Todas las pantallas que ensayó le dieron alfabetos ilegibles, sin imágenes ni voz. Por fin, al fondo y frente a un grupo de pantallas, distinguió un cuello de corte familiar.
—¿Harkabeeparolyn?
La bibliotecaria se volvió. Nariz pequeña y chata; labios delgados, frente despejada y cráneo de finas líneas, cabello largo y ondulado por detrás, muy blanco… caderas bien torneadas y bonitas piernas. A lo humano, tendría unos cuarenta años, pero era posible que los Ingenieros envejeciesen más deprisa, o más despacio: Luis no lo sabía.
—¿Sí?
Hablaba con voz cortante. Luis dio un respingo.
—Necesito una pantalla con programa de voz y una cinta que me informe sobre las características del scrith.
Ella frunció el ceño.
—No entiendo qué quiere decir con eso de un programa de voz.
—Que quiero que me lea la cinta en voz alta.
Harkabeeparolyn se quedó mirándole y luego se echó a reír. Trató de contener la risa, pero no pudo, y en todo caso ya era demasiado tarde: todo el mundo se había vuelto hacia ellos.
—No existe tal cosa, ni ha existido nunca —procuró susurrar, pero la hilaridad la vencía y la obligaba a levantar la voz más de lo que se proponía—. ¿Qué pasa? ¿Es que no sabe usted leer?
¡Sangre y nej! Luis notó que empezaban a encendérsela hasta las orejas. El alfabetismo era algo admirable, por supuesto, y todo el mundo aprendía a leer tarde o temprano, al menos en Intermundial. Pero no era ninguna cuestión de vida o muerte, ¡puesto que todos tenían las cajitas parlantes! ¡Y sin una de éstas, su traductora no le servía de nada!
—Necesito más ayuda de la que me figuraba. Necesito que alguien lea para mí.
—Necesita más ayuda de la que ha pagado. Que su amo lo negocie otra vez.
Luis no quería arriesgar un intento de soborno a aquella mujer tan altiva.
—¿Querrá ayudarme a encontrar las cintas que necesito?
—Ha pagado para eso. Ha pagado incluso por el derecho a interrumpir mis propias investigaciones. Dígame qué necesita —dijo ella con brusquedad, y pulsó varias teclas.
Por la pantalla desfilaron varias páginas de una escritura desconocida.
—¿Sobre las características del scrith? Aquí tenemos un texto de física. Hay capítulos sobre la estructura y la dinámica del mundo, y uno de ellos habla del scrith. Quizá sea demasiado elevado para usted.
—Quiero eso, y también un texto de física elemental.
Ella no pareció muy convencida.
—Muy bien —pulsó más teclas—. Una cinta antigua, para estudiantes de ingeniería, sobre la construcción del sistema de transporte de los bordes. Tiene sólo un interés histórico, pero tal vez le diga algo a usted.
—Lo quiero. ¿Ustedes vieron alguna vez la parte inferior del mundo?
La bibliotecaria se irguió.
—Por supuesto debió de ser así. Éramos los amos del mundo y de las estrellas y poseíamos máquinas tales que harían que el Pueblo de la Máquina nos adorase si las tuviéramos todavía.
De nuevo se puso a tocar las teclas.
—Pero no tenemos registros de tal hecho. ¿Para qué necesita saber todo eso?
—Ni yo mismo lo sé todavía. ¿Puede ayudarme a rastrear los orígenes de la antigua droga de la inmortalidad?
Harkabeeparolyn rió, con discreción esta vez.
—No creo que pueda transportar tantas cintas. Los que fabricaban la droga nunca transmitieron su secreto. Los que han escrito tantos libros sobre ella no la han visto jamás. Puedo darle cintas religiosas, informes de policía, invenciones, relatos de expediciones a diferentes partes del mundo. Tenemos, por ejemplo, esta leyenda de un vampiro inmortal que asedió durante un millar de falans a los gigantes de las praderas, y que a medida que pasaban los años se volvía más astuto, hasta que llegó un día en que…
—No.
—El escondrijo donde tenía la droga no fue hallado nunca. ¿No?, veamos qué más hay. El edificio Ktistek entró en la federación de los Diez porque a los demás edificios se les acabó la droga antes que al Ktistek. Un episodio político fascinante…
—No, dejémoslo. ¿Sabe algo acerca del Gran Océano?
—Hay dos grandes océanos —le informó ella—. De noche se distinguen con facilidad en el Arco. Algunas de las historias más antiguas sobre la droga de la inmortalidad aseguran que procedía del Océano que está a contragiro.
—¡Ah!
Harkabeeparolyn sonrió; aquella boca sin labios podía asumir una expresión pícara.
—Es usted un ingenuo. Las únicas características del Arco que se distinguen a simple vista son ésas. Si viniese de muy lejos algo muy valioso que luego dejó de venir, nunca faltaría quien situara sus orígenes en uno de los Grandes Océanos. ¿Quién podría rebatírselo o indicar otro origen?
—Seguramente tiene usted razón —suspiró Luis.
