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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (84 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Hay mucha policía en las calles. —Seguía divirtiéndose—. ¿Ha visto lo que dicen de nosotros en la prensa? Somos la sensación del siglo. Nadie me olvidará, nunca, este es mi paso a la posteridad. —¿Él? Él no hacía nada, él solo temblaba.

—No importa la policía, no me verán.

—Confía demasiado en sus capacidades, mi querida señorita, y, según me comentó, ayer en su escapadita... No conviene correr más riesgos, podemos esperar.

—Yo no puedo esperar, necesito más. Ahora. Esta noche.

Esa noche salimos. Tumblety se quejó de la lluvia, se quejó del peligro, pero salimos cerca de la una de la madrugada. La calle estaba vacía por la hora y el clima. Eso no iba a evitar que encontrara a alguna mujer, esas perras salen a comerciar haga el tiempo que haga.

—¿Salir? —La desagradable alemana que nos acogía, seguía despierta a esa hora y con la cara pegada a su puerta para ver cada movimiento en la casa—. Hace una noche desagradable, no deber ir... y menos si la señora estar delicada...

Tumblety no dijo nada, yo menos. Inclinamos la cabeza y ya estábamos a la calle. Enfrente había dos hombres, los vi con claridad. En cuanto empezamos a caminar ellos lo hicieron, en nuestra dirección.

—Nos sigue el español —susurré a Tumblety que se pegaba a mí fingiendo protegerme. Lo había conocido nada más verlo. Todo estaba oscuro, pero yo podía reconocerlo.

—No he visto nada.

—Yo sí.

—Viene por mí... no podemos.

—Los despistaremos, yo los despistaré. Haga lo que le digo.

Seguimos caminando con calma. Los que nos seguían estaban a cien pies o un poco menos, teníamos que ser muy rápidos. Al doblar la esquina vi la calle vacía, mi corazón se aceleró. Cogí a Tumblety y corrí, dos zancadas y estaba junto al muro de un enorme colegio. Salté, temiendo que el cobarde americano chillara como sería propio en él. Se mantuvo firme, agarrado a mi cuello y ocupado de que su sombrero no cayera al suelo. Trepé por el muro de piedra del colegio, rápido, haciendo más ruido del que me hubiera gustado. Cuando nuestros perseguidores doblaron la esquina, me quedé agazapada, con Tumblety colgando de mi espalda como un molesto parásito, muy quieta en el tejado escurridizo por la lluvia. Mi corazón iba desbocado, tenía que pararlo. Hablaban:

—¿Dónde? —A mi espalda los vi mirar de un lado a otro, incluso a lo alto. No me vieron.

—¿Oye eso?

—¿Oír? Yo...

Desde los tejados veía a más gente en la calle, ocupados en sus cosas, tenía que salir de allí. Los de abajo seguían hablando.

—Le aseguro que no oigo nada.

—No... yo tampoco.

Se iban, caminando despacio, parecían abatidos bajo sus abrigos.

—Vamos a matarnos —lloriqueó Tumblety en mi oído. Los de abajo se encontraron con alguien más, no me ocupé de lo que decían, tenía que salir de allí—. ¿Volvemos, por favor?

—No. Necesito una. La definitiva.

Se oyeron llamadas lejanas de auxilio.

—¡Policía!

—¡Asesino!

Se repitieron al momento. El español y sus acompañantes acudieron a las voces, como todas las personas del barrio. Era el momento. Di gracias por lo que sea que había atraído la atención de todos lejos de mi persona, y me moví, arrastrándome por el tejado, arrancado tejas en la prisa, siguiendo los pasos de todos por las alturas del colegio. Pensé en cruzar los tejados hacia el norte, e hice una seña para indicar mi intención a Tumblety.

—No. Allí está Commercial, estará lleno de gente. Baje aquí.

