Las articulaciones se hincharon: rodilleras y hombreras como melones, manos como rosarios de nueces. El visor cayó sobre el casco; por dentro iba provisto de instrumentos para medir la reserva de energía y la de aire.
El kzin gruñó:
—¿Y bien?
—Nada. Necesitaba más pruebas. Vámonos.
—Más pruebas, ¿de qué?
—Creo que ya sé quién construyó el Mundo Anillo y por qué los nativos se parecen tanto a los humanos. Pero, ¿para qué construyeron algo que no eran capaces de defender? Eso no se entiende.
—Si lo discutimos…
—No, no. Vámonos.
En la sección central de la nave hallaron un montón de escorias. Allí convergían media docena de corredores radiales y algunos tubos con escalerillas hacia arriba y hacia abajo. Cuatro de los mamparos aparecían con diagramas etiquetados por medio de diminutos, pero bien detallados, pictogramas.
—¡Qué práctico! Casi como si hubieran pensado en nosotros —comentó Luis.
—Los idiomas cambian —dijo el kzin—. Esta gente viajaba a impulsos del viento relativista; las tripulaciones podían encontrarse a siglos de diferencia, en cuyo caso tales ayudas les habrán sido muy útiles. Antes de las guerras contra la Humanidad, nosotros también tuvimos que recurrir a ellas para mantener unificado nuestro imperio. No veo pañoles, Luis.
—Tampoco el espaciopuerto tenía ninguna defensa. Al menos que sepamos —dijo Luis mientras reseguía los diagramas con el índice—. Comedores, enfermería, camarotes. Estamos en la zona de los camarotes. Hay tres centros de control; me parece un número excesivo.
—Uno para la navegación con los propulsores Bussard en el espacio interestelar. Otro para navegar y maniobrar en un sistema ocupado y para los sistemas de tiro, si existen. Y otro para el mantenimiento, como éste que muestra la corriente de aire en un pasillo.
El Inferior habló:
—Si conocían la transmutación usarían propulsores de conversión total.
—No necesariamente. Un chorro de radiaciones tan poderoso hubiera hecho estragos en un sistema habitado —dijo Luis—. ¡Ah! Aquí están las tuberías de registro, y van a los generadores de impulsión, al motor de fusión, a la inyección de combustible. Veamos primero el cuadro de mantenimiento, está en esta dirección, dos plantas más arriba.
La sala de mandos era pequeña: un banco acolchado frente a tres paredes de instrumentos y conmutadores. Bastaba tocar un punto del umbral para que los mamparos se encendieran de luz blancoamarillenta y también se iluminaran los instrumentos. Naturalmente, eran ininteligibles. Los pictogramas definían los grupos de mandos que controlaban la limpieza, la rotación, la circulación de agua, el saneamiento, la alimentación, el aire.
Luis empezó a tocar interruptores. No cabía duda de que los de uso más habitual serían los más grandes y fácilmente accesibles. Se detuvo al escuchar un silbido.
El manómetro incorporado en su visor empezó a subir.
El sistema era de baja presión, con un 40% de oxígeno. Humedad baja, pero presente. No se detectó ninguna sustancia nociva.
Chmeee había desinflado su traje y se lo estaba quitando. Luis se sacó el casco, dejó caer la mochila y se despojó del traje, todo ello con una precipitación no justificada. El aire le pareció seco y con olor a cerrado.
Chmeee dijo:
—Propongo que empecemos por el registro de las tuberías de alimentación de combustible. ¿Voy por delante?
—Como quieras.
En su propia voz Luis advirtió la tensión y la impaciencia que estaba procurando disimular. Si estaba de suerte, el Inferior no lo notaría. Era cosa de unos momentos. Se puso a la espalda anaranjada del kzin.
Abrieron la puerta, recorrieron un pasillo en curva, retornaron hacia el eje de la nave y bajaron por una escalerilla. Una gruesa mano peluda agarró el brazo a Luis y tiró de él hacia un corredor.
—Tenemos que hablar —gruñó el kzin.
—Sí, ¡y ya va siendo hora! Si puede escucharnos, estamos perdidos. Oye…
—Aquí no puede escucharnos. Tenemos que apoderarnos de «La Aguja Candente de la Cuestión», Luis. ¿Has pensado en eso?
—Sí. Pero es imposible. Tu intento fue meritorio, pero, ¿qué diablos vas a hacer ahora? No sabes pilotar la «Aguja». Ya has visto los mandos.
—Obligaré al Inferior a que lo haga.
Luis meneó la cabeza.
—Aunque fueses capaz de vigilarle constante e incesantemente durante dos años, creo que el sistema de supervivencia no aguantaría a dos durante ese tiempo, y acabaría por estropearse. Así debió de planearlo.
—Entonces, ¿te rindes?
Luis suspiró.
—De acuerdo, analicémoslo paso a paso. Al Inferior podemos presentarle un soborno plausible o una amenaza plausible, o matarlo si nos vemos capaces de pilotar solos la «Aguja».
—Sí.
—No podemos sobornarle con la oferta de ningún aparato mágico de transmutación porque no los hay.