—¿Qué relación tienen entre sí sus preguntas, Luhiwu?
—A lo mejor, ninguna.
Ella le trajo las bobinas solicitadas, y otra más: un volumen de cuentos infantiles del Gran Océano.
—Ignoro si pueden serle de utilidad. No puede robarlos, porque le registrarán antes de salir, y además, tampoco podría llevarse una máquina lectora.
—Gracias por su ayuda.
Necesitaba que alguien le leyera.
No tenía valor para dirigirse a un desconocido cualquiera, conque ¿por qué no probar con un desconocido que no fuera cualquiera? En una de aquellas salas había visto una mujer chacal. Si los de la granja de las sombras tenían noticias de Luis Wu, posiblemente aquélla también las tendría.
Pero la mujer chacal se había ido, dejando sólo el olor.
Luis se dejó caer en un sillón delante de una de las pantallas, y cerró los ojos. Las inútiles bobinas le abultaban dos de los bolsillos de su chaleco. Todavía no estoy vencido, pensó. Si encontrase otra vez al chaval. O si consigo que me lea Fortaralisplyar, o enviar a por alguien. Costará más, naturalmente. Siempre cuesta todo más. Y lleva más tiempo.
La máquina lectora era un trasto grande, amarrado, además, a la pared mediante un grueso cable. Los fabricantes de aquello, evidentemente, no disponían de superconductores. Luis cargó una de las bobinas y se quedó mirando aquellos jeroglíficos. La definición de la pantalla no era muy buena, y no quedaba sitio para ninguna rejilla de altavoz: Harkabeeparolyn le había dicho la verdad.
«No tengo tiempo para esto.»
Luis se puso en pie. No le dejaron otra opción.
El tejado de la Biblioteca era un extenso jardín. Los senderos estaban dispuestos en sentido radial, a partir de la salida de la escalera de caracol. Entre ellos, macizos de flores gigantes productoras de néctar se criaban en una rica tierra negra. Había también pequeños dragones de piedra verde oscuro cuyas bocas eran floreros de pequeñas corolas azules, y una mancha de plantas «salchicha» que al abrirse dejaban brotar hermosas flores doradas, y árboles de zarcillos colgantes que parecían fideos moteados de verde y amarillo.
En los bancos dispuestos aquí y allá, las parejas ignoraban la presencia de Luis, dándole una sensación de seguridad. Vio bastantes túnicas azules del personal de la biblioteca; un bibliotecario alto encabezaba un grupo parlanchín de turistas de la raza del Pueblo Colgante. No se veía a nadie que tuviera cara de guardián. Del tejado de la biblioteca no partía ninguna rampa exterior, así que no había nada que guardar, excepto si el posible ladrón estuviera dotado de la facultad de volar.
Luis se proponía dar muy mal pago a la hospitalidad recibida; claro que había tenido que comprarla…, pero aun así le causaba remordimiento.
A un lado se alzaba el condensador de agua, que tenía la figura de una vela triangular y precipitaba el líquido a un estanque en media luna, rodeado de críos de la raza de los Ingenieros. Luis oyó su nombre: «¡Luhiwu!» y se volvió justo a tiempo para sujetar un balón que habían arrojado contra su pecho.
El muchacho de pelo castaño a quien había conocido en la sala de mapas dio una palmada y le reclamó la pelota.
Luis titubeó. ¿Debía advertirle que abandonase el tejado? Ya que aquel lugar iba a resultar pronto muy peligroso. Pero el muchacho era listo, quizá lo suficiente para entender las implicaciones de tal advertencia y llamar a los guardias.
Luis le devolvió la pelota, le hizo una seña de despedida con la mano y se alejó.
¡Ojalá se le ocurriese algún truco para evacuar por completo el tejado!
No había barandilla ni antepecho al borde del mismo. Luis se acercó con precaución. Rodeó un macizo de árboles de troncos retorcidos y, tras ocultarse detrás, se consideró suficientemente al abrigo de indiscreciones para usar la traductora.
—¿Inferior?
—Te oigo. Chmeee sigue combatiendo. Ha golpeado una vez, y ha fundido uno de los lanzaproyectiles del gran barco. No adivino sus motivos. Que está demostrándoles la superioridad de sus defensas.
—Luego negociará.
—¿Para qué?
—No creo que ni él mismo lo sepa. Dudo que estén en condiciones de ayudarle, a no ser para ofrecerle un par de hembras. Oye, Inferior, no vale la pena continuar la investigación aquí. Me es imposible leer las pantallas, y además hay demasiado material. Podría llevarme una semana.
—¿Qué será capaz de perpetrar Chmeee en una semana? No me atrevo ni a pensarlo.
—Sí. He conseguido varias bobinas de máquina lectora. Nos servirían para averiguar la mayor parte de lo que necesitamos saber, si fuéramos capaces de descifrarlas. ¿Sabrías apañárselas con ellas?
—No lo creo. ¿Podrías tú proporcionarme una de esas máquinas lectoras? Con eso podría pasar las cintas por la pantalla y reproducirlas para el ordenador de a bordo.