Eso hice, casi a la espalda de nuestros perseguidores. Pusimos pie en suelo, nos recompusimos algo y seguimos adelante, hacia el oeste. El resto de la ciudadanía confluía en una calle, y entraba en un callejón de esta, atraídos como polillas a la luz. Seguimos, caminando tranquilos pero ligeros, alejándonos del barullo entre callejuelas y no nos fue difícil, el centro de atención de Londres esa noche no éramos nosotros.

—Venían por mí —dije pasado unos minutos—. ¿Los mandó él?

—No lo creo. Era a mí a quien buscaban. ¿Dónde vamos?

—Necesito una, tenemos que encontrar una.

Subimos hasta Commercial. La calle mantenía la misma actividad de cualquier otra noche lluviosa; más solitaria que en pleno día, pero no desierta. Algún curioso corriendo hacia los rumores de muerte, algún vecino asomado por ventanas apenas abiertas, poco más. Nada la alteraba, casi nada indicaba que un sumidero cercano se estaba llenando de sangre. Llegamos a Whitechapel Street, y seguimos por Aldgate, saliendo del barrio. Tumblety insistía en alejarnos lo posible, pero mi urgencia lo empujaba a buscar ya. Nos cruzábamos con mujeres, y era Tumblety quien decía:

—No, esa no, espere.

Subiendo por la calle Mitre, llegamos a un acceso de carruajes que conducía a una plaza oscura de unos escasos veinte metros cuadrados, rodeada de almacenes y de casas abandonadas. Un policía estaba dentro, haciendo su ronda, y nos detuvimos a la entrada, sin dejarnos ver. Estaba iluminada por una farola que titilaba algo, el gas no le llegaba bien. Al fondo había otra luz, a la entrada de un callejón, por allí se fue el policía, y una tercera en el paso a la Calle Mitre, ya fuera de la plaza. Al irse el agente el lugar quedó solitario. De día, en horario de trabajo, tenía mucha actividad por los almacenes que allí descansaban. Ahora, en el silencio de la noche, solo las ventanas, negras o incluso cegadas de los pisos superiores de alguna de las viviendas que la rodeaban contemplaban sus soledades. El lugar más feo y sucio de Londres, eso habíamos encontrado.

—Aquí —dije—. Salga a la calle y traiga una aquí.

—Con este día no encontraré más que a las más arrastradas...

—Todas son iguales. —Lo zarandeé—. Todos lo somos.

Lo empujé hacia el callejón por donde saliera el agente, Church Passage le dicen, supongo que es porque pasa junto a una sinagoga. Lo seguí en silencio, y quedé escondida en otro callejón pegado a la trasera del templo hebreo, uno muy pequeño desde el que podía ver un trozo de la calle Duke, y vigilar a mi socio. Frente a la salida del pasaje había un local, un club sobre cuya puerta se leía un letrero: The Imperial. La calle húmeda y vacía y Tumblety solo, en medio. Al instante una mujer con sombrero negro y verde cruzó la frontera del marco de mi visión, formado por los extremos de Church Passage. Tumblety la abordó. Un segundo después estaban los dos apoyados contra la esquina, hablando. ¿De qué hablaban? ¿Ya negociando el precio del pecado? ¿Tan fácil era, apenas cinco segundos de charla...? Agucé el oído.

Tres hombres, judíos, salieron del club, se arrebujaron en sus abrigos y echaron a andar, dos de ellos juntos, todos miraron a la pareja. Uno dijo a su compañero:

—Mire. No me gusta ir solo a casa cuando veo gente así por ahí.

Si supiera lo distinta que era la disposición de esa pareja de la que imaginaba... Me asaltó entonces un temor: ¿le habrían visto la cara? No lo creía factible, pero... yo era capaz de verlos.

Tumblety y su «novia», la mía por esa noche, entraron por el pasaje. Trepé a la pared de la sinagoga. Pasaron delante de mí sin verme. Ella susurraba algo con voz cansada, que no quise oír. Entraron en nuestra plaza, en Mitre Square. Ella llevó a Tumblety a la parte más oscura, la esquina más alejada de la mortecina farola, buscando que la noche velara la mirada de Dios de los actos impuros que se disponía a cometer; con cuánta facilidad propiciaban su propio fin.

