
—¿Le dijo mi señora al signor lo que había dicho Ludovico? —preguntó Annette en un susurro; pero Emily tranquilizó sus temores.
—Sabía que esta discusión llegaría —continuó Annette—, supongo que el signor ha pegado a mi señora.
—No, no, Annette, te equivocas, no ha pasado nada extraordinario.
—Las cosas extraordinarias suceden aquí tan a menudo, mademoiselle, que ya no sorprenden. Esta mañana ha llegado al castillo otro grupo de hombres malencarados.
—¡Silencio!, Annette, molestarás a mi tía. Hablaremos de eso después.
Continuaron en silencio hasta que madame Montoni dio un leve suspiro. Emily cogió su mano y le habló con suavidad, pero su tía la miró sin reconocerla y pasó bastante tiempo antes de que se diera cuenta que se trataba de su sobrina. Sus primeras palabras fueron para preguntar por Montoni, a lo que Emily respondió rogándole que levantara su ánimo y que estuviera callada, añadiendo que si quería hacerle llegar algún mensaje, ella se ocuparía de hacerlo.
—No —dijo su tía con desmayo—, no, no tengo nada que decirle. ¿Insiste en decir que seré cambiada de habitación?
Emily contestó que no había dicho una palabra sobre el tema desde que lo expresó ante madame Montoni. Trató entonces de distraer su atención con otros temas, pero su tía no parecía escuchar lo que le decía y siguió perdida en secretos pensamientos. Emily, tras traer algunos alimentos, la dejó al cuidado de Annette y se fue a buscar a Montoni, al que encontró en la parte más lejana de la muralla, conversando con un grupo de hombres como los que había descrito Annette. Le rodeaban con gesto fiero, aunque dominados por él, mientras Montoni, que hablaba con vehemencia señalando los muros, no advirtió la llegada de Emily, que se mantuvo a cierta distancia, esperando a que él terminara de hablar, y observando involuntariamente la apariencia de un hombre, más salvaje que sus compañeros, que estaba apoyado en su pica y mirando por encima de los hombros de uno de ellos a Montoni, al que escuchaba con especial atención. Aquel hombre aparentaba ser de baja condición, aunque sus miradas parecían no reconocer la superioridad de Montoni, como hacía el resto, y en ocasiones asumía un aire de autoridad que las maneras decididas del signor no conseguían refrenar. Unas pocas palabras de Montoni le llegaron con el viento; y, en el momento en que se apartaba de aquellos hombres, le oyó decir, «entonces, esta tarde; comenzad la vigilancia al ponerse el sol».
—A la puesta del sol, signor —replicaron uno o dos de ellos y se alejaron.
Emily se acercó a Montoni, que parecía deseoso de evitarla, y ella, aunque lo advirtió, tuvo el coraje de insistir. Volvió a interceder por su tía, haciéndole saber sus sufrimientos y poniéndole de manifiesto los peligros de exponerla a una habitación fría en su estado en aquel momento.
—Sufre por su propia locura —dijo Montoni—, y no hay que tener piedad. Sabe muy bien cómo pueden evitarse esos sufrimientos en el futuro. Si es llevada al torreón, será culpa suya. Que aprenda a ser obediente y firme los documentos de los que ya me has oído hablar y no volveré a pensar en ello.
Cuando Emily se atrevió a insistir en su petición, él mantuvo primero silencio y después la rechazó por intervenir en los asuntos de su matrimonio, despidiéndola finalmente con esta confesión: No la trasladaría aquella noche, sino que lo dejaría para la siguiente, y que tuviera oportunidad de considerar que debía cederle sus propiedades o quedar prisionera en el torreón del este del castillo, «donde encontrará —añadió—, un castigo que no se espera».
Emily corrió entonces a informar a su tía del breve respiro y de la alternativa que la esperaba, a lo que ésta no hizo réplica alguna, pero se quedó pensativa, mientras Emily, considerando su extrema debilidad, trató de calmarla orientando la conversación a otros temas. Aunque sus esfuerzos no tuvieron éxito, y madame Montoni se mantuvo en su decisión por lo que se refiere al extremo de su problema, pareció distenderse y Emily le recomendó, por su propia seguridad, que debía someterse a la petición de Montoni.
—No sabes lo que me aconsejas —dijo su tía—, ¿no te das cuenta de que todas esas propiedades serán tuyas cuando muera, si insisto en mi negativa?
—No lo sabía, madame —replicó Emily—, pero el conocimiento de ello no me detendrá en aconsejaros que adoptéis esa conducta, que necesita no sólo vuestra paz, sino, según me temo, vuestra seguridad. No debéis dudar por esa consideración ni un solo momento en renunciar a ellas.
—¿Eres sincera, sobrina?
—¿Es posible que lo dudéis, madame?
Su tía pareció verse afectada.
—No eres indigna de esas propiedades, sobrina —dijo—, deseo conservarlas para ti. Me has mostrado una virtud que no esperaba.