—Es una máquina pesada, y tiene un cable muy grueso que…
—Corta el cable.
Luis suspiró.
—De acuerdo, y luego, ¿qué?
—Ya veo la ciudad flotante a través de la cámara de la sonda. La conduciré hasta ti. Hay que desmontar el filtro de deuterio para acceder al disco teleportador. ¿Tendrás al menos una llave?
—No tengo ni una sola herramienta. Sólo me han dejado la linterna láser. Ya dirás por dónde he de cortar.
—Espero que merezca la pena arriesgar la mitad de mis medios de aprovisionamiento. Muy bien. Si logras hacerte con una de esas máquinas lectoras, y si podemos trasladarla con uno de nuestros discos, estupendo. De lo contrario, llévate las cintas; a lo mejor conseguimos hacer algo con ellas.
Luis, de pie al borde del tejado de la Biblioteca, contemplaba el paisaje, en el que destacaba la mancha de sombra de la granja, el terreno circundante, bañado por el resplandor del mediodía, estaba cuadriculado de cultivos en todas direcciones; el río Serpiente se alejaba describiendo una curva hacia babor y desaparecía entre dos colinas. Más allá de éstas se divisaban lagos, llanos, una cordillera en miniatura, otros lagos diminutos, todo ello azulado por la distancia, y al final la curva ascendente del Arco. Medio hipnotizado, Luis se quedó contemplando el cielo y apenas reparó en el paso de las horas.
De pronto, apareció en el aire la sonda, seguida de una estela azulada. Cuando aquel fuego casi invisible tocó el techo de la Biblioteca, el jardín y el suelo se convirtieron en un infierno anaranjado. Los diminutos humanoides del Pueblo Colgante, los bibliotecarios ensotanados de azul y los niños echaron a correr hacia la escalera de caracol, entre gritos desesperados.
La sonda se posó en medio de un hervor de llamas y se tumbó horizontalmente bajo el efecto de los correctores de posición, pequeña corona de llamas en el borde superior. Era un cilindro de tres metros de diámetro y unos seis de altura, cargado de cámaras y otros instrumentos.
Luis aguardó hasta que se hubieron extinguido los chorros, y luego se acercó a la sonda andando sobre el suelo carbonizado. El tejado estaba desierto según todas las apariencias. Desierto incluso de seres humanos. No había ocurrido ninguna desgracia. Menos mal.
La voz de la traductora fue dándole instrucciones mientras él cortaba el grueso filtro molecular de la parte superior de la sonda. El disco transportador quedó al descubierto, y entonces preguntó:
—Y ahora ¿qué?
—He invertido la acción del disco teleportador de la otra sonda y le he quitado el filtro. ¿Vas a conseguir esa máquina lectora?
—Lo intentaré, pero esto no me gusta nada.
—Dentro de dos años importará muy poco. Te concedo treinta minutos; luego pasarás con lo que hayas podido conseguir.
Un grupo de sotanas azules casi estaba decidido a ir a por él, cuando apareció en el umbral de la escalera, con la visera del casco bajada. Los trozos de metal pesado que dispararon contra él rebotaron en su coraza de impacto, lo que le obligó a avanzar dando tumbos.
El ametrallamiento amainó hasta cesar por completo, y los atacantes emprendieron una prudente retirada.
Cuando estuvieron lo bastante lejos, Luis saltó sobre la escalera de caracol; como ésta se hallaba sujeta sólo por los extremos, empezó a rebotar como un resorte, amenazando las cabezas de los que se asomaban desde los pisos. Los bibliotecarios tuvieron que esconderse y Luis se quedó solo en los dos pisos superiores.
Cuando se volvió hacia la sala más próxima, vio que Harkabeeparolyn le cerraba el paso con un hacha en las manos.
—Otra vez necesito tu ayuda —le dijo.
Ella levantó el hacha y la arrojó. Luis la cazó al vuelo cuando el arma rebotó en su hombro y ella se abalanzó contra él tratando de arrebatársela.
—Mira —dijo.
Y esgrimiendo el láser cortó el cable de alimentación de una de las lectoras.
El cable despidió una llamarada y cayó al suelo, partido.
—¡El edificio Lyar lo pagará muy caro! —gritó la bibliotecaria.
—Eso no se puede evitar. Quiero que me ayudes a transportar la máquina hasta el tejado. Creí que tendría que agujerear una pared, pero así es mejor.
—¡No lo haré!
Luis asestó el haz contra otra de las lectoras, que se incendió después de hacerse cisco, despidiendo un olor nauseabundo.
—Tú dirás si estás dispuesta.
—¡Amante de vampiras!
La máquina pesaba bastante y Luis no estaba dispuesto a soltar el láser, así que Harkabeeparolyn tuvo que cargar con la mayor parte del peso. Luis le dijo:
—Si la dejas caer volveremos a por otra.
—¡Idiota!… ¡Si ya… has estropeado… el cable!
Él no contestó.
—¿Por qué haces eso?
—Intento evitar que este mundo se precipite contra su sol.