—Temía que acabaras diciendo esa verdad.
—No hay más remedio. Una vez sepa que no nos necesita, ya podemos considerarnos muertos. Y no hay ninguna otra cosa con que podamos sobornarle —continuó Luis—. No podemos entrar en la cabina de mando, aunque haya discos portadores que llevan hasta allí, ¿en qué lugares de la «Aguja» se encuentran y cómo convencerás al Inferior de que los conecte? Y tampoco podemos atacarle. Los proyectiles no traspasarían un casco de la General de Productos. El casco está blindado y probablemente hay más blindajes entre nuestra celda y la cubierta de navegación. Un titerote no descuidaría ese detalle. No podemos dispararle con un láser porque los mamparos se convertirían en espejos y nos devolverían el rayo. ¿Qué nos queda? ¿Ondas sonoras? Basta con desconectar los micrófonos. ¿Se me olvida algo?
—La antimateria, aunque no necesitas recordarme que no tenemos.
—De manera que ni estamos en condiciones de amenazarle, ni de hacerle daño, ni de tomar la cabina de mandos.
El kzin, pensativo, se mesaba la melena del cuello.
—Se me acaba de ocurrir que quizá, después de todo, la «Aguja» no puede regresar al espacio conocido —dijo Luis.
—No sé a qué te refieres.
—Sabemos demasiado, somos muy mala publicidad para los titerotes. Apuesto a que el Inferior nunca pensó llevarnos de regreso a casa. ¿Qué se le ha perdido a él allí? Lo que él pretende es llegar hasta la Flota de los Mundos, que ahora está a unos veinte o treinta años luz de aquí, en la dirección opuesta. Aunque supiéramos pilotar la «Aguja», probablemente los sistemas de supervivencia no garantizan el radio de acción para llegar al espacio conocido.
—Entonces, ¿tendremos que robar una nave del Mundo Anillo?
—¿Ésta misma?
Luis meneó la cabeza.
—Ya veremos si es posible. Pero, aunque se hallase en condiciones, seguramente no sabríamos pilotaría. La raza de Halrloprillalar reclutaba tripulaciones de un millar, y además, según Prill, no se aventuraron nunca tan lejos. Aunque los Ingenieros del Mundo Anillo probablemente lo hicieron.
El kzin permanecía peculiarmente inmóvil, como si temiera soltar toda la energía contenida en su interior. Luis empezó a darse cuenta de que Chmeee estaba muy furioso.
—¿Me aconsejas que nos rindamos, entonces? ¿No podremos ni siquiera vengarnos?
Una y otra vez, mientras se hallaba bajo los efectos del cable, Luis lo había considerado. Trató de evocar aquel optimismo artificial, pero no lo halló dentro de sí mismo.
—Aprovechemos el tiempo. Registremos la zona del espaciopuerto. Si no hallamos nada, exploraremos el propio Mundo Anillo. Tenemos medios para ello. No permitiremos que el Inferior desista sin que hayamos encontrado una solución para nosotros, sea la que sea.
—Todo esto ha pasado por tu culpa.
—Ya lo sé. Por eso es tan divertido.
—Pues, ¿por qué no te ríes?
—Devuélveme mi contactor y reiré.
—Tus alocadas especulaciones nos han hecho esclavos de un chiflado comedor de raíces. ¿Por qué has de presumir siempre de ser más sabio de lo que en verdad eres?
Luis se sentó en el suelo, apoyando su espalda en uno de los paneles de luz amarilla.
—¡Parecía tan razonable! ¡Nej! ¡Era razonable! Fíjate en que los titerotes llevaban años estudiando el Mundo Anillo antes de que nosotros hiciéramos acto de presencia. Conocían su velocidad angular, sus dimensiones y su masa, apenas mayor a la de Júpiter. Y no hay nada más en el sistema; han desaparecido todos los planetas, las lunas, los asteroides. Parecía obvio. Los Ingenieros del Mundo Anillo tomaron un planeta del tipo de Júpiter y lo aprovecharon para material de construcción, junto con todo el resto del material planetario, y con ello hicieron el Mundo Anillo. Debió de ser suficiente con una masa, más o menos, como la del sistema Sol.
—Eso no fue más que una especulación.
—No olvides que nos convenció a ambos. Y los planetas gigantes gaseosos —continuó Luis, impertérrito— están formados principalmente de hidrógeno. Los Ingenieros del Mundo Anillo habrían tenido que transmutar el hidrógeno en el material, cualquiera que sea, que forma el suelo del Mundo Anillo. No se parece a nada que nosotros hayamos construido jamás. Debieron transmutarlo a una velocidad como para secar una supernova. Escucha, Chmeee: yo he visto el Mundo Anillo. Estaba dispuesto a creerme cualquier cosa.
—Y lo mismo Nessus —resopló el kzin, olvidando que él también había sido un crédulo—. Y Nessus interrogó a Halrloprillalar acerca de la transmutación, y ella pensó que nuestro amigo bicéfalo era encantadoramente ingenuo. Le contó la historia de las naves del Mundo Anillo que llevaban plomo para transmutarlo en combustible. ¡Plomo! ¿Y por qué no hierro? Aunque el hierro abultase más, tendría la ventaja de su mayor resistencia estructural.