—¿Es posible que haya merecido vuestro reproche, madame? —dijo Emily dolorida.
—¡Reproche! —continuó madame Montoni—, he alabado tu virtud.
—No es momento para hablar del ejercicio de la virtud —prosiguió Emily—, porque no hay tentación alguna que vencer.
—Sin embargo, monsieur Valancourt... —dijo su tía.
—¡Oh, señora! —interrumpió Emily anticipándose a lo que podía decirle—, no me hagáis que repare en ello, no me hagáis pensar en un deseo tan terriblemente egoísta —a continuación cambió de tema y siguió con madame Montoni hasta retirarse a su habitación para pasar la noche.
A aquella hora el castillo estaba en absoluto silencio y todos sus habitantes, excepto ella, parecían haberse retirado a descansar. Según recorría las amplias y solitarias galerías, polvorientas y silenciosas, sintió un temor y unas aprensiones sin saber exactamente por qué. Cuando entró por el pasillo, recordó el incidente de la noche anterior, y se apoderó de ella una preocupación similar a la que había asaltado a Annette, pensando que le pudiera suceder lo mismo, porque real o imaginado, le causaría el mismo efecto en su ánimo debilitado. No sabía exactamente a qué habitación se había referido Annette, pero comprendió que sería alguna de las que habría de cruzar para llegar a la suya, y con una mirada temerosa hacia la oscuridad, avanzó ligera y con cuidado, llegando a una puerta, de la que procedía un leve ruido. Dudó y se detuvo, y sus temores aumentaron de tal modo que no tuvo fuerzas para seguir. Creyó que se trataba de una voz humana y se reanimó, pero, un momento después, se abrió la puerta y una persona que le pareció que se trataba de Montoni se asomó, retrocediendo instantáneamente y cerrando de nuevo, aunque tuvo tiempo de ver a la luz de la lámpara que había en la habitación a otra persona, sentada en una actitud melancólica junto al fuego. Su terror desapareció, pero dio paso a su asombro por la misteriosa actitud secreta de Montoni y por el descubrimiento de una persona que le visitaba a medianoche en una habitación que llevaba tanto tiempo cerrada, y de la que se contaban cosas tan extraordinarias.
Mientras, continuaba así, en dudas, dispuesta a vigilar los movimientos de Montoni, al mismo tiempo que temiendo irritarle si lo descubría, la puerta se abrió de nuevo con precaución y se cerró de inmediato como antes. Entonces avanzó sin hacer ruido hasta su cuarto, que estaba dos puertas más allá y, tras dejar su lámpara, volvió a un rincón oscuro del pasillo para observar a aquella persona, vista a medias, y para asegurarse si se trataba efectivamente de Montoni.
Esperó en silencio durante unos minutos, con los ojos fijos en la puerta, que se abrió de nuevo, apareciendo la misma persona, que efectivamente era Montoni. Salió con precaución, mirando a todos lados, cerró la puerta y siguió por el corredor. Poco después Emily oyó cómo cerraban con cerrojo por dentro, y se retiró a su habitación asombrada de lo que había visto.
Eran las doce. Al cerrar el ventanal oyó pasos en la terraza inferior, y vio con dificultad a varias personas que avanzaban y que pasaron por debajo. Oyó ruido de armas y un momento después la contraseña. Recordó las órdenes que había oído dar a Montoni, y teniendo en cuenta la hora, comprendió que eran los hombres que cambiaban la guardia del castillo. Se quedó escuchando hasta que todo quedó en silencio y se retiró a dormir.
¿Y no reposará en la muerte con la verdad de gratos susurros su alma desaparecida? ¿No humedecerá con lágrimas su tumba? SAYERS |
A
la mañana siguiente, Emily acudió temprano a la habitación de madame Montoni, que había dormido bien y estaba bastante recuperada. Su ánimo se había reconfortado con su salud y había revivido su resolución de oponerse a las exigencias de Montoni, aunque luchaba con sus temores, que Emily, que temblaba por las consecuencias de su continuada oposición, se decidió a confirmar.
Su tía, como ya se ha visto, era de un modo de ser que disfrutaba con la contradicción, que le había enseñado, cuando las circunstancias desagradables se habían ofrecido a su comprensión, a no tratar de llegar a la verdad, sino a buscar medios y argumentos con los que podían hacerles aparecer como falsos. Llevaba tanto tiempo sumida en esta propensión natura, que no tenía conciencia de poseerla. Las muestras de preocupación de Emily, despertaron su orgullo, en lugar de alarmarla o convencerla de su juicio, y seguía confiando en el descubrimiento de algún medio por el que pudiera evitar someterse a las peticiones de su marido. Considerando que si pudiera escapar del castigo, podría enfrentarse a su poder y, obteniendo una separación definitiva, vivir confortablemente en las propiedades que seguían siendo suyas, informó de esa posibilidad a su sobrina, quien coincidió en que sería la solución de su problema, pero dudó de la probabilidad de lograrlo. Le parecía imposible cruzar las puertas, aseguradas y guardadas como estaban, y el extremo peligro de confiar su proyecto a la indiscreción de un criado que pudiera traicionarla intencionadamente o descubrirlo de modo accidental. La venganza de Montoni sería imposible de contener si se descubrían sus intenciones; y, aunque Emily deseaba tan profundamente conseguir su libertad y regresar a Francia, se preocupó únicamente de la seguridad de madame Montoni, sin dejar de aconsejarla que accediera a la petición sin peores ofensas.