Baje, me situé en la lámpara que iluminaba la entrada de Church Pasage, no me veían ocupados en su pecado. Yo tampoco hice esfuerzo por verlos, no lo necesitaba. Allí estaría esa mujer, descubriendo su cuerpo al frío y la humedad, preparándose alegre para ser ofendida. Corrí en silencio. Miré. Ella contra la pared, Tumblety sobre ella. Por encima de él extendí mi brazo y cogí el cuello de la mujer con fuerza. No pudo gritar. Su mirada de terror se clavó en la mía un segundo.

Hice sonar el cuchillo mientras la tumbaba. Luego, su cuello se abrió para mí. Corté tanto y tan largo que creo que llegué hasta la oreja. En esa oscuridad la sangre era más hermosa, menos acusadora. Le levanté la ropa. Ese cuerpo que no mercería. Clavé hondo el cuchillo en esas blanduras blancas y concupiscentes, y para arriba, hasta el pecho. Ahora era toda ella la que se abría para mí.

Tumblety me metió prisa en silencio. No iba a tardar mucho. Saqué sus tripas, tiré hacia fuera, fuerte, como con la Chapman. Corté. Las dejé sobre su hombro, y el trozo que había cortado lo deje abajo, bajo su brazo izquierdo. Incluso yo no veía bien.

Mi compañero me golpeó en el hombro con suavidad. Había alguien en Church Pasage, mirando, un policía. Quedamos quietos, muy quietos. Solo se oía el fluir de la sangre, sangre perdiéndose de nuevo sobre el suelo de Londres, sangre que solo oía yo, y que pronto todo el mundo vería. Un segundo y nuestro espectador sin invitación se fue, no había notado nada en la oscuridad. Corté abajo, en su repugnante órgano del pecado, corté, no veía bien. El útero, lo corté mal, lo arranqué, lo guardé imaginando que lo había echado a perder. ¡Maldita sea! Tumblety no podía ayudarme, no con tanta oscuridad. Apuñalé con rabia a la puta. El hígado. Apuñale su hígado de borracha. Apuñalé su sucio coño, separé con mi cuchillo los labios del pecado, atravesé su ingle. Corté, rasgué, partí el páncreas, escarbé entre sebo y tejidos hediondos.

Encontré un riñón envuelto en grasa. Mi cuchillo era grande y afilado, lo corté con facilidad y me quedé con él en la mano. El riñón vale, también me vale. Hice un gesto a Tumblety que me dio unos lienzos limpios empapados en alcohol. Envolví el riñón y el útero destrozado.

No va a funcionar. Me levanté para irme. No había podido cortar bien... no... Estaba cubierta de sangre y heces. La mujer llevaba un delantal, lo rasgue para limpiarme.

—Vámonos —susurró el yanqui—. Por el amor de Dios.

¿Qué sabía él de Dios y menos del amor? Miré los despojos de la puta, esa indigna, que hasta el día de hoy había disfrutado de dones que Dios en su tonta e imprudente generosidad le otorgara, desperdiciándolos. ¿Y a mí qué me dio? Me acerqué a su cara, sus facciones femeninas que tanto me ofendían, tanto.

Mi cuchillo sonó de nuevo sobre su cara. Corté. Sus mejillas, esas que los niños besan, rasgadas. Golpeé sobre el puente de la nariz hasta entrar en su cabeza, luego le corte la punta. Metí mi arma bajo el ojo, fuera los párpados, ya no podrás cerrar los ojos a tus faltas. Ya no parecía una mujer, ahora era un monstruo, ella, no yo.

Descansa en paz, Kate Eddowes.

Oí pasos. Me arrebujé en mi abrigo y salí andando, sin mirar atrás, con las partes que quería de esa puta en mis bolsillos. Tumblety me tocó en el brazo y me indicó que debíamos salir por el callejón que conducía a Sant James Place, el mercado de verdura. Así lo hicimos, justo cuando entraba alguien desde la calle Mitre.