Luis rió:
—A ella no se le ocurrió.
—¿Le dijiste alguna vez que eras partidario de la hipótesis de la transmutación?
—¿Para qué? Se habría partido de risa. Y ya era demasiado tarde para decírselo a Nessus, ya que para entonces estaba en el autoquirófano y le faltaba una cabeza.
—Grrrrr.
Luis se frotó sus doloridos hombros.
—Al menos uno de nosotros debería haber sido más listo. Ya te conté que hice algunos cálculos después de nuestro regreso. ¿Sabes cuánta energía se necesitaría para hacer girar la masa del Mundo Anillo a mil doscientos kilómetros por segundo?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Se necesita ¡muchísima! Miles de veces la cantidad de energía que disipa anualmente un sol de este tipo. ¿De dónde sacaron tanta energía los Ingenieros del Mundo Anillo? Lo que debieron de hacer fue desguazar una docena de Júpiters, o un planeta superjoviano de masa doce veces superior a la de Júpiter, constituido casi por entero de hidrógeno, no hay que olvidarlo. Gastarían parte de ese hidrógeno en el proceso de fusión para poner en marcha el proyecto, y reservarían más en botellas magnéticas. Después de construir el Mundo Anillo con los residuos sólidos, necesitarían combustible para los cohetes de fusión destinados a acelerarlo.
—Rectificar es de sabios —observó Chmeee mientras paseaba arriba y abajo por el corredor, erguido sobre las patas traseras como un hombre, pensativo—. Así que somos esclavos de un alienígena loco que busca una máquina prodigiosa que nunca existió. ¿Qué pasará durante ese año que nos queda?
Privado de corriente, le resultaba difícil mostrarse optimista.
—Exploraremos. Con transmutación o no, algo de valor ha de encontrarse en el Mundo Anillo, y puede que lo encontremos. O quizá haya llegado ya la expedición de las Naciones Unidas. A lo mejor nos tropezamos con una tripulación del Mundo Anillo con mil años de edad. Y, a lo mejor, el Inferior se aburre de estar solo en la cabina de navegación y nos invita a acompañarle.
El kzin paseaba, azotando el aire con la cola.
—¿Puedo fiarme de ti? El Inferior es dueño de la corriente que suministra a tu cerebro.
—Voy a dejar el hábito.
El kzin resopló.
—¡Por los huevos del discutidor! He vivido dos siglos y medio, Chmeee. He hecho de todo. Fui jefe de cocina; ayudé a construir y a poner en marcha una colonia satélite sobre Down; durante una temporada me establecí en la Tierra y viví como granjero. Aunque ahora soy cableta, no hay nada eterno. Durante doscientos años no se puede estar haciendo siempre lo mismo. Un matrimonio, una carrera, una afición… valen para veinte años, e incluso es posible que se haya de repetir. He trabajado algo en medicina experimental. Escribí buena parte de ese trabajo sobre la cultura Trinoc que ganó una…
—La adicción a la corriente afecta directamente al cerebro, Luis. Es otra cosa.
—Sí. Sí, ya sé que es diferente. —Luis notó que se le caía encima la depresión como un muro negro que le aplastaba—. O todo blanco o todo negro. O emite el hilo, o no emite. No hay variedad. Ya estoy harto.
Estaba harto antes de que el Inferior me cortase la corriente.
—Pero no abandonas el contactor.
—Dejo que el Inferior crea que no puedo.
—Quieres que yo crea que sí puedes.
—Sí.
—¿Y qué me dices de ese Inferior? Nunca oí hablar de un titerote que se comportase de un modo tan extraño.
—Lo sé. Me pregunto si todos los exploradores chiflados serían del sexo de Nessus. Es decir, si…, llamémosles los machos portadores de semen… son la variante dominante.
—Brrrr.
—No necesariamente ha de ser así. La clase de locura que envía a un titerote a la Tierra porque no sabe tratar con otros titerotes no es la misma locura que hace a un José Stalin. ¿Qué quieres, Chmeee? Yo no sé cómo va a reaccionar. Si admitimos que tiene algo de seso, aplicará las técnicas comerciales de la General de Productos. Él no sabe otra manera de tratar con nosotros.
El aire de la nave dejaba un relente metálico y frío. Había demasiado metal en aquellos vehículos, pensó Luis. Parecía extraño que la raza de Halrloprillalar no emplease materiales más avanzados. Construir un propulsor Bussard no era trabajo para unos inexpertos.
El olor era cada vez más raro y los paneles luminosos empezaban a perder brillo. Sería mejor no tardar demasiado en volverse a poner los trajes presurizados.
Chmeee dijo:
—Tenemos el módulo, serviría como vehículo espacial.
—¿A qué llamas tú un vehículo espacial? Se necesita un radio de acción interplanetario, puesto que se trata de recorrer el Mundo Anillo. Pero no creo que con él pudiéramos llegar a otra estrella.