Las emociones encontradas continuaron anidando en el pecho de su tía, que no abandonaba la idea de hacer efectiva la oportunidad de escapar. Mientras estaba en ello, Montoni entró en la habitación, y, sin preocuparse por la indisposición de su esposa, dijo que venía a recordarle lo desaconsejable que era jugar con él y que le concedía únicamente hasta la tarde para decidir si accedía a sus demandas, o le obligaba, con su rechazo, a hacer que la trasladaran al torreón del este. Añadió que un grupo de caballeros cenarían con él aquel día, y que esperaba que se sentara a la cabecera de la mesa, en la que Emily también debería estar presente. Madame Montoni estaba a punto de negarse a ello también, pero considerando de pronto que su libertad durante aquel entretenimiento, aunque limitado, pudiera favorecer sus planes, condescendió aparentando que lo hacía de mala gana, y Montoni, poco después, salió de la habitación. Su orden conmovió a Emily con sorpresa y temores, que se vino abajo ante la idea de verse expuesta a las miradas de los desconocidos, como su imaginación le decía que sería, y las palabras del conde Morano, que volvieron a su mente, incrementaron dichos temores.
Cuando se retiró a prepararse para la cena, se vistió incluso con más sencillez que de costumbre, para tratar de escapar a la observación de los invitados. Una decisión que no le sirvió de mucho porque al volver a la habitación de su tía, se encontró con Montoni, quien censuró lo que él llamaba su remilgada apariencia, e insistió en que debía llevar el traje más espléndido que tuviera, e incluso el que le habían preparado para su proyectada boda con el conde Morano, que, como se descubrió en ese momento, su tía se había cuidado de traer con ella de Venecia. Había sido hecho, no al estilo veneciano, sino conforme a la moda napolitana, para destacar la silueta y la figura al máximo. Con él, sus hermosos rizos castaños se recogían negligentemente con perlas, cayendo después sobre la nuca. La simplicidad que había buscado madame Montoni en aquel vestido era espléndida y la belleza de Emily no había aparecido nunca tan cautivadora. Comprendía que la orden de Montoni no tenía otra intención que la ostentación de mostrar a su familia ricamente ataviada ante los ojos de los visitantes, y sólo su orden absoluta pudo evitar que se negara a llevar un vestido que había sido diseñado con un propósito tan ofensivo y menos aún llevarlo en aquella ocasión. Al bajar las escaleras para cenar, las emociones de su mente le hicieron sonrojarse, aumentando el interés de su expresión. Por timidez se había quedado en su habitación hasta el último momento, y, cuando entró en el salón, en el cual había sido dispuesta la cena, Montoni y sus invitados ya estaban sentados a la mesa. Se dirigió hacia donde estaba sentada su tía, pero Montoni hizo una señal con la mano y dos caballeros se pusieron en pie, para que se sentara entre ellos.
El mayor de los dos era un hombre alto, con el rostro muy italiano, nariz aguileña y ojos oscuros penetrantes, que relampagueaban con fuego cuando se agitaba, y, que incluso en aquellos momentos de descanso, retenían algo de lo salvaje de las pasiones. Su cara era alargada y estrecha y su piel de un amarillo sedoso.
El otro, que parecía tener unos cuarenta años, era muy distinto, aunque italiano, y su mirada era suave y penetrante; sus ojos, de un gris oscuro, pequeños y hundidos, su piel tostada por el sol y el contorno de su cara, aunque tendiendo a ovalado, irregular y mal formado.
Alrededor de la mesa estaban sentados otros ocho invitados, vestidos con uniformes y que, más o menos, tenían una expresión salvaje, de intenciones perversas o de pasiones licenciosas. Emily los miró tímidamente, y, al recordar la escena de aquella mañana, casi se sintió rodeada por bandidos, y al traer a su memoria la tranquilidad de su vida anterior, se sintió conmovida por la tristeza de su situación. El ambiente en el que se encontraban colaboraba en su fantasía. Era el viejo salón, tenebroso por el estilo de su arquitectura, por su gran tamaño y porque casi la única luz que les llegaba procedía de un gran ventanal gótico y por un par de puertas que, al estar abiertas, permitían una vista de las murallas del oeste, tras las cuales asomaban las agrestes montañas de los Apeninos.