Seguimos caminando, en silencio, empapados y sucios, acompañados por mi corazón desbocado y la respiración temerosa de Tumblety. Limpié mi cuchillo de inmundicias con el delantal de esa mujerzuela. Enseguida sonaron silbatos, la policía había encontrado los restos de mi trabajo.

—Vamos a casa —dije—. Rápido.

—No podemos correr, debemos ser cautos. Es muy peligroso moverse por aquí, la policía de la City tiene orden de buscar a toda pareja que vean y avisar a la mujer... —Ya estaba cansada de su charla cobarde, pero tenía razón. Lo cogí otra vez, y subí a los cielos de Londres.

Saltamos por los tejados de una ciudad aterrada, preñada de muertes. En la noche, en el cielo, sin levantar sospechas de aquellos que corrían abajo buscando un asesino. Había policías de patrulla, no sé si buscándome o siguiendo sus rutinas. Dimos una amplia vuelta, subiendo por encima de Whitechapel y Commercial Road. Solo bajamos una vez superado el caos de silbatos y uniformes, a la oscuridad de un portal para que Tumblety se recuperara de un ataque histérico.

—¿Esto servirá? —Le enseñé mis trofeos, mientras él tomaba aliento.

—Yo no puedo ayudarla en eso... —se secaba nervioso con un pañuelo tan empapado como él. Yo me adecenté también—, y quien puede no creo que quiera. Debemos parar, esta vez ha sido...

No pararé jamás. Jamás. El amor me impulsa. Quedamos un segundo apenas, lo suficiente para sacudirnos las miserias del trabajo, y seguimos huyendo, con la esperanza que da el amor.

No pararé jamás.

____ 40 ____

Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro

Miércoles, tras hora y media de conversación

Ambos visitantes acaban de intercambiar lo que han oído en sus respectivas sesiones, mientras descansan en la celda comiendo algo. Lento presenta muy mala cara, empeora a ojos vista.

—¿Stride y Eddowes asesinadas por dos manos distintas? —dice Alto.

—Es una posibilidad que siempre... que las dos fueran víctima de igual asesino es por pruebas circunstanciales, geográficas. —Se echa a toser—. Puede ser asesino distinto, o igual, si corrió...

—Estamos como antes. Seguimos a oscuras, y encerrados. Y además aparece el tal capitán William... igual tiene razón usted, y es el escritor de eso.

Alto recoge los restos de la frugal cena de fruta y queso que les proporciona Celador. Levanta en brazos a su compañero de su silla, con cuidado, y se ocupa en acostarlo. El sufrimiento de Lento es evidente mientras su amigo se esfuerza en procurarle el mayor confort posible.

—Tenemos que saber... —murmura el enfermo.

—Sí. Ya me dejó claro cuál es la prioridad: averiguar por qué nos hacen esto, precisamente a nosotros. Ahora debe dormir.

—Lea...

—No. Se ha cansado mucho.

—No voy a... aguantar.

—Descanse. Mañana repose todo el día. Yo asistiré a la sesión, usted reponga fuerzas. Tiene que resistir.

Apaga la vela y se echa junto a su amigo, tratando de conciliar el sueño. En la oscuridad, la respiración de Lento es pesada como la de un ciervo herido.

—No puedo más —dice—. Si no salgo... sin un médico voy a morir.

—Duerma. Yo me ocuparé.

—No importa. Ya no puedo más. Sáqueme de aquí. Tenemos que salir.

—Sí... vamos a salir los dos. Ahora duerma.

—¿Cómo...?

—Duerma. Yo me ocupo. Voy a matarlo. Entonces nos iremos...

____ 41 ____

El éxito del Asesino

Jueves

Vaya, me alegro de verle de nuevo. Ya me tuvo al tanto de su situación su amigo... No tiene buen aspecto... pero quién soy yo para juzgar el aspecto de nadie. En fin... sí, continuamos.

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